H. A. Murena en la poesía [1] por Jorge Cruz |
En su poco más de medio siglo de vida, H. A. Murena (1923-1975) concibió y elaboró, a lo largo de tres décadas, una obra de suma intensidad, sustentada por fuertes experiencias vitales e intelectuales. Después de Primer testamento, de 1946, libro tentativo, escrito en prosa, en que lo narrativo y lo poemático se entrelazan, Murena confió a los géneros literarios tradicionales la expresión matizada de su mensaje literario. Se valió de ellos en busca de otras vertientes para encauzar sus interrogantes, su desencantada visión de la sociedad contemporánea, sus conflictos íntimos. Las tres novelas que transcurren en los años peronistas (La fatalidad de los cuerpos, 1955; Las leyes de la noche, 1958; y Los herederos de la promesa, 1965) enfocan un mundo sin valores, hedónico, a la deriva; mientras la tetralogía que integran Epitalámica, (1969); Polispuercón (1970); Caína muerte (1971) y Folisofia (1976) arroja directamente al lector los desperdicios de ese mundo grotesco, en descomposición. El juez (1958) fue una fallida experiencia teatral que no volvió a intentar. En cuanto al ensayo, el género que le dio renombre, fue, primero, la vía de sus meditaciones argentinas y americanas, y, más tarde, la de sus preocupaciones metafísicas y religiosas. Caló hondo, además, en la poesía, un área en que se alternan luces y sombras, lo expreso, lo oscuro y lo inefable. Veamos este aspecto de su legado. Cinco años después de Primer testamento, Editorial Sudamericana publicó su primer libro en verso, con poemas escritos entre 1947 y 1950. Varios de ellos los habían adelantado la revista Sur y el Suplemento Literario del diario La Nación. Se trata de La vida nueva, al que siguieron, al cabo de siete años, El círculo de los paraísos (1958); El escándalo y el fuego (1959); Relámpago de la duración (1962); El demonio de la armonía (1964); F. G. Un bárbaro entre la belleza (1972); y El águila que desaparece (1975), siete libros que se entreveran con sus novelas, sus cuentos y sus ensayos; en total, veintitrés volúmenes coherentes no obstante su diversidad, y francamente motivados. En los comienzos de su actividad literaria -los años cuarenta-, eran reconocibles, entre nuestros poetas, tres poéticas bien marcadas. En primer lugar, el neorromanticismo de la generación que tomó su nombre de esa década. Ella revivió los metros clásicos, rechazados por la vanguardia martinfierrista. Destacados representantes de esta promoción, objetada por Murena en El pecado original de América, al enfrentar arte nacional y arte nacionalista, se convirtieron con posterioridad al culto de la métrica. Tal el caso de Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Eduardo González Lanuza. Otra tendencia respondía al deslumbramiento del surrealismo, cuya capilla suprema tenía su sede en París. Poetas como Enrique Molina, Olga Orozco, Aldo Pellegrini y Francisco Madariaga forjaron formas libres, pero no renunciaron a la musicalidad. Una poesía “no precisamente hermosa" Otro fue el caso de quienes, inclinados a la libertad absoluta en el manejo del verso, desdeñaban “la mecánica de la rima”[2], practicaban una versificación irregular, solían cometer disonancias al tejer una sintaxis abrupta, chirriante a veces, evitando acordes armoniosos y términos de abolengo lírico. En “Golondrinas”, de F. G. Un bárbaro entre la belleza, el poeta ironiza acerca de la métrica: “¿Mejor hubiera sido / respetar la métrica y / las buenas costumbres? / ¿Recordar el aoristo y / las declinaciones?”