La noche oscura (1989) |
NACIONALIDAD: Franco
española GÉNERO: Drama
histórico-biográfico DIRECCIÓN: Carlos
Saura PRODUCCIÓN: Andrés
Vicente Flores y Françious Geré PROTAGONISTAS: Juan
Diego como San Juan de la Cruz
Julie Delpy como
Ana de Jesús y la Virgen María Fernando
Guillén como carcelero
Manuel
de Blas como el prior
Fermín Reixach
como Fray Jerónimo Tostado
Adolfo
Thous como Fray María Marielena Flores como superiora GUIÓN: Carlos
Saura FOTOGRAFÍA: Teodoro Escamilla MÚSICA: Alfonso
Pino
PELUQUERÍA: Josefa Morales
DURACIÓN: 93 minutos |
Un
día, en Colombia, en la televisión, cogí la cola de una película española
sobre San Juan de la Cruz, que nunca hubiera pensado que era de Carlos
Saura pero que seguí con vivo interés, ya que desde adolescente me ha
llamado la atención el tratamiento de Dios en el cine, desde que leyera
un primer libro de crítica cinematográfica que lleva ese nombre de Amedée
Ayfré, el cual me leí con apasionamiento. [1] No
me sucedió lo mismo cuando cogí por el rabo ese otro filme de Saura que
es su Goya
en Burdeos (1999), en la que pude imaginarme que era de este
director español por el manejo casi coreográfico de las escenas históricas. Si
bien, el tema religioso había sido tratado en el personaje del ermitaño,
en Ana
y los lobos (1972), lo había sido trabajado un poco a la manera
irreverente y sarcástica del Luis Buñuel, a quien Saura dedicara su Peppermint
frapée (1967) pero no con la hondura con la que se acerca a la
historia del alma de San Juan de la Cruz, para hacer un precioso retrato
psicológico del santo, en el relato de un episodio prolongado en el curso
de su vida, el tormentoso encierro en el convento de los carmelitas
calzados de Toledo, al que accedemos desde el exterior, al comienzo de la
película, por haberse atrevido a cuestionar con Teresa de Jesús, la
comodidad de un monacato, de una institución monástica, para introducir
una idea innovadora, cuestionadora de los valores imperantes en el establishment,
en la cristiandad establecida, con la vocación de cumplir con el voto de
pobreza de una manera rigurosa, sin amor por las cruces de oro, con las
que ornaban sus pechos los religiosos, concepto bastante mal recibido por
el conjunto, que condena al asceta y al místico a la reclusión, a los
azotes y la humillación como experiencia emocional correctiva de su
supuesta soberbia, implícita en los valores del santo, quien pareciera
anticiparse a la insubordinación del hombre rebelde camusiano. [2] Sin
duda, a pesar de su cercanía con el teatro, lo que Carlos Saura hace es
cine, gracias a encuadres maravillosos, logrados ya sea con el plano
secuencia o con el close
up que le permite la creación de primerísimos planos, sin caer
en la excesiva teatralización que hace correr el riesgo de la
sobreactuación, como si, de alguna manera, el director español
coincidiera con el francés René Clair, quien sabía que el cine es arte
en sí mismo. [3]
Un arte que abarca un universo material, con toda su vitalidad, con toda
la profundidad psicológica de sus personajes, para que el realizador dé
una versión propia, con los medios que tenga a su alcance, ya sea para,
unas veces, acentuar el contenido y, en otras, la forma. Así
los Lumière o Dziga Vertov intentarían captar la realidad tal cual era y
la subjetividad aparecía en los ángulos de visión, en los ritmos de las
tomas. Mientras Meliès incluía elementos imaginarios más del orden de
lo teatral. Pero
el cine religioso tiene una estética propia, autónoma, que exige una
mayor complejidad en el tratamiento del tema. Saura
no recurre a la grandiosidad de los decorados, de la figuración, a la
espectacularidad ni del Quo Vadis? de Mervin LeRoy
(1951) ni del Ben-Hur de William Wyler (1959), que nos cuentan la historia a
la manera que nos la relatan los americanos, como nos cantaba Piero. Saura
acude a un ámbito más íntimo, más dramático, más lírico, en busca
de un registro de la fe de San Juan de la Cruz, en una cinta consistente y
relativamente de bajo presupuesto, en la que predomina lo psicológico, lo
más subjetivo del conflicto del santo con su entorno, puesto que es
imposible pensar a un sujeto sin los otros, sobre todo si no olvidamos la
frase de Freud acerca de que toda psicología es ante todo psicología
social. [4]
Dicho
director sitúa muy bien la realidad y la vivencia religiosa en el tiempo
