Vicisitudes del astronauta de la Catedral: que Salamanca le dé, lo que barbarie le quita |
Sin
duda las catedrales tienen sus misterios. Recuerdo
cuando, por allá, en 1981, visité a Alemania; me
traje conmigo el libro El
Misterio de las catedrales de Fulcanelli, el cual terminó por
aburrirme, de tal forma que me deshice de él, para
entregarme a esa emoción estética que produce el mero hecho de entrar en
alguna de esas monumentales iglesias, que llevan en sus muros, toda una
historia a cuestas. Es
un sitio en el que aunque seas agnóstico te conmueve el encuentro con lo
sagrado. Eso
es lo que me sucede cuando voy a Santiago de Compostela y se celebra el
ritual del botafumeiro, el cual vuela, como un acróbata de circo, hasta
los techos del ala horizontal de esa cruz latina que hace a los cruceros
de esos templos cristianos, que tienen la forma del signo de Jesús, ese
que se ofreciera a Constantino como garantía de la victoria,
supuestamente para que las oraciones de los fieles sean, con el humo del
incienso, transportadas y encumbradas al cielo, para pedir mercedes a la
deidad, al elevar el corazón, como bien nos lo enseñaba el padre Gaspar
Astete. Es
como si allí, uno entrara en el conocimiento de lo sagrado, como una isla
en un universo profano, donde podemos tener la experiencia de la hierofanía,
en la que lo sagrado se nos muestra y hace su epifanía Es
toda una vivencia que embarga nuestra existencia, como si entráramos en
un mundo distinto, entrelazado con lo cósmico, que se recoge en el
santuario, como lugar consagrado por la cultura, en el templo como lugar
santo por excelencia, el cual, según Mircea Eliade, representa al mundo y
lo contiene, para redimir, purificar y santificar la totalidad del
universo, supuestamente al abrigo de la corrupción terrestre, ya que no
podemos idealizar una institución tan humana como es la Iglesia misma, en
la que pueden caber personajes como el archidiácono Frollo, quien no duda
en mortificar la bondad de Quasimodo y Esmeralda, en la hermosa novela de
Víctor Hugo, Nuestra señora de París o
personajes como el padre Manolo de La
mala educación de Pedro Almódovar, para recurrir solamente a la
ficción, que más bien introducen lo profano y lo corrupto en el ámbito
sacro. Pero
cuando recibí una presentación sobre un astronauta ubicado en la puerta
de la Nueva Catedral de Salamanca, construida entre 1513 y 1773, en plenos
siglos XVI, XVII y XVIII, el misterio no podía ser mayor; sin duda, para
algunos una prueba irrefutable de capacidades proféticas, del retorno de
los brujos o la presencia de extraterrestre, con todos los mitos esotéricos
que podían entretejer para explicar esa inquietante presencia en un
portal de la catedral salmantina. Sí;
el hombrecito estaba allí íntegro, con su nariz incluida, como una
evidencia irrefutable, antes de que la barbarie se cebara sobre él, |
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Pero
como soy un escéptico que no cree ni en lo que se come, hasta que pone el
dedo en la llaga, a la manera de Santo Tomás, me puse a investigar cual
podría ser la verdadera historia de esa realidad tan palpable y evidente,
lo que me sirvió incluso para hacer pasar por inocentes a algunos amigos,
como suele hacerse los veintiocho de diciembre, para luego revelarles la
siguiente historieta. Resulta
que la imagen del astronauta fue incorporada a los relieves en piedra de
la Puerta de Ramos en 1992, para la celebración al año siguiente de Las Edades del Hombre, por los canteros Miguel Romero y Juan
Iglesias, quienes quisieron dejar su firma como lo hacían sus colegas del
siglo XVI e introducir elementos de la era contemporánea.
Pero
poco después, como si fuera un Pinocho malherido, el pobre astronauta fue
desnarigado y no precisamente por mentiroso, sino por efecto del
vandalismo contra la cultura, una de esas nuevas enfermedades del alma
para lucir así: |
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mas no contentos con el daño, la barbarie ha vuelto al ataque para romperle un brazo y dejarlo, francamente, como para ir al viejo hospital de los muñecos, como el Pinocho atacado por un espantapájaros bandido, de tal modo que hoy vemos al colega de Neil Armstrong, así: |
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Lo
que no deja de ser una vaina, como decimos los colombianos, que el pobre
astronauta se convierta sin acciones heroicas de su parte, en un
equivalente del Manco de Lepanto, como producto del salvajismo vándalico,
una plaga que se extiende en la postmoderinidad, por los edificios históricos
de Salamanca. El pobre mocho está entonces a la espera de una cirugía plástica, ejecutada por uno de
sus propios creadores, el salmantino Miguel Romero, quien piensa ponerle
un brazo protésico, con un trozo de piedra y pegarlo con masilla de arena
y cemento blanco, aunque bien sabemos que remiendo es remiendo, sin que
las instituciones se pronuncien para auspiciar la reparación, por lo cual
esperamos que se muevan los salmantinos o España entera para que lo que
el vandalismo quita, Salamanca sí lo preste, como respuesta de un Estado
de Cultura a ese Estado de Naturaleza destructor que es el vandalismo
contra las bellas artes, como forma de delincuencia contra el patrimonio
cultural, que no expresa sino la brutalidad de algunas gentes, tal vez a
la manera de los flashmobs,
que intentan salir de la rutina en ataques relámpago, cargados de
violencia, como pura descarga de pulsiones tanáticas, productoras de una
enorme satisfacción narcisista, al sentirse como “Yo, el destructor”,
como una suerte de villano Terminator,
algo que, en realidad, debería preocuparnos a quienes amamos las
manifestaciones artísticas. |
Jesús María Dapena Botero
Argenpress Cultural
Vigo, 17 de octubre del 2010