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Elisa, vida mía (1977) 
por Jesús María Dapena Botero

A Sarita Poceiro, quien me incitó a ver esta obra.

NACIONALIDAD: Española 
  
GÉNERO: Drama 

DIRECCIÓN: Carlos Saura 
  
PRODUCCIÓN: Elías Querejeta 
  
PROTAGONISTAS: Geraldine Chaplin como Elisa 

                                Fernando Rey como Luis

                                Norman Brisky como Antonio 
  
                                Isabel Mestres como Isabel

                                Joaquín Hinojosa como Julián 
  
                                Ana Torrent, Arancha y Jacobo Escamilla como 

                                niños 
  
                                Francisco Guijar como el médico 
  
  
GUIÓN: Carlos Saura 
  
  
FOTOGRAFÍA: Teodoro Escamilla 
  
  
MONTAJE: Pablo G. Del Amo 

MÚSICA: Erich Satie 
  
                Jean-Philippe Rameau 

  
DURACIÓN: 117 minutos 

Sin duda, la filmografía de Carlos Saura está plagada de literatura.

Aún retumban en mí, más que los tambores de Calanda, los versos entonces aún, para mí, desconocidos de don Antonio Machado:  

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...  

de mi primer encuentro con Saura, en una función de cine doble, sin mayor publicidad, donde además de La caza nos presentaron a Peppermint Frappé, buena antesala para el descubrimiento de ese maestro del cine que es Carlos Saura.  

Ahora nos topamos con una película, que jamás oí mencionar en Medellín, Colombia, cuyo título lleva implícito el poema de Garcilaso de la Vega:  

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver, con largo apartamiento,
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?  

Poema que bien pudiera recitar Luis, pues, en ese epígrafe, apenas insinuado, podría estar resumido el encuentro amoroso entre una hija y un padre, quien asume de una manera bastante tolstoiana, ese sentimiento trágico de la vida, tan unamuniano, tan español, al renunciar a la familia, al discreto encanto de la vida burguesa, para adentrarse en el campo, para llevar una vida austera, como parte de una ascesis muy personal.

La convalecencia de una enfermedad mortal, hace que las hijas vayan a verse con su padre en su retiro del mundanal rüido, en una casucha de la ancha Castilla, a donde ha ido a parar Luis tras una decisión, que dejó un lugar vacío en el mundo familiar y personal de sus pequeñas, ahora dos adultas jóvenes, a quienes ha dejado de ver durante años.

Luis está tranquilo; desde ese lugar español, que ha elegido para sí, contempla, a la manera de Margarite Yourcenar, el mundo con los ojos abiertos, hacia el exterior de la explanada castellana, hacia la cultura y hacia su propio universo interior, mientras ese lector de Rilke, de los sueños elaboradores de Elisa, en la realidad, estudia esa magnífica obra, casi nunca suficientemente bien ponderada ni conocida por el gran público que es El Criticón del sabio Baltasar Gracián, para algunos precursor de Federico Nietzsche.  

Como maestro de un colegio de monjas enseña a sus pupilas que el mundo es un gran teatro, lección aprendida de Pedro Calderón de la Barca, quizás otro de los aspectos que quisiera mostrarnos el mismo Saura, a lo largo de su filmografía: entre dos nadas, todos tenemos un papel que representar y una misión que cumplir, en ese gran escenario que es la vida misma y, tal vez, de una de las cosas de las que se trata el vivir es que en el transcurso de nuestra existencia vayamos quitándonos la máscara, para acceder a lo más verdadero de nuestro mismo ser, para lograr una existencia tan auténtica como se pueda, que es lo que viene a enseñarnos Luis,  tanto a su hija como a nosotros, los espectadores, para que no llegue importarnos que en el camino nos sorprenda la muerte.  

El propio Saura nos informa que El gran teatro del mundo es una de sus obras preferidas, la cual le resulta fascinante y también sabe de sobra que la vida es sueño, como  lo son el teatro, el cine y esta tierra habitada por seres humanos, demasiado humanos, que moramos en un entretejido de fantasías, conversaciones, pensamientos, sentimientos, recuerdos, actos y sueños, de ahí que nunca sepamos, como Elisa, si contamos una historia o nos la imaginamos.  

Eso nos lo muestra el magnífico cartel con el que se anuncia la película, donde las caras de Elisa y de Luis se condensan, mientras podemos ver distintos momentos de ese proceso identificatario, en un vínculo que se repara tras una larga separación, donde ante la presencia del padre real, portador de lo simbólico y a través de un interjuego imaginario, Elisa logra una identificación con ese padre valiente, quien se ha atrevido a romper la comodidad de la vida burguesa, para encontrarse consigo mismo; esa actitud consistente es la que le permite a su hija liberarse de un vínculo insatisfactorio en su relación conyugal con Antonio, mientras asistimos al acompasamiento que dan a la película la música de Rameau y de Sauti, así el realizador se considere un completo amateur en asuntos musicales, pues yo creo que Saura comprende como nadie que el cine es, ante todo, un arte sintético.

