—Disculpe —me dijo—, pero estoy hecho pelota, anoche no pude dormir ni
un minuto, la loca de arriba se levantó un tipo, se pusieron a hacer el
amor y no pararon de gritar en toda la noche, no hay respeto, edificio
familiar, para colmo las ventanas abiertas, y gritaban y gritaban, no
sabe cómo gritaban, yo quería subir con un hacha y tirarles la puerta
abajo, mi mujer me contuvo. Dejala, me dijo, por una vez que le toca.
A esta altura el chofer interrumpió la historia y aminoró la marcha
mientras miraba por el espejo retrovisor:
—A ver, me parece que ese es el interno 30. Toda la tropa se la tiene
jurada a ese tipo, cada vez que lo encontramos le cruzamos el taxi
delante y bajamos con el fierro. Al principio nos hacía frente, cobró
unas cuantas veces y ya no se anima y se queda encerrado arriba del
colectivo. Así que ahora le damos unos cuantos fierrazos a la unidad y
nos vamos. Diga que hoy estoy tan palmado que no tengo fuerza ni para
romperle un farolito.
Pegó una acelerada, perdimos de vista el interno 30 y después de
equivocarnos una vez más de calle llegamos a destino. En el departamento
de Bea seguía el drama. Habían acudido varios vecinos. De todos modos la
cosa no duró mucho. El gato se tiró al vacío unos diez minutos después,
voló, cayó y tan fresco, no se hizo nada de nada. Bea estaba muy
emocionada, lo abrazaba, lo acariciaba y no paraba de agradecerme por
haber acudido tan rápido.
—No es nada —le dije—. Acordate, tienen siete vidas.
Así que tomé el segundo taxi para regresar a casa. Este chofer era la
contracara del otro. Estaba eufórico, no paraba de hablar. Ni bien
arrancó empezó a contarme:
—Anoche me levanté una mina y me llevó a su departamento. Estaba más o
menos, pero igual la pasamos bárbaro. Le gusta gritar, no sabe cómo
grita. Yo soy más bien callado para esas cosas, pero me contagió y me
puse a gritar también. Nos pasamos la noche gritando. Lo lindo que es
gritar, lo bien que hace. ¿Usted grita?
—Poquito.
—A ver, espere un cacho, me parece que el que viene atrás es el interno
30. Toda la tropa se la tiene jurada a ese tipo, cada vez que lo
encontramos le cruzamos el taxi y bajamos con el fierro. Cobró unas
cuantas veces y ahora se queda encerrado arriba del colectivo. Así que
le pegamos unos cuantos fierrazos a la unidad y nos vamos. Diga que hoy
me siento tan bien que no tengo ganas de arruinarme el día haciéndome
mala sangre con ese desgraciado.
Aceleró y seguimos camino. En resumen, buenas noticias para los gatos y
sus siete vidas y día de suerte para el chofer del interno 30.
El autor
ANTONIO DAL
MASETTO nació en Italia en 1938 y reside en Argentina desde
1950. Aunque nada sabía del idioma castellano, pronto comenzó a hablarlo
y a escribirlo, con la ayuda de la revista Leoplán, según lo declararía
más tarde. Su vasta producción incluye el libro de poemas Cantorrodado,
un libro de cuentos titulado Lacre y una sucesión de novelas, tituladas
Siete de oros, Fuego a discreción, Siempre es difícil volver a casa,
Oscuramente fuerte es la vida y La tierra incomparable. Con este último
título obtuvo el premio Planeta en 1994.
Fuera del libro, Dal Masetto ha publicado docenas de columnas con
pequeños relatos, que mezclan una aguda observación de costumbres y a
menudo una gran imaginación. Esas columnas han aparecido regularmente en
Página/12 de Buenos Aires y algunas de ellas también en EL PAIS
Cultural. Con muchas de ellas publicó en 1996 una recopilación titulada
Gente del bajo. Una entrevista al escritor había sido publicada también
en este suplemento, N° 274, en febrero de 1995. |