Elogio de Los Tres chiflados

por Sergio Cueto

sergiojcueto@hotmail.com

La adolescencia es vulgar. Llamamos vulgar a todo aquello en lo que se afirma la exclusividad de la multitud. Adolescente es el que afirma como propio eso que le permite reconocerse en todos. Eso no lo dice ni lo decide nadie, pero es como si cada uno se lo gritara a los otros y todos a la vez lo proclamaran juntos. Es el habla coral, la insustancialidad coral de la cháchara adolescente, que encuentra en el estallido de la carcajada espástica su certificación definitiva. El despreocupado orgullo de la adolescencia consiste en esto: el presente de la decisión ha sido desplazado por el ciego, entusiasta reconocimiento de lo decidido y en lo ya decidido. El reconocimiento va del orgullo de decidirse a la satisfacción de lo decidido postergando la decisión para el futuro. Es este ir y venir, esta frivolidad de la adolescencia la que funda sin embargo su necesario revés: la desabrida imbecilidad de su melancolía. A falta de un presente, se añora el pasado, se espera y se teme el porvenir. La floja indolencia adolescente que no tiene dónde afirmarse es el otro rostro, el mismo rostro de su atolondrada carrera, que no va a ninguna parte. La ensoñación es el revés de la frivolidad, la torpeza el revés de la divagación, pero juntas constituyen una sola adolescencia, un adolecer sin remedio.

No así la infancia. De la infancia sólo debe decirse que es trivial. Llamamos trivial a todo aquello en lo que se afirma la impersonalidad de lo único. Niño es el que afirma como único y absoluto eso que no le pertenece ni pertenece a nadie y en lo que no se reconoce. Cuando juega, el niño está solo; no solo consigo mismo, sino a salvo de la soledad de sí, excluido de sí por la afirmación absoluta, arrastrado a la vertiginosa inmovilidad de una alegría indiferente y sin testigos, alegría imperceptible que acaso constituye la verdadera seriedad de la existencia. Incluso cuando juegan juntos los niños permanecen solos; no se aprietan al unísono en el graznido coral adolescente, vana disonancia de lo idéntico, sino que chilla cada uno por su lado para afirmar mejor la consonante divergencia de lo múltiple. Los niños nunca forman una banda, delictiva o musical, como los adolescentes; carecen de bandera, de líder, de propósito. No los guía un plan sino la afirmación plural del presente sin pasado, sin futuro: el decisivo instante de la libertad. (Infantilismo ejemplar, trivialidad ejemplar de Los enanos también nacen pequeños, de Werner Herzog). Pero hay una mitología de la infancia: es la que han inventado los adolescentes, o mejor, el incurable adolecer de los adultos. Esta fábula está dictada por la nostalgia, y añora la belleza y la poesía de una edad efímera; está dictada por el paternalismo, y goza de la ternura de una edad indefensa; está dictada por el cálculo, y se jacta de la promisión de una edad transitoria. Con tres candados se cierra, con tres deseos se disipa la trivialidad de la infancia: con la nostalgia su jubiloso olvido; con el paternalismo su solitaria indiferencia; con el cálculo su afirmación sin mañana. La infancia, es cierto, no se defiende. Cuando intenta hacerlo se torna vulgar, se pasa al bando de sus enemigos. (Vulgaridad ejemplar de los niños que se niegan a tomar la sopa. Vulgaridad de los enojos, lloriqueos sobre el mantel. Puchero en vez de sopa). Sólo si elige no defenderse podrá la infancia estar a salvo. Entonces jamás será encontrada; no la encontrará la nostalgia en el pasado ni el paternalismo en el presente ni el cálculo en el porvenir; habrá desaparecido para siempre tras la afirmación infinita de una alegría imperceptible, como la sonrisa del gato de Cheshire, sin dientes y sin boca.

Sin embargo, la trivialidad de la infancia no tiene una forma única. Consideremos tres, tal como las enseñaron los filmes de Chaplin, de Laurel y Hardy y de Los tres chiflados.

