Ataque
de pánico |
Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago |
Mi
amiga Mary Liz enroscó unos espaguetis en su tenedor con cierta languidez.
Sentada frente a ella en aquel pequeño restaurante italiano, yo trataba de
evadir la pregunta que pugnaba por salir de mi boca. Me incliné hacia
delante y recorrí con un dedo el delicado contorno de su rostro. Advertí
que sus ojos se empañaban de tristeza. -¿Qué
harías si él te tomara la palabra, si se fuera como se lo estás pidiendo? -No quiero hablar de eso, pero tal vez deba pasar esa prueba. Alzó los hombros y su mirada cristalina se posó en el paisaje vislumbrado a través de la ventana, empapándose con la melancolía de ese día gris. |
Como
siempre, Mary Liz intentaba tomar decisiones en los días más
desatinados, y como siempre, yo intentaba que no fuese así. -Quiero
que lo escribas, Carlo -me dijo-. Por mí, por esta amistad que nos unió
desde la infancia. Me
moví nerviosa en la silla. De pronto comprendí que ella hablaba con la
serenidad de quien ha tomado una decisión irrevocable y lo único que
espera es llevarla a cabo. Un intenso cosquilleo me recorrió la espalda. -Vamos,
Liz, ¿me estás tomando el pelo? Seguramente mañana lo habrás
reconsiderado y todo volverá a la normalidad. -Ya
no tengo remordimientos. Entregué todo lo que una persona puede dar.
Conoces cada página de mi historia, compartiste tanto mi vida. Ya no
deseo vivir, Carlo. Le
aferré la mano y la voz se me estranguló. -Es
muy duro lo que estás diciendo. Están tus hijos, tu esposo, tu nieta.
Recapacita. -Yo
nunca he dicho que no me preocupasen. Lo intenté todo, les di lo mejor, y
hoy que los necesito tanto no los tengo. No te estoy tomando el pelo,
simplemente quiero liberarme. He sido atada por tantas cadenas. -Nada
justifica la muerte, Liz. -Carlo,
¿cómo no te has dado cuenta? Yo ya he muerto. Se mordió el labio, pensó
un poco y suspiró. -Me debes esto. Moví
la cabeza, tratando de adentrarme en su mirada apacible. Pero allí no había
remansos traicioneros, tan sólo la paz de una paloma volando hacia las
alturas. Estaba tan delgada. Su piel casi transparente revelaba las finas
venas azules de sus sienes junto al cabello rubio tirado hacia atrás,
sujeto con una cinta celeste. Se
quedó mirándome un largo rato. De pronto yo era débil y ella
inmensamente fuerte. Se levantó, recogió los abrigos del perchero y
alcanzándome el mío me dijo: -Vamos
a pasear un poco. Dejé
el dinero de la cuenta sobre la mesa y la seguí rumbo a la puerta. La
llovizna mojaba las veredas. La plaza del centro se me antojó una masa
grotesca, con sus árboles quietos y su gente apurada. “Todo
se trata de sensaciones. Las manifestaciones físicas devienen como
consecuencias, aunque suelen presentarse advertencias que ponen el espíritu
en alerta, sobre todo cuando se ha pasado por ese estado cientos de
veces." -¡Esteban!
-Lo agarré de los brazos y lo sacudí con fuerza, tratando de sacarlo del
letargo hacia el cual se había lanzado desde un alto trampolín. Cuando
me miró a los ojos, pronuncié lentamente. -¿Y
si te dijera que no eres culpable, que todo lo que Liz te increpó fue
producto de su desesperación, que es mentira que ella no te amó? -Por
favor, no mientas. Parecía un muñeco de trapo, desparramado sobre el
sillón de la salita de espera de aquella clínica. -Es
como si me hubiera despertado para darme cuenta de que nunca fui lo
suficientemente bueno para ella. No podía ver más allá de mis narices.
