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I
Recién salida del Infierno
—y no precisamente el de Dante—.
con la boca reseca y un par de alas,
busqué en el paisaje mugriento de la noche
una luz que disolviera la nieve.
Mi sombra,
esa dama con tacones,
gritando en un español inhumano,
sin importarle para nada su condición de extranjera,
sus manías persecutorias,
el viejo abrigo con grandes huecos de luna.
Y yo, su doble,
quiero decir, su sombra,
la mujer que aprendió a vivir de pesadillas.
II
En la hermosa soledad de la ciudad
—invento griego—
nos prometimos la una a la otra
de una vez y para siempre,
separarnos y olvidar en cualquier sitio,
al descuido,
la libreta con la cuenta de las desdichas;
nos prometimos que el presente
—con su chaleco de balas, por supuesto—,
fuera testigo del futuro,
pero nunca otra vez el presente.
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