El sendero de los justos |
Primera
parte
“El sendero
de los justos es como la luz de la aurora que
va en aumento hasta que el día es perfecto”. La Biblia
CAPITULO 1
- En
todas las cosas de la vida hay un antes y un después.- Dijo el anciano
acomodándose en la silla en donde se había sentado para conversar y
contar por enésima vez la historia que mejor sabía contar: la historia
de la vida. - Uno era de una determinada manera antes de que pasara
tal o cual cosa.- prosiguió- Antes de Cristo, después de Cristo. Antes
de la cirugía estética, después de la cirugía. Sí, siempre hay un
antes y un después.- Se quedó un rato pensativo, dibujando con el dedo
sobre el vidrio de la mesa que tenía por delante, o sacando una basurita
pegada, ¡quién lo sabía! - Hay cosas o situaciones que marcan, -dijo- alteran
y cambian la vida. Cosas sencillas o complejas. Vivencias a las que a
veces, no se les dan la importancia o la trascendencia que realmente
tienen. Se las vive como algo natural, como si fuera la resultante
espontánea de un suceso que no debía de ocurrir de otra forma a
la que ocurrió. Y uno no se da cuenta
de que tal vez, la suerte o el destino tenían otros planes para con
nosotros. Simplemente las acepta con velada resignación, sin cuestionar
ningún detalle de los sucesos acaecidos. Me pregunto, si, al fin y al
cabo, la vida no es más que eso: una sucesión interminable de
experiencias las cuales aceptamos sin chistar, sin ponernos a pensar si
quiera por un instante, si no se hubiese podido cambiar algo, algún
detalle, por ínfimo que fuera, que hubiera hecho que toda la proyección
del futuro fuera diferente. –Suspiró y tomó aliento para continuar con
su monólogo sin estar demasiado preocupado de que
su interlocutora lo estuviese escuchando o no. Pero sí, lo
escuchaba con toda atención, aunque ese detalle no fuera realmente
importante para el hombre. -¿Y si la vida nos diera la posibilidad de trocar
las cosas y no fuésemos conscientes de ello? ¡Qué chasco!- sonrió con
tristeza- ¡Cuántas cosas, personalmente, no las haría como las hice,
entonces! Pero lo cierto, que con cambios posibles o sin
ellos, siempre hay un antes y un después en todo. Lo hubo en mí, lo hubo
en la gente que conozco, lo hubo en el pueblo que habité por más de
veinte años.- Deslizó sus
cansados ojos claros por cada rincón de la habitación antes de continuar
hablando. -Yo pensaba que las cosas sucedían porque sí,
como la consecuencia natural de los errores o de las decisiones fallidas o
acertadas. La consecuencia de perseguir los sueños y alcanzarlos. O de no
alcanzarlos. En definitiva, hay sueños que corren demasiado rápido, y aunque se paren a esperarnos en la mitad de la calle, no se
caracterizan por tenernos paciencia, y luego de un tiempo, se cansan y se
van. Los sueños de la gente son un tema profundo y yo no sé si estoy
capacitado para debatir acerca de ellos. Lo que pienso, por la experiencia
que me otorgan la gran cantidad de anocheceres que han visto mis ojos, es
que a veces, no siempre, los sueños equivocan su destino. Se me ocurre
que son como gaviotas que deben anidar en primavera en un determinado
lugar, pero yerran el camino. Hay sueños maravillosos que se albergan en
el corazón de personas que jamás podrán llevarlos a cabo. Aunque se les
haya provisto de dones y talentos para ello, no están en condiciones de
concretarlos, por quién sabe qué cantidad de obstáculos que la
vida se encarga de colocar artera y estratégicamente en el camino. No sé si hay un Destino o un ser superior, llámenle
Dios u otro nombre, que maneja las vidas de la gente con hilos invisibles,
o si somos nosotros mismos los artífices de éste, pero lo cierto es que
la vida parece ser una interminable sucesión de hechos que nos llevan a
tomar decisiones a cada instante. Decisiones que nos enaltecen y elevan
como seres humanos, o nos envilecen y destruyen. No me cabe duda de que
ese “Alguien”, ha trazado dos caminos; uno, el del egoísmo, el otro
el de la generosidad. A veces transitamos un poco por cada uno de ellos, y
otras veces elegimos como única vía a uno de los dos. Eso nos marca una
trayectoria y un final. No sé si hay cielo o infierno, pero creo que cada
uno rendirá cuenta de sus actos; de lo que haya elegido como meta, del
sendero que escoja para caminar en el lapso que se le ha dado para
existir.- Hizo una pausa, para proseguir con denodada seguridad. - Dicen que el camino de la perdición es ancho y
en declive, y el de la vida eterna, empinado y angosto; no son muchos los
que lo eligen, sin duda. El otro es más transitado y se deben producir
uno que otro embotellamiento cada tanto. También he leído alguna vez que
hay camino que al hombre le parece
bueno, pero al final es camino de muerte. No sé. Quizá haya sido el
que muchos de los que conozco eligieron. Yo, en realidad, desconocía por
cuál había decidido caminar. Jamás me lo había preguntado, hasta, al
menos, el día en que el cielo se vino abajo, el volcán empezó a escupir
su ira sobre el pueblucho y el río se vengó de todo el daño que el
hombre le hizo por tantos años. Los mapuches tienen una leyenda que dice que el
dios del volcán, sólo aplacaba su ira, cuando el brujo de la tribu le
llevaba una jovencita pura y buena para que se alimentara con ella. El día
en que el volcán tomó en sus manos la justicia, no sólo tomó la vida
de varios, sino todo aquello por lo que habían vivido, y ni aún así,
aplacó su bronca. Tal vez, porque los que cayeron no eran del todo justos,
o del todo buenos, o del todo santos. Quizás porque los que murieron
ese día eran sólo seres humanos que a veces transitaron el camino de la
solidaridad y otras, el del egoísmo. Eran personas comunes, de carne y
hueso. Con muchos defectos, pero, sin duda, con virtudes también. Muchos
de ellos, aunque amigos de nadie, fueron mis amigos. Amigos silenciosos,
que nunca dijeron ni preguntaron nada. Amigos sin pasado y sin futuro.
Amigos que al igual que yo, se escondieron un día en un pueblo perdido e
incrustado en la Cordillera del Viento.- Cerró los ojos como queriendo
atraer a sus pupilas la imagen del poblado y sus montañas. -No es fácil vivir para ser bueno. Es más fácil
lo otro, pero pareciera que para ir borrando de a uno los pecados, hay que
subir por el sendero de la negación, del sacrificio, del amor
incondicional. No es sencillo cuando la vida nos demuestra que no se puede
vivir ignorando nuestra historia, dejando atrás un pasado vergonzoso que
nos atormenta y nos paraliza. El día en que el río arrastró agua y lodo desde
la montaña, se llevó nuestras vergüenzas con él. Yo doy fe de ello. Al
menos se llevó las mías. Y sé acerca de algunas otras que dejó sin
huellas. Nadie quiere tomar su cruz cada día y negarse a sí
mismo. Es preferible vivir como si ayer no hubiera existido, como si hoy
no fuera cierto. Pero, ¿cómo se hace cuando irrumpen en el camino que
transitamos los que no tienen culpas que esconder, cuando llegan hasta
nosotros las víctimas de otros pecadores? Las cosas cambian, lo aseguro.
La pureza de la ingenuidad, frente a los ardides de la injusticia y la
mentira. Y la cotidianeidad se transforma en un espejo en el que no
queremos mirarnos, porque saca a relucir lo peor y lo mejor de nosotros.
Nos desnuda el alma y la refleja tal como es. El fuego quemó las impurezas y el agua barrió la
mugre que se escondía en el corazón del pueblo. El lodo sepultó muchos
años de silencios y de hipocresías.- Volvió a acomodarse en la silla y
miró a los ojos profundamente a su interlocutora, aunque con una mirada
extraña que parecía no verla realmente. Bajó el tono de su voz y lo
agravó dándole una importancia extrema a las palabras que diría a
continuación. -Lo que voy a contarle, es cierto al menos para mí.
Hay cosas de esta historia que tal vez las imaginé y las narro como me
parece que sucedieron. Pido
perdón si vuelo alto con mi imaginación, aunque trataré de ser fiel a
lo que contaron los que no
tenían nada de qué avergonzarse y me refirieron su historia en las
largas noches de verano, vino patero del bueno, de por medio. ¿Por qué cuento la historia de esta gente? No sé.
Tal vez porque tengo mucho tiempo libre, tal vez porque los recuerdos se
agolpan en mi mente y me obligan a ser prolífero en las palabras, o tal
vez porque veintitantos años de silencio, me ruegan que rompa el voto y
cuente, hable y dialogue con los otros, aunque esto de ahora parezca más
un monólogo que un diálogo. Aunque ya no existe, y no sé si algún día se
reconstruirá de nuevo, el pueblo al que me refiero era un lugar que más
que pueblo era el mismo Purgatorio para muchos. Allí, no había uno solo
que no escondiera algo de su pasado. Era la representación de la guarida
de los condenados, de los auto marginados, de los que nada querían tener
que ver con sus historias pasadas. Estaba enclavado, como dije antes, en la Cordillera
del Viento, a los pies del volcán Domuyo, a treinta y cinco kilómetros
de una ciudad minera, llamada Coronel Vignale, que también fue arrasada
en la creciente del Neuquén, cuando ocurrió lo del alud. Compartían el mísero poblado unas cien o ciento
cincuenta personas, entre criollos y algunos mapuches renegados. Varios años
atrás, hubo una mina de oro que se cerró cuando se
desmoronaron las galerías y murieron una veintena de mineros. Fue en
la época de máximo esplendor, cuando los dueños de la mina, decidieron
que sería buena idea abrir una escuela para los hijos de los mineros, y
así lo hicieron. Cuando ocurrió el accidente, muchos se fueron del
pueblo, dejándolo casi fantasma, pero la escuela no se cerró, al
contrario, quedó como el mudo testigo de la gloria pasada, brindando más
que el servicio educativo, el servicio de comedor infantil y escuela
secundaria, completando su matrícula con lo peor de Vignale. Con lo que
nadie quería, con la escoria de las escuelas públicas, a los que no se
los podía despreciar, sino la escuela
tendría que cerrar sus puertas. Y ese pequeño detalle, oculta
otra historia, que le referiré más adelante, y verá como entiende por
qué la preocupación de
mantener abierto el claustro educativo. Bueno, ya ubicado en el mapa, no podrá decirme que
le cuesta imaginarlo. No había lugar más agreste y más hermoso que ese.
Aunque a decir verdad, nunca quisimos que se arreglaran los caminos, para
evitar a los turistas. No
obstante con la llegada de
los alumnos de Vignale, se habilitó una furgoneta que hacía las veces de
colectivito, bastante destartalado y enclenque que los
transportaba cada tarde. A la
entrada del pueblo, un bienintencionado cartel de metal, rezaba a modo de
bienvenida o de advertencia, la
siguiente frase: Usted
está en “ Sendero de los justos” Estamos
bien como estamos, no queremos problemas. Haga
lo suyo y váyase. Como
se podrá dar cuenta, no era un pueblo amigable, ni mucho menos. Es que a
nadie de los que vivíamos en el lugar nos gustaban los curiosos o los
entrometidos. Los fisgones, los que husmean, los que
ocasionan trastornos o problemas. No queríamos el progreso ni
nada que pudiera traer más gente al lugar. “Sendero de los justos”, un buen nombre para un
pueblo que se encerraba en el silencio y encadenaba a la obligada soledad
de los que ocultan. Duro como la piedra que extraían de la mina, parco
como los indios que no hablaban con los otros más que lo necesario. Si se quiere enmendar, si se quiere ser bueno,
después de haber sido malo, hay que transitar por ese extraño camino de
sacrificio y negación, como dije antes. Sí, le habían elegido bien el nombre al pueblo. Cosa de mapuches, me dijeron cuando pregunté el
origen del nombrecito éste. En realidad el verdadero era “sendero de
los ajusticiados”, porque, según cuentan las leyendas, transitaban por
él los condenados a morir en
la garganta del volcán. Los ingleses que poblaron estos pagos, allá por
el ‘50, le cambiaron “ajusticiados” por “justos”, ya que el
primero le sonaba tétrico y de mal augurio para los negocios que
esperaban emprender en la zona. Más que pueblo era un paraje, por ese
entonces. Y se fue poblando con la gente que venía a trabajar en las
minas de oro y cobre. Vinieron de todos lados a formar parte del plantel
de la empresa. Chilenos, en su mayoría, algunos bolivianos, muchos
mapuches, y gente de otras provincias en busca de hacer una diferencia
monetaria sustanciosa. Pero el oro se lo llevaron los que ya tenían oro,
y los pobres siguieron siendo pobres, y encima, enfermos por la mala
atención en cuestiones de salubridad, ya sabe. Estas empresas
internacionales hacen cualquier cosa para engordar sus ganancias, hasta
mezquinar en lo necesario para que los trabajadores vivan en condiciones
humanas y dignas. Y si al
principio fueron inhumanos, allá por los ochenta se acomodaron un poco y
no faltó comida, cuidados y hasta escuela para los hijos del personal. Lástima
que la cosa no duró mucho, no más de quince o dieciséis años. Después
vino el derrumbe y la muerte de los obreros. No faltó quien hiciera
correr la voz de que el pueblo estaba bajo una maldición grande y que
nunca iba a prosperar. Las familias de los mineros supervivientes se
fueron una a una, y quedamos unos pocos, que nos fuimos haciendo viejos,
sin darnos cuenta, casi. Todos, como le dije antes, con historias tras de sí,
difíciles de olvidar. Pasados turbios, sombríos, llenos de dolor y de
vergüenza, que ninguno quería sacar a relucir. Pero lo cierto, si algo de esto fue cierto en sustancia, es que una mañana llegó al pueblo
una mujer. CAPITULO 2 Tendría entre treinta y ocho y cuarenta años. Común,
si las hay comunes. De esas que no llaman precisamente la atención en la
calle. Bajó del ómnibus que
venía de Neuquén y traía en su mano un pequeño bolso de cuerina
marrón, el mismo color de su cabello. Tenía el rostro cansado y estaba un poco
ojerosa, con la expresión propia de aquel que lleva varias horas sin
descansar. Miró a
todas direcciones, como esperando algo o a alguien. La vi desde la oficina
del correo adonde había ido yo esa mañana de marzo a retirar mis
revistas del National Geographic. Porque no sé si le he dicho que desde
que me había ido a vivir a Sendero de los Justos, uno de mis pasatiempos
preferidos era leer aquella bibliografía geográfica. Miraba fotografías
de lugares distantes e insondables, de culturas extrañas y diferentes, y
soñaba con ellos, con expediciones y aventuras durante las largas noches
del invierno de los Andes. Pero retomando
el relato, decía que la vi y me pregunté para mis adentros “¿quién
podrá ser esta mujer?”. Turista, no era. Pero la duda se disipó de
inmediato cuando vi a Vicente Cardozo, el director de la escuela de la
mina, que se acercaba a ella. -¿La
señora Ramos?- Le dijo a la recién llegada que asintió al instante.-
Soy Vicente Cardozo, el
director del Instituto, mucho gusto. Espero que no lleve esperando mucho
tiempo aquí, es que se me hizo un poco tarde.- se disculpó. Ella se notaba educada y gentil, un poco tímida
tal vez y callada. Le extendió la mano en una franca actitud de cortesía,
a la que respondió Vicente, sin saber demasiado qué hacer. No era ese su
fuerte, el ser educado, digo. Extraña
contradicción esa. Él, que era el director de un Instituto de
Enseñanza, cuyo objetivo era educar al soberano, carecía de los más
elementales rasgos de urbanidad. Subieron al viejo auto del hombre y se dirigieron a
Sendero. Olvidaba decirle, que estábamos en Vignale y que era la primera
semana de marzo. Yo viajaba una vez al mes para allá, para comprar
algunas cosas que en el pueblo no vendían y a retirar de mi casilla de
correo las revistas que le dije y otra correspondencia
similar. Nada personal, ya que yo, como los otros, no tenía
familia. Ni amigos. Ni parientes cercanos o
lejanos. Supe al llegar al pueblo, porque las noticias
viajan rápido cuando no hay nada mejor que hacer, que la mujer se llamaba
Isabel de Ramos y era la posible futura maestra de la escuela y profesora
de Literatura del Instituto. La llegada de Isabel a Sendero fue, ahora que lo
veo desde lejos en el tiempo, como la entrada de un pequeño haz de luz en
un cuarto totalmente a oscuras. Si bien al principio la observamos con
recelo, con el tiempo fuimos tomándole cariño. Primero vino la
curiosidad, la lástima en segundo lugar, después el respeto, y
finalmente, bueno, ya sabrá cuando lleguemos a esas alturas de la historia. Isabel era una mujer sencilla y frágil. Me hacía
acordar a las violetas ; no llamaba demasiado la atención con su
presencia, prácticamente siempre escondida tras de las piedras de la
montaña, pero con un suave e intenso perfume que la diferenciaba de las
demás. Así era ella. Como las violetas. Usted se ha de preguntar por qué estaba Isabel en
Sendero. Lo supe con el tiempo. Ella también tenía que transitar los
caminos tortuosos de la vida y le había “ tocado bailar con la más
fea”. Estaba sin trabajo, a pesar de ser una excelente
docente, pero carecía de algo llamado “puntaje académico” o algo así.
En la provincia de Buenos Aires, en donde ella vivía, parece ser que a
los maestros se los califica según el puntaje que obtienen al hacer
diferentes cursos de capacitación. Cursos en su mayoría arancelados,
inaccesibles para aquellos que no tienen un trabajo fijo. Cursos que
cuestan entre trescientos y cuatrocientos pesos y que otorgan centésimas
de punto, apenas. Ella nunca había trabajado hasta uno o dos años
antes y por eso no había generado puntuación suficiente como para
acceder a un cargo titular en la ciudad en que vivía. Había trabajado en
una escuela privada, pero luego de un hecho desgraciado, le habían pedido
“cortésmente” la renuncia a su cargo de docente del establecimiento.
Ya le contaré, no tema, cual fue el hecho que la dejó sin trabajo a
Isabelita. No se apresure ni me apure a mí, verá que todo se conecta
perfectamente, como una prolijo y numeroso rompecabezas. Ella vino sola la primera vez, para arreglar las
condiciones con Vicente. Después supimos, cuando arribaron todos, que
tenía marido y cuatro hijos. El esposo padecía de una ceguera
emocional, según supe con el transcurso del tiempo, y había quedado sin
trabajo a raíz de esto. O a raíz de haberse quedado sin empleo, había
perdido la visión. No lo supe enseguida. Los hijos eran, dos señoritas
de dieciséis y dieciocho años, los otros dos, varoncitos más chicos, de
doce y nueve. El hombre se llamaba Eduardo y encajaba muy bien
con el poblado. Callado y más parco que los mapuches de la villa. No se
daba con nadie y no se dejaba ver fuera de la casa que habían conseguido
en el lugar. Con semejante familia, se vieron obligados a alquilar la
vieja posada de los Honorio. Era una casa grande con cuatro o cinco
habitaciones y una cocina como de regimiento. Aunque estaba a la miseria
por el abandono, la mano de Isabel y de los chicos la dejaron como nueva
antes del invierno. Las chicas, Camila y Abril, no se daban con nadie,
excepto con algunos de los
chicos de Vignale que venían a la escuela. Especialmente la mayor, que se
hizo amiga de la hija de Gómez, el carpintero. La segunda era más calladita, introvertida, con el
carácter del padre. Los pibes, Nicolás y Guido, bueno, eran chiquitos
todavía y como no había demasiados chicos en el pueblo, se las tenían
que arreglar solitos y jugaban juntos. No sé que les habrá parecido el pueblo a la
primera vista. Lo cierto es que no era un atractivo turístico
precisamente. Las casuchas bajas, muchas de ellas con techos de chapas y
paredes precarias de adobe o ladrillo casero. Las calles, obviamente, sin
asfaltar, de puro polvo y pedregullo. No quedaban lengas ni otros árboles
autóctonos, porque la compañía minera de los ingleses se había
encargado de talarlos para usar la madera en los puntales de las galerías
de las minas; y no las repusieron jamás. Como se imaginará, eso arruinó la vida
natural de la zona; ya que los animalitos no tenían de qué alimentarse. Plantaron pinos, pero los bichos no comen pino.
