La alegría del circo |
Vacía su alforja (Joan Manuel Serrat)
Los
ojos de Silvina dejaban correr sus lágrimas tras los losanges del ventanal del
colegio y afuera también todo estaba húmedo pues llovía y llovía; era
duro, dejar atrás la infancia; el amor de Pedro se le había escapado
como el agua que corre entre los dedos. No quedaba sino mirar ese desfile de paraguas negros, con el que la multitud se protegía de aquella ya demasiado larga temporada de lluvias, de un invierno tropical, y oír el plash, plash, de los pasos de aquel hormiguero humano, cuando Astrid se acercó por la espalda y le puso las manos sobre las cuencas de los ojos, para decirle en silencio: |
-
Adiviná, quién soy. -
No me fregués, Astrid. – fue toda la respuesta. -
¡Brutas! ¿Y cómo sabés quién soy? ¡Feliz cumpleaños, mi adorada
Silvina! Sí,
esa era la causa de su llanto pues la chica se negaba a crecer, ya que
ello implicaba abandonar todo un mundo de ensoñaciones. La realidad de la
vida se impondría y entonces… -
Esperemos que escampe y nos vamos calle abajo hacia el río, que cruza la
ciudad para dividirla en dos bandas, esta banda y otra banda. Nos iremos
caminando a casa y charlaremos para festejar tu cumpleaños. Tomaron
el camino, pasaron por la plazuela de San Ignacio, bajaron a la iglesia de
San José y se fueron caminando y caminando hasta Guayaquil pues sentían
enorme curiosidad por aquellas puticas, quienes, a la manera de
comparsitas tangueras, servían aguardiente a los hombres, que salían de
su trabajo para celebrar los primeros viernes, de una manera bien distinta
a la que lo hacían sus señoras camanduleras, que se iban a celebrar el día
del Sagrado Corazón de Jesús, y cuando pasaban en el carro por aquella
zona obligaban a los niños a rezar por esas mujeres perdidas, que ellas
encontraban tan inquietantes, con su cara repleta de maquillaje y sus
largas uñas de un rojo carmín, como salidas de un teatrino, cuya
trasescena desconocían por completo y generaba una singular curiosidad. Entonces
tomaron la calle San Juan abajo, hacia el río, para cruzar el puente,
donde estaba la plaza de toros, otro escenario para ellas desconocido,
donde se daba la fiesta brava, sin que ellas pudieran saber en qué
consistía su bravura. Y
allí, sin más, en la explanada del frente de la plaza estaba aquella vez
el circo, con su remendada carpa y un aviso en el que al apagarse y
prenderse los bombillos, se veía que se movían en una circularidad
infinita, que las deslumbraba, tanto como más tarde Silvina lo sintiera
en el Broadway neoyorquino o en la porteña calle Corrientes, cuando
hiciera sus viajes para presentar sus investigaciones en grandes congresos
científicos. También
las deslumbraban los grandes carteles, pintados al óleo, con las fauces
abiertas de un tigre de Bengala, el cual lanzaba sus zarpas hacia un
espacio infinito, ese que está más allá de la tela; al lado había un
payaso, con ojos estrellados y una lágrima que rompía el albayalde de su
rostro clownesco;
más allá, estaba la linda trapecista, que subida en un delgado columpio,
parecía a punto de lanzarse a competir con titilantes estrellas, que
irrumpían en un fondo del color de la noche y, al otro lado, estaba la
media cara de un gorila, que bien pudiera ser el King
Kong del cine americano. Aquello
era todo un fresco de la vida del circo, que las muchachas miraban
extasiadas. Astrid
buscó en los bolsillos de su chaqueta para sacar unos billetes tan
arrugados como plata de borracho y exclamó: -¡Bruta!
Aquí tengo unos pesos; vamos a ver si nos alcanzan para comprar las
boletas y así darte un buen regalo de cumpleaños, Silvina. |
La
mujer de la taquilla fumaba su cigarrillo Pielroja,
manchado con su enrojecido pintalabios, mientras escupía el tabaco que
lograba sacar de entre los dientes, cuando las jovencitas preguntaron el
precio del espectáculo, que sin duda no se compadecía con el valor de
los domadores y de los trapecistas.
