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Cómo llegar: Aerolíneas Argentinas tiene vuelos de Buenos Aires a Esquel a partir de $ 5100. Desde Esquel se llega recorriendo 52 kilómetros por la RN 259 y la RP 71 hasta Villa Futalaufquen, donde se encuentra la intendencia. Hay transporte público saliendo desde la terminal de ómnibus local, con varias paradas a lo largo del recorrido dentro del parque (el verano es la época con mayores frecuencias).
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Visita: en marzo de este año fueron terminadas las obras sustentables en el Alerzal, que incluyeron la renovación total del histórico circuito, con nuevos puntos de observación, áreas de descanso y refugio para el visitante. Este recorrido exclusivamente pedestre de dos kilómetros por la selva valdiviana ofrece un sistema de información que incluye 12 grandes paneles interpretativos que destacan la importancia de conservar la biodiversidad, las características especiales de este ambiente y la función de los Parques Nacionales.
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Más información: www.parquesnacionales.gob.ar
EL ALERZAL MILENARIO La excursión lacustre al Alerzal Milenario es un clásico del Parque Nacional Los Alerces y no cabe sino esperar que la demanda turística aumente a partir de la inclusión en el Patrimonio Mundial. El paseo empieza saliendo de la Seccional Arrayanes por el circuito Pasarela, que permite adivinar entre la vegetación y los troncos canela de los arrayanes el color verde esmeralda del río. El sendero termina en Puerto Chucao, que lleva el nombre de un pajarito color café cuyo canto se escucha con frecuencia en la caminata: y aunque aún falta para el alerzal, ya aparece aquí el primer alerce, el “lahuán solitario”, como promesa de lo que está por venir.
En Puerto Chucao hay que embarcarse rumbo a Puerto Sagrario, puerta de entrada al Alerzal Milenario después de una navegación de 22 kilómetros rodeados de picos andinos, playitas ocultas entre la vegetación y el sagrado vuelo de los cóndores. A lo lejos se puede ver, en los días despejados, la lengua helada del glaciar Torrecillas. La embarcación deja atrás la Isla Grande del lago Menéndez, donde tiempo atrás se descubrió una ranita endémica bautizada Batrachyla Fitzroya, y sigue hasta desembocar en el muelle de Puerto Sagrario, donde empieza la caminata hacia el Alerzal Milenario.
Sin exageraciones, el alerce que hoy se ve es un superviviente. Intensamente explotados en el pasado, hasta que ya al borde de la extinción se los incluyó entre las especies protegidas, eran talados por la calidad de su madera, muy usada para hacer las tejuelas que aún recubren construcciones antiguas, como se ve especialmente en la Patagonia chilena. El valor de la tejuela era tal que hasta se la usó como moneda de cambio. Los tocones que se ven aquí revelan todavía el modo en que se les daba un hachazo para ver la dirección de la veta: cuando era recta, el árbol era apto para ser talado y convertido en tejuela. La única posibilidad de salvación del árbol estaba en una veta oblicua.
Francisco Fonck, en un comentario al Diario de Viaje de fray Francisco Menéndez, el misionero que recorrió la Patagonia a fines del siglo XVIII, comentaba ya entonces: “El rendimiento de árboles gigantes, que se hallan sólo dispersos y necesitan siglos y siglos para volver a crecer, no puede competir en manera alguna con el de los veneros continuos de los minerales. El alerce está ya muy escaso en la falda marítima de la cordillera, que es por ahora la única accesible. Más adentro, donde Menéndez y los exploradores modernos lo encontraron también, existe abundante en estado virginal. Aun en esta parte y en todas, en que no ha pasado la mano destructora del hombre, le han destruido por grandes trechos las quemazones que ocurren allí en épocas más o menos distantes. Felizmente suelen dejar los troncos casi intactos para el uso. Es raro ya encontrar un árbol íntegro de grandes dimensiones”. En aquel entonces, el alerce era explotado del otro lado de la cordillera, hachado y transportado en jangadas por el Futalaufquen hasta los aserraderos: un periplo de entre dos semanas y un mes de duración. “Los árboles –agregaba Fonck– están colocados las más veces algo dispersos y entremezclados con otros, principalmente la Fagus nitida (coihue). Sobrepujando sus gigantescas columnas blanquizcas por mucho el bosque que las rodea, dan estas manchas al paisaje de la cordillera una fisonomía especial. El ojo experimentado las conoce al momento y a distancia muy grande”. Fray Menéndez nunca encontró la Ciudad de los Césares, uno de los objetivos presentes pero nunca explicitados de su expedición, pero fue el pionero que recorrió estos senderos antes de los turistas de hoy, unidos en el asombro al avanzar por el sendero del Alerzal Milenario y encontrarse con la silueta imponente y desbordante del Alerce Abuelo. Se estima que la edad de este árbol ronda los 2500 años, que le permitieron alcanzar sus venerables 57 metros y un diámetro de 2,8 metros, que requeriría varios pares de brazos para poder abrazarlo.
Guías y guardaparques explican que el alerce es un árbol tan longevo como de crecimiento lento. No es para impacientes: crece entre 0,8 y 1,2 milímetro de diámetro cada año, lo que permite estimar la edad de este Alerce Abuelo cuyas ramas más altas todos se esfuerzan en divisar, allá lejos y bien arriba, estirándose hacia el cielo transparente de la Patagonia.
En los ámbitos científicos, la especie se conoce como Fitzroya cupressoides, un homenaje al capitán inglés Robert Fitz Roy –aquel que condujo los destinos de Darwin en su expedición patagónica– y una alusión a las cupresáceas, un tipo de conífera a la que también pertenece el ciprés. Y aunque hay otros alerces en el hemisferio norte, el alerce chubutense no tiene nada que ver con él.
Florencia Aversa, que ha recorrido incontables veces el camino de ida y vuelta que va de Esquel al alerzal, resume así la sensación de estar al pie de este árbol venerable: “Para mí ese alerce en particular es muy simbólico, y creo que implica un poco esa línea del tiempo que va marcando todas las cosas que le pasaron a la humanidad mientras ese alerce iba creciendo. Me hace pensar en la insignificancia de la especie humana respecto de este árbol: es un auténtico testigo del tiempo, que siguió creciendo mientras pasaban unos y otros vaivenes de la historia. Un mismo ejemplar atravesó eras diversas; esa carga simbólica me parece muy fuerte. Lo mismo me ocurre con lugares prehistóricos de América latina o sitios muy antiguos de Europa: pero son materiales, no tienen vida, y aquí estamos hablando de un ser vivo y eso es lo que más impacta. Que sea la misma vida la que ha continuado a lo largo del tiempo, el mismo ejemplar. Si el alerce fuera una persona y pudiera hablar, podría contarnos todo lo extraordinario vivido a lo largo de una historia que no es de años, sino de milenios”.
La misma impresión, dicha o no dicha, es la que acompaña a quienes regresan hacia el embarcadero dejando atrás el Alerzal Milenario. Desde hace algunos días, quienes lo visitan no solo se encuentran con uno de los más bellos lugares de la Patagonia: se encuentran también con un Patrimonio Mundial y se suman a la responsabilidad que implica conservarlo y transmitirlo a las generaciones futuras.