Provocaron un desastre ecológico, como dicen ahora, los del “ barquito
verde.” El asunto es que el pueblo no era el infierno,
porque peor era una cárcel para los que huían de sus remordimientos,
aunque era una verdadera
prisión para los que no querían salir al mundo exterior y darle una
oportunidad a la vida. Cortando el horizonte, el volcán mostraba su cara
más austera, aunque no
carente de extraña belleza; el río bañaba el valle, al menos hasta que
la nueva empresa minera lo desvió para usar a su antojo las aguas,
provocando la muerte de mucha vegetación autóctona y provocando rápidamente
la desertificación de la zona. El pueblo daba miedo, o tristeza, en el mejor de
los casos. CAPITULO 3
Tener la matrícula
completa era una prioridad para Cardozo. No se vaya a creer que lo era por
puro amor a la educación. No, nada de eso. Lo que pasaba era que Vicente
tenía una debilidad que eran las cartas de póquer, de truco, los dados,
en fin, cualquier cosa que sirviera para apostar. El director de la
escuela era el tipo de personas a los que llaman jugadores
compulsivos. Le aseguro que era capaz de cobrar el sueldo y dejarlo en
la mesa de juego del garito del chileno Cabrera. Pero
así como era taimado, el
chileno, también era conciente de que Cardozo sólo contaba con los
ingresos que la Fundación inglesa le enviaba para pagar la nómina. Así
que la cuenta del director tenía un tope. Cabrera sabía a cuánto
llegaba el sueldo del docente y hasta allí llegaba su consideración,
pasado el límite le cerraba la cuenta a cara de perro. Si
la escuela se cerraba por falta de alumnado, se quedaba sin sueldo. Si se
quedaba sin sueldo, se le agotaba el crédito en el garito. Su vida era el
juego. Hasta sus alumnos del secundario lo sabían y muchas veces
explotaban a su antojo esa triste debilidad. Jugar
era más que la vida para el director de la escuelita. Tal vez porque con
la emoción del juego ahogaba sucesos funestos de su vida pasada que
trataba a toda costa de olvidar. Ya no
quería la gente de Vignale venir a trabajar a Sendero. No quedaban
profesores dispuestos a controlar a la horda infame de adolescentes
problemáticos que se amontonaba en los pequeños salones del
establecimiento. Chicos con problemas, verdaderos resentidos sociales
algunos, enviciados, otros. Sí, los pibes del secundario eran un
verdadero dolor de cabeza para cualquier maestro, porque sin expectativas,
metas u objetivos en la vida, les daba lo mismo seguir adelante con una
vida sin compromiso, ni responsabilidades. La única responsabilidad que
había en la escuela no era la de educar, sino la responsabilidad civil,
de que no salieran del edificio en condiciones deplorables de salud, o
borrachos, o drogados, o con alguna pibita embarazada por algún compañero
de año, o lo que era peor, de algún profesor. La
llegada de Isabel fue la generosa provisión del Destino, al que sin duda,
le importaban los chicos de la escuela. Pero ella venía con su propia
crucifixión a cuestas, con la condena de cargar
a su propio muerto en sus espaldas, y peor aún, un muerto
viviente, que no se decidía a cobrar vida y caminar empujando la carreta
a su lado. El
marido de Isabel estaba lo suficientemente deprimido como para dejarse
morir en cualquier parte y ella lo suficientemente decidida a pelearle a
la vida, como para enfrentarse a todos y a todo, incluso a los inadaptados
del colegio de Sendero de los Justos. Pocas
semanas después de su primera visita al pueblo, llegaba la familia
completa. Me llamó la atención ver a los hijos de Isabel en aquel lugar,
tan diferente de seguro al lugar del que venían. Pulcros, prolijitos,
caritas demasiado tristes, para mi gusto. El muchacho, de no más de
cuarenta, tenía unas gafas negras, que no se sacaba
ni a sol ni a sombra. Después supe que las tenía porque había
quedado casi ciego, unos meses antes. Con
semejante panorama, no era de extrañarse que la pobre Isabel y los hijos,
tuviesen esas caritas tan tristes. Conocerla, fue lo mejor que nos pasó
en la vida, descubrir sus secretos, nos hizo más amigos y con el tiempo,
casi hermanos. Eduardo,
el marido de Isabel, no era mala persona. Un poco agresivo, parco, creo
que ya se lo dije. Pero su ceguera, la cual más tarde supe que era
emocional, no le duró demasiado tiempo. Sí el mal carácter, el trato
seco, áspero, el resentimiento, el dolor. A
lo mejor fue por eso que cuando Britos apareció en escena, Isabel no pudo
resistírsele a su fuerte personalidad. Britos. Era
contrabandista. Pasaba vaya uno a saber qué cosas de un lado al otro de
la cordillera de los Andes. Mitad gringo, mitad aborigen. Algunos decían
que era hijo del mismo diablo, un diablo que visitó un día a una mapuche
hermosa y joven, un atardecer de verano, a orillas del lago. Lo
cierto es que cuando Alejo Britos llegó al pueblo, puso los ojos en
Isabel. No sé que le llamó la atención de la maestrita, porque como le
dije antes, no era “Miss Universo”, por mucho que se esmerase en
serlo. Apenas una mujer común, del montón, pero con algo especial, una
especie de “ángel”, que tal vez haya sido justamente lo que atrajo al
contrabandista a “echarle el ojo”. Pero
de eso hablaremos más adelante, cuando lleguemos a esa parte de la
historia. No quiero aburrir con tanto prolegómeno, así que mejor sigo
con el hilo de la narración. Me pregunto si a estas alturas usted ya se
va haciendo a la idea de lo que cuento, si ha puesto en funcionamiento su
imaginación y me va siguiendo el hilo de la historia. No
me malinterprete, Isabel amaba mucho a su marido, como así también amaba
a su familia. Casi podría asegurarle que eran todo para ella. Su mundo,
su Alfa y su Omega, su principio y su fin. Pero hay cosas en la vida de
una mujer, que la llevan a crisis y confusiones y quién podría afirmar
que esas mismas crisis no fueron la que la llevaron a tomar algunas
decisiones de las que después tuvo que lamentarse. Bueno,
pero no quiero adelantar los
hechos, para no causar confusión e incoherencia en el relato. Ahora,
piense en esto que le cuento y hágase su propia composición de lugar.
-¿Dónde
dijiste que estaba el baño, ma?- dijo Guido apretando las piernas para no
derramar sobre el piso el líquido fluido que amenazaba con evacuarse a
través de sus pantalones. -Hay
uno acá abajo, el grande está arriba, pero creo que no funciona- contestó
Isabel mientras acomodaba unas cajas sobre la vieja mesada de piedra de la
cocina. Pero a esa altura de la frase, el niño ya no podía escucharla
porque estaba encerrado en el baño aliviando su carga hídrica. Eduardo
estaba apoyado contra el marco de la ventana tratando de no estorbarle el
paso a quienes iban y venían con cajas y algunos pocos muebles hacia el
interior de la vivienda. Miraba sin ver, porque estaba prácticamente
ciego desde hacía seis meses a esa parte. Un shock emocional, le había
dicho el médico. Un shock provocado por su segundo intento de suicidio
que lo había dejado recluido por casi dos meses en un hospital neurosiquiátrico
de Buenos Aires. Escuchaba
los ruidos de sus hijos y de su mujer llevando cosas y acomodando cajas
con vajilla y ropa en las habitaciones. Escuchaba a los perros ladrarles
en una suerte de recibimiento oficial al miserable poblacho en donde los
había arrojado la vida. Escuchaba
el crujir de la madera del piso cuando caminaban sobre ella y también su
propio respirar; el exhalar las bocanadas de humo de sus cigarrillos, los
delicados movimientos de su esposa Isabel. Olía el aroma de su perfume de
lavanda que se mezclaba con el olor del tabaco que él estaba fumando.
Percibía el olor de la tierra seca,
la fragancia de los eucaliptos y el del gasoil quemado del viejo
camión de la mudanza. Recordaba
sus días en Buenos Aires, cuando eran felices, cuando la vida les sonreía
con una suave y generosa risa. Cuando tenían un buen número de amigos,
cuando él era “alguien” en la vida. Cuando era respetado y hasta por
que no decirlo, un poco envidiado por sus colegas. Cuando su familia era
perfecta, perfecto su trabajo, perfecto su matrimonio, perfecta su economía.
Tan perfecta que parecía que los hilos de su destino eran manejados por
la mano divina de un ser superior. Veinte
años, pensó. Veinte años de entrega sin reservas, de
sacrificio y de desvelos. Veinte años de renunciamientos y negaciones.
Todo supuestamente para un Dios
que no había tenido en cuenta ninguno de sus muchos esfuerzos para la
importante congregación religiosa a
la que le había dedicado los mejores años de su vida. Suspiró.
El humo del cigarrillo- porque desde hacía un tiempo había comenzado a
fumar, tal vez como un acto de rebeldía- hacía redondos arabescos en el
aire, pero él no podía verlos. Recordó cuando comenzaron los problemas
con los líderes regionales, cuando él empezó a darse cuenta de que la
congregación no era un
hogar honesto como él
se había hecho a la idea durante tantos retiros espirituales y seminarios
de entrenamiento que había realizado en su vida. Vino a su mente el
momento en que expuso al Presbiterio Nacional las gruesas irregularidades
que había detectado en el funcionamiento de la parte regional. Cuando
intentó hacer valer su puesto de
Presidente del Consejo Local para hacerse escuchar ante los superiores.
Las discusiones, las amenazas de quien había sido como un padre para él.
Las manipulaciones de quien él creía haber aprendido todo lo mejor de su
profesión casi sacerdotal. Recordó las traiciones, el juego sucio, la
manipulación psicológica, el serrucho virtual con el que le serrucharon
el piso, metafóricamente hablando, claro. Pensó
en sus amigos, esos amigos con los que comía los fines de semana, con
quien mantenía fluida correspondencia electrónica, cuyos hijos lo
llamaban cariñosamente “tío”, al igual que los suyos a los padres de
ellos. Amigos y compañeros de trabajo y de servicio. Colegas de
muchos años. Casi hermanos. Esos mismos “hermanos”, que cuando él
decidió alejarse de tanta basura no fueron capaces de hacerle una sola
llamada, de mandarle un solo correo electrónico, de hacerle una miserable
visita de cinco minutos, al menos para saber por qué renunciaba a tamaño
puesto de importancia, en la “mejor empresa del mundo”. Se mordió los
labios por la bronca, por la impotencia, por el rencor, por el dolor. Por
el desencanto, la desilusión y la amargura. Estaba solo. Sin sus queridos
“hermanos en la fe”, sin su puesto de importancia, por el que era
reconocido en toda la ciudad, sin su lugar de privilegio. Y él sabía,
que algunos por lo bajo, ya sea por ignorancia o por incredulidad, no
entendían por qué había renunciado a tamaña responsabilidad y
especulaban con diversas y distorsionadas hipótesis al respecto. Decirle
a todo aquel que quisiera escucharlo lo que sucedía dentro de la
congregación, era una tarea faraónica. Eran muy pocos los que le creían,
la mayoría lo escuchaba respetuosamente, pero por dentro pensaban que
ocultaba la verdadera razón de su separación a tan honroso cargo. Se dio
cuenta de que la mayor parte de los que había conocido, integrantes de
otras congregaciones similares a la que él había pertenecido, eran todos
iguales, cortados con la misma tijera; y a lo que él llamaba “malo”,
ellos llamaban “normal”. Un día se dio por vencido y ya no habló más
del tema con nadie. Cuando
el nudo en la garganta se le hizo insostenible, escuchó que Isabel se le
acercaba con un mate. Internamente le dio gracias a Dios por eso y se lo
tomó tan en silencio como en
silencio había estado hasta
ese momento. Verlo
así, siempre callado y taciturno, ponía triste a Isabel. Y más que
triste, preocupada. No podía borrarse de la mente el día en que lo
encontró por primera vez inconsciente, caído al lado de la cama con el
frasco de pastillas para dormir en la mano, vacío. Había
vuelto de la escuela, en donde trabajaba desde hacía un año atrás. Una
magnífica escuela religiosa, a la que había ingresado como docente,
gracias a los contactos de la gente de la Congregación en donde servía
Eduardo. Ese
día, cansado de buscar trabajo sin suerte, porque para alguien de
cuarenta años es difícil en este país encontrar un empleo de acuerdo a
sus talentos; trató de aislarse del mundo, de evadirse y de dormir. Y la
idea de dormir lo llevó a la decisión de que la muerte no podía ser
peor de lo que él estaba viviendo por ese entonces. Tomó el frasco de
pastillas, vació un generoso puñado en la palma de su mano y las acompañó
con un vaso de agua. Cuando
despertó en la sala de terapia intensiva del hospital, gracias al trabajo
de los médicos, aseguró que sólo quería dormir y que ni por casualidad
se le había pasado por la mente la idea de acabar con su vida. Pero
Isabel no se quedó tranquila y desde ese día lo vigilaba con más
cuidado. Unas
semanas después, en la oficina del Rector de la escuela, vivió la más
humillante de las experiencias. -
Debido a la actitud de su esposo- le dijo el rector- nos vemos obligados a
pedirle amablemente que renuncie a su cargo de profesora, señora. Usted
comprenderá. Nosotros tenemos en alto grado los principios éticos,
acompañados sin duda alguna por los más altos valores de la moral
cristiana; por lo tanto, la actitud de su esposo, quiero decir, el
“accidente” de las pastillas, no es buen ejemplo para ninguno de
nuestros alumnos. La gente comenta, los padres me han pedido que tomemos
medidas al respecto. - No
entiendo qué tiene que ver mi cargo con el problema emocional de mi
esposo. Me parece que son dos cosas total y absolutamente separadas una de
la otra. A la gente lo que debe importarle es mi conducta como docente y
mi calidad de enseñanza. Mi vida privada la debe tener muy sin cuidado. -Bueno, Señora Ramos, no es tan así. Esta institución
tiene una trayectoria
intachable y su ejemplo como madre de familia, o mejor dicho, como esposa,
porque no tengo que decir demasiado acerca de sus hijos; aunque he
recibido algunos informes al respecto, ya lo tocaremos después al tema.
Le decía, no es de buen testimonio para los jóvenes de este colegio la
salida rápida y fácil que su marido intentó tomar. Cundiría como un
mal ejemplo si nosotros aceptáramos que usted continuara al frente de la
clase. Los chicos ya están hablando del asunto. Otro punto, es que la
conducta de sus hijos se ha resentido grandemente desde que su esposo fue
removido de su empleo... - Él renunció al cargo, no lo “removieron”- cortó ella indignada
ante tanta estupidez. - Bueno, renunció, lo sacaron... Para el caso es lo mismo. Hablamos de
una importante congregación religiosa frente a unas razones poco creíbles... -¡Basta!- dijo Isabel. –Quiere mi renuncia, la tendrá esta misma
tarde. Adiós, no hay más que hablar. - Espere, usted tiene que dar una clase en este instante, no es correcto
que abandone a los alumnos. - Lo que no es correcto es que en nombre de una supuesta ética cristiana
deje sin empleo a una mujer con cuatro hijos que tiene un esposo enfermo. - Señora Ramos, lamentamos tremendamente sus problemas personales, pero
esta escuela no es un centro de beneficencia. Debo resguardar la
integridad espiritual y emocional de mis alumnos y el resto del plantel. - Soy una mujer educada, pero en este momento me dan ganas de pedirle que
su integridad moral se la meta en... el mismo lugar en donde está su espíritu,
al que tanto quiere cuidar.- salió cerrando suavemente la puerta de la
rectoría. Suavemente. Suave, como era ella. Tenía ganas de llorar. De
gritar, de insultar al mundo, a la vida que le jugaba esa mala pasada. Se
había quedado sin trabajo. Y si después de la renuncia de Eduardo les
había costado vivir con su pequeño sueldo de docente, ahora les sería más
difícil vivir sin nada. Pero no podía decirle ni una palabra de lo
sucedido a Eduardo. Supuso que la misma gente que la había recomendado
para el cargo era la misma que había movido los negros hilos de su
despido. Pensó en hacerles un juicio, pero desechó la idea. Ellos eran
demasiado poderosos. Esa tarde recibió un llamado del tesorero de la
Escuela, liquidarían sus haberes y le darían una pequeña indemnización
como una especie de “arreglo”. Hubiera podido negarse y llevar
adelante un juicio, pero en ese momento pensó que era preferible un mal
arreglo que un buen juicio. Necesitaba el dinero y ya lo dice el viejo
adagio: “la necesidad tiene cara de hereje”. Los remedios de Eduardo eran muy caros y ellos no tenían obra social.
Temía dejarlo sin sus antidepresivos y que él intentara una segunda vez
quitarse la vida. Ella sabía en su interior que no habían sido unas
simples ganas de dormir y evadirse del
mundo. Algo le decía que Eduardo había querido matarse, lisa y
llanamente. Tenía la inquietud de que en algún momento no muy lejano, él
lo intentaría otra vez. Ella sabía. En la escuela sabían. Los chicos más grandes lo
sospechaban. Buscó trabajo en la Secretaría de Inspección de la localidad en donde
vivían. Cada día era una verdadera tortura presenciar los actos públicos
en donde se exponían los puntajes como si se tratase de un remate de
bienes e inmuebles. Unos cuantos cargos de no más de diez días esperaban
cubrirse por la maestra suplente que ostentara el mayor puntaje. Algunas
veces, la suerte le sonreía y le permitía conseguir un puesto en alguna
escuela de la periferia que nadie quería. Le costó acostumbrarse a la
falta de respeto de los chicos, a los insultos gratuitos, a los abusos de
autoridad de algunos directivos. Muchas veces regresó llorando de su día de trabajo, otras, del acto público
en donde por una diferencia de centésimos, alguien le arrebataba un cargo
más favorecido. Pero había cuentas que pagar que se acumulaban, ropa que reponer,
calzado que llevar al taller del zapatero. Los chicos cambiaron de
escuela, ya no había sentido que continuaran en un colegio en donde no
eran aceptados. Eduardo recibía algunas propuestas de trabajo, pero él
no tenía suficiente confianza en quienes la realizaban y fue acostumbrándose
a la triste rutina de no hacer nada. El desenlace de su nuevo intento por
finalizar con su abatida existencia, no tardó mucho en llegar, propiciado
por ese cruel panorama desesperanzador. Una tarde, cuando Isabel llegaba de una suplencia en un barrio marginal,
se encontró con el espectáculo de su esposo tendido sobre la cama,
inconsciente por haberse tomado una nueva
tanda de pastillas antidepresivas. Llamó a la ambulancia y en veinte minutos estaban en el hospital del
lugar. Los médicos actuaron rápidamente, acostumbrados a atender
personas con sobredosis de psicofármacos. Hicieron lo de rutina y al cabo
de algunas horas, Eduardo estaba estable; no fuera de peligro, pero sí
estabilizado y compensado. El gran obstáculo con el que los doctores
contaban, era que él no quería vivir. - Señora Ramos- dijo el doctor Peretti - según me cuenta, es la segunda
vez que su marido intenta suicidarse. Yo le sugiero que comience un
tratamiento psicológico y lo ideal es que lo interne lo más pronto
posible. - No tengo medios para internarlo en una clínica privada. - Siempre están los Hospitales Públicos. Claro, no son del todo
recomendables, pero son mejores que nada. Considero que esta depresión lo
va a llevar a atentar contra su propia vida una vez más y no puedo
garantizarle que tenga la misma suerte que ahora. En general, la tercera
es la vencida. ¿Me entiende? - Claramente, doctor. Si es necesario... Déjeme pensarlo, por favor. - La doctora Llanos la asesorará al respecto, es la directora del
departamento de Psiquiatría. Ella le dirá lo que debe hacer. -Gracias.- El médico la dejó sola en el amplio pasillo de Terapia
Intensiva del Hospital Zonal. Sintió que todo el mundo la dejaba sola.
Que hasta Dios la dejaba sola. Pensó en aquellos que se habían dicho sus
fieles amigos por tantos años y ese día no estaban a su lado, apoyándola.
Sabía que ellos estaban tan ciegos como querían estarlo. Había
demasiados intereses en juego como para que se hubieran volcado a favor de
ellos, aún sabiendo que ellos tenían el cien por cien de la razón. Lo
cierto era que no estaban. Que Eduardo se estaba muriendo y que sus hijos
estaban angustiados, en su casa. Habló con la psiquiatra y entendió que lo mejor era internarlo en el
Hospital Psiquiátrico. CAPÍTULO
4 Llovía la mañana que Isabel acompañó a Eduardo al Psiquiátrico.
Parecía como que hasta el clima se había puesto de acuerdo con la
situación. Llevaba un bolsito azul, pequeño y casi vacío, en su mano derecha. Unas
pocas cosas para la higiene personal, unas mudas de ropa interior, un
libro, unos pañuelos descartables. Los celestes ojos de Eduardo estaban vidriosos, con un torrente de lágrimas
que pujaba por salir y derramarse sobre sus pálidas mejillas, recién
afeitadas para la ocasión. Pero no fluían. Parecía un chico desvalido, a punto de ser abandonado una vez más. Y así
era de alguna manera, porque se sentía de esa forma: abandonado por
todos, por Dios, por los hombres, por la vida. Sin más ganas de vivir,
sin sueños, ni metas. Ni los cuatro solcitos de sus hijos le alcanzaban
para recuperar el deseo de vivir. Tampoco la pobre Isabel le era
suficiente motivación. Nada le atraía y lo único que anhelaba era
terminar con esa etapa de frustración y fracaso que lo había llevado
hasta ese punto trágico en su propia vida. Quería acabar con todo, quería
cerrar los ojos y al abrirlos, encontrarse con su vida pasada, con la
felicidad de un buen pasar, un buen hogar, un buen matrimonio. Pero aún esas cosas habían tenido un costo sumamente alto
para él. Podría haber continuado en ese lugar como si nada nunca
hubiera sucedido, sepultando sus principios
e ideales éticos. Permitiéndoles a sus superiores que hiciesen y
deshiciesen a su antojo en la congregación, en su vida, en su familia y
hasta en la organización de su propio futuro. Pero no. Y por esa decisión
pagaba un precio
excesivamente alto. La doctora de guardia lo registró de inmediato, tenía referencias de él
por la psiquiatra del hospital Zonal. “Es lo mejor para vos”, le había dicho Isabel. “Yo ya no sé que
hacer para que te sientas bien”. “Nada”, le había contestado él,
sin ánimos, sin ganas de cambiar las cosas. Recordó el negro día en que
un comentario de ella lo había sacado de quicio y tuvo la intención de
levantarle la mano, de golpearla hasta mandarla al hospital para que no
siguiera reclamándole que fuera un verdadero hombre responsable de
familia. Cerró los ojos, los bellos y apacibles ojos celestes que habían
atraído a Isabel, un día lejano, veinte años antes. Se odió por esa explosión de ira, de odio, de bronca. Le parecía
escuchar aún, las tiernas voces de sus hijos, implorándole que no le
hiciese nada malo a su mamá. Que no se fuera, que no se separasen. Le
taladraba el alma el silencio de Isabel, los días siguientes al desastre.
Le punzaba el corazón sus miradas de angustia, su lejanía, su miedo.