de Juan de la Cruz; es la época de la contrarreforma, como antídoto
contra el protestantismo, crítico acerbo del amor de la Iglesia de Roma
por el poder temporal, en medio de todas las corruptelas del período de
Alejandro VI; Juan de Santo Matía, el otro nombre religioso del
protagonista, ha sido alumno de teología de fray Luis de León en
Salamanca y amigo personal de Santa Teresa de Jesús, quien lo ha incitado
a la reforma de las reglas de los carmelitas y a lo que Saura se dedica es
a mostrarnos la práctica de una ascesis de la pobreza, de renuncia a los
bienes terrenales del hombre, incluidas las sandalias, que lo lleva a una
mística, si entendemos por ésta una experiencia muy difícil de alcanzar
por los seres humanos, que lleva un grado máximo de unión del alma
humano con lo sagrado durante su existencia terrenal y que se diferencia
de la ascesis, en tanto ésta es una práctica que ejercita el sujeto
humano para acceder a la perfección. El
director español nos exhibe este proceso de una forma concreta, viva y
eficaz, que demuestra la fuerza suficiente de un hombre fiel a sus deseos
e ideales, que harían que su historia con minúscula se inscribiera en la
gran Historia con mayúscula de una forma trascendente hasta pasar a ser
nombrado por Pío XI, doctor de la iglesia y patrono de los poetas españoles. Es
de ahí de donde brota su mínima grandeza religiosa, que se aleja de los
deleites prometidos por el mundanal rüido, como aconsejara su maestro
Fray Luis de León. Sin
embargo, lo que no logro comprender bien es por qué Saura se metió en
este propósito y declara que su Noche oscura, fue una obra
en la que asumió toda la complejidad del tema y era su proyecto más
acariciado, sobre todo cuando él mismo expresa que le encanta que digan
que su cine es simbólico y críptico y era un momento en que venía de
introducirse en el cine histórico con su El
Dorado, su versión de la vida de don Lope de Aguirre, tan
aferrado a los bienes terrenales del hombre, protagonizado por el actor y
doblador italiano, Omero Antonutti. [5] Ahora,
superado el franquismo, Saura se siente liberado de una misión que él
mismo se había propuesto, contribuir al cambio de España, en una época
en la que se preguntaba acerca de la sociedad española, la religión, el
sexo, la política y los militares, cosa que tan bien había retratado en
su Ana y los lobos, antes de la muerte del Generalísimo. ¿Por
qué toma la tarea de hacer un relato hagiográfico de San Juan de la Cruz
si el mismo explica que sus personajes pueden tener, más o menos, muchos
puntos en común con su personalidad aunque no sean fotocopias de sí
mismo, cosa que hace casi de una manera inconsciente? Creo que sería algo
que le preguntaría si tuviera la dicha de poder entrevistarlo. De
todas maneras, su hagiografía no tiene los toques melodramáticos del Fray Escoba del
gallego Manuel Torrado (1961) ni del Yo
pecador del mexicano Alfonso Corona Blake (1959); el énfasis de La
noche oscura está puesto en otro lado, en el espíritu
cuestionador del reformador de los carmelitas, de quien nos da una visión
a la vez espiritual y material, con un ritmo muy adecuado pero no carente
de intensidad dramática. El
santo está ahí ante nosotros, sin recurrir a elipsis, mostrado en la
cotidianidad de un largo episodio de su vida, sin escapar de cierto
surrealismo, muy propio de su querido maestro Luis Buñuel, pero sin caer
en cursilerías, como podemos constatarlo en las apariciones seductoras de
Ana de Jesús o de la Virgen María, representadas por la misma actriz, la
bella franco-americana Julie Delpy, figura semejante al obscuro objeto de
deseo buñuelino, que lo seduce con su voluptuosidad, hasta hacerlo caer
en la tentación del conocimiento del amor humano o que lo incita en su
versión celestial a que siga su camino fuera de los muros del convento de
Toledo, donde los carmelitas calzados lo han lanzado a la celda, un
espacio sin perspectivas, que sólo le posibilita la mirada interior,
cuando casi está sometido a un estado de deprivación sensorial, que sólo
se interrumpe con la emergencia de lo proyectado en sus alucinaciones o en
lo traumático y real de las flagelaciones, propiciadas por el padre
prior, que soporta, sólo con un único amago de arrepentimiento frustro,
ya que es un hombre que no cede ante la ética de su deseo y de sus