. No les resultaba grato el lenguaje exornado, los juegos de sensaciones ni los recursos seductores de la poética. Preferían una expresión sobria, se diría hoy minimalista, capaz de lograr efectos de gran tensión. Una poesía, en suma, ajustada al cambio operado en la concepción misma de la belleza. En esta zona poética descollaron autores como Alberto Girri y H. A. Murena, ligados, sobre todo, a algunos poetas norteamericanos contemporáneos. En un poema de su libro Relámpago de la duración, Murena evoca a Wallace Stevens y se refiere textualmente a “el recuerdo mecánico de un verso / no precisamente hermoso / (como suele ocurrir con la poesía / moderna)... ” El reconocimiento de que lo hermoso suele no figurar entre los atributos de la poesía moderna (frase equivalente a “lírica moderna”, en el sentido histórico y retórico que le atribuye Hugo Friedrich en su magistral estudio sobre el tema) equivale a una toma de posición y, en cierto modo, a una advertencia disuasiva para el lector adicto a la tradición clásica. En el Prólogo de sus versiones de Stevens precisamente, Alberto Girri señala algunos rasgos de esta corriente aplicables también a su poética y a la de Murena: un tono con predominio de lo intelectual y tendencia a la abstracción. En ella se percibe “que lo que allí está en juego es, más que conceptos, una tensión espiritual a través de la cual el poeta trata de aprovechar todos los recursos que la inteligencia y la sensibilidad ponen a su alcance para expresar una verdad, objeto esencial del poema, y los movimientos sucesivos en la búsqueda de esa verdad”. Intuición y pensamiento, vida especulativa y sentimientos son factores coadyuvantes. Murena, por su parte, en el prólogo de Línea de la vida (selección de poemas de Girri) hace referencia “al problema de la forja de un tono de voz capaz de expresamos [a los argentinos] sin desfiguraciones”; rescata “nuestro ascetismo y nuestra parquedad fundamentales” como rasgos peculiares que la poesía debía plasmar, y advierte en los poemas de su amigo ese tono distintivo, que, al mismo tiempo, tácitamente rescata para su propia poesía. Teorizando sobre su poética, Girri ha dicho que en sus poemas está la nostalgia del paraíso original que el hombre ha perdido. Más aún, “la sensación de pérdida, de caída del paraíso, está en el fondo de la naturaleza humana”[3]. En cuanto a Murena, en La metáfora y lo sagrado reflexiona sobre el lenguaje paradisíaco y el estigma de la Caída. El estigma se manifiesta esencialmente en la palabra y da origen al lenguaje caído, juzgador, que “sólo es adjetivo, comentario, charla nociva”. En cambio, “la poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantivo, crea, salva [...] halla para el lenguaje caído la redención de la metáfora”. Esta, al llevar más allá (meta) lo sensible y lo mundano, trae hacia aquí el Otro Mundo, de modo que el poeta se convierte en mediador entre dos universos, el inmediato y tangible y el del origen paradisíaco. Pero es en la nota preliminar y en los escolios de F. G. Un bárbaro entre la belleza, donde Murena despliega sus ideas sobre la poesía y su hermenéutica. La poesía restaura el lenguaje paradisíaco y salva el mundo. El artista, criatura metafórica, es el mediador entre el Cielo y la Tierra. A través de él, se establece la atracción entre la trascendencia inmanente y la trascendencia externa, absoluta. La crítica, en cambio, “es mero análisis de restos, autopsia que puede explicar la muerte, no la vida”, no obstante lo cual, la ejerce, la intenta en sus escolios. Además, “cada obra tiene mil caras, se alimenta de mil espíritus distintos. Ninguna interpretación es definitiva: toda interpretación salva”. Toda interpretación enriquece. La voz inaudita de la patria Los poemas de su primer libro, La vida nueva, lo sitúan, a las claras, en esa reacia concepción. Unos son piezas unitarias, otros están