La infancia de Chaplin es la del lirismo heroico o heroísmo maravilloso. El héroe es ese hombrecito inestable y tembloroso, en apariencia indefenso y débil, pero que de pronto, con un valor y un carácter inconcebibles, se sobrepone a sí mismo, se eleva por encima de sí, crece más allá de lo posible y vence al villano, salva a la chica, restituye la paz, todo como en un sueño, con la tenue transparencia de los sueños. Carlitos no deja atrás su pobre trivialidad vagabunda, no debe dejarla. Pero hace de ella el motor mismo de sus hazañas, el viaje errante en el que pasan todas las cosas, el camino aventurero de todas las aventuras. Carlitos no es un caminante porque tenga aventuras que lo reclaman; tiene aventuras porque es el caminante sin destino, el vagabundo sin memoria, el pasajero que está de paso, el excéntrico al que nada detiene, que no logra recogerse en nada, porque el recogimiento sería para él, aunque a menudo lo ignore, la parálisis de la ley. El triunfo del héroe es el triunfo instantáneo y fulminante de esta negación. Está en ese acto intransitivo que suprime todo lo que obstruye el camino, y de ningún modo en los efectos fundantes de un nuevo estado de cosas, en la fundación sin embargo inevitable de una ley mas alta: la paz, la justicia, el amor. Cuando esa ley se instituye, Carlitos ya está lejos, en el camino, tal vez llorando por no haber podido quedarse a madurar con los otros, pero arrastrado siempre por una infancia que lo ignora y que lo hará volver, alegre y azarosamente, cuando todos los frutos estén podridos de nuevo. Esta es la victoria eterna del héroe de Chaplin: sólo la afirmación vagabunda es suya, sólo la negación de los escombros en la afirmación del camino. Esta es su victoria: victoria maravillosa del sueño y la poesía, de la inocencia y la generosidad infinitas en los callejones del mundo.

A veces, sin duda, hay una cierta tristeza en Chaplin. Pero no proviene simplemente de la soledad connatural al héroe, sino también del hecho de que el héroe no haya podido encontrar su cantor, su rapsoda. Lo que entristece es que el héroe no haya sido reconocido, pasara desapercibido, vaya a carecer por siempre de renombre. Pero es precisamente este anonimato, esta evanescencia lo que canta el film. Si el héroe pasa al olvido es quizá porque todos serán o podrán ser héroes algún día, o de algún modo secretamente lo son, en el trivial milagro de la cotidianeidad. Cabe preguntarse, sin embargo, si la tristeza no proviene en Chaplin del carácter mismo de su épica, de esa serie de contradicciones en las que está fundada: épica sin héroe, que presenta a un héroe sin cantor; memoria del anonimato, que protege al anonimato en el olvido; alabanza del camino multitudinario y aventurero, pero en la figura tenue, ligera y sola de un hombrecito que se pierde, finalmente, a lo lejos. Cabe preguntarse si la tristeza de Chaplin no es esencial a su arte en la medida en que su arte es lírica heroica, heroísmo íntimo y maravilloso de la soledad.

Laurel y Hardy no son héroes. De por sí ya son dos, y el héroe es siempre único. Pero además falta en ellos el milagro aéreo de Chaplin, esa ingravidez suya que lo alza por encima de toda vulgaridad. Lo cotidiano pesa aquí con todo su peso, aplasta a lo maravilloso contra el suelo y lo deja ahí como testigo de lo irremediable de su fracaso. Lo maravilloso, en efecto, ya no puede operar el milagro de la redención heroica, que hace de la monotonía diaria la diaria aventura de vivir, la lucha humilde y valerosa por la existencia. Aquí ya no hay, no puede haber lucha ni oposición alguna. La trivialidad no encuentra ya ninguna respuesta, tampoco la pide. Se limita a pesar sobre el mundo, a ser el peso ubicuo, incesante del mundo. No se ha convertido en algo grave; sigue siendo la trivialidad de cada día, pero en toda su enorme indiferencia, en toda su enorme pasividad. Lo único que ahora se afirma es lo que no se realiza, no se cumple, no concluye, vuelve siempre y se repite, a pesar del hombre y de su voluntad de hacerlo, de terminarlo de una vez por todas, para poder descansar.

La decisión emprendedora de Ollie y la obtusa y obstinada indecisión de Stanley se equilibran en un punto en el que el más incansable esfuerzo no lleva a nada, es un movimiento inmovilizado en el mismo lugar. De allí que nada tenga fin, que todo sea largo como el tiempo, como la vida, pero carezca de desarrollo. Cada gag se extiende y se prolonga repitiéndose en sí mismo hasta lo exasperante, como cuando Stanley pide y vuelve a pedir su helado de fresa a pesar de que mil veces le han dicho ya que no tienen ese gusto en el negocio; o como cuando Stanley (me parece) quiere suicidarse arrojándose al agua desde un puente y Ollie trata de disuadirlo, hasta que ambos fracasan y vuelven juntos al hogar y a sus insufribles esposas, para que todo recomience.