ideales. Sin
embargo, no encontramos en esta cinta nada carnavalesco, nada impostado,
como si el director quisiera a través de un lirismo dramático tocar
nuestras fibras como espectadores, al mostrarnos la historia de un hombre
rebelde que no se rinde, en un acto de total valentía, en tanto y en
cuanto no se pliega al deseo de los otros, del establishment, del orden
establecido. Juan
de Santo Matía, como asceta y místico, propone un ideal de ejercicio del
cristianismo, pero el grupo no lo requiere y lo rechaza, como un contenido
que puede producir cambios catastróficos, si leemos la película desde la
perspectiva del psicoanalista W. R. Bion, y, por ello, quieren anularlo y
aniquilarlo. Ese
grupo no está dispuesto a brindarle las condiciones para que su
genialidad florezca y se propague, en tanto y en cuanto, lo que viene a
ser es un ser peligroso y disruptivo, que desafía los usos y costumbres
del grupo, que amenaza su cohesión con un escisión, de donde entre los
frailes calzados surgen las más sádicas pulsiones en busca de destruir
al místico y hacer que lo establecido hasta el momento se perpetúe a
cualquier precio, aún con el sacrificio del desarrollo y la vitalidad del
que trae una idea nueva y es convertido en chivo emisario. [6] Entonces,
salvo la luz mortecina del principio del filme y la brillante del final de
la cinta, estamos siempre en un espacio claroscuro, que sólo se ilumina
intensamente en el momento en que, tras la huida, el monje rebelde alcanza
la libertad y la autonomía para poder seguir luchando por lo que tanto ha
anhelado, al liberarse de un entorno oprimente y humillante que ponía
obstáculos a sus ideales ¿ acaso cómo la misma España? Pero
lo social queda ahí, resumido en el mundo conventual pues no pareciera
ser que el énfasis sauriano gire, en estos momentos hacia los movimientos
sociales, como pasa en muchos otros exponentes del cine religioso, donde
los sacerdotes aparecen como buenos pastores que apacientan a los fieles
de su redil, que se meten al rescate de delincuentes o incitan a la
protesta social como es el caso de la bella película de Verneuil, Los
cañones de San Sebastian (1968) que nos conectaba a los
adolescentes de entonces con los ideales de la teología de la liberación. Con
Saura lo que hacemos es profundizar en la historia de un alma, para
utilizar las palabras de Santa Teresita del Niño Jesús. |
Aquí
no asistimos a la comunión de los santos, por el contrario, nos
adentramos en las miserias del mundo conventual para asistir como
contrapartida a la historia de una ascesis, que nos lleva toparnos con una
transmisión posible de lo inefable de la experiencia mística. Tampoco
vemos la acción de un cura párroco al estilo del de George Bernanos o
del que interpretara Gene Kelly, en la magnífica serie televisiva, El buen pastor. Aquí
no cuenta la visión del apóstol ni del proselitista sino la búsqueda de
una manera distinta de abordar la ejercitación del cristianismo. El
mal no escapa de las tapias del convento, habita en él, con la
intolerancia frente a la singularidad de Juan de la Cruz, impuesta desde
una ideología y una mentalidad que no acepta ideas nuevas, desde una
posición estrictamente dogmática; nadie podría tener concepciones
distintas del ejercicio de la enseñanza cristiana, aunque el mal no
aparezca de una forma tan siniestra como emerge en el convento de la
novela de Umberto Eco, El
nombre de la rosa. [7] |
En
la cinta de Saura asistimos a una eclosión espiritual que no se rinde,
que no se conforma ante una iglesia atrapada por las seducciones de los
bienes terrenales del hombre, a la historia de un hombre que se lanza en
su proyecto con una misión bien clara, para utilizar terminología
heideggeriana; nos adentramos en el claro oscuro no sólo del convento
sino de su psicología, un poco a la manera, que lo hiciera la escuela
francesa inquieta por la interioridad, por la subjetividad, por la
experiencia interior, de la que tanto nos enseñara Georges Bataille, las
cuales siempre han sido objetos predilectos del arte, como un legado del
teatro, que tiene muy presente cierta poesía, cierta narrativa, cuentística
o novelesca y cierto cine, bajo el presupuesto de que todo fenómeno
psicológico es susceptible de devenir estético, al expresar las
pasiones, ya sea de una forma estilizada o de una manera directa,
