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I
la mujer de Lot
despertó esta mañana de su largo sueño,
pero sólo para ir y esconderse en el caracol
de los almendros.
Quiere que nadie la vea
y cantar a solas su dolor.
Vestida va a de negro,
el pelo suelto, la luna sobre los pechos..
Delgada y transparente como cristal
juega a estar muda, ciega y sorda.
Pobre mujer, grita la ceiba del patio,
que ya no guarda secretos para ella,
pues alguien se orinó en el caldero
de los hierros.
Así la exorcisaron para siempre
el tomeguín y la guadaña,
la marea y el sol,
los niños.
Pieza frágil y delicada de museo,
sobrevive a su propia leyenda.
No, no es cierto que miró al abismo
del pasado
ni que se enamorase
de ese par de ángeles que
anunciaron el fuego sobre la ciudad
y las almas.
En medio de la agitación neoyorquina,
—o fue en alguna calle de Sodoma—,
las mujeres del Barrio la recuerdan con nostalgia:
!Era tan bella,
tan sencilla, tan humana,
que nadie puede imitar su estilo,
ni siquiera Jackeline Kennedy!
!Dios mío, si fuera posible pasar inadvertida
soñar a solas sobre un banco del Parque Central
o del Retiro, o quizás aquel otro de la Avenida 31,
junto al Almendares,
nada de de esto le estaría pasando ahora
a la princesa de sal,
muda y triste, mientras la nieve la decora,
y la ventolera que llega del desierto
estropea su figura de muchacha de telenovela.
No dejes, Señor, que la envidia ajena
la convierta de nuevo en una estatua de sal.
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