divididos en bloques. Pero nada hay en estos bloques que permita llamarlos estrofas, pues toda idea de combinación establecida de antemano, como los versos y las rimas en las estrofas, y las sílabas y los acentos en los versos, es ajena a este tipo de poesía. Cada composición impone su forma. El quinto y último de los poemas de la serie que lleva el título del libro, servirá de ejemplo. Conviene recordar que La vida nueva esboza una historia: la de un argentino que, obnubilado por la cultura europea, deja su país. La experiencia lo desencanta y vuelve a él, esperanzado. Los once versos forman un bloque, en el cual se suceden un endecasílabo, un verso compuesto de doce sílabas, un decasílabo, un heptasílabo, dos endecasílabos, un heptasílabo, un hexasílabo, un octosílabo, un verso compuesto de doce sílabas y un endecasílabo. Cada verso se vuelve imprevisible respecto del anterior, de lo cual resulta una extraña sonoridad. El poema dice así: Sea el laurel de tristeza y osadía para este fugitivo inspirado y pálido. Inicia su vida nueva, acepta, va a luchar hondamente con esa muerte que come su piel pero que tiene su exacta estatura, a ese grave misterio en él encarnado va a enfrentar ante los días. Para este fugitivo inspirado y pálido sea el laurel de tristeza y osadía. El autor abre y cierra su poema con los mismos versos, aunque en orden invertido, y esa reiteración le confiere una conformación más neta, en tanto que otros poemas comienzan y concluyen como fragmentos. La anáfora, una palabra o una frase que se repiten cada tanto, utilizada con parquedad, es otro procedimiento que le da a algunos poemas del libro una suerte de ritmo. Murena se concentra en los aspectos reflexivos y emotivos de los poemas, atento a evitar que los recursos seductores, habituales en la métrica secular, desvíen la atención del lector de la intensidad que el poeta ha tratado de infundirle a su texto, para rescatar de alguna forma “el brutal, el misterioso, / el entrañable rostro de las cosas del mundo”, según manifiesta en “Poesía”. En el comentario que Eduardo González Lanuza le dedicó en Sur a La vida nueva (N.° 203, septiembre de 1951), al indicar las debilidades de la poesía de Murena, subraya la carencia “de eso que se ha dado en llamar el don del canto” Pero, en verdad, esta “debilidad” es una de sus características, lo mismo que el particular concepto de belleza. “La belleza, como última aspiración, está igualmente alejada de sus propósitos; toda complacencia sensual, todo hedonismo aparece aquí austeramente superado”. Con una comprensión crítica no habitual en hombre de otra generación, el talentoso martinfierrista apegado finalmente a la poética tradicional, juzga la poesía de Murena como corresponde, desde los designios del poeta. No hay fracaso en él, sino otro modo de concebir la poesía, “una poesía desasida de toda musicalidad, que emplea las palabras para hacer más expresivo el callar”. En los años transcurridos entre este libro, editado en 1951, y el siguiente, en 1958, aparecen otros de distinta índole: el drama El juez; los trascendentales ensayos de El pecado original de América, su libro más conocido; La fatalidad de los cuerpos, novela, y los cuentos de El centro del infierno, además del único número de la revista Las ciento y una, de junio de 1953. En 1958, en efecto, aparece la segunda colección de poemas de Murena, El círculo de los paraísos, un tomo de apenas treinta y ocho páginas, que reúne ocho piezas. En ellas, la línea americana y argentina, con ecos del Ricardo Molinari de los vientos y las llanuras, se toma más concreta en el monólogo de Edgar Alian Poe moribundo. Poe fue, para Murena, una de las figuras emblemáticas de América y