evocadora de sentimientos como la tristeza, la alegría, el dolor, el
conflicto, la angustia, gracias a la intervención actoral reforzada por
decorados, iluminaciones y encuadres. Esta
versión de un período en la vida de San Juan de la Cruz se inscribe
entonces en la categoría del cine-arte, tan emparentado con el teatro y
hasta podríamos pensarla como una representación teatral fotografiada,
con un uso frecuente de primeros planos, que nos acercan al rostro humano
para dar cuenta de su drama interior, pero también nos arriman otras
partes del cuerpo, que nos hablan por sí solas como la mano del santo que
toca sensualmente la piedra del convento que lo encierra, el muro
carcelario, para luego lograr imágenes dignas de un Rembrandt o de un
Georges de la Tour, con sus maravillosas iluminaciones. |
Pero
la palabra, el monólogo y el
diálogo, también cuentan como elementos importantes en esta versión
sauriana, pese a la antipatía que el director pueda tener por los
guiones. En
esta cinta, imágenes y palabras fluyen en las sombrías luces del
locutorio, del comedor conventual o de la celda, a la que sólo entran los
rayos del sol por un ventanuco, una hendija en los muros pétreos
conventuales y asistimos a un proceso en que la mística se convierte para
Juan en una especie de espacio para la ilusión, en una zona transicional,
en el sentido de ese otro gran psicoanalista Donald W. Winnnicott, quien
nos habla de que en el campo de la cultura, la religión, tanto como el
arte se convierten en una suerte de consuelo frente a las adversidades
ocasionadas por lo establecido, para luchar contra los goces de la
melancolía, para esas almas que logran refugiarse en su amor a Dios, como
cuando el santo dice:
|
Descubre
tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura. |
O
cuando declama: |
Qué
bien sé yo la fonte que
mana y corre, |
O |
Gocémonos,
Amado, y vámonos a ver en tu hermosura al monte ó al collado do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura. |
Todo
ello en medio de estados alterados de conciencia que lo llenan de espanto
y parecen anticiparse al temor y el temblor del que nos hablar SØren
Kierkegaard, siglos después. [8] Pese
al abandono, el maltrato y las
humillaciones, Juan de la Cruz tiene la fuerza interior suficiente para
luchar contra el demonio, representante del mal en su sistema de
creencias, al hablarnos desde Toledo, de una monja de Ávila, doctora sin
maestros, una niña prodigio, de la que pensaban que estaba endemoniada, a
quien habría de juzgarla cuando él mismo hacía parte del Santo Oficio,
del tribunal de la Inquisición. No
hay duda de que estamos ante un director magistral y versátil, que nos
deleita con la génesis de una poesía mística, que se esbozara en Toledo
pero que San Juan de la Cruz podría perfeccionar aún más en su retiro
en la soledad de la Peñuela, en el camino de Andalucía, en la Sierra
Morena. [9] Así
podemos presenciar la poiesis, el alumbramiento
de ese cántico espiritual que nos dice: |
Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras. |
Acompañados
por esa penetración en la psicología de su personaje, que logra Carlos
Saura, de un hombre ejemplar, felizmente interpretado por Juan Diego,
tanto actor teatral como cinematográfico, quien con gesto sensual
acaricia el papel y la pluma para escribir aquellos versos místicos que
dan nombre al filme. |
En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, (¡oh dichosa ventura!) salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. |
Para, en días más largos que anuncian la llegada de la primavera, añore verla al natural, tras las tapias de los muros conventuales, mientras los recita al fraile carcelero, el único que escucha, versos que llevan el tono de El cantar de los cantares y transmiten, en parte, lo inefable de la experiencia mística mientras un fraile moribundo y agonizante le dice que oyó hablar de él a Teresa de Ávila, al referirse a él como a un santo, una forma de agradecerle el acompañamiento a un buen morir, para después Juan volver a su poesía: |
¡oh noche que juntaste amado con amada…! |
Momento en que aparece ante
sus ojos la Virgen María, quien lo invita a irse, a marcharse, a fugarse
del convento, para realizar su proyecto allende la celda, a la que estaba
condenado, consejo que el fraile sigue sin dilación para llevarnos a un
mundo luminoso.