Verla dormir en otro cuarto, por tener el corazón lastimado, la confianza
destruida. Tal vez por eso aceptó internarse en el hospital. Demasiado daño les
estaba haciendo a los seres que más amaba en esta vida y en las otras,
pensó, si es que las hubiera. Se quedó solo esa noche. Durmió gracias a las píldoras para dormir que
le suministró la enfermera de turno. Cada día se transformó en una
terrible sucesión de nadas y de charlas triviales con algún psicólogo
de guardia, algún residente, algún otro enfermo del lugar. Lejos de
mejorarlo, se deprimía aún más, y al estar en ese horrible lugar valoró
mucho lo que había dejado en la que había sido su casa. El domingo llegó Isabel a visitarlo. La esperó con ansias ¡La extrañaba
tanto! Pero a él le costaba transmitir sus sentimientos, expresarlos. Largar
todo ese lago de porquería que le fluía adentro del alma. El camino
hacia su ser interior estaba bloqueado por la ira contenida y el odio más
infernal que jamás alguien haya tenido. Pero ese odio y esa ira no
alcanzaban para que expulsara un buen improperio o al menos una lágrima.
Si al menos pudiese llorar, se dijo. Llorar de verdad, desde las entrañas,
desde la boca misma de su propio Hades. Ella se le acercó solícita,
cariñosa. Extrañaba a su hombre, su compañero de toda la vida. ¡Si prácticamente
habían crecido juntos! Habían aprendido a quererse, a mimarse, hasta a
hacer el amor. Él la miró con esos ojos tremendamente celestes, como si un pedazo de
cielo se hubiera descolgado y prendido en su cara. Le suplicaba con la
mirada que lo sacara de ahí, pero no le dijo nada al respecto. Caminaron
por el parque, se sentaron al rayo del tibio sol de agosto que presagiaba
primaveras cercanas y charlaron de los chicos. Le preocupaba la economía
familiar que al igual que la del país andaba de mal en peor, pero ella al
igual que los gobernantes, le pintaba un panorama absolutamente diferente
del real. Como si le diese a leer el
diario de Irigoyen. Eduardo sonreía pero no se tragaba la mentira
piadosa de su mujer. Y no decía nada. ¡La pucha! Si ese era su mayor
problema, nunca decía nada. Pasaron varios fines de semana y él se metía cada vez más adentro de sí
mismo. El médico consideró que no podían hacer nada si él no
colaboraba, y la verdad era que como estaban superpoblados, hasta tenía
temor de que un día Eduardo se les suicidara ahí mismo y tener que
enfrentar un juicio por
negligencia o algo así. Tal vez por eso, o porque el destino de los Ramos
estaba escrito por alguien, fue que un buen día le dieron de alta y volvió
a su casa, bueno, a la casita pequeña que Isabel había alquilado después
de vender la grande para pagar hipotecas y deudas. Por un tiempo pareció que todo había tomado un color casi normal de
familia, aún cuando Eduardo no tenía trabajo y la pobre Isabel iba y venía
entre escuelas y venta de productos de tocador puerta por puerta. Pero el gran desafío les llegó el día que Eduardo comenzó a
experimentar cegueras temporarias que se fueron extendiendo hasta llegar a
ser permanentes. Los médicos que lo vieron no encontraron nada anormal en sus ojos, ni en
sus nervios ópticos. Todos unánimes
admitieron que se trataba de un extraño caso de ceguera emocional,
como si él se negara ver la
realidad que lo rodeaba. Pero lo cierto era que él no veía, y además de
deprimirse por su condición de amigo traicionado y jefe de familia
desocupado, se le sumó la de discapacitado visual. Gastaron lo poco que les había quedado después de la venta de la casa y
de otras cosas de valor. Se lo habían llevado los médicos y el
almacenero. Eso y el comentario que escuchó como al pasar en un acto público, fue
lo que decidió a Isabel a escribirle a Vicente Cardozo a la escuelita de
Sendero. Alguien había dicho que en el sur estaban buscando maestra y
profesora de letras. Escribió un correo en un ciber café y lo mandó sin
demasiadas esperanzas. Pero al día siguiente, Vicente le contestaba pidiéndole
referencias y que le enviase un currículum vitae. Así lo hizo y para su sorpresa le daban una entrevista y hasta le
costeaban el pasaje de ida y vuelta, como la estadía en Coronel Vignale. Habló con la familia, los chicos y Eduardo. No tenía muchos votos a
favor, pero ella buscó convencerlos con el argumento de que el sueldo era
más que importante y que podían empezar una nueva vida allá
en la Patagonia, al pie de la cordillera del viento. Las chicas se negaban a dejar la ciudad, aunque reconocían que la vida
hasta el momento había sido injusta con ellos. Ya no tenían amigos, habían
cambiado de escuela y casi hasta les daba lo mismo. Para los chicos era
una aventura, aunque extrañarían a algunos parientes. El que estaba callado, silencioso como siempre era Eduardo. No opinó, ni
por irse ni por quedarse. Isabel ya no podía esperarlo más. Si él no
ponía huevos para vivir los habría de poner ella. Fue por eso que le
contestó afirmativamente a Cardozo y tomó el primer micro que la llevase
rumbo a su futuro. Ahí fue donde desembarcó y la vi por primera vez. Su carita triste, sus
ojos cansados, del viaje y de la vida, de los sufrimientos y de las
injusticias. Sí. Isabel empezó a ser mujer, una verdadera mujer con mayúsculas
el día que se decidió a cambiar su historia y trasladar su familia a
Sendero. Fue como una extraña profecía que cumplirían en cuerpo y alma;
transitar por el difícil sendero de los que al menos pretenden ser íntegros,
transparentes, limpios de corazón. Pero la vida es una maestra obstinada y cuando ve una chispa de buena
fibra, se empecina en sacarlo a uno bueno. Y no paró con los Ramos. No
paró, ya lo creo. No paró en su afán de desnudarlos, destriparlos, y de sacarles el
envoltorio a tiritas sin dejarles nada de nada con qué tapar sus
miserias. Les sacó los defectos a flor de piel, pero las virtudes
resplandecieron también, casi al unísono en todos los integrantes. Tenían
fibra de buena gente, se les veía a la legua. Y así fue como un día llegaron todos y se instalaron para irse sólo
cuando el volcán lloró su
rabia. CAPITULO
5 La escuela no era un paraíso terrenal. Era el basurero de las otras
escuelas. Los que no daban para un lugar “normal” caían en Sendero de
los Justos. Cardozo los recibía a todos porque así mantenía la matrícula
intacta y no le cerraban el lugar. La secundaria estaba compuesta por cuarenta y cinco alumnos en total.
Para ser rural era bastante bueno ese número. La primaria, subvencionada
por el estado tenía una matrícula menor, de unos treinta o cuarenta
pibes en total. Algunos creciditos para ir a la primaria, pero ahí
estaban. Comían, aprendían, era como un segundo hogar. O para algunos,
el mismo hogar. Algunos eran mapuches, otros nativos del lugar. Cardozo
les daba clase a la que te criaste,
porque la maestra anterior, doña Adelina Palacios, se había muerto el año
anterior y no habían conseguido suplente hasta que llegó Isabelita
Ramos. Los pibes del secundario eran vagos, irrespetuosos y muy mal hablados. A
Vicente, el director no le importaba demasiado mientras pagasen la cuota
mensual que le aseguraba su concurrencia en el garito del chileno. El plantel de profesores estaba compuesto por Terrullo, el farmacéutico
del pueblo que les daba físico-química. Literatura, Lengua, Historia y
Geografía estaban vacantes.
Ninguna profesora o profesor habían aguantado por más de dos semanas a
los pibes. Desde el día que llegara Isabel, ella había tomado todas las
horas, ya que su título la habilitaba para hacerlo. Inglés y Biología tenían
un profesor que venía desde Vignale , llamado Agustín Tomasini. Pero era
más lo que faltaba que lo que iba a trabajar ya que era bastante adepto
al whisky, la grapa o la ginebra. El edificio de la escuela estaba en
bastante mal estado y eso era porque el director nunca dejaba que las
partidas de dinero llegaran a las necesidades del establecimiento, sino
que iban destinadas al chileno y a sus prostitutas. Si bien no fue fácil para la nueva maestra adaptarse al grupo escolar,
el dolor y la frustración de un hogar en ruinas le hacía ponerle cara de
perro a la adversidad y enfrentarla día a día. Con los pibes de la primaria no hubo drama y a la semana ya los tenía en
el bolsillo, como quien dice. Lo bravo lo pasó con los de la secundaria.
Le hicieron todo tipo de desprecios, desplantes y le faltaron el respeto
todo lo que quisieron. Eran crueles y despiadados; tal vez porque ellos
mismos venían de hogares deshechos por el adulterio, las drogas o el
alcohol. Muchos eran hijos ilegítimos de la promiscuidad y el abandono.
Muchos de buen pasar económico, pero huérfanos de límites, afecto y
unas buenas dosis de chirlos y cachetazos bien puestos. Malcriados,
caprichosos e insolentes. Eso era el ejército que le había tocado a la
pobre Isabel llevar a la guerra. La guerra de la vida, sin cuartel y sin
trincheras. Así me lo describía ella. Y tenía, como casi siempre, mucha
razón en todo. Eduardo seguía ciego, o se hacía el ciego para pasarla bien. Eso yo no
lo sé. Los primeros meses en Sendero, la familia no se daba mucho con
nadie. Hablaban poco, reían menos. Un día la Machi llegó al pueblo. Bajaba de la montaña, en donde tenía
el rancho. Venía de compras al almacén de Olegario Brun y se llevaba
algunos víveres a cambio de curarle el Mal de ojo a la Pichi, la vaca
lechera; o el empacho al Nahuel, el perro pastor del comerciante. Y
siempre se las ingeniaba para sacarle algún paciente al médico del
lugar, Dalmiro Basterrico, ya que con una docena de huevos la arreglaban y
ella no conocía de mutuales ni Obras sociales. Fue ese día cuando se cruzó por primera vez con Isabel en lo de don
Olegario. Apenas la vio le clavo los ojos y al rato se le acercó y le
dijo: -La flor de fuego es buena
para la ceguera. El fuego te trae la luz. Isabel la miró primero con indiferencia pero cuando habló de la ceguera
le prestó más atención. Olegario asentía con la cabeza con profundo
respeto a lo que la Machi le decía a la maestra. Como si una divinidad
misma le hubiese profesado un insondable secreto. La Machi siguió con su receta magistral y le enseñó a preparar el té
de la flor de fuego. Isabel no dijo ni una palabra mientras la bruja del
pueblo hablaba. Aunque no era exactamente una cacu,
se le temía y respetaba por su intima relación con los espíritus. Se decía que la Machi había sido abusada de joven por el mismo diablo y
que de esa unión había nacido un hijo bastardo al que habían hecho
desaparecer a las pocas semanas de nacido. Unos cuarenta y tantos años
atrás. Por esa relación impura la habían expulsado de su tribu, de su clan. No
sé si realmente fue el mismo Satán el padre de ese hijo. Tal vez
es más seguro que un contrabandista blanco y gringo la había
enamorado y embarazado y a raíz de esa relación el hijo de ambos le había
sido arrancado de sus brazos para que lo criara otra madre. Una madre
blanca y criolla. Pero para el caso es lo mismo. Satanás o el
contrabandista mafioso y ladrón que le había hecho el cuento, o violado,
quién sabe, era la misma crema con diferente sabor, por no decir otra
cosa. La Machi Juana la miró directamente a los ojos y le dijo gravemente: -Vos sos buena, cuidate del Diablo. Te va rondar cuando menos te lo esperés.
Cuando estés sola, te va a cautivar, te va a llevar pa su rancho. Cuidate. Se fue caminando despacio, arrastrando los pies y levantando polvo detrás
de sí. Isabel terminó de comprar los alimentos y también se fue. Le
rondaba en la cabeza la explicación del remedio para la ceguera, la
profecía a cerca del diablo
y sonrió para sus adentros. “¿Dónde me metí?” Se dijo, pero se
olvidó pronto del asunto. Eduardo no se separaba de la mesa de la cocina y del mate que sus hijas
amorosamente le preparaban y le dejaban al lado de sus manos. Iban a la
escuela de Vignale, tomaban temprano el colectivito que iba y volvía una
vez al día. La escuela de la ciudad era bastante más grande que la de
Sendero y albergaba a unos trescientos alumnos. Allí conocieron a los que
con el tiempo se transformaron en sus amigos. La mayor terminó ese mismo
año y la segunda dos años después. Britos iba y venía a Sendero cada vez que tenía que llevar algo a
Vignale o a Choele Choel. De ahí distribuían a todo el país. Nunca supe
bien lo que contrabandeaba, alguna vez pensé que droga, pero si lo hacía
no era lo único. Oro, medicamentos, alcohol, cualquier cosa que dejara
algún rédito. Hijo de madre desconocida y padre gringo, había heredado
los rasgos autóctonos de la tierra que seguramente lo había visto nacer,
pero las mañas del padre gringo que le había enseñado todo sobre su
oficio de ladrón y contrabandista. No le
había sido fácil a la pobre Isabel soportar a un hombre tan lleno de confusiones como lo era su marido Eduardo.
Estaba ciego, pero más que sus ojos lo que tenía ciego era el corazón.
Ciego de odios, de dolor, de incertidumbres. Ciego de rabia, de bronca de
impotencia. Dolorido por las traiciones de aquellos que había valorado aún
más que a los suyos propios. Había dejado la vida en esa maldita
congregación religiosa. Extraña contradicción de la vida. Había dejado
los sueños, las ilusiones y el sentirse “alguien”. Había cambiado
muchas horas de estar con sus hijos, con su esposa, por dedicarse a tiempo
completo a la “gran comisión”. Ascendió puestos vertiginosamente.
Sin demasiados sacrificios había llegado a una posición envidiable para
sus colegas. Era el más consentido y mimado de los líderes del lugar. La
mano derecha del Presbítero Regional. El “sucesor” como lo apodaban
algunos, maliciosamente. Pero un día, cuando descubrió algunos manejos
“non santos” y lo expuso a quienes consideró capacitados para obrar
en consecuencia, se dio cuenta de que tanto esfuerzo había sido en vano.
A nadie le interesaban sus argumentos éticos acerca de la manipulación
de los feligreses y en ciertos casos aún de una cierta pero sutil tortura
psicológica hacia quienes no pensaban como ellos; hacia quienes
discrepaban con sus estrategias de “evangelización” a tal punto que
se veían obligados a renunciar o cambiar de grupo religioso. Otros,
quedaban tan desechos como había quedado Eduardo Ramos. Es que ante una
subida vertiginosa, la caída suele ser estrepitosamente cruel. Isabel
lidiaba con los pibes de la escuela y
con los hijos en la casa. Abril se ponía cada vez más rebelde y
agresiva. Camila se encerraba más y más en sí misma. Los chicos se
aislaban y costaba llegar hasta ellos. Ella
trataba de consentirlo, de mimarlo, de hacer todo lo que le resultaba
placentero, pero Eduardo se negaba a aceptar esas dádivas de amor, según
lo veía él. Pero ella lo quería y tenía miedo de perderlo. Un
día, cuando el invierno se preparaba para ser muy pero muy duro, la machi
se le volvió a cruzar en el camino. No había pasado ni seis meses desde
la llegada de ellos a Sendero de los justos, y ya se la había cruzado
media docena de veces, casi una al mes. Las veces que la vieja bruja
bajaba de la montaña para proveerse de alguna vitualla para pasar el
invierno. -La flor de fuego te trae la luz que necesitas. A lo mejor, más
que tu marido, la tenés que tomar vos. Dos pimpollos hervidos en medio
litro de agua con un poco de miel. Apurate antes de que la nieve te las
mate. –Metió la mano en un bolso viejo de rafia que llevaba colgado de
uno de los flacos brazos. Sacó unos capullos secos de una flor rojo
amarillento.- Tomá. Acá tengo unos pimpollos. Ponéselos en el mate, o
en el agua del café, del té, lo que tome con agua caliente. Estoy segura
de que no te va a hacer falta darle mucho a tu hombre. Ese está más
cerca de la luz de lo que se
cree. -¿Cómo
sabe usted tanto acerca de mi marido?- preguntó intrigada Isabel que
hasta ese momento no había cambiado casi palabras con la Machi. -Yo sé
mucho de muchas cosas, tengo mis propios informadores, los espíritus de
la Montaña y los espíritus del volcán.- dijo misteriosamente mirando
hacia el horizonte en donde se recortaba fiero el Domuyo. Y agregó
endulzando el tono lúgubre de su voz cascada por los años, las amarguras
y la caña- Haceme caso, ¿Qué podés perder dándole la flor a tu
hombre, si ya lo tenés perdido?- Y dicho esto se alejó a su tranco
lerdo, arrastrando los pies como queriendo que se le pegara cada uno de
los diminutos ripios del polvo del camino. Sendero
de los Justos estaba lleno de gente extraña. Todos con una historia
oculta que esconder hasta el final de los días. Historias terribles,
transgresoras y vergonzosas. Isabel había venido huyendo de su destino.
Pero no era la única. Cada uno de los pobladores de ese miserable paraje
tenía algo turbio y sumamente oscuro que esconder. Vicente
Cardozo había sido, por ejemplo, docente de la universidad en Buenos
Aires, allá por los setenta y tantos. Había pertenecido a un grupo
gremial que militaba contra el gobierno de facto del momento. Pero tenía
dos grandes debilidades: el juego y las polleras. Por aquel entonces tendría
unos treinta años, si es que llegaba. Los milicos lo agarraron y vendió
a sus compañeros de milicia a cambio de su propia libertad. Encima, el día
que secuestraron a su mejor amigo, quien
estaba en esa lista infame que había entregado al gobierno, él
estaba en la cama con la mujer. Fue demasiado duro para Cardozo
descubrirse a sí mismo como un buchón y mal amigo. Entregador, cobarde y
mujeriego. Le quedaban dos caminos: morir o exiliarse en ese perdido
pueblo de la cordillera del viento, enterrando su vergonzoso pasado bajo
el nombre de su amigo muerto por su culpa, tal vez.
Cuál era el nombre anterior nadie lo supo jamás. Desde que llegó
a Sendero como maestro de la escuela de las minas de oro adoptó el nombre
del marido de su amante: Vicente Cardozo. Y no sólo usurpó su cama, sino
que se adueñó del trabajo que
le había sido dado a ese pobre hombre que había desaparecido en los
setenta como tantos otros miles. Isabel
prefirió preparar la flor de fuego en el mate que le cebaba cada tarde
cuando regresaba de la escuela a Eduardo. La Machi le había dicho entre
otras cosas que sólo hacía efecto al que lo necesitaba, y que si otra
persona tomaba de esa agua le sería inocuo. De todas maneras se precavió
de que nadie más que ellos tomaran de ese agua. Entró
a la cocina, allá, junto a la ventana que miraba al volcán, Eduardo se
cobijaba en las sombras de la tarde invernal. Los chicos estaban en su
cuarto, escuchando la radio y haciendo los deberes. La cocina permanecía
a oscuras hasta tanto llegase Isabel. Se acercó con ternura y lo besó en
la frente. Él la saludó parco, como siempre. No respondía casi a sus
preguntas de cómo había sido el día de ellos. Los chicos comían en el
comedor de la escuela y las mayorcitas con el papá en la casa, lo que
Isabel alcanzaba a preparar la noche anterior y les dejaba prolija y
cuidadosamente guardado en el horno o en la heladera. Sacó
agua del grifo y la puso a calentar sobre el fuego de la cocina que
encendió con un fósforo. Él tenía los ojos muertos clavados en la
ventana como si pudiese ver lo que se pintaba en el horizonte. Las sombras
de la tarde llegaban a gran velocidad en el invierno, las altas cumbres de
las montañas escondían el sol con más premura que en otros lugares
llanos. Isabel
echó con temor los dos capullos de la flor de fuego en el agua de la
pava. Después pensó que con uno sería suficiente e inmediatamente sacó
del interior del recipiente el sobrante.
Dejó que el agua hirviera, pero él se dio cuenta y se lo hizo
saber. Ella continuó con los preparativos del mate e hizo caso omiso al
comentario del hombre. Recordó lo de la miel y le echó una cucharada al
agua que hervía dentro de la pavita de acero inoxidable que había traído
de su casa anterior en una ciudad del norte de la provincia de Buenos
Aires. Recordó
con melancolía y tristeza los días en que habían creído ser felices. Días
en donde las hijas no osaban contestarle con insolencia. Días en que tenían
la casa llena de visitas y eran una familia “admirable”. Habían
pasado seis meses desde que habían llegado al pueblo. Había pasado un
poco más desde el último intento de quitarse la vida, Eduardo. Lo miró
con nostalgia. Sintió un dolor desgarrador en el pecho. Era la angustia,
el dolor de verlo acabado y en ruinas, un despojo humano ocupando una
vieja silla, al fondo de la cocina. Cebó el mate con el agua de la flor
de fuego y se lo dio. La
Machi encendía su fuego ritual y buscaba comunicarse con los espíritus
amigos que
dirigían su existencia. Invocó en vano a unos cuantos que por ese
entonces no estarían disponibles. Al cabo de un rato, el fogonazo saltó
frente a sus ojos viejos que habían visto demasiadas cosas. -¡Apareciste!-
exclamó- Ya es hora de que lo sueltes al marido de la maestrita. El
fuego parecía contestarle con sus movimientos extraños. Ella continuó
en trance espiritual y hablándole a las llamaradas. - Ya sé, que querés
algo a cambio, vos sos siempre el mismo ladino... Abrile los ojos y
llevate lo que le estorba, no te le llevés lo que use, llevate lo que no
le haga bien. - tosió varias veces por el hedor a azufre que salía de la
fogata- Me debés muchos favores...- Y de pronto exclamó horrorizada- ¡No!.