protagoniza la primera meditación de El pecado original de América. La onda argentina se afirma en el retrato de José Hernández y en la semblanza del escondido poeta que espera, “en cualquier recodo de Buenos Aires”, que el viento “desate las aguas estancadas y destruya las prácticas de muerte”. ”No te cansas / oyendo crecer / y crecer / la voz todavía inaudita de la patria, / de los hombres del sur y de los vientos puros”. En el mencionado poema dedicado a Hernández, reitera los imperativos dirigidos a los hombres de entonces, “almas enfermas de un tiempo que perdió el futuro”. Al evocar a los criollos paraísos, en el poema que da título al libro, su perfume y su belleza borran toda angustia, como si la voz de esos árboles le dijera que no existe la pesadilla triste de la vida, “que los hombres soñamos y soñamos / en la palma infinita del dios vivo”. Predominan en el libro los versos de arte mayor y la anáfora marca aquí y allá la sugerencia de un ritmo. “Solo, ante mi vida” Un cambio brusco se manifiesta en El escándalo y el fuego. El mismo autor, en la nota preliminar, reconoce que los sesenta y un nuevos poemas difieren totalmente de los anteriores y explica cómo los escribió, de modo automático, en ocho días, en calles y cafés, en su cuarto y en una plaza, al correr de la pluma, cuando lo habitual en él era “el trabajo lento y sistemático"’[4]. Al publicarlos tiene la sensación de que los poemas son ajenos. La onda argentina se aquieta en favor de sutiles planteos íntimos concernientes a la identidad personal. Téngase en cuenta que el Murena ensayista dejaba también los reiterados interrogantes sobre la identidad nacional para indagar en ámbitos más amplios y trascendentales. “Mi relación habitual con la realidad se había trastornado debido a que cada fragmento de la realidad cobraba ahora un valor absoluto”. La revelación del yo se manifiesta en el poema inicial: “Una noche mordí / aquella pepita, / el inconfundible / gusto de mí mismo”. Pero esa comprobación revela también su extrema soledad. Obedientes a una arisca polimetría, los versos siguientes recurren a la anáfora como táctica de intensificación. Solo entre los animales, que desconfían de mi pie, empero dulce para ellos. Solo entre las cosas, débiles, que recelan de mi mano, quisieran devorarla. Solo, ante mi vida, esta extraña que no cesa de transcurrir. Solo ante los ángeles, que no oyen más que a los héroes. La tormenta estival crece y crece en el vientre del río y el aire seguirá hundiéndose en mis pulmones. Son cuatro predicados sin sujeto explícito que denuncian el desvalimiento, mientras la vida parece transcurrir como cosa ajena, mostrándose apenas en el mero hecho de respirar. Los poemas brotan y se multiplican en variaciones que brillan como destellos de pensamientos y sensaciones y, en ellos, aquí y allá, las dos palabras del título, “escándalo” y “fuego”, ahondan su sentido en las alusiones a episodios evangélicos. Después de la radical experiencia de El escándalo y el fuego, la escritura mecánica detiene sus engranajes y Murena vuelve a la realidad con otro instrumento verbal. Procura transmitirla en los quince poemas de Relámpago de la duración, título que enuncia un oxímoron. El relámpago alude al alma, pero asimismo al tiempo y a su fatal brevedad. A la realidad se refiere con una mezcla de ironía, cotidianeidad y patetismo, según él mismo declara, tal como por entonces le fue dado percibirla. Pero el “pathos” atenúa su dramatismo, en tanto que lo cotidiano y lo irónico contribuyen a subrayar una intención de resignada conformidad. Obsérvense estos atributos en la última estrofa de un poema titulado “Portofina”, centrado en la contemplación de una tarjeta postal: “Propenso a que lo fotografíen, / estimulante para el turista, / sin duda, / para conferencias / óptimo tema, Portofino, / diríase inofensivo, ahí, / en la tarjeta postal / que ayer me alcanzaron”. En “Fifth Avenue”, la deslumbrante calle neoyorquina suscita reflexiones e imágenes contradictorias de progreso y retroceso, de modernidad desafiante y de retomo a la horda primitiva. En “Eventualmente”, luego de citar un célebre poema de Wallace Stevens ya mencionado (“The Sun this March”), registra, con unción, el alumbramiento del poema. Y entonces, si te han dado oídos, oirás las palabras que desde las piernas, desde el viviente pelo, desde el hígado y el aire, desde el mismo corazón, desde la lejanía y la proximidad, viajan por los arroyuelos, los deltas de la sangre, a tu boca arriban, brotan, las palabras, a la nada nombran para darle existencia, yerguen el poema, ese mundo que respira en trágica armonía, con luminarias, volátiles, reptiles, hombres, abismos ya veces la oculta sonrisa de lo sagrado. El demonio de la armonía, dos años después, prosigue esa exploración de fragmentos de la realidad que moviliza el intelecto luego de encender el sentimiento del poeta. Los versos se acortan, los veintitrés poemas se fraccionan en estrofas siempre asimétricas; y la expresión se torna más sobria, si cabe, y más recóndita. Unos interrogantes del poema “Objetos de penumbra” dan idea del ánimo del poeta, perplejo pero ansioso de eternidad preguntando por el sempiterno enigma: ¿Por qué existir? ¿Quién lo ordenó? Y esta terrible conclusión: “la vida siempre, / siempre la vida / para nada”. Lo divino lo atenaza, vivimos en una edad de plomo, el mundo es pura impostura, la historia, un templo en ruinas y, en medio de ellas, solo las palabras de la poesía parecen salvarse, siempre que, dicho irónicamente, no se contaminen con la realidad. Así lo expresa en “Trabajo central”: “ .. como diluvio / de pétalos descienden / las tibias, las fuertes / y finas, / las iridiscentes palabras / recogidas / con ambas manos / antes de que se posen / sobre la realidad”. Esas obsesiones que persiguen al poeta como Furias, ese espíritu maligno, ese demonio que toba la armonía, constituyen la materia de esta obra de plena madurez existencial y literaria. Vale la pena transcribir unas líneas de Alejandra Pizarnik sobre la sensación global que provoca este libro de estructura fraccionada: ... series de frases breves proseguidas por silencios que intervienen con la frecuencia de las frases; disolución de temas -fragmentos de realidades e irrealidades que vienen y van en curvas muy rápidas. Esta fugacidad musical de los significados es la trama de cada poema: conceptos metafísicos, objetos solitarios, imágenes líricas, se intercalan, se enlazan un instante, para dar paso a un pequeño silencio que, a su vez, da paso a una nueva serie de frases o a una sola frase. Poemas alusivos, reticentes, desconfiados, sigilosos (Sur, N.° 294, mayo-junio 1965). Entre este y el próximo libro de poemas, entre 1964 y 1972, mediaron ocho años, en los que solo Los herederos de la promesa, eslabón final del primer ciclo novelístico de Murena, se incorporó a su bibliografía. Pero el autor continuó publicando en periódicos, mientras lo ensombrecían los grandes cambios que se producían en el mundo y, sobre todo, los presagios de tiempos malos para la Argentina. En un período muy politizado, sus meditaciones evitaban la realidad cercana, sobre la cual, entre amigos, preveía lo peor. Su rechazo no obedecía a desinterés, sino a una sensación de impotencia en cuanto a lo inmediato y a una preocupación por los más vivos problemas existenciales y por las sendas de superación espiritual. En medio de estas