Gracias a Carlos Saura y Juan Diego
podemos palpar con bastante intensidad la vivencia del sentimiento
religioso, tan determinante en la vida de Fray Juan de Santo Matía, a
quien vemos enfrentado con su conciencia, sus pulsiones, su ascetismo, al
adentrarnos en la interioridad de un alma, que llega casi a un desapego
metafísico, en el sentido que usara este concepto Paul Claudel en Un poeta mira la cruz. [10] |
Con Saura y Diego asistimos a una bellísima dramatizacíón lírica de la vivencia religiosa que nos lleva por los caminos de la experiencia interior; sin duda, Saura encuentra en Diego un maravilloso colaborador, quien ocupa un lugar privilegiado en la creación sauriana, ya que casi toda la cinta se centra en él, rodeado de un ambiente en el que pueden ser contrastados los valores religiosoz y el sentimiento trágico de la vida, uno en el que Juan de la Cruz se convierte en un digno antecesor de don Miguel de Unamuno, sin verismos rosados, sino más bien con un crudeza negra, pura y dura, que nos habla de la complejidad del alma humana, lo que nos demuestra, una vez más que Carlos Saura es un excelente director de actores, que en este caso con un guión y una realización bastante ascéticos, que sólo se rompen con el barroquismo surrealista de las apariciones y en su conjunto logra ofrecernos a los espectadores todo un acontecimiento artístico como lo confirman los premios y las nominaciones a ellos. |
Notas: |
[1] Ayfré,
A. Dios en el cine. Editorial Rialp, Madrid, 1958, 220 pp. [2]
Camus, A. El
hombre rebelde en Obras
Completas (t. II), 3ª. ed., Editorial Aguilar, [3] Clair,
R. Conferencia a los amigos del
cine, 20 de noviembre de 1924. [4]
Freud, S. Psicología
de las masas y análisis del yo en Obras
Completas (t. XVIII). Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976, pp
63-136 [5]
Gregori, A. El
cine español según sus directores. Cátedra, Madrid, 2009, pp.
580-597. [6]
Menzies
Lyth, I. La contribución de
Bion a pensar sobre grupos. Area
3. Publicación de la Asociación para el Estudio de Temas
Grupales Psicosociales e Institucionales. http://www.area3.org.es/htmlsite/productdetails.asp?id=30 [7] Eco, U. El nombre de la rosa. Editorial Lumen, Barcelona, 2010, 752 pp. [8] Kierkegaard,
S. Temor y temblor. Editorial
Losada, Buenos Aires, 2004, 148 pp. [9]
Edelvives. El santo de cada día. Tomo VI. Noviembre y
Diciembre. Editorial Luis Vives, S.A. Zaragoza, 1949, p. 248 [10] Claudel, P. Un poéte regarde la croix. Gallimard, París, 1938, 292 pp. |
Jesús
María Dapena Botero
Vigo, 07 de febrero de 2011
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