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Domingo, 14
de octubre de 2012 Resistencia de la naturaleza Crónica de una visita al parque nacional cercano a la capital chaqueña, donde se puede observar la exuberante fauna y flora propia de su clima subtropical. Monos, coatíes, lechuzas y yacarés están al alcance de los ojos y las lentes fotográficas en los espesos senderos, que muestran ambientes tan diferentes como la selva de ribera, el monte fuerte y el quebrachal, refugios de especies en peligro de extinción. por Graciela Cutuli El termómetro anda por encima de los 30 grados, pero si se trata de Chaco la temperatura indica que aún estamos en lo mejor de la primavera. El ambiente pone otros indicios: los ceibos y jacarandás florecidos, las moras ya maduras que un grupo de chicos come con fruición a la sombra de un árbol añoso cerca de la ruta, los teros que avisan a voz en cuello cuando alguien amenaza con su presencia, aunque sea a la distancia, la seguridad de los huevos en sus nidos. Estamos en camino al Parque Nacional Chaco, situado sólo 135 kilómetros al oeste de Resistencia y a unos cinco, por camino de tierra, del pueblo de Capitán Solari. Aquí se encuentran las oficinas del Parque Nacional, que a pesar de sus |
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pequeñas dimensiones –menos de 15.000 hectáreas, frente a las 700.000 de un gigante como el Nahuel Huapi– es el tercero del país por su biodiversidad. Apenas llegamos, cruzando el ingreso, un grupo de monos aulladores se encarga de confirmarlo: colgados indolentes de las ramas, sin asomo de inmutarse por nuestra presencia, nos miran con una curiosidad sólo comparable con la nuestra. Una de la hembras lleva la cría a cuestas, mientras el macho observa –silencioso, a pesar de su nombre y la reputación de sus gritos, que pueden oírse a cuatro kilómetros de distancia– a modo de bienvenida. En realidad, prefieren aullar al amanecer, por eso se los considera un despertador ciento por ciento natural. Esta familia de primates será el primer botón de muestra de esa biodiversidad que asombra a los visitantes. Que en verdad no son muchos –en todo 2011 rondaron las 6000 personas y hasta septiembre de este año unos 4000, según cuenta Pilar Las Heras, responsable de Uso Público del área–, pero regresan con los ojos colmados de naturaleza, fauna y flora.
un ave más bien grande que ahora se puede ver en las primeras horas de la mañana, incluso cerca del centro de interpretación. Dicen que debe estar también el macho, pero no lo hemos visto. Y hubo también una sorpresa, que le deparó la casualidad a un turista peruano que venía bajando desde los Andes en bicicleta: el avistaje del ocelote, un felino que no se veía hace años.”
Natalia subraya que, si bien muchas veces se ven huellas o bosteo de algunas especies, no se puede asegurar que habitan en el Parque Nacional hasta que no haya pruebas concretas del avistaje, y en esto ayudan los propios visitantes, que suelen volver entusiasmados para contar lo que encontraron a lo largo de una recorrida, sea breve o larga. Porque bastan un par de horas para recorrer, a pie o en vehículo, alguno de los senderos más cercanos; sin embargo los “cazadores fotográficos” prefieren dedicarle al menos un día entero o más. Como el turista que el día de nuestra visita, sin hablar una palabra de castellano, llenaba a toda prisa la tarjeta de memoria de su cámara con imágenes del grueso lagarto overo que, plantado en medio del camino de tierra, impedía orondo el avance de su camioneta. Antes de iniciar la recorrida de los senderos, hay que registrarse en el centro de interpretación. A casi todas partes se puede llegar solo, salvo algunos sectores específicos que se informan al llegar: de todos modos, lo mejor es contar con un guía de sitio, casi todos vecinos del Parque Nacional –algunos de ellos antiguos pobladores de la actual área protegida– que aportan su conocimiento del terreno y el ambiente. Como Leoncio y Majincho, con quienes compartimos al mediodía un asado en un alto del paseo. Y que se prodigan en algunos consejos ineludibles: hay que usar camisas de manga larga, preferentemente de colores claros, pantalones largos y buen calzado. Porque la humedad y el calor son terreno fértil para los mosquitos, que nos acompañan formando una nube ávida mantenida a raya con repelente, y también para las víboras. Huidizas, es muy difícil verlas, pero no hay que tentarlas usando ojotas (en cuanto a las lampalaguas, encuentran su hábitat en los “embalsados”, las zonas de pasto que crecen donde había agua, hoy muy disminuida por la persistente sequía). A medida que avanzamos, Natalia recuerda que hay aquí otras especies “incómodas” que confiamos en no cruzar: como las hormigas verijeras, que en un descuido van subiendo hasta la ingle del caminante desprevenido... para su desesperación y, generalmente, la risa generalizada de sus acompañantes.