circunstancias históricas y sin dejar de frecuentar el ensayo, la narrativa y la poesía, Murena publicó un libro singular, denominado F. G. Un bárbaro entre la belleza. Poeta y escoliasta Murena se desdobla en poeta y escoliasta, un poeta ya muerto y un escoliasta o editor que emprende la tarea, primero resistida y luego asumida con pasión, de considerar el legado literario que su ocasional amigo le ha encomendado. Flavio Gómez es el escritor muerto, el F. G. del título, ingeniero de profesión que se ha acercado a la poesía con temor y reverencia. El singular libro multiplica sus puntos de interés, no limitado a los textos poéticos sino también a la relación entre la poesía y las circunstancias en que fue forjada; y, sobre todo, a la posibilidad de la hermenéutica de la poesía, que algunos autores consideran una profanación, “destinada sólo a corromper su fuerza y aventar su misterio”. Murena y Flavio Gómez son, en el libro, dos personajes ficticios. Partiendo de esta convención, el personaje Murena resuelve publicar una selección de los poemas de Flavio Gómez, pero no aislados, sino relacionados en una red que los vincule y les preste “una organicidad casi de relato”. Se establecen dos instancias ficcionales: la que concierne a la relación entre Murena y F. G., desarrollada en la nota preliminar; y la que vincula a los poemas a la historia de Flavio. Este vínculo -explica- le fue sugerido por el mismo autor, molesto por los libros de poemas constituidos por piezas desconectadas, envueltas “por una suerte de mudez, impotencia”, debido a lo cual “se había perdido el gran vehículo de comunicación y emoción que era lo narrativo, aura que en la gran poesía sirvió siempre para hacer resaltar más la belleza”. Sin estar del todo de acuerdo cota este criterio, el Murena de la ficción decide comentar los poemas y completarlos con apuntes biográficos. Lo que ha recibido este Murena ficticio es un libro de contabilidad de tapas negras, duras, al que llama cuaderno, con ideas, fragmentos y aforismos; una carpeta marrón, con ciento cincuenta poemas dactilografiados; y una serie de variantes de poemas envueltos en papel madera. En ese desordenado conjunto, F. G. se manifiesta como poeta y pensador, y el editor, como intérprete de esa poesía que, sin ser hermética, “apuesta a veces en forma excesiva sobre la sagacidad del lector” y demanda para su comprensión “una sutil afinidad o bastante esfuerzo”. Dos exigencias de la poesía moderna. Cada uno de los poemas seleccionados va seguido de una nota aplicada no solo a interpretarlo, sino también a situarlo en el contexto vital del poeta, de manera de no echarlo “desnudo al mundo”, sino integrado en una suerte de historia. Esta configuración recuerda la de un libro célebre, el primero de Dante Alighieri, La vita nuova, cuyo título es también el del primero de Murena. Pero La vida nueva no se ajusta a esta configuración. Se aproxima a ella, en cambio, F. G. Un bárbaro entre la belleza, por la sucesión de poemas y comentarios (las “ragioni” de Dante). Sin embargo, en La vita nuova hay una clara intención autobiográfica más o menos idealizada, en tanto que en F. G., versos y prosas son atribuidos a dos personajes distintos: el poeta y el escoliasta. En la portada de los cuadernos solo figuraba F. G. En el libro que edita el personaje, Murena le añade Un bárbaro entre la belleza, título de un poema no incluido en la selección. Se refiere a la impresión que el ingeniero poeta tenía de sí mismo: la de ser un intruso en el mundo del arte, “alguien que estaba en ese jardín porque los dueños o guardianes de este -tal vez los mismos árboles y flores- aún no lo habían descubierto o lo menospreciaban lo suficiente para ignorarlo”.