Ella es demasiado buena para caer en las manos del hijo del Diablo. Yo he
visto a su ángel. No le hagas daño, carajo. Pero
el fuego se calmaba y el espíritu desaparecía. Ella no sabía si había
hecho bien en pedirle a ese fantasma que ayudara a la maestra. Y se arrepintió de haberlo invocado justamente a ese rufián
que cobraba comisión por sus favores. Ahora era demasiado tarde y la
Isabel tarde o temprano habría de sufrir mucho más
por haberle dado la vista a su hombre. Comieron
en paz, en silencio, como siempre. Los chicos se habían ido a dormir. Sin
televisión como en otras épocas, no había nada que hacer levantados, así
que se fueron a la cama a leer unos cuentos. Las chicas terminaban de
lavar los platos e Isabel de
hacer la comida para el día siguiente. Eduardo manifestó tener un
tremendo dolor de cabeza y también se fue a la cama. Terminados los
quehaceres, las muchachitas también se retiraron a su cuarto y quedó
sola en la cocina, mientras guardaba la comida en el horno. Apagó
la luz y se quedó un rato a oscuras tratando de imaginar cómo se sentiría
su marido ciego. Pero los ojos se le acostumbraron a la penumbra y podía
ver el cielo estrellado y los fantasmas de la noche en el pueblo de
bandidos ocultos de sus pasados. Subió
las escalinatas que la llevaban a las habitaciones de sus hijos. Comprobó
que estuviesen tapados y seguros; como una buena madre. Bajó hacia su
propio dormitorio, se higienizó en el baño. La estufa a leña proveía
un dulce calor con aroma a lenga. Eduardo dormía acurrucado en un borde
de la cama ancha. Suspiró con nostalgia mientras pensaba cuánto tiempo
hacía que su marido no le daba un beso en la boca, no la tocaba
apasionado y hambriento de ese sexo que habían tenido antes del desastre
de sus vidas. Necesitaba encontrar
la pasión, volver a sentirse amada y mujer. Tener un orgasmo, vibrar ante
la caricia masculina. Se acercó mimosa a él. Se acurrucó a su lado y
comenzó a acariciarle suavemente la espalda, los hombros, las piernas. Él
no dormía. La evitaba, aunque la deseaba más que nunca. Se dio vuelta y
la abrazó. La habitación estaba totalmente a oscuras y eran dos ciegos
que se buscaban sedientos de
amor y caricias. Hicieron el amor frenéticamente, salvajemente, como
nunca lo habían hecho antes. Él parecía una bestia consumida por la
pasión, como si un extraño conjuro se hubiese producido en él y lo
hubiese poseído un espíritu lujurioso y voraz. Ella gozaba con las
caricias que le prodigaba y de pronto sintió en su interior como si ese
hombre que en lo oscuro la estaba poseyendo no hubiera sido su marido.
Abrió los ojos y aún en la penumbra, le pareció ver el rostro de otro
hombre, desconocido aún, pero que no demoraría demasiado tiempo en
ingresar a su vida. Se asustó ante la visión, pero el gozo que le
prodigaba este o el otro, no importaba en ese momento quién era, la
hicieron desvanecerse de pasión entre los brazos masculinos y vibrar como
hacía muchísimo tiempo no lo había hecho. Se
levantó temprano, como siempre. Los chicos entraban a las nueve de la mañana
a la escuela en el invierno y salían a la una. Los más grandes a la una
y salían a las cinco y media. Eduardo dormía plácidamente, después de
la noche de tremenda pasión que habían tenido. Se fue a trabajar Isabel
y las chicas se prepararon para tomar el micro a
Vignale que pasaba a las once de la mañana, después de haber
realizado algunas pequeñas tareas domésticas. CAPITULO
6 Eduardo
durmió hasta pasada las diez de la mañana, cosa que no sorprendió a las
hijas que estaban acostumbradas a que su padre se quedaba hasta altas horas del mediodía en la cama. Se
levantó y un mareo lo hizo
sentarse de inmediato en el
borde de la cama. Intentó incorporarse de nuevo pero toda la habitación
le daba vueltas borrosamente. Entonces se dio cuenta de que había
comenzado a ver. Cerró
los ojos y los abrió al instante. Los muebles y las líneas del cuarto se
le aparecían como detrás de un vidrio mojado o empañado. Comenzó a
vislumbrar las formas y los colores. Tenía un dolor de cabeza muy fuerte
y le dio miedo de que si se le iba el dolor se le fuera la posibilidad de
ver. Se
incorporó de nuevo, pero más lentamente que la vez anterior. Se tomó de
algunos muebles para avanzar, como lo hacía antes, con la diferencia esta
vez de que podía verlos. Así llegó hasta la cocina. Sus hijas se habían
ido a la escuela de Vignale y su mujer junto a los varoncitos se había
ido a la escuelita de la misión. Sintió deslizarse por sus mejillas
abundantes lágrimas que nacían de sus ojos hasta el día anterior,
muertos. Fue
una sensación extraña, ya que hacía demasiado tiempo no podía llorar,
expresar su dolor, su angustia. Una catarata de salado fluido se vertía
copiosamente de sus endiabladamente azules ojos. Azules como el cielo de
Sendero, en un día despejado. Rió y lloró al mismo tiempo. Pensó en
salir corriendo de la vieja casa y dirigirse hacia la escuela para darle
la buena noticia a su mujer. Al instante recordó que él nunca había
salido de la casa y que no tenía idea de como llegar a la escuela. Sonrió
por el descubrimiento de que si salía estaría perdido en el pequeño
poblacho al pie de la cordillera del Viento. Se
asomó a la ventana de la cocina y por primera vez observó el paisaje.
Las casuchas bajas y pobres, las calles polvorientas, el volcán al fondo,
la iglesia y al final de la calle ancha y espaciosa por donde transitaba
alguno que otro perro vagabundo y escuálido, el edificio, supuso, de la
escuela. Recorrió
la casa, habitación por habitación. La vista se le aclaraba a cada paso
y al cabo de unas horas podía ver con total claridad los muebles, los
pasillos, las fotos ubicadas prolijamente en las mesitas de la improvisada
sala de recibo. Por
primera vez reconocía su territorio como macho líder de la manada. La
habitación de los chicos, la de las hijas, la suya propia en donde la
noche anterior había hecho el amor con su mujer, después de tanto, tanto
tiempo. Observó
con detenimiento las manchas de humedad en las paredes hambrientas de
pintura, las filtraciones que habría seguramente en los techos, la gotera
de la canilla del baño. No
era ni parecida a la casa que habían debido dejar en aquella lejana
ciudad de la Provincia de Buenos Aires. A pesar que debido a su enfermedad
la habían vendido, no
consideraba al pequeño y austero departamentito que habitaron después
como su hogar. Algo
parecido a un incipiente sentimiento de culpa nació dentro de sí mismo y
se compungió al pensar que
él había sido el responsable de ese retroceso, de esa decadencia. Puso
a calentar el agua para tomar unos mates y al volcar la que aún estaba en
la pava, descubrió el capullo de la flor de fuego. Primero pensó que se
trataba de un insecto, pero luego descubrió que era una flor y la tiró
al tarro de la basura. “Algún yuyo”, pensó. Y no le dio
trascendencia al asunto. Aún no podía creer lo que le estaba sucediendo,
que había recuperado la vista tan milagrosamente, aunque él hacía
demasiado tiempo que había roto relaciones con Dios. Después
de tomar mate y comer algo se dedicó a limpiar la casa, a clavar algunos
clavos en donde hacía falta, a arreglar la canilla del baño y hacer una
lista con las cosas que necesitaría
conseguir para poner en condiciones la casa. Se sintió feliz de volver a
ser útil, de estar completo nuevamente. Los
varoncitos habían ido a una fiestita patronal en la iglesita del pueblo,
estaría solo hasta que llegase Isabel, alrededor de las cinco y media de
la tarde. De
pronto, la puerta de calle se abrió suavemente, como todas las tardes,
cuando regresaba Isabel. Él estaba tan ansioso porque eso sucediese que
corrió a su encuentro con un mate en la mano. Ella quedó impactada por
la visión de su marido sonriente y afectuosamente gentil, con un mate
caliente y espumoso en la mano. Hacía
tanto tiempo que no veía la sonrisa tierna de Eduardo... Y sus ojos tenían
un brillo tan especial... Él
sintió una enorme alegría al verla. Sí, al verla. Después de tanto
tiempo volvía a ver a su Isabel. Pero también descubrió un rostro
cargado por la pena y el cansancio, demacrado, avejentado, quizá. La
abrazó con un profundo afecto y le dio la noticia que esperaba darle
desde que se había levantado al mediodía. Isabel
saltó de alegría, arrojó las cosas que traía en la mano, el bolso, los
libros, las escritas que tenía que corregir
ese fin de semana. Bailaron,
saltaron y rieron. Él le mostró todo lo que había hecho durante la
tarde, los arreglos que había efectuado en la vivienda y los proyectos
que tenía para continuar haciéndolo. Ella estaba más que sorprendida y
admirada. Por primera vez, un escalofrío le recorrió el cuerpo y se dio
cuenta de que la flor de fuego que la machi le había dado tenía que ver
con el repentino cambio de su esposo. Algo mágico e inexplicable había
sucedido en el alma de Eduardo al punto de que hasta su ánimo había
cambiado radicalmente. Estaba alegre, eufórico, se podría decir. Cuando
los chicos llegaron y descubrieron la buena nueva que había sucedido en
la familia se pusieron más que felices; Abril y Camila lloraron de alegría,
mientras abrazaban y besaban efusivamente
a su papá. Charlaron, rieron, como hacía cientos de días que no lo hacían.
Pusieron la radio y bailaron alegres hasta pasada la medianoche. Eduardo
e Isabel volvieron a hacer el amor esa noche. Fue como si hubiese sido su
primera vez, no como la noche anterior, sino con tremenda ternura y
calidez. Como dos personas que se aman profundamente. Los
leños crepitaban en la estufa y la casa estaba en silencio. Pero algo se
movía entre las ramas de los pinos de la calle. Algo que se confundía
con el viento de la montaña y que anunciaba que el invierno se acercaba a
pasos agigantados. Una presencia maléfica y fría. Un fantasma que había
encontrado la libertad la noche anterior en el fuego de la vieja hechicera
mapuche. Se paseaba codicioso y paciente, espiando por las ventanas del
caserón de los Ramos, a la espera del momento oportuno de cobrarse el
favor que les había hecho, soltándole los ojos a Eduardo. Un
precio demasiado alto que tal vez, ninguno de los seis integrantes de la
familia estaría capacitado de pagarle. Los
Ramos descansaban plácidamente en las cálidas habitaciones del caserón.
El espíritu esperaba el momento de cobrar su
cruel comisión. ¿Cuánto
le duraría la felicidad a Isabel y los suyos? ¡Quién podría decirlo! Sólo
si en el fondo de sus corazones había lo necesario para vencer las
tribulaciones de la vida, podrían hacerse acreedores del triunfo.
Transitar el sendero de los justos era tarea sumamente difícil y pocos
hallaban el camino correcto que los llevase a la cima. Otros,
abandonaban en el intento, y muchas veces me pregunté si ese no sería el
caso de Eduardo e Isabel. CAPITULO 7
Viento,
nieve y frío, son los tres hermanos, hijos del volcán. Cuenta la leyenda
que cuando llegaron a la edad de formar una familia, el viento se enamoró
de una muchacha quien era la hija de un bravo cacique de la montaña. El
frío, su hermano, también lo hizo de la misma princesa, pero ella sólo
tenía ojos y corazón para el viento. El frío se encegueció por los
celos y le pidió
a su hermana la nieve que lo ayudara a conquistar a la muchacha, alejándola
para siempre de su amor el viento. La nieve decidió hacer de ella la más
bella escultura blanca y encerró a la princesa en su manto de blanco
hielo, en la cima de la montaña, junto a las nieves eternas. El
Viento al descubrir que el Frío y la Nieve habían alejado a su amada de
él, se volvió loco y desde entonces arrasa los caminos, los valles y los
bolsones de la cordillera mientras busca a la Princesa, quien lo espera en
la cima de la montaña convertida en estatua de hielo hasta que su amado
la descubra y la descongele. Camila
Ramos era como una princesita de cuentos. Delicada y dulce como su madre,
de profundos ojos verdes y cabellos larguísimos, castaño claro. Verla
era como ver a un ángel o el retrato rejuvenecido de su madre; aunque con
el tiempo comprobé que no en vano Eduardo era su papá, ya que le había
heredado muchos de los rasgos de su carácter. Abril,
en cambio, era como el otoño, pero cuando aún muestra estertores del
verano. Tenía cabellos ondulados oscuros como sus ojos. Su personalidad,
mucho más retraída que la de su hermana, pero a poco de conocerla
descubrí una valentía y un coraje a prueba de balas. Era obstinada y
rebelde, pero tenía el corazón más grande que jamás hube visto en toda
mi larga vida. Iban,
como creo que ya dije, a la escuela Normal de Vignale. Camila terminó ese
año y apenas finalizado el ciclo lectivo intentó inscribirse en la
Universidad que funcionaba en otra ciudad a unos doscientos o trescientos
kilómetros de Sendero, pero le fue imposible mantenerse económicamente y
desistió de hacerlo. Fue una pena, porque la piba tenía muchas
condiciones y era muy inteligente. Descubrí con tristeza que el sistema
de educación no priorizaba el darle oportunidades a los que podrían
serle de gran utilidad a la Nación en el futuro, sino, en políticas
demagógicas que obligaban a chicos sin capacidad o ganas de estudiar a
esclavizarse en un ámbito escolar hasta los dieciséis años, sin darle
armas para un futuro provechoso. Eso
se notaba en la escuela de Sendero de los Justos que estaba llena de vagos
y malcriados hijos de los habitantes de Vignale y otras localidades aledañas.
No estudiaban, ni querían estudiar. No tenían aptitudes y si las tenían
las ocultaban muy bien. Cardozo los eximía a fin de año, a cambio vaya
uno a saber de qué favores monetarios. Abril
era como más vaguita, pero no le faltaba inteligencia. Se notaba en ambas
la dedicación de unos amantes padres, preocupados por la educación de
sus hijos. Nicolás y Guido andaban bien en la escuela en donde la madre
era la maestra y no por eso les hacía excepciones ni favoritismos. ¡Más
de una vez odiaron con toda su alma que Isabel fuese su maestra! A
los seis meses de vivir allí, habían logrado muchas cosas. Los pibes del
secundario hacían el debido silencio al ingresar Isabel al aula, la
escuchaban con cierta atención y hasta se le acercaban para contarle sus
cosas personales. Mayra, Jorgelina, Jesús, Lorenzo y Mario eran los más
revoltosos y fueron los más apegados a Isabel en quien llegaron a ver una
madre, una verdadera amiga. Jesús
consumía droga, ¡valga la ironía! Mayra tenía fuertes problemas
emocionales y de personalidad. Mario y Lorenzo le daban sin asco al vino,
al whisky, a lo que fuera que tuviese graduación alcohólica. Y si bien
los comercios de la zona tenían prohibido venderle alcohol a los menores,
éstos se las ingeniaban de alguna manera para conseguirlo. Y Britos, el
contrabandista, se encargaba de que no les faltase su diaria ración. Los
de la primaria eran los hijos de los obreros de la mina de oro, aunque
cada vez había menos niños. Comían en el comedor lo que doña Eulalia
les cocinaba con lo que compraba en lo de don Olegario. Isabel comenzó a
supervisar lo que comían los chicos, ya que sus hijos comían de esa
misma olla, y si bien no faltaron algunos encontronazos con la cocinera,
que dicho sea de paso, Cardozo supo aliviar, pronto se hicieron amigas y
la vieja llegó a apreciarla como a una hija. ¡Y quién no! Fueron pocas
las personas a las que Isabel de Ramos no les conquistó el corazón.
Siempre sonriente, a pesar de las penas, siempre cuidadosa y sobria
descollaba entre la miseria y las miserias que habitaban en el pueblo. Ya
con la vista sana, Eduardo comenzó a trazarse un pequeño proyecto de
vida. Le surgió la idea al ver unas revistas que Dalmiro, el médico, tenía
en su consultorio. Hablaban de cultivos de invernadero y le nació
intentar hacer uno,
utilizando el viejo galpón de la posada de los Honorio. Al
principio no le dijo nada a ninguno, ni siquiera a Isabel. Se pasó muchas
horas haciendo cálculos y sopesando los pro y los contra de tamaño
emprendimiento. Viajó varias veces a Vignale para interiorizarse en el
tema, compró semillas y un día reunió a su familia y les expuso la idea
del vivero. Isabel no sabía cuánto conocía su marido acerca del tema de
las plantas. Pero no habría de ser ella la que le pinchara el globo. Lo
veía por primera vez entusiasmado en algo, como si hubiese recuperado no
sólo la vista sino las ganas de vivir. Lo apoyó desde un principio, aún
sin tener la más mínima idea de lo que él pretendía hacer. En realidad
todos lo apoyaron y la mayor que estaba para ese entonces terminando la
secundaria, se puso a trabajar a la par del padre con el deseo de que eso
prosperase y en un futuro no muy lejano, fuese la fuente de sus ingresos. Tal
vez fue el deseo de emprender algo juntos, de recomponer a la familia que
debido a la depresión del padre se había desintegrado de alguna manera,
o vaya a saber por qué, pero la familia Ramos estaba dispuesta a hacer lo
que fuese necesario para lograr que el micro emprendimiento de Eduardo
llegara a buen puerto. Pareció
de pronto como si la felicidad se instalara de nuevo en esa casa. Nacieron
las risas y las bromas, y hasta daba la impresión de que había reflotado
el amor en el matrimonio. Pero, porque siempre hay un pero en esta vida,
el deseo de vivir de Eduardo se iba incrementando cada vez mas y ya pasaba
los límites familiares para proyectarse en la propia individualidad del
hombre, que aún se sentía, porque lo era, joven y con deseos de
emprender cosas que la vida, la familia, el matrimonio producido en la más
temprana juventud, le habían impedido. Comenzó
a alejarse de los suyos, porque empezó a tener nuevos compromisos y
relaciones. Vignale no le era desconocido, y bajaba por el camino a
diario montado en una bicicleta todo terreno que le había prestado la
hija del dueño de la farmacia de la ciudad, con la que había iniciado
una peligrosa amistad. Mónica
era una divorciada de treinta años, muy atractiva y sensual, de dudosa
reputación. Aunque en un principio Eduardo no la miró con ojos
codiciosos, ella se encargó de llamarle la atención de todas las
maneras. Y lo triste fue que un
día lo consiguió. Eduardo
empezó a replantearse su vida y entendió que no era justo que a su edad,
él hubiese tenido que resignar un mar de cosas, a la que tenía, sin
lugar a dudas, derecho. Comenzaron a molestarle las disputas cotidianas de
los chicos, las preguntas de su mujer, no ser dueño de sus propias
chinelas, no tener el baño libre cuando lo necesitaba. Quiso, y anheló
independencia. Y un buen día,
cuando el vivero estaba en marcha, y los brotes de las plantas se erguían
poderosos dentro de los almácigos, tomó la decisión de irse a buscar un
mejor trabajo a Viedma. -Acá
no puedo hacer nada, en Viedma hay alguien que me consigue un
trabajo de gerente en una droguería, ganaría bien, podríamos vivir
mejor. -¿Querés
que nos vayamos a Viedma? -
No, no dije que nos vayamos. Dije que me voy a Viedma a trabajar. Te voy a
enviar una parte del sueldo todos los meses, te prometo que no te va
faltar nada. -Entonces...
¿te vas a ir solo? Me dejás, te estás separando... ¿Por qué, Eduardo? -No
hagás un mundo de esto. Necesito un tiempo para pensar, para estar solo.
Se me hace imperiosa la necesidad de encontrarme a mí mismo, después de
todo lo que hemos pasado. - ¿Ya no me querés,
tenés a otra persona, verdad? - Nada que ver- se puso furioso- siempre pensás que te
voy a poner los cuernos. Expandí el pensamiento. ¿No podés entender que
necesito estar solo, recuperar el tiempo que invertí en criar y atender
una familia? Fueron demasiadas responsabilidades para un chico de veinte años.
