Conversaciones en la lectura |
"Razones
conocidas por todos, otras
íntimas, personales, me permiten acceder a la fuerte sospecha de que
puede surgir en el pensamiento de muchas personas la palabra
"amigo" a la hora de
evocar a un autor". En
un pasaje de sus Confesiones, San Agustín menciona el asombro
que le causó haber visto por
primera vez a un hombre leyendo en silencio, "Cuando leía sus
ojos recorrían las páginas
y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas".
Este fragmento es el primer registro claro de un caso de lectura de este
tipo en Occidente. Aquél hombre, San Ambrosio, mantenía una actitud
enteramente ajena a la época, puesto que se creía que las palabras
estaban destinadas a ser pronunciadas, llevando los signos implícitos
sus propios sonidos. De esa manera las palabras escritas, las scripta,
consideradas como muertas en sí, tomaban vida y se convertían en verba. Agustín,
como los eruditos de entonces, consideraba que esos sonidos propiciaban
una conversación con los ausentes; la lectura correspondía al
despertar de una voz del pasado que se actualizaba en el momento en que
alguien pronunciaba lo escrito. En
el siglo VII, San Isidoro de Sevilla, que compartía la idea de Agustín
de que la lectura hacía posible la conversación a través del tiempo,
distinguía que ese poder de transmisión, las letras seguían ejerciéndolo
aún en la lectura silenciosa. Francesco
Petrarca no pudo evitar, después de haber leído las Confesiones de
San Agustín y sentir que su voz le hablaba íntimamente, componer tres
diálogos imaginarios con él, que formarían parte de su obra póstuma Secretum
Meum. La
aparición de antecedentes como estos simplifica la tarea de comentar -y
profesar- la tesis platónica (que no debería ruborizarse ante el
peligro de sonar extravagante) de que la lectura es hoy, por lo menos
para algunas personas, un diálogo íntimo con un autor. Aquel
diálogo que imaginó Petrarca, podría tomarse como una hermosa
matriz del pasado que ideó infinitas conversaciones entre lectores y
autores. Esa forma de diálogo se presenta en los lectores, de manera
imaginaria, en los momentos en que se siente cercanía con cierta obra,
cierto personaje o autor. Lejos
debería quedar entonces la trivialidad de pensar al hábito de la
lectura como una elemental actividad de interpretación de signos en
soledad. Tal enigmática empresa se hace con la compañía del autor.
Esto nace en gran parte de la complementariedad necesaria en toda obra
literaria: el lector recibiendo la obra y recreándola, construyendo sus
propias imágenes; hecho que alimenta a la imaginación como ningún
otro en la basta esfera del arte. Se puede pensar que los autores siguen
hablando con los lectores, y lo hacen ahora de manera más íntima, más
cercana. Las infinitas posibilidades lúdicas de la lectura deberían
permitirle poder adaptarse a cualquier metáfora que pretenda
describirla. Un
acontecimiento artístico debe reconocerse como una relación entre dos
personas, dos mentes, parecidas. Parecidas, al menos, en el hecho de
cierto amor, cierta pasión que las une. Por eso el sentimiento de alegría
al sentir que ese autor es reconocido a la vez por otras personas. Por
eso el pesar cuando alguien con malas intenciones ubica a un autor amigo
en un lugar donde él no quisiera estar, cuestión que se sabe con
certeza simplemente por conocer verdaderamente a ese autor. Al disfrutar
de una obra, se recibe el afecto del autor, que proviene del mismo
pedido de cariño que toda obra reclama. El
encuentro imaginario entre estos dos seres complementarios reconoce
pocas limitaciones: casi todo espacio favorable (una cama, un tren, un
banco de la facultad, un asiento de trabajo); casi todo momento también
(bastará, en todo caso, con desviar un poco la atención del tedio que
producen ciertas circunstancias incómodas, ciertos diálogos
insignificantes, para hablar sin más con quienes se quiere). Cualquier
edad posterior al aprendizaje de lectura es propicia, por lo menos puede
asegurarse la enternecedora imagen que resulta de suponerse siendo viejo
y reconociendo una figura imaginaria con la que se ha conversado por años. Recuerdo de manera vaga a un autor que, para poder explicar que todo lector apasionado no debería separarse nunca de sus volúmenes, usaba como referencia a un ministro persa que cuando emprendía un viaje, ordenaba adiestrar sus camellos para poder llevar su biblioteca en orden alfabético. Esta sofisticación sirve para metaforizar de manera eficaz la relación del lector apasionado con sus libros. El lector lleva su biblioteca imaginaria en la memoria y acude a darle vida a ciertos versos, siempre que una situación lo merezca. Sólo por esta razón puede llegar a justificarse la crueldad propia de quienes obligan a memorizar textos; pobres incautos que no entenderán nunca la sentencia montaigneana de que "lectura obligatoria" es un concepto paradójico. De esta manera, la persistente (pero siempre liviana) carga imaginaria se puede hacer presente cuando sea necesario. "A
coward dies a thousand deaths, a brave man
dies but once". He anticipado la muerte de este escrito
innumerable cantidad de veces... ahora entiendo que él pretende, sin
embargo, conquistar la segunda parte de aquel verso. Pocas cosas deberían considerarse más importantes en el mundo de la literatura que el poder sentir a un autor lejano, en el tiempo y en el espacio, como cercano. Personalmente,
me siento feliz al sentir que leyendo puedo habitar lugares y épocas
remotas. ¿Se les ocurrirá a las personas del futuro que el libro
funcionó, alguna vez, como una máquina del tiempo no del todo lograda? Razones
conocidas por todos, otras íntimas, personales, me permiten acceder a
la fuerte sospecha de que puede surgir en el pensamiento de muchas
personas la palabra "amigo" a la hora de evocar a un autor.
Borges se divertía mucho a la hora de clasificar a cierto escritor como
más amigo que otro. Cualquiera,
tomando esta actitud, se puede encontrar con que tal amigo invita a otro
a ser conocido. Hasta puede generarse el hermoso juego de pensar a otros
como enemigos, lo que, por supuesto, no debe asustar a nadie. El destino de estas líneas podría ser pretender consolar al amigo Holden Caulfield, quien se lamentaba al no poder hablar personalmente con los autores que más quería; podría ser (considero esta opción como más legítima) el intentar conversar con alguien en frente de esta hoja, que sienta algo parecido. |
por
Maximiliano Daponte
dapontecavaco@hotmail.com
Publicado en el número 3 de la Revista Megafón
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