En sentido más lato, la frase [un bárbaro entre la belleza] procura describir al hombre. F. G. creía que somos los pastores del mundo, pero que -perturbados por nuestras pequeñeces- no lo percibimos en la impresionante belleza de su armonía, lo abandonamos y nos perdemos: el signo del pecado radical no sería nacer, sino la barbarie de la desatención, porque percibir todo lo viviente, la atención, constituye “la plegaria natural del alma” capaz de purificamos de cualquier desdicha[5] Especial interés para la apreciación de la “poesía moderna” tienen las interpretaciones del lector y editor Murena. Ellas nos indican las vías de penetración de que se vale recurriendo a datos eruditos y biográficos, a todo elemento iluminador y, en gran medida, a factores que conciernen a la intuición, la sensibilidad y la imaginación, de modo que la lectura profunda se convierte en recreación y coparticipación. El lector tiene ante sí los veintiséis poemas elegidos, abiertos a su desciframiento, y puede, en una experiencia apasionante, confrontar su interpretación con la del editor. “Sospecho -estima este- que si la poesía es una operación analógica, centrada en la metáfora, el comentario también es analogía, metáfora, paralela a la poesía, pese a su apariencia diversa: creerlo nocivo tal vez no sea más que prejuicio”[6]. El poeta desaparece El ciclo de la obra poética de Murena queda cerrado con El águila que desaparece. Data de 1975, el año de su muerte. Lo componen composiciones breves de no más de siete sílabas, divididas en bloques. Prolongando la línea fragmentaria de sus últimos libros, lanzan balbuceos, destellos, revelaciones, anotaciones súbitas provocadas por una realidad inasible, como en constante disolución. La flor del espíritu crece, a pesar de todo, pero no se sabe cómo ni dónde. El poeta percibe el “soplo del gran misterio”, la gravitación del “secreto claro”, la convicción de que “lo oculto actúa”. “Sólo / en lo invisible / de verdad / moramos”. Entre muchas incertidumbres, Murena rescata la fe en la perduración de la poesía y en la palabra: “La palabra / única / realidad / que poseo / y la realidad / real / arroyo púrpura / que corre / bajo / la palabra”. Este fue su mensaje final en su condición de poeta, mientras el ensayista buscaba nuevos aires en las religiones de Oriente, y el narrador, con humor negro y lenguaje sardónico, mostraba, en su segundo ciclo novelístico, la faz atroz de una realidad que le dolía y le iba quitando el gusto de la vida. Nota Bibliográfica Friedrich, Hugo. La lírica moderna. Milano: Garzanti, 1958. Traducción italiana de Die Struktur der modernen Lyrik. Frugoni de Fritzsche, Teresita. Murena. Buenos Aires: El Imaginero. 1985. 132 p. Girri, Alberto. Poemas de Wallace Stevens. Buenos Aires: Bibliográfica Omeba, 1976. 136 p. —. Línea de la vida. Selección y Prólogo de H. A. Murena. Buenos Aires: Sur, 1955. 138 p. Murena, H. A. La vida nueva. Buenos Aires: Sudamericana, 1951. 142 P- —. El círculo de los paraísos. Buenos Aires: Sur, 1958. 38 p. —. El escándalo y el fuego. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1959. 71 p. —. Relámpago de la duración. Buenos Aires: Losada, 1962. 85 p. —. El demonio de la armonía. Buenos Aires: Sur, 1964. 98 p. —. F. G. Un bárbaro entre la belleza. Con comentarios críticos y apuntes biográficos de H. A. Murena. Caracas: Editorial Tiempo Nuevo, 1972. 158 p. —. El águila que desaparece. Buenos Aires: Editorial Alfa Argentina, 1975. s/n. —. La metáfora y lo sagrado. Caracas / Buenos Aires: Editorial Tiempo Nuevo, 1973. 109 p. Rey, Elisa. “Poesía y palabra en H. A. Murena” [sobre El águila que desaparece]. En Letras de Buenos Aires, N.° 13, mayo de 1958. Rey Beckford, Ricardo. “Inventario de un silencio”. En Eurídice en sombras y otros ensayos. Buenos Aires: Ediciones Ultimo Reino, 2009. Notas:[1] Comunicación leída el 24 de septiembre de 2009, en la sesión 1293. [2] Murena H. A., “Condenación de una poesía” En Sur, junio-julio de 1948. [3] Torres Fierro, Danubio. “Poesía y conocimiento”. Entrevista con Alberto Gim, publicada originalmente en la revista mexicana Plural, julio de 1976, y reproducida en Obra poética, de A. Girri. Buenos Aires: Ediciones Corregidor, 1978, tomo II. [4] Nota al frente de El escándalo y el fuego. [5] Nota al frente de F. G. Un bárbaro entre la belleza.
[6] En la misma nota preliminar. |
Ensayo de Jorge Cruz
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXXIV, septiembre-diciembre de 2009, Nos. 305-306
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras
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