A los veinticinco tenía tres hijos y un millón de obligaciones. No salí
de joda, no conocí otras personas, no disfruté de la vida, ¿no te das
cuenta? No puedo creer que vos hayas sido feliz con nuestra vida mediocre,
siempre entre pañales, postergándonos, dejando de lado permanentemente
nuestros anhelos, nuestros sueños, nuestras propias ganas de vivir... -¿De qué hablás? ¿Acaso no fuimos felices criando
hijos, luchando juntos por el bien común...? No te entiendo. -
Claro que no me entendés. -
Entonces... los chicos... ¿Qué les vamos a decir a ellos? -
La verdad. Que me voy a Viedma a trabajar y que voy a venir una vez o dos
al mes. Camila se puede encargar del vivero, los chicos la pueden ayudar. Y
se fue, no más. Claro que Isabelita no se tragó el cuento de que se iba
a vivir solo para buscarse a sí mismo. Dio la casualidad de que Mónica,
la de la farmacia, se fue una semana después a reemplazar a una farmacéutica
que se tomaba licencia por embarazo, en Viedma. CAPÍTULO 8 Cardozo tenía una novia. Bueno, una amiga de
muchos años. Una prostituta porteña que se había ido a vivir a Sendero
de los Justos allá por los
80. Se llamaba Fanny y hacía
rato que había pasado la década de los cuarenta. Tenía un carácter de
los mil demonios y regenteaba la casa de citas del chileno. Era una mujer
hermosa, y a pesar de los años transcurridos y de la mala vida que había
llevado, se le podía ver una lejana belleza salvaje. Había sido amante del chileno y de esa relación
se decía que había nacido un hijo que vivía en Comodoro Rivadavia, en
donde había estudiado en la Universidad. Pero nadie podía garantizar que
con el tren que llevaba fuera realmente hijo del chileno. Por aquél
entonces, mediado de los ochenta, la mina trabajaba
a pleno y el desfile de hombres en busca de amor
era incesante. Desde los gringos hasta los criollos, todos buscaban
el abrazo femenino de las chicas de Cabrera. Cardozo no había sido la
excepción y visitaba casi
diariamente el garito y una o dos veces por semana hacía su visita
“higiénica” en el lupanar. Pero el tiempo y el destino hicieron que
entre Fanny y Vicente naciera un sentimiento, aunque ninguno de los dos lo
expuso públicamente jamás. La escuela lo sabía muy bien, desde los alumnos hasta las
cocineras. Más de una vez Fanny había venido a hacerle algún escándalo
a Cardozo por alguna metida de pata de éste último. La mujer era un puñado de nervios, un enjambre de
abejas africanas, un fogón de ardiente pasión. No había un hombre de la
zona que no hubiese dormido un ratito al menos con ella, alguna vez,
bueno, los más veteranos, porque con la liberación sexual, los pibes ya
no necesitaban los servicios de las prostitutas, ya que tenían a su
disposición y en forma totalmente gratuita los servicios de sus compañeras
de colegio o sus noviecitas. Para el momento de la historia que le cuento había
pasado la época en que las chicas se casaban vírgenes, llegando puras e
inmaculadas al altar. Recuerdo una vez cuando el cura de Sendero me dijo
en tono de cansada confesión que estaba cansado de casar de a tres... Los chicos de la secundaria eran bravos, creo que
ya se lo dije, pero la ternura y la firmeza a la vez de Isabel, hicieron
que poco a poco se ablandaran y la trataran con respeto y cariño. Mayra había quedado embarazada de Raúl, un chico
de Vignale, dos meses antes de que terminasen las clases. Fue a ver a
Dalmiro, el médico para pedirle que le hiciese un aborto. -Ya no hago esas cosas- le dijo el viejo doctor- No
es bueno, podés no quedar bien. ¿Lo pensaste? -Sí, si mis viejos se enteran me matan, o lo que
es peor, ¡me obligan a casar con mi novio! El médico la miró sorprendido. -¿Pero, ¿vos no lo querés a tu novio? Ya sos
grande, tenés dieciocho años, a tu edad mi madre me había tenido a mí
y a mi hermana mayor. -Sí,
doc, todo lo que quiera, pero son otras épocas,
¿me entiende? Ni loca me caso con el chabón de mi novio. No tiene laburo,
estudia en la facu, y yo, para tener un matrimonio como el de mis viejos,
mejor, paso... Bueno, si usted no me lo hace, ya encontraré quien me lo
haga. Chau. Y se fue, así como así. Dispuesta a terminar con
la incipiente vida que llevaba en el vientre antes de que esa misma vida
terminara con el proyecto de futuro, si es que lo había hecho alguna vez,
que tenía ella. Un hijo. ¡Cuantas cosas se hacen y cuantas se
dejan de hacer por un hijo! Isabel estaba allí, en ese pueblo perdido de la
cordillera del viento por sus hijos, para que no sufriesen los golpes de
la necesidad, que siempre pone cara de hereje. Eduardo se había ido a
Viedma porque se había cansado de llevar adelante su responsabilidad de
padre. Ahora que veía, sentía que tenía derecho a la soledad, a
disfrutar de otros amores, de otras nuevas sensaciones, aunque le costara
el precio de perder a su propia familia. Fue, en ese tiempo como si
hubiese olvidado cada gesto, cada abrazo de Isabel, cada lágrima, cada
sacrificio de esa mujer que también había dejado su juventud a los pies
de la crianza de sus cuatro hijos. Como si a ella no le hubiese costado
nada. Como si por el mero hecho de ser mujer tuviese que resignar su
futuro, su independencia, su libertad y sus más preciados sueños. O
justamente eso, como si sus sueños, hubiesen estado centrados en la única
idea de formar una familia. Otra vez estaba sola. La primavera que se les había
presentado en sus vidas, se le había pasado demasiado rápido. Eduardo se
había ido a Viedma, con otra, estaba segura de eso, aunque él se lo
negase. Había pensado aparecérsele de improviso y pescarlo in fraganti,
pero para qué, se dijo. No valía la pena. La cama se le había vuelto demasiado ancha y su
piel de mujer reclamaba el toque masculino, de vez en cuando. Se
enfrascaba en su trabajo de maestra y profesora y ayudaba en el comedor y
a Dalmiro en el consultorio, como si haciendo un poco de todo, pudiese
borrar los recuerdos que tanto la atormentaban. La Machi sabía que el espíritu que le había
devuelto la vista a Eduardo era de los que cobraba comisión. Una
serpiente amarilla y resplandeciente, se le había aparecido de entre las
llamas, y sabía que era la otra mujer que le había pateado el nido a la
pobre Isabel. Pero no era eso lo que más le preocupaba. No era un espíritu
de mucho poder. Podía haberlo engañado con su seducción al marido de la
maestra, pero el amor que lo unía a su esposa era mayor que el deseo que
lo acercaba a la farmacéutica, mal que le pesase a esta última. Eduardo
era de Isabel y eso estaba escrito en lo profundo del corazón de la montaña.
No, no era eso lo que la atormentaba por las noches y la despertaba a
cualquier hora. No. Era la visión del hijo del Diablo seduciendo a la
maestra y engendrándole un hijo. Y ella sabía que ese hijo traería la
destrucción no sólo a la vida de los Ramos, sino sería la punta de la
mecha que encendería la ira del Padre Volcán. Le rezó a varios espíritus benignos de la Montaña,
pero el daño estaba escrito y no era mucho lo que ellos podrían hacer. Isabel salió esa mañana de su casa y se dirigió
a la casa del médico. Había ido con la intención de pedirle prestada la
camioneta para viajar a Vignale a comprar algunos víveres y llevar a los
chicos a la casa de unos nuevos amigos de la ciudad. El tiempo no estaba
muy bueno, pero habían anunciado recién para dos días después un
temporal de nieve que anularía los caminos de acceso. Sola, tenía que depender de sí misma y de sus
propias fuerzas. Eduardo le enviaba religiosamente las tres cuartas partes
de su salario y ella no tenía ya tantos apremios económicos. Podía
llevar a Coronel Viganale a los chicos a tomar clases de deportes y hacer
otras actividades que ahora sí podía pagar. Abril estaba de novia con un chico de la ciudad que
estudiaba en el conservatorio de música y Camila había conocido a
un biólogo que había llegado desde Rosario enviado por una
organización que cuidaba la ecología y la salud del planeta. Octavio, se
llamaba el muchacho, algo mayor que Camila, pero muy comprometido con la
causa ambiental. La vieja camioneta de Dalmiro respondió
favorablemente de ida, pero cuando subía
hacia Sendero decidió en medio de la soledad del camino decir
basta. En ese momento la Machi vio la otra serpiente, la
roja, la que más bien parecía un dragón salir de entre las llamas y
devorar una cándida paloma blanca. En medio de su visión espiritual,
ella había entendido el mensaje que le traían las llamas de su fogata. Isabel bajó de la camioneta e intentó solucionar
infructuosamente el problema. Comenzaba a anochecer y hacía bastante frío.
El cielo había adquirido un color gris plomizo y el viento soplaba
levantando polvillo y pedregullo. Era un viento de agua, y el agua traía
la imposibilidad de seguir subiendo sin correr el peligro de
desbarrancarse. Se sentó dentro de la camioneta y comenzó a
llorar. Se sentía sola e indefensa. Frágil e impotente sin su hombre. Se
llenó de odio y resentimiento su corazón herido de mujer y deseó con
toda su alma tener la posibilidad de vengarse del egoísta de su marido.
Quiso que algún poder superior le diese la oportunidad de conocer el
calor de otros brazos, del sabor de otra boca. Quiso vivir, quiso vibrar
de pasión. Necesitaba que “alguien” la reconociera y la valorara. Se
cansó de ser siempre la misma tonta, esposa y madre y nunca mujer. Un poderoso vehículo 4x4 se estacionó a su lado.
Ella, inmersa en sus pensamientos, no lo había escuchado llegar. Había
aparecido silenciosamente como un fantasma, como una aparición. De él,
descendió un hombre de mediana edad, moreno, de largos cabellos oscuros,
musculoso y sumamente atractivo. Ella lo había visto antes, en el pueblo
y en Coronel Vignale. Era, le habían dicho, un hombre peligroso. Mitad
gringo, mitad indio. Contrabandista y muy escurridizo, ese hombre era
Britos, el hijo del Diablo. Isabel nunca olvidó aquél encuentro, porque de
alguna manera le cambiaría la vida a partir de ese momento. Conocer a
Alejo Britos fue como encontrar una roca que rompería en mil pedazos el
cristal empañado de su vida. El hombre le sonrió. Y ella debió reconocer que
tenía una sonrisa muy seductora. -¿Algún problema, señora?- le dijo increíblemente
amable. Ella lo miraba con asombro. No había escuchado
llegar al hombre. - No... Bueno, sí. No puedo encontrar el defecto.
Se detuvo y no pude hacerla arrancar otra vez. -A ver... Déjeme ver.- Y le hizo levantar el capot
de la vieja Dodge. -¿Puede ser que se haya quedado sin combustible?
Ustedes las mujeres son muy propensas a olvidarse
de cargar nafta... -No- dijo Isabel- Le llené el tanque al salir de
Vignale. Debe de ser otra cosa. En ese momento un trueno hizo mil pedazos el
silencio de la tarde. La lluvia se descolgó copiosamente y debieron
buscar refugio en el interior de la camioneta de Britos. Unos momentos
después, aseguraba la vieja Dodge de Dalmiro para que no fuese arrastrada
camino abajo y emprendieron el camino hacia el pueblo. Seis Kilómetros
antes de la entrada a
Sendero, el camino se bifurcaba y tomaba dos direcciones. Britos tomó la
dirección que lo llevaba a su casa, argumentando que la copiosa lluvia le
impediría tomar el camino hacia el poblado. Cuatro kilómetros después,
se divisaba la casa del contrabandista. Aparcaron el vehículo debajo del
alero y la invitó a pasar amablemente al interior. Diluviaba y realmente
era imposible ver a unos metros más allá. La tormenta había hecho que
el día se perdiera dentro de la noche y la oscuridad reinara por doquier. La casa de Britos era grande y muy suntuosa. No había
el hombre escatimado esfuerzos para amueblarla y cubrirla de detalles de
muy buen gusto y mucha sobriedad. Todo denotaba un dueño muy sensual y
muy epicúreo, que no se detenía ante la búsqueda del placer. Encendió el fuego de los leños y le trajo una
mullida toalla para que se secase el cabello Ella temblaba, un poco por el frío y otro poco por
la situación de encontrarse a solas con un hombre tan atractivo en la
casa de él. Sonrió. Él ni siquiera la había mirado con atención. Ni
se había fijado en ella. O al menos eso creía ella, porque no sabía que
desde hacía un tiempo, cada vez que él llegaba a Sendero la buscaba con
la mirada y la comía con sus ojos negros. Había algo en esa mujercita
común y corriente que lo cautivaba. A pesar de que él había conocido
cientos de hermosas y sensuales mujeres, Isabel le llenaba la cabeza y él
había comenzado a desearla. Se había hecho el firme propósito de
poseerla, como un trofeo, como una pieza de valiosa colección. Mientras
ella se secaba se la imaginó desnuda, secándose su cuerpo, deslizándose
sus manos sobre la piel suave y cálida. Movió la cabeza y se fue a la
cocina a prepara café. No iba a apurar las cosas, él tenía la paciencia
del indio, aunque era poseedor de la malicia gringa. La lluvia no parecía parar y él se comportó como
todo un caballero con Isabel. Había algo especial en él. Algo que la
atraía terriblemente. No sabía si era su voz, su sonrisa, su cuerpo
musculoso, sus manos fuertes, o el terrible deseo de vengarse de Eduardo o
la tremenda necesidad de ser
amada por otro hombre. Hablaron, escucharon música y poco a poco ella fue
sintiéndose más a gusto, más relajada. El café tenía un extraño pero
adictivo sabor que la obligaba a seguir bebiéndolo. Él se había sentado a su lado en el sofá
de piel. Ella sentía como un extraño mareo y a la vez una fuerte
excitación sexual. No supo cómo, pero de pronto se encontró en los
brazos del hombre y no se sorprendió de que le gustasen hasta el extremo
las caricias ardientes de él. La besaba con voracidad, como si quisiese devorarla
en cada beso, ella se sentía estremecer en cuerpo y alma, como jamás había
sentido en toda su vida. Ese hombre desconocido y misterioso le sacaba la
ropa y la tocaba de una manera que creía llegar a un éxtasis y al clímax
a cada segundo, con cada roce. En un momento se encontraron haciendo el amor frenéticamente,
entrelazados uno con el otro, jadeando, suspirando como dos tigres en
celo. Él parecía ser el maestro y hacedor perfecto del placer y todo lo
que hacía lo hacía para que ella fuese la única destinataria del goce
aquella noche. No sintió culpa después de aquello. Se sintió
inmensamente mujer, y esa sensación la hizo fuerte y casi indestructible. Al día siguiente, la tormenta había pasado. Pero
la pasión continuaba. Ella necesitaba de ese abrazo apasionadamente
masculino, y él no le hizo faltar besos y caricias ardientes. Cerca del mediodía, ella le pidió que la llevase
a buscar la vieja camioneta de Dalmiro y él la acompañó hasta el lugar
en donde la habían dejado. Asombrosamente, apenas dieron media vuelta de
llave en el arranque, el vehículo funcionó. Isabel volvió al pueblo y
nadie le preguntó, por supuesto, en dónde había pasado la noche. CAPITULO 9 Eduardo creía que esa supuesta libertad suya era
la que lo haría feliz. Pero se dio cuenta, varios meses después, de cuánto
se había equivocado. Mónica no quería que le siguiese enviando dinero a
Isabel y a los chicos y lo presionaba con abandonarlo si no hacía lo que
ella le estaba exigiendo. Cansada de ser la segunda, exigía ser la única.
Lejos de haber logrado la anhelada independencia, se había vuelto
esclavo de esa caprichosa y egocéntrica mujer. El vivero iba caminando lento pero seguro, aunque
quienes en realidad lo cuidaban eran los chicos. Eduardo venía una o dos veces al mes e Isabel
estaba más que liberada
desde que era la amante de Alejo Britos. Nadie sabía acerca de esa relación,
ya que ambos la mantenían bien en secreto. Pero cada día era más
sensual y más fuerte. Eduardo ni se imaginaba que su mujer le pagaba con
la misma moneda y eso lo hacía mantenerse tranquilo, pues sabía que en
algún momento, cuando se encontrara a sí mismo, volvería a su casa y
sería recibido como si nada hubiese ocurrido por su amante esposa. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que
durante veinte años habían llevado una vida ficticia, de moralinas y
principios prefabricados y acartonados. Tal vez, caer hasta lo más bajo
de ellos mismos, los llevó a verse y conocerse como realmente eran en lo
profundo de sus vidas. La religiosidad que los había mantenido prisioneros en esa especie de campo de concentración
que era la secta, había dado paso a todo tipo de desenfrenos y actos
pecaminosos, llevados a cabo en lo oculto, tras las gruesas cortinas de la
mentira y el engaño, la hipocresía y la venganza. Abril acusaba recibo de la loca manera de vivir de
sus padres y había optado por acallar su dolor debajo de una apariencia liberada, rebelde y dura. Se tiñó de
negro azabache el ondulado cabello y se rapó los costados. Andaba por la
calle como un fantasma, una lastimosa viuda de pronunciadas ojeras negras
y lastimaduras en piernas y brazos. Presa de su tristeza y la impotencia
que le causaba ver su familia destruida, se lastimaba a sí misma con
trozos de vidrio o de metal hasta hacerse sangrar. Buscaba aplacar el
dolor de su alma con el dolor de su carne. Comenzó a juntarse con
los pibes de Vignale, que como ella, buscaban evadirse de las penas
en los cartones de vino barato o en los pequeños cigarritos de hierba
cannabis. Se alejó dentro de sí misma y también cayó en el abismo. Pero ni Eduardo ni Isabel se percataron del
descenso emocional de su hija, embebidos en su vorágine de adulterios y
pasiones. La única, Camila, la mayor de las hermanas que sufría como una
madrecita al ver la decadencia de su hermana, la chiquita. El invierno de ese año fue el más duro de la zona
y el vivero sin el cuidado varonil y meticuloso de quien lo había creado
no sobrevivió, como tampoco lo quiso hacer Abril esa tarde de domingo
cuando quiso imitar las “hazañas” pasadas de su padre. Isabel acababa de llegar de lo de Britos, Eduardo
por casualidad se había descolgado por Sendero a buscar algunas cosas que
había dejado en la que podría haber sido su hogar. Camila y Octavio
estaban en Vignale y Lucio el novio de Abril se había tenido que ir a ver
a sus padres a Comodoro Rivadavia, después de haber discutido feo con la
piba. Demasiado dolor para sus escasos años de
experiencia en el asunto. Alguien le proveyó una bolsa con pastillas
sedantes y no tuvo mejor idea que tomárselas a todas con el fin de dormir
y soñar que otra vez eran una familia feliz. Isabel llegó antes de lo previsto, casi junto con
Eduardo que se asombró de no haberla encontrado en la casa. Los chicos
habían ido a Vignale con su hermana y el novio. Hubiese querido Eduardo
preguntarle a su mujer donde y con quién había pasado la tarde, pero no
se sentía con derecho, sabiendo muy bien lo que él hacía en Viedma. Lo
cierto es que se había cansado de la independencia, de esa mujer sensual
que al fin y al cabo era una malcriada e histérica que por algo la habrían
dejado antes. Ver a su mujer con cierta luminosidad en el cuerpo
y en la piel. Radiante como quien viene de hacer el amor...Lo llenó de
celos, de ira, de vergüenza, por qué no. Mientras él pensaba todo eso, Abril se tomaba las
pastillas creyéndose sola en el viejo caserón de los Honorio. Una ráfaga de aire helado recorrió la casa a
pesar de que estaba el hogar encendido. Isabel tuvo un presentimiento.
Presentimiento de madre, y corrió hacia la habitación de la hija. Abril lloraba desconsoladamente, corrida la pintura
de los ojos, arrepentida de lo que había hecho. Se daba cuenta de que no
quería morirse, sino vivir, vivir, vivir... Isabel le miró las manos, aún tenía una o dos
pastillas en la bolsita de nylon. -¡Mamá, me voy a morir! Me las tomé... - y cayó
desvanecida en los brazos de su madre. Isabel pegó un grito y Eduardo subió de a dos los
peldaños de la escalera. Cuando se encontró con el cuadro aterrador de
su hija lacerados brazos y piernas y desvanecida en el regazo de su madre,
comprendió en ese preciso instante lo tremendamente ciego y necio que había
sido. Eduardo corrió a la casa de Dalmiro quien después
de recoger su viejo maletín, corrió detrás del padre consternado.
Llegaron a la casona y obligaron a la joven a beber una bebida vomitiva
que la volvió en sí y la obligó a vaciar el contenido de su estómago.
Como recién las había ingerido no fue difícil sacarle el veneno de su
organismo. De todas maneras la cargaron en la camioneta del médico y la
llevaron a la guardia del hospital de Vignale. Ninguno dijo nada en el
trayecto que separaba el poblacho de la ciudad cabecera del partido. Ni
Eduardo, ni Isabel ni Abril que lloraba copiosamente como queriendo lavar
las penas de su alma atribulada. La madre acariciaba sus cabellos
desordenados y de vez en cuando musitaba un “¿por qué?” En la guardia le dieron los cuidados necesarios y
quedó en observaciones en la sala de terapia intermedia. Eduardo se comunicó al teléfono móvil de Octavio
y le pidió que él y Camila se hicieran cargo de Guido y Nicolás, por
esa noche. Ellos dos se quedarían cuidando a Abril en el hospital.
Dalmiro volvió a sendero y lo que se dijeron esa noche, ese padre y esa
madre confundidos y sin norte, fue tema de conversación, varios días
después entre el médico y la maestra. CAPITULO 10 La actitud de Abril había puesto un mojón en la
vida de los Ramos. Sabían que no podían estar indiferentes frente a una
reacción semejante. Camila fue dura pero franca con los padres. Ella sabía
que su hermana se lastimaba para calmar el dolor de ver a los padres
separados, enviciados, envilecidos. Si bien no sabía en qué cosas andaba
Isabel, Camila sospechaba que no eran salidas inocentes las que la alejaba
por varias horas del poblado. Octavio la había visto dirigirse hacia la
casa de Britos en un par de ocasiones, pero no había dicho nada al
respecto. Eduardo decidió que ya era tiempo de volver a la
casa y cortar con Mónica, quien en realidad ya lo había cansado con sus
demandas infantiles. Extrañaba las caricias de Isabel, la ternura que
siempre la había caracterizado. Esa mujer a la defensiva e independiente
que lo enfrentaba con marcada indiferencia no se parecía a la que él había
dejado una tarde de otoño por correr tras una vana utopía de pseudo
libertad. Eduardo decidió volver y esperó que las cosas se
restauraran solas, como por arte de algún mago bondadoso y desmemoriado.
Pero las heridas del corazón no sanan así nomás y hace falta un ejército
de perdones para ponerle fin al ardor lacerante de los recuerdos que
desarman el alma en flecos. Camila se había instalado en la casa de Octavio y
la madre se asiló en su habitación para “vigilar” de cerca a
Abril, dijo al explicar el hecho de no dormir con Eduardo otra vez. Los
chiquitos no sabían a ciencia cierta que su papá había tenido un breve
amorío con otra, aunque Nicolás, el mayor, lo sospechaba o lo presentía. Guido había visto una vez hablar a Isabel con
Britos, de una manera rara, como si lo hicieran en algún indescifrable código
secreto. Ese día se juró a sí mismo que iba a matar a ese hombre, y su
alma pura de infante se llenó de odio y resentimiento. Una mañana Isabel despertó con un fuerte malestar en el estómago. Nauseas, asco. No quiso
darle importancia, pero ya en la escuela todos se dieron cuenta de que
algo raro le pasaba a la maestra. Cardoso la miraba de reojo, Fanny le había contado
un chusmerío que corría entre las chicas de Cabrera, el chileno. Britos
tenía una amante nueva, nadie de Vignale, alguien de Sendero. Y no había
que ser adivino para sospechar de quien, ya que no había en el pueblo
demasiadas mujeres jóvenes que el contrabandista pudiese apetecer. Pero a
Cardoso no le entraba en la cabeza la idea de que Isabel tuviese algo que
ver con Britos. Era como unir agua con aceite. Agua bendita con la sangre
del diablo. Pero sabía que no había nada imposible que no pudiese
suceder en el pueblo. El mismo pueblo que albergaba parias sin destino, ni
pasado. O mejor dicho, prófugos de la vida, changarines del silencio, de
la hipocresía y la vergüenza. Ya llevaban dos años en el pueblo. Y habían
pasado demasiadas cosas. Una nueva camada de alumnos se recibiría ese fin
de año. Y gracias a la paciente mano de Isabel, había cambiado el
ambiente, la relación entre ellos, y hasta se habían atrevido a venir
algunos profesores nuevos a la institución. La nieve había destruido los
brotes del vivero de los Ramos, y las relaciones familiares. Y Cardoso
estaba al tanto de ello, no porque Isabel se lo confiase sino porque se
había acostumbrado a leer en los silencios y entre líneas de los otros.