No supe comprenderla. -Quizá,
pero hay situaciones que nos superan. Ella estaba muy débil y enferma
para enfrentar tanta lucha. Se había convencido de que nadie le creía, y
sus exigencias no eran más que un gran anhelo de encontrar respuestas que
llenaran sus vacíos. Es difícil para quien no atravesó ese infierno,
comprender al que sufre tan tremenda enfermedad. Ella jamás te culpó,
tampoco a los chicos. Se sometió a todos los tratamientos, cada vez con
menos esperanza. -Respiré
hondo-. Ella buscó morir. Y
nunca supe si él me escuchó decirlo. "Existe
cierto desasosiego del alma que bate trémula sus alas mientras la
oscuridad se acerca. El corazón responde con latidos urgentes, en tanto
que chorros de adrenalina empapan la piel con un sudor helado, apoderándose
de la claridad que intenta subsistir." ¿Cómo
transmitir lo que Mary Liz me había confesado, si tampoco yo pude
asimilar su sufrimiento? Yo, su mejor amiga, no pude descifrar a tiempo
las señales que ella me enviaba y me dejé ganar por un optimismo nefasto
que me hacía creer que las cosas, de un modo u otra, iban a mejorar. Sostuve
al hombre sollozante sobre mi hombro, conmovida por el fatídico desenlace
de los sucesos. "Latiguillos
de dolor comienzan a lacerar los músculos de brazos y piernas, paralizándolos,
mientras un puño de angustia aprieta el estómago y empieza a remover las
visceras." Un
teléfono sonaba a lo lejos, interrumpiendo las sombras del pasillo que
desembocaba en la sala de cirugía. Sin hablarnos, tomándonos de las
manos, ambos pensábamos en Mary Liz, y la imaginábamos entubada e inmóvil,
con sus ojos dilatados bajo la luz del quirófano. "La
sangre se agolpa en las sienes y el estómago se estruja. Pretendes hablar
y no hay nadie que te escuche. Pero cuando lo encuentras te callas, porque
temes que no entiendan el terror que te exprime hasta quitarte la
respiración." Clara,
Juampi y Marcela, los hijos de Liz, llegaron y nos colmaron de preguntas,
reclamos, razones y disparatados intentos de justificar sus ausencias
mediante la arrebatada enumeración de obligaciones laborales y
familiares. Marcela, la más joven, sollozaba con la cabeza gacha y las
manos arqueadas sobre el abultado vientre donde bullía la vida. "En
ese desesperante estado, la razón pierde sus argumentos y nada tiene una
explicación lógica. Entonces sobreviene una muerte lenta que carcome
como un cáncer, mientras la vida pugna por sujetarse al recuerdo de los
que amas, como al último faro del mundo que te impida zozobras en las
profundas aguas de un océano desolado." ¿A
qué le temes? ¿Quién te aterra? ¿Qué significa ese frenético temblor
en tus manos agarrotadas sobre las sábanas empapadas de sudor? -No
lo sé, Cario. Nadie supo diagnosticar nada. No tengo más que pastillas y
un ejército de especialistas que jamás pudieron contestarme nada. Cario,
tengo que ponerle fin a esto. Estoy tan agotada. Y
además estaba aquello, lo que me contó una tarde mientras bebíamos una
copa de vino en el balcón de su departamento. -Mañana
es el aniversario de la muerte de mamá. ¡Cuánto la necesité! Pero ella
pasaba los días encerrada en su habitación, a la que sólo accedían mi
padre y una vieja enfermera. Yo era muy joven todavía, pero entendí que,
cansada de sufrir, se había suicidado. Después
de aquella revelación no me quedaron dudas. Mary Liz también había
escogido esa forma de morir. -No
te olvides, Cario. Escríbelo. Mo lo debes. Pasé
los últimos días junto a su lecho esperando lo mismo que ella, dispuesta
a soltarla de mis manas para que pudiese volar. Y rogué por esa mujer
extraordinaria, ahora consumida por la anorexia, convertida en un guiñapo
por la feroz depresión. Y mientras sus ojos se opacaban y Esteban y sus
hijos corrían a buscar a la enfermera, ella susurró ya sin miedos. -Si
lo escribes, Carlo, mi martirio no habrá sido en vano, y tal vez muchas
mujeres que sufren este tormento puedan encontrar fuerzas para no
rendirse, para encontrar la medicina que las contenga en su dignidad. Ayúdame
a combatir ese pánico que nos hace desear precisamente lo que lo produce.
Los
gritos se mezclaron con el llanto de los seres que Mary Liz había amado
hasta la renuncia. El médico les estaba dando la noticia. Los observé un
largo rato. Llegarían otros momentos a la vida de esos seres. Las rosas
continuarían floreciendo. El mundo continuaría rotando y las estaciones
se sucederían. Pero ese invierno de 2004 quedaría fijo para mí y para
todos los que la habían amado. Me
levanté y me alejé en silencio. Nadie se percató de mi partida. Quería
huir para pensarla y nombrarla y llorarla como algo imprescindible y mágico.
Miré
el cielo de esa noche de agosto y vi, sin considerar siquiera haberlo
imaginado, una luz refulgente en medio de las estrellas. -Lo
haré, Liz. Te lo prometo. Me alejé por la avenida Italia sin detenerme, bajo las ramas desnudas de los plátanos. En el cielo de la noche, la luz había desaparecido detrás de una nube interpuesta entre el cielo y la tierra. |
Diego Bermani
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
16 de mayo de 2010
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