Seguimos avanzando mientras admiramos las vistosas bromelias rojas y el jazmín del Paraguay, que bordea –florecido y perfumado– todos los senderos, hasta que llegamos a la zona del quebrachal. El árbol es un gigante de célebre fortaleza –“quiebra hachas”, recuerda su nombre– y está profundamente arraigado en la historia chaqueña. Famoso por su resistencia tanto a la sequía como a la humedad, pero sobre todo por su alto contenido en tanino, sus bosques fueron diezmados en el siglo XX a fuerza de fabricación de durmientes y explotación para las curtiembres. Pero aquí se conservan en un sector privilegiado, la ralera, un bosque de puro quebracho colorado chaqueño al que sólo se puede entrar acompañado por un guía de sitio. Cuando se camina por aquí, lo mismo que en otras zonas de monte, se puede percibir una notable diferencia de temperatura: es el “freezer natural” que ofrece refugio en verano a las altas temperaturas chaqueñas, explica nuestra guía. Es toda una ceremonia, durante la visita, abrazar el grueso tronco del Quebracho Abuelo, un árbol al que se le calculan unos 200 años de edad y que es el más querido de los chicos que llegan hasta aquí en excursión escolar: el principal juego, no es difícil adivinar, consiste en calcular cuántos brazos infantiles hacen falta para rodearlo. En varios sectores del Parque Nacional, miradores en altura permiten divisar el paisaje con más amplitud. Allí resulta fácil percibir otro detalle que indica Natalia Paulucci: casi todas las lagunas de Chaco son en forma de herradura, ya que eran antiguos meandros donde el río erosionó el suelo con mayor profundidad, permitiendo la acumulación de agua. Hoy varias se convirtieron en pastizales, pero la forma se sigue viendo claramente, como sucede en Panza de Cabra, la desembocadura de un gran estero del río, donde hay un sector de acampe diurno. Allí también divisamos los caminos cortafuegos, abiertos expresamente con intención de cortar el camino de los incendios que son la gran amenaza de los bosques nativos. De hecho, durante nuestra recorrida nos cruzamos con los brigadistas de incendios forestales, que dos veces al día hacen su recorrida en moto. Previenen incendios, pero también la entrada de “mariscadores”, el nombre local de los cazadores. Aunque al mismo tiempo el fuego es también un modo de control utilizado por los guardaparques, e incluso se usa como “contrafuego” si es necesario. El mirador de Panza de Cabra da a un gran pastizal con palmeras, que los baqueanos del parque conocen al dedillo, pero que puede ser un laberinto vegetal para el neófito: “Aquí me pierdo –se ríe Natalia–, me dicen: ‘Andá y donde está la palma sola doblás a la derecha’, pero todas resultan ser iguales”.
DATOS ÚTILES
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por Graciela Cutuli
Diario Página12 (Argentina)
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/turismo/9-2420-2012-10-14.html
Domingo, 14 de octubre de 2012
Autorizado por la autora
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