Y los chismes de las putas del chileno no siempre eran infundados. Conocía muy bien al mitad gringo mitad indio del
contrabandista. Le asustaba que pudiese lastimar a Isabel. Él, como
tantos otros en el pueblo, había llegado a quererla. La maestra andaba con nauseas cuando se cruzó con
la Machi, en la esquina de la iglesia. La vieja se persignó y besó un
amuleto mapuche que llevaba colgado al cuello, atado a una tira de tres
tientos trenzados. Al mirar a la maestra, vio la cara de la muerte y volvió
a besar el fetiche de hueso. -Te corre por las venas la sangre del diablo, eso
es malo, muy malo- dijo y se fue arrastrando el paso por la calle
polvorienta. “Algo que comí”, pensó Isabel. “O el
regreso de Eduardo”, se dijo para sí misma. Pasó la noche un poco más aliviada, pero al día
siguiente se repitió la situación del día anterior con mayor
intensidad. No fue a la escuela, se dirigió a lo de Dalmiro. -¿Cuándo te vino la última vez? Inquirió el
viejo médico después de auscultarla. -¿Qué está pensando?- -Si dormís con un hombre no es raro que te
embaraces... -Eduardo acaba de llegar- quiso zafar del
interrogatorio, pero Dalmiro sabía por diablo, pero más por viejo. -Vos sabrás... - Igual, hacete una prueba de
embarazo para descartar posibilidades... -No hace falta. Sé que no puedo estar
embarazada... - Pero igual tomó la muestra que el médico le acercaba. Salió apesadumbrada del precario consultorio.
Alejo Britos le atraía terriblemente, pero nunca había pensado en la
posibilidad de tener un hijo con él. Ni siquiera había pensado en la
posibilidad de tener más hijos, con nadie. No. No podía tener a ese hijo, en el supuesto caso
de que estuviese embarazada. Una y mil ideas escabrosas se le cruzaron por
la mente. Desde dormir con su marido otra vez, para adjudicarle la
paternidad de ese bastardo que llevaba en su vientre, hasta la posibilidad
de abortarlo. Pero ¿dónde? ¿Quién? ¿De dónde obtendría el dinero
para hacerlo? Porque eso era algo que además de estar penado por la ley
era costoso. En Vignale no conocía a nadie que pudiese hacérselo. La única
posibilidad era que Dalmiro consintiera en realizarlo. Sacudió la cabeza
como si quisiera arrojar los pensamientos negros de ella. El aire fresco
le golpeaba el rostro, tenía miedo, pero se haría la prueba de orina
para descartar la posibilidad de haber quedado embarazada de Britos. Pensó
en sus hijos, en Abril, en Camila, en Nico y en Guidito. Pensó en Eduardo
y en las épocas en que eran verdaderamente -¿verdaderamente?- felices. Los tiempos en la secta no habían sido tan malos,
después de todo. Eduardo tenía
su trabajo secular en un comercio
y ejercía una especie de sacerdocio o pastorado a medio tiempo. La fe y
la esperanza eran la moneda corriente en aquella época y todo lo que se
hacía o se decía estaba rígidamente sujeto a
las sagradas escrituras. Eran respetados como individuos y como
familia. Tenían un lugar en la sociedad y dentro de la corriente
religiosa a la que pertenecían. A ninguno de los dos se les hubiera
ocurrido en aquellos tiempos que el otro le sería infiel. Una vida santa
e intachable, costare lo que costare, era el objetivo de sus existencias.
Y al final, la vida eterna en el paraíso junto a los santos que los habían
precedido. Todo era perfecto y encajaba a la perfección,
hasta que se dieron cuenta de la profunda manipulación psicológica a la
que sometían a los adeptos y simpatizantes. Haciéndole decir a la
Biblia, lo que esta no decía, extrayendo del contexto un texto para poder
pretextar alguna orden arbitraria que al líder se le ocurriera poner en
práctica dogmáticamente. Y la tortura emocional a los que no estaban de
acuerdo, a los que preguntaban más de la cuenta. Los que no se tragaban
el sapo, los que buscaban la sabiduría de Dios, pero que no se callaban
ante los arbitrarios devenires de los líderes de la secta. Ya no estaban contenidos de alguna manera. Estaban
solos. Parecía que ese Dios que habían pretendido servir por tantos años,
los había olvidado y abandonado a su suerte. Tal vez les infringía algún
tipo de castigo por haberse apartado de Sus caminos, y los había arrojado
a ese infierno de angustia y engaños. Si estaba embarazada de Britos, hablaría con él y
se lo haría saber. Y que fuese lo que Dios quisiese, si es que había un
Dios en este mundo. Dudó que aún lo hubiese en su vida. Llegó a su casa, Eduardo andaba en el galpón, en
lo que había pretendido ser el invernadero que no llegó a prosperar,
como todo lo que encaraban últimamente. Orinó y sacó una muestra en la que colocó el
cartoncito de la prueba. Los minutos se le hicieron eternos. Finalmente,
se acercó a ver y arrojó con dolor y con ira el líquido en el inodoro.
Perfectamente visibles, podían apreciarse las dos rayitas azules. Había
una vida en su vientre, pero ella se sintió morir. CAPITULO
11 Aún estaba alto el sol cuando decidió ir hasta la
casa de Britos. No pensó en llamarlo antes, no le importó que tal vez él
no estuviese en la casa, que hubiera salido a cazar o alguno de esos
misteriosos viajes que hacía cruzando la cordillera por pasos que sólo
los aborígenes conocían. Llegó exhausta. Pensó en beber agua en
la casa una vez en ella, y fue pensando también en las palabras
que le diría a su amante respecto al embarazo que la apremiaba y cómo
haría para pedirle el dinero para realizarse el aborto. El dogo argentino que cuidaba la casa, salió a
recibirla reconociéndola sin ladrar, buscando la mano que lo acariciaba
tiernamente desde hacía varios meses, desde que su amo y ella estaban
juntos. La casa parecía silenciosa aunque al acercarse
escuchó risas dentro, quejidos, gritos de placer y al asomarse a la
ventana de la sala, pudo ver a Alejo que estaba con una mujer, Mónica, la
misma que le había quitado a su marido también era amante de Britos.
Desnudos, teniendo sexo, probablemente bajo el influjo del alcohol o
alguna droga, parecían demonios llevando a cabo una orgía desenfrenada
de sexo, violencia y sadomasoquismo. Algo que ella jamás había imaginado
que su amante podría llegar a hacer porque siempre había sido el hombre
más tierno y romántico con ella. Había sabido cómo llegar a las fibras
más intimas del corazón de esa mujercita simple, donde y de qué manera
acariciarla para que cada milímetro de su cuerpo sintiera ese adictivo
placer que la llevaba una y otra vez a la casa de Britos. Se alejó corriendo del lugar, no quería que la
viesen y pensaran vaya a saber qué cosas. Se preguntó si Eduardo haría el amor con Mónica
en esos términos, con esposas, broches y látigos, pero no pudo
imaginarse a su marido en esa situación. Bajó por el senderito de ripio cargada de un
sentimiento de rabia y de tristeza, emociones contradictorias que se
asemejaban peligrosamente a los celos sin saber si eran sobre Alejo o si
eran por Eduardo. ¡Eduardo! Pensó. Había sido su primer hombre y
el único hasta que la dejó por esa mala mujer que les había destruido
la familia y las ganas de vivir juntos hasta envejecer y mimetizarse el
uno con el otro. O tal vez, el amor ya estaba muerto y ella se había empeñado
en mantenerlo con vida cuando lo único que restaba era sólo una buena
dosis de costumbre y rutina. Alejo le había hecho descubrir a la mujer
que llevaba escondida debajo del delantal de la cocina y de la escuela.
Debajo de la madre y esposa, una mujer sensual y llena de emocionalidad
que nunca jamás había visto la luz hasta aquella noche de tormenta
cuando hizo el amor con Alejo Britos por primera vez. De pronto Eduardo volvía a aparecer en escena
pidiendo tácitamente una estúpida tregua que sabía muy bien ninguno de
los dos estaría dispuesto a sostener. ¿Cómo podría volver a tenerle
confianza a quien tanto había ocultado, a quien tanto había mentido? Si
bien era cierto que ella tenía un amante, lo había tenido al quedarse
sola, después del vil abandono de su marido a quien ella le había
profesado la más grande de las lealtades, al fin y al cabo, se decía a
menudo, para nada, porque nunca la había valorado. Con la ausencia de
Eduardo había comenzado a darse cuenta de que la perfecta vida que había
creído llevar en otros tiempos también era una fachada. Que su esposo
jamás había sido sincero, que sus deseos de hacer “justicia” en la
secta no eran más que velados deseos de ambición y de poder y que no habían
salido como él tanto había esperado. La rabia, la frustración y la
decepción de su narcisismo insaciable, lo habían llevado a la depresión
y luego a la ceguera emocional, como cuando se emberrincha un mocoso
caprichoso a quien no le compran un helado. Bajaba la cuesta preguntándose
si lo había amado alguna vez o si en verdad ella también se había
casado a los 22 años para huir de una familia que jamás le había dado
amor o atención y sólo se alimentaban de sus energías hasta dejarla
exhausta y sin fuerzas. Había amado antes de Eduardo, pero también le había
salido mal. Esos kilómetros que la separaban de la vieja posada de los
Honorio le sirvieron para ver su monótona vida desde una nueva
perspectiva, como si estuviese viendo una novela o una película en
sepias, porque el sol se iba ocultando y hasta el aire se teñía de
amarillos y marrones claroscuros. ¿Amaba a Britos? No. De eso estaba segura. Pero
también estaba segura de que a Eduardo tampoco podría volver a amarlo,
si es que lo había amado alguna vez. Estaba segura de que no volvería a
poder confiar en él nunca más, aunque se hiciera el bueno y el que
“nada tenía que ocultar”. Sabía que Mónica seguía llamándolo al
teléfono celular que se había comprado en Viedma y que se encerraba en
el baño, o se escabullía lejos de la casa para contestar. Tal vez ya ni
siquiera fuese la farmacéutica, sino quizá fuese otra, ahora que le había
agarrado el gustito a acostarse con otras mujeres, ya que en algún
momento había dicho que por casarse tan joven no había “vivido la
vida”. Quizá esa era su forma de desquitarse con la vida. Ella también tenía sus misterios, pero lo que más
le dolía era que a él no parecía hacerle mella el hecho que su mujer
saliera a deshoras, viajara a Vignale seguido o también recibiera
llamados de otras personas. Ni siquiera se imaginaba que Isabel tenía un
amante, y menos que esperaba un hijo de ese hombre. Más que la opinión
de Eduardo, con quien permanecía por una cuestión económica y por no
dejar a sus hijos sin padre, lo que más le preocupaba era lo que podían
pensar de ella sus hijos. Demasiado mal le había hecho ser testigos de la
decadencia espiritual y moral de su padre como para encima sumarle la suya
propia. Pero mantener esa imagen pura y santa le costaba demasiado y pensó
que de no hacerse el aborto, le costaría la vida. Llegando al pueblo, pensó en verlo a Dalmiro,
pedirle que la ayudara. Sabía que
era enemigo de los abortos, se lo había dicho a Mayra, la chica del
colegio, pero tal vez con ella hiciese una excepción. Pasó por el almacén
de Olegario y allí estaba Dalmiro comprando algunos comestibles junto a Rómula
Valletrero una vieja lugareña,
más parca que los aborígenes del lugar, hermana de Jacinta a quien desde
hacía mucho tiempo no se la veía ni en misa de 7 ni paseando por el
pueblo. Algunos comentaron que una vez, no hacía mucho
tiempo la vieron subirse en un auto de alquiler que la llevó a Vignale,
calva y muy delgada, y asumieron que tal vez la anciana tuviese cáncer o
algo así. Su hermana Rómula de unos setenta y tantos años, tenía
facciones varoniles y no era nada femenina en su aspecto aunque su voz
grave, tenía cierto acento culto y muy femenino, aunque un tanto chillona
. Saludó a la maestra y le dijo algo aparte a
Dalmiro que dijo que subiría la cuestita en donde se hallaba la casita de
las ancianas a ponerle una medicación a Jacinta. El médico sabía el por qué de la palidez de
Isabel y la invitó a pasar por el consultorio para darle unas muestritas
de vitaminas que había recibido. -Así que estás embarazada nomás- le dijo el
viejo doctor del pueblo clavándole los ojos claros en los color café de
ella, que trataba de bajar la mirada. - Y no es del Eduardo- continuó
sentencioso.- No me tenés que decir quien es el padre, no soy tu
confesor, sólo soy tu amigo. Pero dejame decirte que en el pueblo se
comenta de que entre vos y... - hizo un silencio que ella interrumpió
valiente - Sí, es de... él - Como si no quisiera mencionar
el nombre de quienes conocían como el “hijo del Diablo”. - No quiero tenerlo,- prosiguió. No puedo.- Y
rompió en llanto. Un llanto profundo y desgarrador que le nacía de lo
profundo de sus tripas. -Quisiera ayudarte- le dijo Dalmiro- pero hace
muchos años, el día que enterré a una chica linda y con un hermoso
futuro, le prometí y me
prometí a mí mismo que no volvería hacer eso nunca más. Ella lo miró intrigada. Él se sintió en la
obligación de confesarle su parte de la historia ya que él era también,
uno de los sentenciados del pueblo, escondido en él por un pasado
vergonzoso. CAPÍTULO
12 -Se llamaba Clara- dijo, perdiéndose en sus
pensamientos, como si Isabel hubiera desaparecido de escena, el
consultorio precario, las revistas del National geographic ordenadas por
fecha en un estante, la camilla, la ventana, el Domuyo en sombras. -Tenía 23 años y un futuro brillante en la
medicina. Se recibía ese año con honores y haría la residencia en la clínica
más importante de Rosario, Santa Fe. Era una chica linda, inteligente,
vivaz. Su risa era un campanario, sus ojos colibríes verdes que no
reposaban ni un instante, curiosos, insaciables por ver, saber, conocer. Se enamoró de un profesor de la facultad, casado y
mayor que ella, que cuando supo lo del embarazo no quiso saber nada. Eran
los 70 y no era tan fácil como ahora. No sabía qué hacer. Como vos. Si
seguía adelante con su embarazo perdería la oportunidad más brillante
que la vida puede presentarle a una joven estudiante. Además había una
beca importante para una Universidad de los EEUU en donde haría un post
grado debido a sus magníficas calificaciones. Nunca nos habíamos
ocultado nada, y me lo dijo. Clara era mi hija. Mi única hija. Y no lo
pensé dos veces. Mi esposa Elina estaba enferma, muy enferma, y no
hubiese tolerado un disgusto así. Por aquel entonces pertenecíamos a la
flor y nata de la sociedad rosarina, yo era profesor emérito de la
Facultad y dueño de una de las más importantes clínicas junto a otros
socios. Tal vez ahora que lo pienso, Elina la hubiese protegido, cobijado,
amparado. No sé. Lo cierto es que la convencí de abortarlo. ¿Qué haría
una chica soltera con un hijo sin padre? Por que el fulano que la había
embarazado no sólo no se hizo cargo sino que tuvo que exiliarse en otro
país por cuestiones ideológicas, ya sabés como era entonces. Abortó. Yo mismo le practiqué el legrado para
estar seguro de que estaría bien hecho. Estaba de nueve semanas, treinta
y una semanas después me llamaban de urgencia de un hospital para decirme
que Clara se había suicidado y me había
dejado una nota que decía:”Ya no puedo más seguir escuchando su
llanto por las noches, ya no puedo más”. Su voz se había apagado después
de la práctica, sus ojos se oscurecieron y se acalló el campanario de su
risa. Pero yo no me di cuenta porque estaba muy entretenido con mis
conferencias y actividades sociales. Tres semanas después que sepultamos
a Clara, Elina también se fue, su mal se agravó con semejante tristeza y
me dejaron solo. Quise morirme, te juro. El mundo se me vino abajo, la
vida, la carrera, los años, todo. En realidad no sé si morí y estoy en
el purgatorio. Si no fuera por vos que desde que te conocí te consideré
un ángel, diría que se equivocaron de lugar conmigo. Yo maté a mi
nieto. Lo maté para que mi hija tuviese un futuro brillante de éxitos y
dinero. Y al fin sólo tengo de ella una carta desteñida que me llena de
culpas y vergüenzas. Por eso no hago esas prácticas siniestras, habrá
quien las haga y no los juzgo, habrán quienes se sometan a ellas, y
tampoco juzgo sus intenciones, pero tengo bien en claro que jamás volveré
a matar a otro inocente aunque me vaya en ello mi propia vida. Isabel lo observaba atónita. Jamás había
imaginado esa parte de la historia de su amigo el anciano médico. Se daba
cuenta de que no la ayudaría. Se despidió con un beso en la arrugada y
barbuda mejilla blanca y se fue hacia la vieja ex posada de los Honorio,
su casa. Estaba oscuro, una lamparita se mecía al ritmo del
chiflete que venía de la cordillera. La Machi apareció de entre las
sombras y la miró a los ojos. Por un instante ambas mujeres no dijeron
nada, hasta que la anciana bruja rompió el silencio, como si un Espíritu
superior le hubiese dado recién en ese momento la orden para hablar:- mañana
voy a ir a tu casa. Los chicos estaban en Vignale visitando a Abril que
había decidido una vez terminado el secundario quedarse a estudiar
en la ciudad, lejos de su casa, con su novio nuevo: Julio, que era
músico y tocaba en una bandita de rock. Aunque se peinaba raro, el pibe
era bueno y la quería mucho, así que no tuvieron demasiados problemas en
dejarla ir. Camila había hecho pareja con Octavio que era biólogo y
trabajaba para los del barquito verde y estaban haciendo unos estudios de
la flora y la desertificación, producto del asentamiento de las compañías
mineras que se habían asentado en el norte de Argentina y de Chile. Isabel llegó cansada. Eduardo estaba solo
escuchando en la radio un
partido de Boca. No se atrevió a preguntarle en donde había estado
durante todo el día, sabía que era el menos indicado. Ella se bañó y se fue a la cama, no sin antes
hacerle varias pasadas sensuales como al descuido a su marido. Había
perdido peso y las relaciones con Britos la habían rejuvenecido. No parecía
la misma mujercita que había llegado bastante tiempo atrás a Sendero de
los Justos. Estaba más bella, más sensual, más mujer. Eduardo no pudo controlar sus hormonas y en un
descuido de ella la tomo de la cintura e intentó darla vuelta para
besarla, al principio ella quiso rechazarlo pero pensó que sería bueno
que tuviesen sexo esa noche y así tapar con ese acto, el embarazo que le
había provocado su pasión por Britos. Se dio cuenta que no era difícil
tener sexo con Eduardo, podía separar las aguas, entendió a las
prostitutas del chileno que no tenían inconveniente de hacerlo con
cualquiera. Ella se sintió como una de las tantas putas del lupanar y le
dio a Eduardo la mejor noche de su vida. Lo que él no se imaginaba quién
había sido el maestro y el artífice
de ese cambio brusco y ese inmenso y erótico despertar sexual de
su mujer. Tal vez pensó que tanto tiempo sin sexo le habían despertado
un apetito voraz, sin sexo... ¡Pobre infeliz, él que se pensaba muy
piola por haberle metido los cuernos, “una pendejada”, le había
dicho, queriendo minimizar el tamaño de su deslealtad a la mujer que
alguna vez había elegido para compartir la vida no tenía la más puta de
idea del tamaño de los que él portaba! En fin. Cosas de la vida. Amaneció tormentoso, ella se había ido a dormir a
la habitación de Abril y Camila que estaba vacía y la ocupaba ella desde
hacía un tiempo atrás, desde que Eduardo había regresado a la casa y se
había dado cuenta de que no podían dormir juntos y que ella necesitaba
de su privacidad para pensar
en las caricias y en las palabras que sabía decirle su amante mestizo. Eduardo dormía plácidamente, después de esa
noche inusual de sexo y placer. Ella se levantó temprano, como si algo le
dijese que debía hacerlo y salió a la entrada de la vieja casona. La
Machi la estaba esperando. Un viento frío se levantó de repente. Gélido,
helado y sepulcral. La vieja le dijo, “vengo a tomar unos mates con vos
y limpiar tu casa de malos espíritus”. No era la primera vez que la vieja venía, y a
Isabel no le importó hacerla pasar. Eduardo dormía y
probablemente lo haría hasta entrada la mañana. Mientras Isabel preparaba el mate, la Machi arrojó
dentro de la pava unos polvos que se disolvieron en el acto, sin que la
anfitriona se diese cuenta. Bebieron en silencio hasta que la bruja la miró
directo a los ojos y le dijo: “perdoname, mi angel” -¿Por qué?, preguntó Isabel, a lo que la Machi
Juana contestó, - yo te mandé al diablo para que soltara a tu
marido de la ceguera esa que tenía, pero el diablo tiene su manera de
cobrar y mandó a la puta de la Mónica para que lo cegara de otra manera,
pero lo peor de todo, es que te mandó a su propio hijo a embarazarte y a
arruinarte la vida. Pero yo te voy a salvar de todo esto, aunque me vaya
la vida, te juro por la luz que me alumbra estos viejos ojos. – y dicho
esto se levantó tomó su viejo bastón de palo de lenga y se fue despacio
sin mirar atrás. Isabel estaba sorprendida de cómo la bruja podía
saber lo de su embarazo, pero luego de pensarlo se dio cuenta de que había
poderes ocultos dispersos en ese pueblo que dominaban a las personas que
lo habitaban. Para bien o para mal. Quién sabe. CAPITULO
13 No se puede edificar una relación estable sobre la
base de las dudas y la desconfianza. No. Isabel sabía que su relación
con Eduardo nunca sería la misma, aunque él pensara lo contrario por el
simple hecho de haber logrado tener sexo con ella. Porque al fin y al cabo
sólo había sido eso: una mera relación sexual sin el más mínimo
atisbo de amor o de ternura. Ingredientes necesarios en
una pareja que desea mantener indemnes sus sentimientos y sus
emociones. Tal vez era cierto que él amaba a su mujer, a su
manera, un tanto egoísta e
indiferente, pero lo real era que
a ella le costaba mucho encontrar en el fondo de su alma ese viejo
sentimiento que la había unido a ese hombre, que de un plumazo se había
“cagado” en su fe, en sus años de lealtad, en el hecho de haber sido
su primer y único hombre y no se había detenido a hacer un balance del
desastre y la había dejado sola recogiendo los pedazos de ese cristal
deshecho que era su corazón. Hoy, para ella, era un verdadero extraño. La Machi se había ido. Se quedó sola en la cocina
y se terminó el agua de la pava haciéndose un té porque los mates le
habían caído como una cuchillada en el vientre. Pensó que tenía que decirle a Britos, pero sintió
asco al recordarlo con Mónica. Sintió asco de imaginarse a Eduardo con
esa atorranta. Sintió asco de ella misma recordando los momentos de pasión
con ese hombre temido por tantos en el pueblo, padre de los vicios y la
lujuria. ¿Y si realmente fuera “el Hijo del Demonio” como lo apodaban
en el pueblo? Sonrió tristemente por lo alocado y patético de sus
pensamientos. Estaba segura de que Eduardo al levantarse tomaría
por sentado de que ambos estaban de regreso en el matrimonio, que la
pareja seguía intacta y que todo volvía a la estúpida normalidad a la
que estaba acostumbrado y en la que sin duda se sentía cómodo. Sin
resentimientos, pensó. Nunca había reconocido su relación con la rubia
farmacéutica, aunque era un secreto a voces, medio Coronel Vignale los
había visto juntos en Viedma, hasta Octavio, el novio de Camila, los había
visto, aunque sólo se lo había comentado a la muchacha, como al pasar.