Este es quizá el mayor prosaísmo posible. La infancia de Laurel y Hardy es la de este prosaísmo estéril. Tiene su emblema en la puerta que se obstina en apretar el dedo del niño, o en la silla que se pone siempre delante cuando vamos a pasar e ineludiblemente nos golpea. Rasgo esencial de Los tres chiflados. Sin embargo, el tono es otro. Hay algo que hace aún ligeramente poéticos a Laurel y Hardy. Es la melancolía. Esa larga indefinición de la que hablamos, esa lenta inutilidad de la vida, llena de tristeza cada escena. No sólo la vemos iluminarse en el rostro lloroso de Stanley sino sobre todo en el rostro ni furioso ni resignado que Ollie vuelve hacia la cámara, casi como convencido de que tampoco nosotros podremos compadecerlo. Tal la melancolía prosaica de Laurel y Hardy, la paciencia infinita e inconsolable con la que soportan y descubren la pesadez inmóvil de lo cotidiano, esa misma pesadez que Chaplin elevó a maravilla por el milagro de una gracia delicada y tenue.

La esterilidad y la melancolía tiñen aún el prosaísmo de Laurel y Hardy porque subsiste en ellos una última discordia con la trivialidad. Sin duda, ellos no enfrentan al mundo, no le hacen frente; es más, enseñan la impostura de todo heroísmo, puesto que revelan que el mundo es opaca e impenetrable pasividad. Y sin embargo padecen pasivamente esta pasividad, con la única pasión que les queda: la desolada paciencia. Acaso no haya nada más irrefutable que responder a la pasividad con la paciencia; pero habría que preguntarse si de ese modo no se retiene la pasiva infinitud del mundo, si no correspondería incluso incrementarla, descubrir en ella una proliferación secreta, una impaciencia última, y hacerlo no ya con la melancolía prosaica del fracaso, sino con el prosaísmo seco de una alegría indiferente.

Este prosaísmo seco, esta alegría indiferente son los de la infancia de Los tres chiflados. Moe, Larry, Curly, Shemp, Joe no son héroes, tampoco antihéroes. Falta en ellos la voluntad única y absoluta de enfrentar al mundo, la paciencia doble y equilibrada de padecerlo. Los tres chiflados afirman triplemente la trivialidad, en todas direcciones. Afirmación plural que recusa, simultáneamente, el rumbo de un camino único y la inmovilidad de la ausencia de caminos, la dicha heroica y el humor melancólico.

Los tres chiflados no se enfrentan al mundo; ni siquiera le oponen la no resistencia. Porque se niegan a reconocer un valor superior a los valores que ya están en vigencia, los tres chiflados prosiguen estos valores, los prolongan hasta su agotamiento, en todas direcciones, para que enseñen al fin su jocosa estupidez. De allí que no tenga importancia, sea incluso impertinente preguntar de qué lado están los tres chiflados: si del lado de la justicia o del lado del crimen, si del lado de la ingenuidad o del lado del escándalo. La cuestión no es ésa. Precisamente porque la alternativa se ha roto para siempre; se ha abierto una fisura por la que los dos lados se precipitan sin término. Así, con el fin de probar la existencia de, al menos, un hombre honesto, los tres no dudan en recurrir al engaño y la agresión, y en terminar aceptando que el único hombre honesto está en la cárcel y que hay que planear su fuga. Se objetará que hay excepciones; se citarán, por ejemplo, los capítulos de la guerra, en los que claramente se hace irrisión de los alemanes y los japoneses. Pero no olvidemos que si ello es así es porque los tres representan siempre a los altos mandos nazis (el memorable capítulo de Morónika, en el que Moe interpreta al Führer (su diferencia con El gran dictador en la escena del globo terráqueo: el lírico paso de baile de Chaplin con su globo etéreo; el prosaico partido de rugby de Moe con su pelota rellena) y a través del cual se nos enseña que los muchos bandos en conflicto comparten la misma inigualable imbecilidad; imbéciles todos, como dice el escudo del país: Morónika para los morónicos, que nosotros traduciríamos: Mongoliapara los mogólicos, o lo que es casi lo mismo: América para los americanos), o porque las fuerzas del eje se engañan al ver sus disfraces de actores y los confunden con agentes imperiales (el memorable capítulo de los acróbatas japoneses). Entonces se dirá, tal vez, que los tres chiflados son unos marginales, que no podemos hacer de ellos representantes de la sociedad en su conjunto. Pero es que nunca dijimos tal cosa. Los tres no representan ni simbolizan nada; tan sólo prosiguen y aceleran un movimiento que es el de la sociedad misma; simplemente dejan que la sociedad se mueva. En cuanto a la marginalidad, no son marginales en el sentido de que encontrarían su sitio en los márgenes del mundo social organizado. A menudo son honestos comerciantes, burgueses felizmente casados o empleados celosos de su deber. Su única pero irreductible marginalidad está en que corren por esa falla abierta en el paradigma social: o esto o lo otro, o fuera o dentro, o conmigo o contra mí. La voz del valor está suspendida, neutralizada; se dice en neutro, con la neutralidad de la indiferencia.

