Sorpresa |
Y
hablando de sorpresas, ahora que estamos solos, te cuento. Creo que fue la
más grande de toda mi vida. Estaba
sola, como siempre. El vaso de café en mi mano derecha no se decidía a
enfriar. El celular en el bolsillo de mi impermeable, no se decidía a
sonar. Yo, no me decidía a tomar una decisión aceptable. El
cielo encapotado parecía derramarse sobre los árboles de la Piazza Siena,
aquí, en Roma. Las gotas de la llovizna caída una hora antes, le daban
un perlado brillo a los arbustos y al pasto. Caminaba
por los senderos, mientras buscaba con la mirada algún rostro conocido
para poder acercarme y charlar un rato. Aún sabiendo que no encontraría
a nadie, igual buscaba; pero no con avidez, sino con cierto aire
indiferente. Yo
sabía que ese sería otro domingo en soledad. Otro domingo más de otoño
en el que caminaba hacia ningún lugar. A
esa hora de la tarde, pocas personas circulaban por la plaza. Como siempre
yo era la única que daba varias vueltas en ella. No me decidía a irme. A
irme de veras. A irme para siempre. A irme de la plaza, de Roma, de la
vida. Fue
entonces cuando ocurrió aquello. No sé cómo explicarlo. Había
comenzado a llover, pero a mi no me importaba mojarme más o menos si, al
fin y al cabo, tenía el alma inundada de lágrimas. Un poco de agua por
afuera, no me haría nada. Él
estaba allí. Parado detrás de mí, con su vaso de café en la mano
derecha y su celular en el bolsillo del impermeable. Yo no lo había
escuchado llegar porque estaba muy absorta con mis pensamientos depresivos
y de final tortuoso. Me
di vuelta de golpe y allí lo vi. Casi me muero del susto. Lo tenía a
menos de un metro y me miraba sonriente con sus ojos claros clavados en mi
cara. “Sabía
que eras vos”, me dijo el muy cretino. “Casi me matás del susto”,
le dije enojada y asombrada. De pronto me di cuenta de que estábamos en
Roma, a trece mil kilómetros de distancia del lugar en donde lo había
dejado de ver la última vez. Y también me di cuenta de que teníamos
diez años más que en
la época en que estábamos juntos y nos jurábamos amor eterno. Nos
miramos un instante y el tiempo se detuvo. No supe si era la lluvia que se
deslizaba por su cara o era que sus ojos grises parían unas lágrimas
rebeldes. Allí
estaba él, parado frente a mí; bajo la llovizna penetrante de otoño, un
domingo de octubre, en una plaza en Roma. “Te
he buscado tanto”, dijo. Yo lo miraba. Parecía una ilusión, un
holograma que brillaba bajo las luces de neón que acababan de encenderse. ¡Tantas
veces había soñado ese momento! Tuve miedo de que fuera un espejismo y
extendí mi mano para tocarlo. Quería convencerme de que no era
una visión, una mala
jugada de mi inconsciente traicionero. No
pudimos más y nos abrazamos bajo la lluvia que caía sobre nosotros. Lo
sentí cerca, a él, que había estado lejos. El
café en nuestras manos se había enfriado. No quise arruinar ese momento
mágico, preguntando los porqués de las cosas que habían pasado. Él
estaba allí. Tan puro y bello como antes. Tan protector y tierno como
entonces. Corrimos
a guarecernos en el café, a la vera de la calle. Yo estaba anonadada por
tamaña sorpresa. Me
dijo que pensaba instalarse en Roma, con su mujer y sus hijos. Traté de
comerme la rabia y la desilusión de ese instante. El desgraciado, que me
había dejado ya una vez, ¡me había buscado por media Europa para
dejarme una segunda! Ahora
que lo pienso, fue bueno haberlo encontrado aquella tarde. Fue un domingo
diferente en que no terminé empastillada y no me suicidé como creí que
lo haría indefectiblemente. Gracias
a ese encuentro, te conocí a vos que te acercaste
para darme los pañuelos descartables cuando viste que lloraba. Mi
mayor sorpresa fue encontrarte, conocerte y empezar esta hermosa relación
que me contiene y me hace sentir tan bien. Mirá,
mientras servís los cafés a los de la mesa nueve, te preparo el pedido
de los turistas africanos. Andá tranquilo, yo te ayudo. |
Alicia Cruceira
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