EL ALERZAL MILENARIO
La excursión lacustre al Alerzal Milenario es un clásico del Parque
Nacional Los Alerces y no cabe sino esperar que la demanda turística
aumente a partir de la inclusión en el Patrimonio Mundial. El paseo
empieza saliendo de la Seccional Arrayanes por el circuito Pasarela,
que permite adivinar entre la vegetación y los troncos canela de los
arrayanes el color verde esmeralda del río. El sendero termina en
Puerto Chucao, que lleva el nombre de un pajarito color café cuyo
canto se escucha con frecuencia en la caminata: y aunque aún falta
para el alerzal, ya aparece aquí el primer alerce, el “lahuán
solitario”, como promesa de lo que está por venir.
En Puerto Chucao hay que embarcarse
rumbo a Puerto Sagrario, puerta de entrada al Alerzal Milenario
después de una navegación de 22 kilómetros rodeados de picos
andinos, playitas ocultas entre la vegetación y el sagrado vuelo de
los cóndores. A lo lejos se puede ver, en los días despejados, la
lengua helada del glaciar Torrecillas. La embarcación deja atrás la
Isla Grande del lago Menéndez, donde tiempo atrás se descubrió una
ranita endémica bautizada Batrachyla Fitzroya, y sigue hasta
desembocar en el muelle de Puerto Sagrario, donde empieza la
caminata hacia el Alerzal Milenario.
Sin exageraciones, el alerce que hoy
se ve es un superviviente. Intensamente explotados en el pasado,
hasta que ya al borde de la extinción se los incluyó entre las
especies protegidas, eran talados por la calidad de su madera, muy
usada para hacer las tejuelas que aún recubren construcciones
antiguas, como se ve especialmente en la Patagonia chilena. El valor
de la tejuela era tal que hasta se la usó como moneda de cambio. Los
tocones que se ven aquí revelan todavía el modo en que se les daba
un hachazo para ver la dirección de la veta: cuando era recta, el
árbol era apto para ser talado y convertido en tejuela. La única
posibilidad de salvación del árbol estaba en una veta oblicua.
Francisco Fonck, en un comentario al
Diario de Viaje de fray Francisco Menéndez, el misionero que
recorrió la Patagonia a fines del siglo XVIII, comentaba ya
entonces: “El rendimiento de árboles gigantes, que se hallan sólo
dispersos y necesitan siglos y siglos para volver a crecer, no puede
competir en manera alguna con el de los veneros continuos de los
minerales. El alerce está ya muy escaso en la falda marítima de la
cordillera, que es por ahora la única accesible. Más adentro, donde
Menéndez y los exploradores modernos lo encontraron también, existe
abundante en estado virginal. Aun en esta parte y en todas, en que
no ha pasado la mano destructora del hombre, le han destruido por
grandes trechos las quemazones que ocurren allí en épocas más o
menos distantes. Felizmente suelen dejar los troncos casi intactos
para el uso. Es raro ya encontrar un árbol íntegro de grandes
dimensiones”. En aquel entonces, el alerce era explotado del otro
lado de la cordillera, hachado y transportado en jangadas por el
Futalaufquen hasta los aserraderos: un periplo de entre dos semanas
y un mes de duración. “Los árboles –agregaba Fonck– están colocados
las más veces algo dispersos y entremezclados con otros,
principalmente la Fagus nitida (coihue). Sobrepujando sus
gigantescas columnas blanquizcas por mucho el bosque que las rodea,
dan estas manchas al paisaje de la cordillera una fisonomía
especial. El ojo experimentado las conoce al momento y a distancia
muy grande”. Fray Menéndez nunca encontró la Ciudad de los Césares,
uno de los objetivos presentes pero nunca explicitados de su
expedición, pero fue el pionero que recorrió estos senderos antes de
los turistas de hoy, unidos en el asombro al avanzar por el sendero
del Alerzal Milenario y encontrarse con la silueta imponente y
desbordante del Alerce Abuelo. Se estima que la edad de este árbol
ronda los 2500 años, que le permitieron alcanzar sus venerables 57
metros y un diámetro de 2,8 metros, que requeriría varios pares de
brazos para poder abrazarlo.
Guías y guardaparques explican que el
alerce es un árbol tan longevo como de crecimiento lento. No es para
impacientes: crece entre 0,8 y 1,2 milímetro de diámetro cada año,
lo que permite estimar la edad de este Alerce Abuelo cuyas ramas más
altas todos se esfuerzan en divisar, allá lejos y bien arriba,
estirándose hacia el cielo transparente de la Patagonia.
En los ámbitos científicos, la especie
se conoce como Fitzroya cupressoides, un homenaje al capitán inglés
Robert Fitz Roy –aquel que condujo los destinos de Darwin en su
expedición patagónica– y una alusión a las cupresáceas, un tipo de
conífera a la que también pertenece el ciprés. Y aunque hay otros
alerces en el hemisferio norte, el alerce chubutense no tiene nada
que ver con él.
Florencia Aversa, que ha recorrido
incontables veces el camino de ida y vuelta que va de Esquel al
alerzal, resume así la sensación de estar al pie de este árbol
venerable: “Para mí ese alerce en particular es muy simbólico, y
creo que implica un poco esa línea del tiempo que va marcando todas
las cosas que le pasaron a la humanidad mientras ese alerce iba
creciendo. Me hace pensar en la insignificancia de la especie humana
respecto de este árbol: es un auténtico testigo del tiempo, que
siguió creciendo mientras pasaban unos y otros vaivenes de la
historia. Un mismo ejemplar atravesó eras diversas; esa carga
simbólica me parece muy fuerte. Lo mismo me ocurre con lugares
prehistóricos de América latina o sitios muy antiguos de Europa:
pero son materiales, no tienen vida, y aquí estamos hablando de un
ser vivo y eso es lo que más impacta. Que sea la misma vida la que
ha continuado a lo largo del tiempo, el mismo ejemplar. Si el alerce
fuera una persona y pudiera hablar, podría contarnos todo lo
extraordinario vivido a lo largo de una historia que no es de años,
sino de milenios”.
La misma impresión, dicha o no dicha,
es la que acompaña a quienes regresan hacia el embarcadero dejando
atrás el Alerzal Milenario. Desde hace algunos días, quienes lo
visitan no solo se encuentran con uno de los más bellos lugares de
la Patagonia: se encuentran también con un Patrimonio Mundial y se
suman a la responsabilidad que implica conservarlo y transmitirlo a
las generaciones futuras.