Es precisamente en esta indiferencia respecto de los valores, en esta indiferencia que dice indiscriminadamente sí a todo y que por eso no afirma nada y no deja que nada se afirme, es en esta indiferencia, digo, donde reside la verdadera crueldad de los Tres chiflados. Como falta el valor de agregar que convalide la acción, como falta la acción orientada por y hacía el valor, la afirmación vacía de la indiferencia significa la nulidad del futuro, deja al mundo literalmente sin porvenir. Ya no hay nada que edificar, nada que establecer, ni siquiera nada que fundar. Queda la violencia gratuita de un juego de escombros, afirmación que lo destruye todo de una vez para mostrar que todo estaba en ruinas desde siempre (capítulos memorables de la destrucción en una infinidad de modos: intencionales y causales, violentos e imperceptibles, materiales y morales, por desagregación o emponzoñamiento, etc., etc.). Pero como la violencia es gratuita, como nada escapa ni puede escapar a la violencia del juego, como nada debe quedar intacto, entonces también los tres se golpean mutuamente si nadie los golpea o aunque los estén golpeando, porque todos forman parte del derrumbe general. No existe el héroe, dicen Los tres chiflados. Nadie se aleja al final por el camino.

En consecuencia, no hay victoria ni derrota, éxito ni fracaso. De allí que sea indiferente el desenlace de los capítulos. No porque puedan terminar bien o mal, sino porque da lo mismo, en la vida siempre da lo mismo, hay que saber extraer la misma alegría, la misma irrisión de todo acontecimiento. Por eso el fracaso es tan fácil, tan ligero para los tres chiflados. Es que lo acompañan, lo llevan al límite de su poder, lo hacen objeto de irrisoria afirmación. Cierto es que existe aquí el mismo prosaísmo estéril que descubríamos en Laurel y Hardy: la obstinada, desesperante pasividad de las cosas frente a las que no podemos nada (Curly, que recibe por enésima vez la cachetada de Larry que la había recibido de Moe que la había recibido de una dama, volviéndose para propinar la suya y al encontrar a nadie por enésima vez diciendo con resignación: “Soy víctima de las circunstancias”. Shemp intentando inútilmente poner de pie una mesa plegable, hasta terminar con un ataque de llanto revolcándose en el piso. Shemp o Curly ensamblando tubos de cañería para hacer salir el agua por la ventana, sin poder evitar que los caños acaben encerrándolos en una apretada celda desde cuya cima cae, sonoro, el mismo inconfundible chorro). Sí, es innegable esta obstinación, pero en ella Los tres chiflados afirman a veces el fracaso, a veces el triunfo, y ni uno ni otro, sino la inconsciencia, la indiferencia perfecta respecto de esa alternativa, puesto que, como dicen ellos, da lo mismo, siempre da lo mismo. Por eso construyen una casa con puertas horizontales, ventanas al ras del piso, escaleras cegadas, paredes de cartón, e invitan cortésmente a sus esposas a habitarla. Por eso conectan indiscriminadamente las tuberías de la luz, el gas y el agua, y se felicitan por no haber dejado un solo caño suelto. Exitoso fracaso cuya coronación es el gesto de Curly, esos dos pasos con los que retrocede, los brazos en jarra, los puños en la cintura, meneando el cuerpo y la cabeza, con una risita de satisfacción al contemplar su obra. Irrisorio triunfo, sin duda, pero que hace de todo triunfo una irrisión, de todo fracaso una risa triunfal.