No quería ser cómplice de su suegro que tanto había hecho llorar al
amor de su vida. Abril también lo sabía por boca de una amigas que
estudiaban en esa ciudad del sur. La única que no tenía una prueba
concreta era Isabel. Pero su corazón de mujer no la engañaba. Estaba
segura de que su marido le había sido infiel y tal vez lo estuviese
haciendo de nuevo. Demasiados misterios rodeaban la vida de ese hombre
ordinario y común. O tal vez, en su afán de ser el centro del Universo,
dejaba indicios falsos para tener
en vilo a la pobre Isabel, para “curarla de sus estúpidos celos” como
le había dicho a una de sus hijas cuando lo increpó con la traición a
la que sometía a su madre. Siempre tenía una respuesta artera para evadir la
respuesta que Isabel esperaba escuchar, ni más ni menos que la verdad.
Pero al fin y al cabo ¿Qué es la verdad? A lo mejor era sólo lo que
cada uno necesitaba escuchar. Se fue a lo de Britos, no le importó que estaba
con Mónica, aunque no estaban teniendo sexo sino desayunando juntos. La invitó a pasar atento, la rubia se sonrió sarcásticamente
al verla. La sobró con la mirada de quienes se saben ganadores. Isabel
tuvo ganas de golpearla pero se contuvo. - Necesito hablar con vos, a solas, ¿puede ser?- le
dijo la maestrita a su amante, mientras sin saber por qué le aceptaba una
taza de café fuerte y humeante. Un café que tenía el mismo gusto del
que le había ofrecido el hombre cuando tuvieron sexo la primera vez.
Intenso y profundamente adictivo, tanto que no pudo dejar de beberlo hasta
el fin de la taza. Antes de que Alejo pudiese contestar, Mónica en
medio de una carcajada la miró y le dijo: - ¿No te alcanzó con que me cansara de acostarme
con Eduardo que ahora también venís a ver como lo hago con tu
“novio”? Isabel se puso pálida. No se imaginaba que Britos
le hubiese dicho a esa perra lo que pasaba entre ellos. -Si querés hacemos un trío, jajaja- le dijo la
rubia- a mi me gustan, a él también- dijo señalando al hombre- a
Eduardo no, nunca lo convencí de que hiciéramos una fiestita en casa,
jajaja.- Se acercaba a donde Isabel estaba parada y de repente le tocó
con avidez los pechos, a lo que Isabel dio un paso atrás espantada. La
rubia largó otra carcajada estridente que le heló la sangre. Parecía la
risa misma de Satanás. -¡Tenés unas tetas hermosas! , dale, no seas
boluda hagamos algo los tres, no sabes como puedo hacerte vibrar mejor que
éste.- Isabel estaba como petrificada. Alejo parecía festejar con una
sonrisa lujuriosa las ocurrencias de la rubia y no intervenía. Finalmente
la acorraló contra la pared y empezó a acariciarla y a pasarle la lengua
por la cara, por el cuello, intentó abrirle la blusa y lamerle los pechos
también, la manoseaba sin pudor, y lo peor era que Isabel no podía
defenderse, ni moverse de su sitio, estaba petrificada. En realidad estaba
haciéndole efecto la droga que usaba el tipo para estos casos. Britos
se le acercó y comenzó a tocarla también y acariciarla por todo el
cuerpo. Isabel estaba como una muñeca inerte, los ojos desorbitados, las
pupilas se le iban dilatando de a poco. Entre ambos la desnudaron y se le
arrojaron encima como dos fieras salvajes y hambrientas. Britos la esposó
a un lugar preparado para tal fin y
tanto él como la mujer tuvieron su fiesta sexual sin que Isabel pudiese
defenderse. Lo peor es que de a ratos sentía un lujurioso placer que le
hacía responder al beso descarado de la mujer rubia
y aunque lloraba de a ratos porque era como si la conciencia le
volviera por momentos, se dio cuenta que Britos le había sacado las
esposas por que ella era uno más del trío, besando, tocando, lamiendo, a
uno o a la otra. Estaba desenfrenada, en un grado de excitación sexual
increíble, se peleaba con la rubia como dos felinos por merecer la
penetración del hombre, que jadeaba y reía al verlas a sus pies, deseándolo
más que a otra cosa. Una por lujuria natural. Mónica no precisaba tener
drogas en el cuerpo para tener sexo desenfrenado. Isabel no estaba en sus
cabales. El café siempre había tenido ese extraño sabor de los “mágicos
polvos” que el contrabandista le agregaba cada vez que ella venía a
verlo. Cuando finalizaron el acto, Isabel quedó
inconsciente, tendida sobre la alfombra. Mónica le sacaba fotos a su
cuerpo desnudo, Alejo posó para varias de ellas en posiciones sugestivas
y muy eróticas, luego era él quien sacaba las fotos y la rubia la que le
hacía cosas a su cuerpo dormido. Una hora después, Isabel despertó, tenía un
intenso dolor de cabeza, no tenía ni idea de lo que había pasado. Mónica
se encargó de mostrarle las fotos y la filmación del acto sexual que habían
llevado a cabo horas antes, ya que siempre filmaban sus relaciones porque
era parte de lo que vendía Britos por ahí. Isabel tuvo ganas de vomitar, pero se contuvo. Salió
corriendo de allí, vistiéndose como pudo, en medio de las carcajadas de
su amante y de la amante de su marido, con quien acaba de tener una relación
lésbica y lujuriosa. Lloraba. El aire frío que venía del Domuyo le
golpeaba la cara. Se sintió sucia, desvalida. Había tocado fondo, ya no
podía caer más bajo. Pensó en lo que habría de ocurrir si esas fotos o
esas filmaciones llegaran a manos de sus hijos, o de Eduardo. Sintió una
profunda vergüenza. ¿En qué se había convertido? Quizo morir, pero
pensó en matar. Y decidió que había que ponerle fin a la vida de Britos
y de Mónica, y recuperar los videos y las fotografías. El diablo había entrado finalmente en ella también. CAPITULO
14 Morir o matar. La tercera opción, podía ser huir.
Dejarlo todo y a todos. Desaparecer para no ser hallado nunca más. Pero
sabía que su ex amante, porque no pensaba volver con el contrabandista no
perdería tiempo en editar el video y venderlo en tiendas de pornografía
o peor aún levantarlo a la famosa Internet. Matar, era la única salida. Cerca de la una de la tarde llegó a su casa. La
vieja posada que había sido de los Honorio. Ahora les quedaba enorme, sin
la presencia de las chicas. Nico y Guido se preparaban para hacer la
secundaria en Vignale. La escuela de Sendero se quedaba irremediablemente
sin matrícula y tarde o temprano terminarían por cerrarla los
benefactores del Viejo Mundo. Los alumnos siempre tenían los mismos problemas,
alcohol, promiscuidad, drogas. Sabía que consumían pornografía, que por
supuesto, ahora entendía claramente, se las proveía Britos. Se le heló
la sangre al pensar que el video en donde ella aparecía teniendo sexo
frenético con la farmacéutica y el mestizo podría ser visto también
por sus alumnos. No lo dudó y entró al galpón de las herramientas
a buscar algo con qué hacerse justicia. Había un viejo baúl de trastos
viejos, que le había pertenecido al antiguo morador de la casa, nunca lo
habían revisado demasiado y ella hurgó hasta encontrar lo que buscaba,
como si supiese que allí iba a encontrar el elemento justo con que
terminar con la pesadilla. Efectivamente, un antiguo revólver calibre 22,
dormía dentro de una vieja caja de madera, aún conservando el nombre y
las características del arma. Para su sorpresa, estaba cargada. Y ya lo
dice el dicho “Las armas las carga el Diablo...” Eduardo ya hacía rato que se había levantado. Había
almorzado algo frugal y la esperaba fumando sentado en la escalera de
entrada. No la había visto llegar y dirigirse al galpón, por lo que no
tenía idea en qué andaba su mujer ni tampoco se percató de lo que
escondía debajo del sweater. La saludó cariñoso con un -¿Dónde andabas?-
Ella sonrió forzadamente, no quería contestarle y le largó un ambiguo
“por ahí...”. Él se había creído, tal vez, que por el hecho de
haberla penetrado la noche anterior, todos sus problemas estaban resueltos
como por arte de magia. No se imaginaba de lo que acababa de ocurrirle a
su mujer, de lo que había sido casi una violación porque si bien ella
había seguido el juego amoroso de la pareja con gran lujuria y
desenfreno, había sido producto de la poción que Britos había echado en
la bebida caliente con sabor a café. Ella subió rápido las escaleras y guardó el arma
debajo de una madera floja del piso. Había decidido asesinar a Britos y a
su amante, antes amante de su esposo. Y en ese momento, como poseída por
un espíritu revelador entendió las palabras de la Machi Juana, dichas
esa misma mañana, en la mesa de la cocina, mientras tomaba esos mates que
le apuñalaron el vientre. “-
yo te mandé al diablo para que soltara a tu marido de la ceguera esa que
tenía, pero el diablo tiene su manera de cobrar y mandó a la puta de la
Mónica para que lo cegara de otra manera, pero lo peor de todo, es que te
mandó a su propio hijo a embarazarte y a arruinarte la vida.” De
pronto recordó su relación pura con ese Dios en el que había creído
por tantos años, su fidelidad a Su Palabra, la felicidad de la familia
que le había sido concedida cuando le servían sólo a Él. La pureza de
sus pensamientos se contrapuso al odio y el asco que la embargaban desde
que había salido de la casa del contrabandista. Recordaba la filmación,
no podía sacarse las imágenes de la cabeza de los tres teniendo esa orgía
desenfrenada, y más lo recordaba y más ganas de morir tenía, o más
ganas de matar, o lo que era peor, más ganas de volver a sentir ese
lujurioso placer que esa relación ambigua le había proporcionado. Por
momentos sentía su cuerpo vibrar al recordarse besando y mamando los
pechos turgentes de la rubia, bajándose hasta la entrepierna femenina y
lamiéndole su sexo con ansiedad, dejándose hacer a su vez, todo tipo de
juegos eróticos en su cuerpo que había sido virgen de esos encuentros.
La manera de penetrarla de Alejo, a ella, a la otra. Cerró los ojos como
queriendo borrar las imágenes que la estaban excitando sexualmente. Se
sentía poseída ahora por un espíritu lujurioso y voraz. Pensó en sus
hijos, como para espantar las imágenes. En eso llegó Eduardo, La vio
acostada sobre la cama, de manera sensual, como si emanase de su cuerpo el
olor al sexo y él se sintió con ganas de poseerla nuevamente y se lo
hizo saber. Ella consintió tener sexo con él nuevamente, pero no era
ella, era ese demonio que le había entrado en la poción del café.
Eduardo la observó deseoso de desnudarla y por un momento, en el
claroscuro de la habitación creyó ver a Mónica en lugar de a Isabel y
lo sorprendió por un instante, que no duró mucho, porque su mujer le abría
el cierre del pantalón y acercando su boca codiciosa a su miembro, lo
sumergía en un delirio de placer y locura. No
supo si consintió en tener
sexo con Eduardo para borrar el que había tenido con la pareja en la mañana,
o si lo había hecho para recordar esos momentos. Lo cierto que si bien
fue fuerte e intenso, no podía comparar a lo que había vivido horas
antes. Y se sintió sucia por pensar de esa manera. No sabía si amaba a
Eduardo, estaba en medio de un mar de dudas y confusión. Se
sentía vacía y estéril por dentro. Tan vacía y estéril como la tierra
de esa parte de la Cordillera del Viento. Yerma, desértica, muerta en
vida. Pecadora condenada al infierno eterno, a la tortura y al castigo sin
fin. Quería morir. No,
no era la misma, pensó Eduardo, después de la explosión sexual a la que
su mujer lo había sometido. Y allí comprendió, que algo, no estaba
bien. Que esa mujer que siempre le había sido leal, fiel y absoluta y
totalmente incondicional y transparente, era una caja de misterios y
secretos. Por primera vez, lo invadieron las dudas, los celos y la
incertidumbre. Él tenía todo el derecho del mundo de querer experimentar
la vida que las responsabilidades del hogar y la familia le habían
robado. Pero ella...Ella no. Tenía cuatro hijos, era madre antes que
nada. Era su esposa y nunca se había quejado de su suerte. ¿Con quién
podría haberlo engañado, si es que lo había hecho alguna vez? No
hablaron demasiado durante la tarde. Eduardo fue a buscar a los chicos al
pueblo, ella se limitó a preparar unas clases para la semana entrante en
que tomaría exámenes. No tenía la cabeza fresca, no sabía si era a
causa de los resabios de lo que Britos le había dado, o por el tortuoso
recuerdo del sucio placer que había experimentado. Eduardo
llegó en menos de dos horas con Nico y Guido quienes subieron a su cuarto
a terminar unas tareas. Aún había claridad en la calle, pero no se
atrevió a subir la cuesta rumbo a la casa de Alejo. Tuvo miedo de que le
ocurriera lo mismo, y que esta vez, no necesitase de la droga para
sucumbir a la tentación. Preparó
la cena y se fue a dormir antes de que Eduardo o los chicos, que ya
estaban en la adolescencia, sospechasen algo. Tenía la sensación de que
su sola imagen contaba todo lo que había hecho a escondidas en los últimos
meses en Sendero de los Justos. Soñó.
No pudo evitarlo. Britos se transformaba en un carnero enorme negro y
rojo, parado en dos patas, mitad hombre, mitad animal, con un miembro
prominente que la penetraba una y otra vez sin importarle sus gritos de
dolor, los que se mezclaban con el placer del roce de una serpiente voraz
que succionaba sus pezones erectos. A veces el demonio era su ex amante, a
veces su marido. Lo veía copulando con Mónica riéndose a carcajadas,
queriendo hacerlo con ella con un pene pequeño como el de un niño chico,
intentando penetrarla sin éxito, golpeándola por no poder lograrlo,
hasta hacerla sangrar. Despertó
de la pesadilla sudada y helada a la vez. Comprobó que su ventana se había
abierto con el viento y las cortinas flameaban lúgubremente. Se tomó el
rostro entre las manos y comenzó a llorar con un llanto profundo que le
nacía de las propias tripas. Odio, lujuria, suciedad y vergüenza. Esos
cuatro sentimientos la embargaban. Ya no podía sentir amor, ni ternura ni
compasión por nadie. Sentía que se había convertido en un monstruo, en
lo que siempre había temido convertirse desde que a los doce años había
descubierto que tenía un despertar de sus hormonas y al confesárselo a
su madre había recibido la más fuerte de las reprimendas y los castigos:
la indiferencia y el silencio. Se
volvió a dormir, después de cerrar bien los postigos y las ventanas. La
casa dormía en el silencio de la madrugada. Antes de perderse de nuevo en
la inconsciencia del descanso, musitó con miedo y con vergüenza: “Padre
nuestro que estás en los cielos...” CAPITULO
15 Eduardo estaba corroyéndose
por las dudas y la incertidumbre.
Isabel había ido a la escuela a trabajar. El decidió ir a ver las
flores del vivero que había retomado
a penas había vuelto a la casa. No podía sacarse de la mente la
manera en que su mujer había hecho el amor con él, la tarde anterior.
Parecía una puta experimentada y profesional en todos los sentidos. Una
puta perversa y voraz que gozaba con un sexo fuerte y tortuoso,
apasionado, lleno de lujuria. ¿Pero si él había sido el primer y único hombre
en su vida? ¿Cómo podía haber sucedido ese tremendo cambio? La deseó
como nunca había deseado a nadie, la codició, quiso tenerla en ese mismo
instante y terminó masturbándose al reparo del vivero. Nunca le había
pasado algo así, ni siquiera con Mónica que era una amante tremenda,
pero que había ido transformándose en una mujer frígida y profesional
que prestaba el cuerpo para que él se masturbara dentro de su vagina. Subió al cuarto de Isabel. Nunca le había
interesado en qué cosas andaba, porque nunca había pensado que le podía
estar siendo infiel. Revolvió con cuidado algunas cosas, pero no halló
nada que la incriminase con nadie. Decidió que la seguiría de lejos, la próxima vez
que saliera furtivamente. Estaría atento. Por la tarde, cerca de las cinco y media, ella subió
a su cuarto al retornar de clases, buscó el arma que había ocultado debajo de aquella madera floja de la pinotea
del piso, pero no la encontró. Un sudor frío le recorrió el cuerpo y le
paralizó la mente?¿Quién podría haberle sacado el arma de su
escondrijo? No podía preguntarle a Eduardo. Los chicos no habían tenido
la posibilidad de entrar a su cuarto. ¿Y si realmente hubiese sido su
marido el que hurgando entre sus cosas, como ella lo hacía antes con las
suyas hubiera descubierto el arma? No. Imposible. A Eduardo ella no le
interesaba tanto como para andar revolviéndole el cuarto en busca de
alguna cosa que la delatase. Tal vez, se habría caído sola por algún
hueco del roído piso de la vieja posada y anduviese por otros sectores
del entrepiso. No importa, pensó, “hablaré con él y lo haré entrar
en razones” y salió camino a la casa de Britos, sin pensar que al cabo
de unos minutos, Eduardo iría tras de ella. El perro no ladró cuando ella llegó, nunca lo hacía.
Alejo estaba sentado solo frente al televisor encendido, no la escuchó
llegar. Ella llamó a su puerta, él salió a recibirla. Al verla la tomó
de la cintura como solía hacerlo y le plantó un tremendo beso en los
labios. Todo eso fue visto por Eduardo, desde lejos, también cuando él
la arrastró hacia adentro de la casa. Pudo haber llegado hasta la puerta
y sorprendido en el acto de su infidelidad, pero la visión del dogo
argentino negro lo detuvo. Nunca se había caracterizado por el coraje o
la valentía. Nunca había luchado por lo suyo. No lo iba a hacer ahora.
Él no era de los que rogaban. No. Jamás le pediría a Isabel que
volviera con él y dejara a Britos. Le repugnó que ella hubiese hecho el
amor con él de la manera hasta obscena podría decirse del día anterior.
¿Qué sórdido secreto estaba tratando de ocultarle acostándose con él
después de varios meses de no hacerlo, si al fin y al cabo tenía un
sustituto en la cama? Bajó por el camino de ripio, tenía el alma
destruida. No quería reconocerlo, pero si Isabel se había buscado a
otro, había sido por su culpa, por haberla dejado cuando ella más lo
necesitaba, en el momento en que más necesitaba de un hombre a su lado.
Escuchó un ruido de motor de auto y vio a lo lejos que se acercaba uno,
cuando le estuvo a la par, vio que era Mónica. Ella se detuvo al
reconocerlo. Le brillaban los ojos no porque deseara encontrarse con ese
hombre que había sido su amante, sino por lo que tenía para decirle y
enseñarle, también. -Hola bomboncito - le dijo ella melosa.- ¿venís o
vas a la casa del amante de tu mujer? Porque me imagino que a estas
alturas sabrás que entre Britos y ella hay algo más que una pura
amistad- y largó una carcajada aguda, como la de una bruja en celo. Y
agregó- Vieras que pedazo de hembra que es en la cama, y como le gustan
los tríos, como vos no lo quisiste hacer más conmigo, ella se prestó
gustosísima- se acariciaba los pechos, seductora, sensual, con la punta
de sus dedos. - No te creo una palabra- contestó Eduardo que
pensaba que no podían estar hablando de la misma Isabel, aunque minutos
antes la había visto besar a Britos y meterse en su casa. - Ah, ¿no?- Sonrió maliciosamente y abrió la
cartera que llevaba a su lado, en el asiento del acompañante. Sacó las
fotos que le había tomado a Isabel en medio de su inconsciencia. Una tenía
a Isabel con la cabeza hundida en la entrepierna de Alejo, desnudos los
dos, la otra la protagonizaba Mónica que le lamía los pechos
glotonamente a su mujer que tenía la cabeza inclinada hacia un costado
con los ojos cerrados, tal vez por el placer. Sintió ganas de vomitar. Pero las pruebas estaban
ahí. No, definitivamente, se parecía a “su” Isabel, pero no lo era.