Era un circo pobre, no era como el Royal Dumbar Circus ni el Egred Hermanos y, muchos menos, como el Tihany, que anunciaban en el periódico, que se inauguraban con alegres platillos, o con en un desfile por las calles principales de la ciudad, con un Cantinflas en triciclo, el cual iba como adelantado al encabezar la comparsa circense, que terminaba con el empresario del circo, con canotier, quien fumaba un gigantesco habano sobre el elefante. Tampoco había las pequeñas tiendas donde se vendían manzanas acarameladas con su provocativo color de cereza, ni había crispetas, ni perros calientes. |
El
aserrín del piso olía a húmedo y a veces se sentía el berrinche de
alguien que debió mearse de la risa. Sólo
había unos poquitos círculos concéntricos de sillas, que rodeaban la
pequeña pista con piso de tablas y arena. Columnas
de madera sostenían aquella carpa, con remiendos y huecos, por donde aún
chorreaban los restos de agua de la llovizna, que había caído la tarde
entera, como una horrible cantaleta de suegra. Pero,
de pronto, se apagaron las luces y un reflector iluminó una pequeña banda
de músicos, que tocaban el vals Fascination,
tan de moda en aquella época, para continuar cuando encendieron unas
lamparillas, como candilejas
de la película de Charlie Chaplin, que las hizo mirarse entre
ellas, maliciosas y tararear juntas: Nadie
te ha querido como yo. Nadie
te ha ofrecido tanto amor. Nadie
te ha enseñado de la vida más que yo. Nadie,
mi amor, buscó tu amor con tanto amor… Aquel
anochecer rutinario, se convertía ahora en un espectáculo maravilloso. El
domador de perros, ponía a bailar en dos patas a unas lindas perritas French
poodle, cosa que ponía a nuestras niñas a vibrar de emoción y de
ternura. El
pobre payaso, con su lánguida mirada, las hacía sonreír con un mal chiste
aunque el miedo se apoderó de Silvina cuando el doctor Voronoff anunció
que presentaría a la mujer que por serle infiel a su marido se convirtió
en bicicleta. ¿Aquello podía ser verdad? ¡Tanto
ignoraba de la realidad a sus tiernos años que todo podía ser posible! Su
cuerpo empezó a temblar, cuando entre una caja negra, trajeron un enorme
lepidóptero con escamas de grandes lentejuelas en unas enormes alas y la
cabeza de una muchachita, que por haber desobedecido a su mamá se convirtió
en mariposa, lo que le parecía, a la jovencita, que era como si el jardín
de la tierra de Oz estuviera ahí ante sus ojos y ella fuera la Dorothy que
no había avisado a sus padres, que llegaría tarde aquella noche, como lo
había visto en el Matinal del Metro Avenida, el último domingo. Silvina
tragaba saliva sin parar, en verdad, bastante aterrorizada, cuando apareció
el mago, una réplica empobrecida del gran Houdini y en un pozo que rodeaba
la pista hizo bailar unas aguas danzarinas, al ritmo del Bolero de Ravel y de la Habanera
de Bizet para culminar en el Can-Can
de Offenbach, lo cual, en realidad, trajo de nuevo la tranquilidad a su
atosigada garganta. hasta que el mago pidió un sombrero, para no sacar el
conejo de su chistera sino de la gorra de alguien de entre público, de tal
suerte, que el señor de atrás pasó a Silvina uno de fieltro, que la joven
tiró al mago desde la platea, con la mala fortuna de que cayó al pozo de
las aguas danzarinas y, al rescatarlo, lucía como un trapo viejo, lo que
desencadenó la furia y el regaño del ilusionista, quien la amenazaba con
que era ella y nadie más quien tendría que pagarlo. Entonces
fue cuando salió un vagabundo, con un oso atado a una cadenita, mientras se
oían los tonos húngaros de una canción que decía: Canta,
mendigo errante, Cuando,
de repente, aparecía una gitana con un carromato, de aquellas que tanto
aterrorizaban a Silvina, cuando iban por la calle, pues su mamá le decía
que esas mujeres eran muy malas y que en un costal se llevaban a los niños,
que jamás volvían a ver sus padres y quedaban condenados para siempre a
vivir sin familia, en un permanente andar. La
gitana se acercaba al vagabundo y empezaba a palparle la cara con los dedos
de la mano, como para reconocerlo, mientras le cantaba enseguida: Ay, amor del hombre, Ay, amor del hombre… Para culminar en un apasionado beso, tras del cual, el vagabundo y la gitana daban la espalda al público, para ir a perderse detrás del telón del portal del fondo, por donde salían y entraban los artistas, mientras la música zíngara daba sus últimos acordes.