Da lo mismo, siempre da lo mismo. Este es el único objeto de afirmación que tienen los tres; éste es el sentido último de su negativa a la confrontación; ésta es la razón primera de su prolongado acompañamiento a la imbecilidad del mundo; ésta es su crueldad. Porque el mundo no sabe hasta dónde puede llevarlo un camino; ignora que un recodo lo devuelve desde el principio al callejón que quería cuidadosamente evitar; desconoce la ubicua trivialidad. Si puede decirse que los tres van en el mismo sentido que el mundo es porque lo mismo del sentido es el da lo mismo que se afirma en todos los sentidos por igual, el da lo mismo de la trivialidad. Da lo mismo un desratizador que un magistrado; da lo mismo un fontanero que un estudiante de Harvard; dan lo mismo tres bufones que el rey y la reina. Torta de crema en el rostro del mundo. Pero no hay que creer que se trata de una sátira. Falta la crítica que la define, la inversión jerárquica que es su condición de posibilidad. Ningún punto de vista superior; ningún juicio y ningún tribunal. Puesto que siempre da lo mismo, nada por encima de otra cosa. Los tres impostores y la gente de sociedad igualmente embadurnados. Nadie fuera de alcance. El mundo como una sola cara que recibe desde ninguna parte todos los pasteles (el memorable capítulo que pronuncia como un estribillo la pregunta sin respuesta: Pero por favor: ¿quién arrojó esos pasteles?).

Yendo en el mismo sentido, en el único pero plural sentido del mundo, el constante da lo mismo de Los tres chiflados escapa al sinsentido del absurdo así como escapaba al juicio de la sátira. Hay, sin duda, excepciones, pocas. Está el absurdo de los sucesos: Shemp sigue en cuatro patas, como un sabueso, la pista de ciertos asaltantes de gasolineras. En el mismo capítulo, la huella de aceite dejada por el auto de los malhechores lleva a Shemp y a los otros a un edificio de departamentos, sube la escalera, dobla el corredor y se pierde por debajo de una puerta; cuando los tres irrumpen en la habitación ven sin sorpresa el auto estacionado junto a la pared de la derecha. En ocasión de una fiesta, después de haber torturado indeciblemente a un tenor arrojándole aceitunas a la boca durante su aria, los farsantes se ponen de pie; Curly vestido de mujer, y Moe anuncia que los tres van a interpretar el cuarteto de Lucia di Lammermoor (que por lo demás es un sexteto) sin que nadie se llene de asombro. Está también el absurdo verbal, aún menos frecuente: Al comienzo de un capítulo, el relator en off anuncia que estamos en Escocia, región famosa por sus bancos, pero agrega que ya es tarde y a esa hora los bancos están cerrados. Ante una casa misteriosa, Moe dice: “Es una casa desierta”. A lo que Larry añade, feliz: “Con lo que me gusta la arena". En otra ocasión, Moe acaba de pegarle a Curly con un martillo en la cabeza, y cuando Curly se queja le dice: "Da gracias que no te pegara con el mortero. Y Larry, una vez más comenta: “¡Ja! Con el mortero hubiera sido la muerte” (el incomparable doblaje de Los tres chiflados). Pero ya en estos últimos ejemplos advertimos el desplazamiento que opera el humor de Los tres chiflados. Se trata menos del absurdo que de lo que debemos llamar ridículo. Lo ridículo no es lo extravagante; tampoco lo que mueve a burla. Lo ridículo es simplemente lo irrisorio, la ilocalizable insignificancia de lo cotidiano, la trivialidad sustraída al sentido común. Lo ridículo es el da del da lo mismo. Solamente lo ridículo ríe en el mundo, es el mundo que ríe de sí mismo mientras todo se derrumba. Lo ridículo, la ridiculez de lo ridículo arrojó esos pasteles, vuelve siempre a arrojarlos. Por eso Los tres chiflados se llaman en inglés The three stooges. porque son esos disimulados actores que secundan al mundo en su ridícula farsa, le dan pie para que diga, improvise su jocundo libreto: la chifladura sin fin de cada día.