Al director, el postfranquismo lo ha liberado de una misión política para adentrarse en los laberintos del alma humana, donde se entremezclan vivencias reales, recuerdos, ensueños y contenidos oníricos, a la manera de lo que pasa en un psicoanálisis.

Pero sabemos que, sobre todo, Saura es un excelente fotógrafo, quien tiene tesis muy particulares sobre la fotografía, las cuales expresa en una conversación que las dos hermanas, Elisa e Isabel, tienen en torno a los recuerdos y la fotografía.

Los primeros están cargados de subjetividad, son una versión que nos damos de nuestra propia historia, mientras la cámara apunta su objetivo para fijar un instante de la realidad, tal cual es.

El fotógrafo Saura retrata paisajes de donde vive, su entorno, las transformaciones estacionales, como si hiciese un diario íntimo fotográfico; así la cámara, tanto como la literatura, la pintura y el cine mismo devienen, para él, aventura.

De ahí su libertad en el rodaje, donde se aleja aún de sus propios guiones, sin respetar los originales, ya que siempre los encuentra como un material susceptible de cambios, ya que él se arriesga por archipiélagos de incertidumbre con una curiosidad infinita, de ahí que cintas como Elisa, vida mía, como muchos de sus filmes, puedan tener cabos sueltos y de ahí su magia y su atractivo, que puede dejar la impresión de un cine intemporal, con ciertos tonos idílicos y nostálgicos en los que la violencia se introduce de una forma muy sutil.

Tal vez, Elisa, vida mía tenga un tono melancólico y otoñal, pero que apunta al verano interior que empieza a gestarse en el alma de la protagonista, quien ha de vivir ese drama edípico, que había quedado inconcluso para acercarse a su ocaso, a su sepultamiento, que se da con la muerte del padre, objeto de sus más oscuros deseos incestuosos, pero que, al final, vivirá dentro de Elisa, hasta que ella misma muera.

Liberado de su misión política y de los guionistas, Saura puede dar el paso de tener el control total sobre sus realizaciones, para asumir de una vez por todas el cine de autor, que permite a los directores cinematográficos hacer creaciones individuales, así para la construcción del filme se requiera del concurso colectivo de técnicos y actores.

Para Saura, los guiones son apenas meros proyectos, esbozos, borradores, que pueden ser sometidos a todo tipo de modificaciones, enmiendas y correcciones, de transformaciones, de acuerdo a lo que en el momento del rodaje vaya surgiendo, sin caer ni en la improvisación ni el espontaneísmo.

Así, cuando un actor cambiaba una frase y al director le gustaba, le pedía que memorizara esta nueva versión y que la mantuviera en el rodaje u otras veces, si algo sonaba mal, él mismo se encargaba de modificarla, ya que, para él, lo más fascinante de la creación fílmica es la tensión que produce el contacto con lo variable, con lo cambiante, con lo aleatorio, con lo incierto; de ahí que el hombre no sólo se atreviera a cambiar los diálogos sino aún escenas o secuencias enteras sobre la marcha o al final de la tarea, en el montaje, por el placer de tener siempre vivo el filme entre sus manos.  

Saura lo que hace en Elisa, vida mía, como en muchas otras obras de su cinematografía es un cine muy difícil de hacer, el cine total, con una estructura tan libre como la de Derek Jarman, quien complementa su obra fílmica con su capacidad pictórica, a veces con gran rechazo de la narración lineal más clásica, lo que es, sin lugar a dudas, cine de vanguardia, con referencia a otras artes, la pintura, como se da en Goya en Burdeos, la literatura y la música, artes que se fusionan en la pantalla, para transmitirnos una muy singular experiencia personal, con personajes que pueden resultarnos ya sea simpáticos como la Ana de Mamá cumple cien años o Ana y los lobos o la nena de Cría cuervos, los mismos Luis y Elisa o detestables como los hermanos de las dos cintas que mencioné antes de la protagonizada por Ana Torrent, representantes de los poderes omnímodos, hegemónicos en la España franquista, de ahí que ante el cine de Saura no nos encontremos ante una obra gélida, sino apasionada y apasionante, quien quizás se acerca mucho a la poética wagneriana, la de un compositor que propendía por un arte total, unitario, que lograra transmitir una cierta sensación de plenitud.  

Algunos, tal vez, por eso, se atrevan de calificar a Elisa, vida mía como la obra maestra de Carlos Saura, dado ese diálogo permanente entre elementos peculiares del cine: imágenes, sonido, fotografía, música y textos, como si se tratara verdaderamente de una escritura visual.

Jesús María Dapena Botero
Vigo, 17 de marzo del 2011

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