Aquello hizo llorar a aquellas
almas, ligadas a sus cuerpos adolescentes, pues era el drama de dos
andariegos solitarios que, al fin, encontraban con quien estar juntos, una
minúscula historia de amor, con la que terminaba la función.
Silvina estaba con el corazón en
la mano, pareciera ser que, en aquel cumpleaños, habían conspirado contra
ella todas las Furias para hacer de lo que podía haber sido una rica
velada, una completa pesadilla.
Así que iba retirándose triste
de la platea, cuando su amiga le dijo:
- ¡Bruta! Acompañame allí atrás,
que quiero hablar con el director del circo.
Afuera vieron un cielo que
empezaba a relampaguear y anunciaba tormenta.
Silvina estaba aterida del frío
y de la angustia: a lo mejor, en el camino, se convertiría en un bicho
cualquiera por no haber avisado a su mamá que se demoraría.
Allá atrás había un carromato,
al lado de la jaula del oso, al que se accedía por una escalerilla de
madera con los escaños carcomidos por el comején. No era sino poner el pie
y tener la sensación de que uno se caería al lodazal.
Astrid no tenía ningún miedo y
atrevida, dio un salto para subir a la oficina del director, un hombre
gordo, con un diente de oro, que fumaba un apestoso tabaco.
Silvina subió tímida,
arrebujada en su suéter de lana azul oscura, que se colgaba a la espalda,
sobre el jumper
azul claro del uniforme del colegio mientras el empresario lanzaba a
ambas chicas lascivas miradas y bocanadas de humo, acompañadas de una gran
zalamería.
Astrid le manifestó que estaba
interesada en partir con ellos, a partir de ese momento mismo, cosa que
pareció gustarle demasiado al señor del circo.
Silvina miraba extrañada esa
casucha de madera rodante, iluminada por una lámpara de petróleo, con
afiches alusivos a espectáculos de otros sí famosos circos.
Entonces, Astrid sonriente le
dijo a su amiga:
- Bueno, querida, hemos llegado
ya a la esquina de la amargura; tenemos que separarnos; hasta aquí hicimos
juntas nuestro camino; yo me voy tras la aventura, que espero que sea buena.
Llamá a mi mamá y decile que me fui con el circo; quiero olvidarme de todo
lo que hasta ahora he vivido.
- ¿Me entendés, hermana?
No, no; Silvina no entendía ni
quería entender, pero no se atrevía a modular palabra, así que sin decir
nada, insegura, puso los pies en los escaños podridos de la escalerilla,
asentó sus zapatos combinados, negros y blancos, sobre el pantanero y se
fue yendo, silenciosa, con una extenuada mirada; sabía que Astrid nunca
volvería, aunque ella la esperara una eternidad, mientras se iba tarareando
el final de las Candilejas
de Chaplin.
Y si alguna vez te acuerdas y quieres volver… aquí estaré… igual que ayer.
Llegó a su casa achantada y, sin que nadie le dijera nada, se retiró a su alcoba para seguir mirando, de vez en cuando el periódico, a ver si llegaba el circo.
Así fueron pasando los años y
tenía la sensación de que sí; de que aquellos vagabundos de los circos
eran tan malos, como su mamá decía que eran las gitanas, hasta que muchísimo
tiempo después, al pasar el bus, en el que iba de la Facultad a su casa,
por la plaza de toros, vio una carpa bastante mejorada con las luces que
andaban solas en círculos infinitos, como por una banda sin fin, y, en vez
del tigre, media cara de su amiga y en la otra la de un joven de mostacho,
peinado afro, lo cual la obligó a bajarse en la próxima parada y entrar al
circo con la gran esperanza de encontrar a Astrid.
No era hora de función y se
deslizó hasta la parte trasera del circo, donde encontró a su amiga
amamantando a un bebé, con gran ternura.
Se detuvo pensativa; pero, su
compañera de infancia, la miró sonriente y la invitó a acercarse,
mientras le contaba de lo feliz que era en el circo.
Se había convertido en la prima dona de un ballet acrobático; ganaban buen dinero y se había casado con el nuevo prestidigitador; estaban radiantes y su familia era… la alegría del circo. |
Jesús
María Dapena Botero
Vigo, 22 de diciembre del 2008
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