Pero la profesión actoral no les es menos extraña que cualquier otra. Los tres chiflados carecen de profesión, de oficio, de ocupación. Por eso pueden aceptar y aceptan cualquier trabajo, todos los trabajos con la misma resuelta indiferencia. Médicos, fontaneros, detectives, profesores, cocineros, juglares, coijfeurs, boxeadores, herreros, científicos, actores, toreros, vendedores ambulantes, dictadores, jockeys, barrenderos, farmacéuticos, bufones, tintoreros, modistos, desratizadores, etc., etc. Da lo mismo. La cuestión es permanecer incansablemente “desocupados", pero de modo que la desocupación no sea simplemente el signo de la pereza (Moe golpeando a los otros con el fin de despabilarlos) o el resultado de la ineptitud para cualquier tarea (inepto, palabra cara a Moe), sino que opere, que se convierta en el motor vacío capaz de hacer proliferar las ocupaciones igualándolas a todas en lo mismo, todas igualmente comunes, igualmente triviales, acogidas todas con la misma indiferencia. Si Cariños hace de cada oficio un atributo suyo, un epíteto de sí mismo, un predicado inherente a su individualidad y por tanto lo exalta a un lirismo sublime (Carlitos patinador, Carlitos camarero, Carlitos boxeador, etc.), Los tres chiflados, en cambio, permanecen ajenos a los oficios que emprenden; pasan por ellos, los atraviesan a toda velocidad sin encamarlos, sin identificarse. Pero lo hacen apasionadamente, con la pasión de la indiferencia; diciendo sí porque sí, haciendo por hacer, para nada, cualquier cosa, con tal de no sufrir la quieta paciencia, la infinita tristeza de Laurel y Hardy. (Bouvard y Pécuhet contra Laurel y Hardy, es el dispendioso argumento de Los tres chiflados. Pero hay que recordar también la circularidad esencial, la inutilidad última de tanta agitación, el invencible estatismo que presidió las vidas de los dos copistas. Bouvard y Pécuchet contra Los tres chiflados, es el argumento económico de Laurel y Hardy).

De allí que no tenga ninguna importancia el oficio; de allí que tengan todos la misma importancia. Da lo mismo, repiten Los tres chiflados, haciendo de esta afirmación el innumerable sí que le dice sí a todo sin permitir que algo alcance su punto de negación. Pero entonces los oficios, los trabajos, los emprendimientos mismos resultan gravemente afectados. No porque los tres no hagan nada, sino porque hacen como desde fuera del trabajo que cumplen, en la más absoluta indiferencia de las reglas que lo rigen. Cocinar un pavo, extraer una muela, jugar al rugby, amamantar a un bebé, bailar en sociedad son para ellos acontecimientos sin precedentes, carentes por lo tanto de un modelo ideal a imitar, de un conjunto sistemático de principios o de hábitos a seguir. Por eso el lema de Los tres chiflados nunca es: “Lo mejor posible”, ni tampoco su contrario: “Lo peor posible". ¿Cómo podría haber mejor o peor si falta el canon que diga rectamente de qué modo deben hacerse las cosas? ¿Cómo podría alguien decir: “Hacemos un buen trabajo” si lo óptimo y lo pésimo son indecidibles? El único lema de Los tres chiflados es el de la compañía Acmé: “Hacemos el trabajo a troche y moche”. Es decir, ni bien ni mal, no importa, pero a toda velocidad, sin un respiro, implacablemente (así como los niños ayudan a mamá)

Tal la infancia de Los tres chiflados. Si el heroico lirismo de Chaplin descubría en el mundo una fiesta cuyo fragor aún iluminaba, aún atravesaba como un hilo rojo el alado sueño de una ingenuidad intacta (el tema de amor en la Sinfonía fantástica de Berlioz), si el prosaísmo melancólico de Laurel y Hardy reconocía en el centro de esa fragorosa y divertida vulgaridad la quietud vacía y sin fin de lo trivial, desde donde despunta ya el aburrimiento (las piezas para piano de Satie en la versión de Reinbert de Leeuw), la seca alegría de Los tres chiflados, en cambio, hace de esa trivialidad el vórtice de un vals irrisorio en el que los bailarines desaparecen sin dejar de bailar {La valse, sí, pero sin la elegancia última de Ravel; como compuesta por el Bartók de El mandarín maravilloso[1]).

Tal la infancia de Los tres chiflados. No la nuestra, la que vivimos o creímos vivir. No la que está en la experiencia, la memoria o el anhelo. La otra, sin edad, que ríe por debajo de la vulgaridad humana.

Nota:

[1] La infancia y la música lo infantil de la música, su relación problemática. No solo la música infantil sino, sobre todo, lo infantil de la de la música, la música-infancia.

Los Tres Chiflados - Curly 3 - Peluqueros, Caballos Y Mas...

por Sergio Cueto / Diciembre 1991

sergiojcueto@hotmail.com


Publicado, originalmente, en:
Paradoxa. Literatura/Filosofía N°7, 1993

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/paradoxa-n-7/

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que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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