No podía ser esa puta la madre de sus hijos. -¿Querés venir y lo hacemos entre los tres? O, ¿será
que seguiste a tu santa mujercita y ella ya está en lo de ese potro
salvaje? Dale, vení, no seas tímido a ella le va a gustar coger también
con vos, o vernos hacerlo a nosotros como antes, como al principio, cuando
te escapabas con la bicicleta hasta Vignale. ¿Ya te olvidaste cuando le
mentías a esa estúpida y le decías que ibas a despejar la mente en la
bici o a jugar al fútbol con gente a la que nunca conoció? Jajaja ¡Qué
habías resultado todo un mentiroso pastorcito de morondanga! ¿También
te cogías a las fieles desconsoladas y le dabas un poquito de consuelo?-
Él la miraba avergonzado pero con cierta ira que le nacía de lo profundo
de sus entrañas. Ya no lo excitaba esa mujer. Sentía que la odiaba con
toda su alma. - Dale, -le repitió muy sensual, vamos, vení
conmigo, tengo un poquito de merca ¿No te acordás como te ponías cuando
te aspirabas conmigo unas linitas? O subí al auto que está oscuro y me
lo hacés acá, o ¿querés que te lo haga desde la ventanilla?, le
manoteaba el cierre del pantalón, tal como lo había hecho Isabel la
tarde anterior. Se alejó despavorido del auto mientras las
carcajadas de ella resonaban en el frío aire del atardecer. Recién en ese momento comprendió lo bajo que había
caído. Revivió cada una de sus mentiras dichas a Isabel, de sus ataques
de ira cuando ella, mucho más perspicaz y lista que él descubría las
fallas en sus relatos inventados. Sintió una profunda vergüenza. De alguna manera
él era responsable de Isabel, si algo la había llevado a ese desenfreno,
ese algo había sido él, sus mentiras, sus ocultamientos, su falta de
valorización a esa esposa que lo había apoyado aún en los momentos más
difíciles de su propia historia. Siempre buena, siempre noble, siempre
leal, ahora convertida en una de las putas de Britos. Mientras que Eduardo y Mónica se encontraban en el
camino, Isabel trataba de convencer a Alejo que le devolviese la cinta. -¿Esa sola crees que tengo?- le preguntó sarcástico-
Tontita... te filmé desde el primer día que te acostaste conmigo. Y en
esas cintas aparece todo tu desarrollo erótico, podría decirse. Como te
fuiste transformando de una monjita virgen e inexperta en esta puta
grandiosa que sos. Pero, ¿Qué le pasaba al pelotudo de tu marido, no te
lo sabía hacer? Con razón la Moni le pegó una patada en el culo y lo
mandó a la mierda. Esa es otra hembra que necesita un verdadero macho
cabrío al lado, o una yegua como vos que te luciste ayer, jajaja. Por ser
tu debut,¡ te portaste como toda una profesional del sexo! -No digas eso por favor, lo de ayer fue producto de
alguna droga que me diste...- dijo ella compungida, al ver que el hombre
con quien había engañado a su marido era tan rufián y perverso como el
otro, tal vez en otro sentido, pero malvado al fin, mentiroso, cruel, con
dos caras. -Lo de ayer... y bueno... casi siempre viniste a
buscar no sólo esto- y se tocaba el sexo- también te gustaban los
polvitos mágicos que le ponía al cafecito, jajaja. Eso lo aprendí de
unos brujos del norte. Se llama comevirgen,
y te hizo un hermoso efecto aunque debo reconocer que más de una vez,
sobre todo, las últimas veces que cogimos, no me hizo falta darte nada.
¡Qué hembra que sos, carajo! Yo te hice a mi gusto, por algo me dicen el
hijo del Diablo, y se quedan cortos, ¡yo soy el mismo Satanás!- Largó
una carcajada que la estremeció de pies a cabeza. No difería en nada del
demonio mitad hombre, mitad animal de su sueño de la noche anterior.- Vení,-
le dijo atrayéndola hacia su cuerpo fornido y musculoso, y comenzó a
lamerla por el cuello, por el pecho, le levantaba el sweater, le tocaba
obscenamente los pechos y la entrepierna. Ella se desprendió con fuerza-
Basta!- le dijo. -¡Ya no quiero saber más nada con vos!- -Claro- le dijo irónico- ¿probaste la torta y
ahora te gusta más hacerlo con las nenas? Con razón disfrutabas tanto
cuando la Mónica te la chupaba, jajaja -¡Basta, basta, basta! ¡Debería matarte ahora
mismo!- Y se le arrojó con ira sobre él, pero la fuerza del hombre la
sometió de inmediato y desnudándola con violencia de la cintura para
abajo le dijo:- Ahora vas a ver lo que te hace un verdadero macho, puta de
mierda. En ese momento el perro ladraba desesperado, y él
prefirió asomarse a ver quién venía, momento que aprovechó Isabel para
levantarse del suelo y escapar por la puerta de atrás. Mónica bajaba del auto y él le abrió la puerta.
Mejor que la maestrita se había ido, podría desquitarse a su gusto con
la teñida, a la que la excitaban los golpes y las quemaduras de
cigarrillo; aunque no era tan buena hembra como la otra, pensó. Isabel corrió por el senderito secreto que conocía
de memoria, por miedo de que alguien más viniese por el camino y la viera
saliendo de lo de Britos. A unos cuantos metros de la casa paró a tomar
aire. Aún no podía creer lo que le estaba pasando. Una sombra pasó muy
cerca de ella, entre los espinillos. La sombra de un hombre creyó que
era, iba rumbo a la casa de su ex amante. Le pareció que llevaba algo
en su mano derecha. Estaba oscuro, la luna aparecía de a ratos y
alumbraba mezquinamente el sendero. La visión de esa sombra la paralizó y a los pocos
minutos escuchó varios disparos. No se quedó a verificar qué era lo que
estaba pasando. Tuvo temor de que la sombra volviese y la encontrara como
testigo allí y corrió con todas sus fuerzas hacia su casa. CAPITULO
16 Cuando llegó, Eduardo no estaba. Dio gracias a
Dios por que eso fuera así, no quería verlo. Se daba cuenta de la
dimensión de su error y sentía asco de ella misma. No había podido
recuperar las fotos. Ahora sabía que Alejo tenía otras filmaciones de
sus encuentros sexuales, cada vez más apasionados, más lujuriosos,
lascivos. Si al menos encontrase el arma, la usaría para ponerle final a
su vida. Maldijo la hora en que aceptó el trabajo en la escuela, en que
conoció a Britos y se dejó seducir por sus encantos. Maldijo haber
nacido. Maldijo cada instante de su vida, menos el haber tenido a sus
cuatro hijos. Si algo había sido bueno en su sórdida historia era el
haberlos tenido, a pesar de los disgustos que a veces le daban, de algún
mal rato, de alguna mala contestación, de algún desprecio. Hizo la cena en silencio. Los chicos comieron y al
rato llegaron Abril y su novio que venían a verlos atraídos por un extraño
resplandor que provenía de la ladera del volcán. Una hora después, los
bomberos de Vignale subían por el sendero rumbo a la casa de Britos.
Pronto supieron que la misma ardía en llamaradas insaciables que la
dotación pobre de recursos humanos y materiales no pudieron por más que
quisieron, controlar. Después de más de veinte horas, la otrora lujosa
casa del contrabandista quedaba reducida a cenizas, tal vez debido a la
gran cantidad de alcohol y drogas que había en su depósito, debajo del
piso de la sala. Para asombro de los curiosos y de los mismos bomberos
juntos con el personal policial que acudió al ver el revuelo, dos cadáveres
calcinados asomaban entre los escombros. A pesar de lo avanzado de su
desintegración, los policías pudieron apreciar los huecos de bala que
había en ambas cabezas. Eran el cadáver de un hombre y el de una mujer.
Por el auto también calcinado que estaba afuera estacionado, dedujeron
que era Mónica, la novia de Britos, y que el hombre era él. Ya lo
decidiría el forense en Vignale, si lo encontraban sobrio para hacer su
trabajo. Eduardo había vuelto tarde a la noche, mucho después
de que Abril y su novio habían venido de visita. Estaba sucio, mostraba
raspaduras en las manos y en la cara, como si se hubiese caído sobre
espinillos o alguna otra planta de esas características le hubiese
raspado el alma. Parco, como antes, no quiso comer, se bañó y se
fue a dormir sin casi pronunciar palabra. Al día siguiente, no había en
el poblado otro comentario que lo ocurrido en la casa de Britos e Isabel
respiró con cierto alivio. Tal vez, sí, existía algún buen Dios que le
había hecho el milagro de hacer desaparecer del mapa a esos dos
malhechores que les habían arruinado la vida. Lo que no podía imaginarse
era que Eduardo sabía todo, pero que no podía hablar porque decir algo
le resultaría perjudicial para él también, porque tenía cola de paja. Así que, ambos, como en un pacto de silencio,
decidieron sin decirlo nunca tocar el tema de sus respectivos deslices
amorosos. Dos días después de la muerte de Britos, la policía
buscaba el arma homicida y al homicida, ya que por los disparos en la
cabeza habían deducido que se había tratado de algo intencional, y que
habían usado el fuego para borrar toda huella del o de los asesinos. Pero
no se preocuparon demasiado en resolver el caso y lo cerraron casi de
inmediato. Alguien les había hecho el favor de llevarse al otro mundo al
traficante y contrabandista que hasta con el comisario de Vignale tenía
sucios negocios. De Mónica, bueno, sabían que era más puta que las
gallinas y que había deshecho más de una familia y pusieron la mira en
su ex marido un gangster prófugo de la justicia desde bastante tiempo atrás. El tiempo de las lluvias daba inicio en ese sector
de la cordillera y temían que el río Neuquén se desbocara como caballo
salvaje provocando inundaciones en las poblaciones pobres que se erguían
a su paso. Eduardo no hablaba casi, Isabel no pretendía que
lo hiciese. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Esa noche,
ella volvió a sentir la puñalada en el vientre y cuando se levantó
doblada del dolor percibió que algo cálido y pegajoso bajaba velozmente
entre sus piernas. Encendió la luz y trató de erguirse para caminar
hasta el baño. Como un baldazo de agua sucia, una enorme cantidad de
sangre salió de sus entrañas y se estrelló en el piso de madera, provocándole
un dolor intenso y tremendo. Dio un grito de espanto al ver la cantidad
del vital fluido que como una hemorragia incesante salía de dentro de sí. Eduardo se acercó enseguida, solícito. Se asustó
también al ver el reguero de sangre y la llevó hasta el baño, aunque
ella estaba en su solo quejido por el terrible dolor que se asemejaba al
de las contracciones de parto en el tramo final. Guido se levantó rápidamente y corrió a buscar a
Dalmiro, el médico, quien en pocos minutos estaba allí, tratando de
detenerle la hemorragia. Llovía torrencialmente y era imposible
trasladarla hasta el hospital de Vignale debido al estado calamitoso de
los caminos, además, Isabel había perdido una enorme cantidad de sangre
y era muy peligroso sacarla en esas condiciones. Un rato después habían
detenido la hemorragia, pero ella volaba por la fiebre y deliraba. Decía
cosas incoherentes, pedía perdón, lloraba y repetía, “me muero”,
“Tengo miedo, me muero”. La medicación insuficiente que Dalmiro le daba no
alcanzaba para mejorar a Isabel. Imposible ir hasta Vignale. La única
solución podía tenerla la Machi Juana. -¿La bruja?- preguntó sorprendido Eduardo. -¿Y no fuiste a ella para darle semejante abortivo
a la pobre de Isabel?- Dalmiro la quería como una hija. Y era consciente
del sufrimiento de esa mujer cuando el esposo la había dejado abandonada
en el olvido. Sí, el hijo era de otro, pero eso no le daba derecho a
querer atentar contra su vida. Sí, el médico estaba enojado con Eduardo.
Enojado y confundido. -¿Abortivo? ¿Qué abortivo? ¿Va a decirme que
Isabel estaba embarazada? ¡También ese dolor tengo que soportar! ¿No le
bastó con ponerme los cuernos con ese hijo de puta que
también se embarazó la muy desgraciada?, sí, no me mire así. Mónica
me mostró las fotos de ellas dos haciendo porquerías y de ella con
Britos. Siento asco de solo recordarlas, no puedo quitarlas de la cabeza,
y ¡me alegro tanto de que esos dos malditos se hayan muerto! Dalmiro lo miraba sorprendido. Por primera vez ese
hombre parco y medido en sus acciones y gestos, siempre controlado, había
explotado de ira, de rabia de orgullo herido. Isabel se estaba muriendo,
pero lo único que parecía importarle era lo que él,
estaba pasando. Dalmiro lo tomó del cuello con una fuerza
inusitada para su edad y lo sacudió como para hacerlo volver a la
realidad. La realidad de que él con sus depresiones y sus histerias, su
falta de valor para enfrentar la vida, su narcisismo y su tremendo egoísmo
habían desmoronado a su preciosa familia al punto de haber tocado el
fondo de un abismo, el mismo vientre del volcán, ardiendo en sus voraces
lavas hirvientes y destructoras. Él que era o debió haber sido el sacerdote de la familia, la cabeza, la guía, el modelo a seguir,
había dado el terrible ejemplo de vivir para sí, del egoísmo sin
importar el sufrimiento ajeno, mientras diera algún rédito para su
beneficio personal. Si había una víctima, era la familia en pleno, desde
él, hasta Isabel, pasando por sus cuatro retoños. Eduardo cayó sobre una silla con la cabeza entre
las manos y rompió en un llanto profundo, desgarrador, intenso. Tal vez
había comprendido todo. ¡Quién lo sabría en verdad si él no lo
expresaba! Isabel se moría, tal vez era lo mejor, pensó
Dalmiro para sus adentros. Acabaría el dolor y el sufrimiento de esa
pobre mujer confundida, otrora un ángel que había dado luz a ese pueblo
tenebroso. En esos instantes, un ángel caído en busca de redención. “La
sangre de Cristo me limpia de todo pecado”,
repetía susurrando Isabel en su delirio. -¿Vas a ir o no a lo de la Machi Juana? Yo tengo
que vigilar el suero que le puse- dijo al fin Dalmiro.- Si no fuiste vos,
ha sido la misma Isabel la que se tomó el abortivo, pero se le fue la
mano, o no, tal vez quiso morir con sus vergüenzas, sus miserias más
secretas. -Voy, ¿pero qué le digo? -.Que Isabel
tiene una hemorragia, ella va a saber que darte. Eduardo se calzó un impermeable de lona y corrió
bajo el diluvio hacia la cueva de la Machi. La lluvia se le mezclaba con
las lágrimas de ira, de impotencia, de rabia y por qué no de
arrepentimiento, aunque él fuera de los que se jactaba al decir: “Yo
no me arrepiento nunca de nada”. Llegó
a la cueva de la bruja, que parecía estar en trance, pero enseguida le
clavó los blancos ojos y lo reconoció sin verlo. Ella ya sabía lo que
iba a acontecer esa noche y también sabía que él iría a pedirle ayuda. -Viniste porque algo la querés, ¿verdad? -le dijo
sentenciosa. El fuego serpenteaba y hacía arabescos lúgubres en las
paredes del lugar. -Si no la quisieras, la habrías dejado morir. Ella
vive aún porque no quiere dejarlos, ni a vos que fuiste su primer y único
hombre, ni a sus cachorros. Pero no le queda mucho. Se te va a morir en
menos de lo que canta un gallo... -¡No! ¡Cállese bruja! Qué sabe usted de
nosotros, de Isabel, de mí- lloraba desesperado- Dalmiro dijo que sólo
usted podía ayudarla; deme el remedio para ponerla bien, porque si ella
muere ¡Qué voy a hacer entonces! -Lo escrito, escrito está. Tomá este yuyo y
hervilo en agua durante un minuto. Que el Dalmiro le de con una cucharita
o se lo pase por el suero, ¡que se yo! El sabrá como dárselo. Eduardo estaba por salir cuando ella le dijo:- Él
la drogaba para que estuviese con él, le hizo un gualicho poderoso desde
el día que la vio por primera vez en el pueblo. Vio su ángel y le gustó.
Quiso poseerla, un alma noble donde engendrar un hijo.- Y pensó para sus
adentros, “igual que el padre hizo conmigo”- No la culpes a ella,
estaba sola y confundida. Ahora andate antes de que sea tarde. Salió bajo el vendaval que rompía sus gotas
gordas contra la calleja de piedra y barro, formando riachos que corrían
alocados hacia abajo, hacia el pueblo de Vignale. Con el miedo al Neuquén y un desborde que trajese
inundación y muerte, la gente se preparaba para enfrentar la creciente. Eduardo llegó en el momento más crítico de
Isabel. Dalmiro le daba la medicación que tenía en el consultorio, pero
era conciente de que más allá de la hemorragia, la pobre maestra era
pasto tierno de un maleficio tremendo hecho y conjurado por el mismo
Lucifer. Hirvieron el yuyo y se lo dieron a beber con una
cuchara pequeña. La hemorragia había cedido considerablemente pero se
haría necesaria una transfusión para reponer lo que había perdido. Isabel casi no tragaba. No cabían dudas. Se estaba
muriendo, lentamente, irremediablemente. Nico y Guido se habían encerrado en su cuarto.
Guido culpaba al padre por toda la catastrófica vida que venían llevando
en los últimos tiempos. Nico sabía de su desliz con Britos y se alegró
el día que supo que había muerto. Pequeños corazones que de infantes
cantaban alegres canciones para Dios y rezaban cada noche por una nueva
bicicleta o un televisor nuevo, ahora estaban llenos de odio, de
resentimiento y de rencor sordo y mudo, porque no les permitía expresar
tanto dolor. Al menos sus hermanas se habían ido lejos de tanta miseria,
a pesar de que no habían salido de blanco de la puerta de su casa, como
sabían muy bien había sido siempre el sueño de su madre, al menos eran
felices con sus respectivas parejas. Pero ellos, ellos habían quedado
solos en medio de la nada de ese pueblucho inmundo lleno de espíritus e
historias incontables, de muertes y de engaños. Nicolás quiso por un
instante que su madre se muriese aquella noche de espanto y de dolor. Se
sentía traicionado por esa mujer que él adoraba, como si la infidelidad
más que a su padre hubiese sido hecha a su persona. Tampoco perdonaba al
padre, ya que sabía que ocultaba un amorío, pero al fin y al cabo era
hombre y a los hombres se les puede perdonar una traición, se decía para
sí mismo. De pronto Guido comenzó a rezar por lo bajo, y el
lo miró con rabia -¿Qué
hacés? – le dijo lleno de ira -Rezo- dijo el pibe- ¿No te das cuenta de que mamá
se muere? Don Dalmiro dijo que sólo la podía salvar un milagro y ella
nos enseñó que el único que hace los milagros es Dios, entonces rezo. -¡Pelotudo! Dios no existe. Si existiese ¿nos
habría mandado a este pozo de mierda? ¿Nos hubiera pasado toda la
porquería de vida que nos pasó? Seguro que no. O no te acordás como vivíamos
en BsAs. Nuestra casa, las cosas, la gente que iba y venía, lo felices
que éramos... -y rompió en un llanto estremecedor por lo sentido y
angustioso. Mientras tanto, Guido convencido de que rezar era
lo mejor que podía hacer en esos momentos, elevaba una inocente y
esperanzada plegaria a Dios. CAPITULO
17 Pasó la tormenta. El sol intentaba abrirse paso
por entre los rebeldes nubarrones que no pensaban desistir de su idea de
mandar agua y granizo a la región. Como si el torrente de la lluvia
hubiese sido enviado para borrar toda huella del pasado, para limpiar las
almas torturadas por la culpa, el río se llevó hacia su desembocadura la
mugre de las calles y las del corazón de varios también. Eduardo no durmió en toda la noche. Aunque había
estado enemistado con Dios por mucho tiempo, frente a la inminente muerte
de su esposa, no pudo menos que elevar una breve oración con el
pensamiento. Tenía la enorme necesidad de pedir perdón, pero su orgullo
era demasiado grande todavía, demasiado fuerte, demasiado implacable,
para ello. Isabel respiraba con dificultad, le quedaba una pérdida
pequeña de sangre y Dalmiro, una vez que había parado la lluvia, había
ido hasta su casa a intentar llamar por la radio a la ambulancia del
hospital, pero sin suerte. Cardozo pasó con su viejo auto por la calle,
se veía que había pasado la noche con la novia, Fanny, la prostituta del
boliche del chileno. Isabel abrió los ojos, tenía el pulso débil,
pero igual quiso hablar con Eduardo. No quería irse sin pedir perdón.
Porque así era ella. Blanca y transparente, a pesar de que la vida la había
endurecido, llenado de pecados encubiertos y ocultos. Aunque tal vez,
siempre habían estado ahí, y había hecho falta ese terrible cimbronazo
para que salieran a la luz y así poder desterrarlos del alma para
siempre. Es que Dios parecía ser un Alguien verdaderamente imprevisible y
quizá en su afán de perfeccionar a los de buena madera los pulía y los
pulía hasta poder verse reflejado en ellos, como buen carpintero, que
fue, según dicen, su hijo. No quería morirse con escondrijos en el alma. Con
rencores, con resentimiento. Quería estar en paz con su marido, con los
chicos, con su único y amado Salvador. Eduardo no la dejó terminar de explicar su
conducta, sabía que él no podría callar su parte. Pero no quería
hablar. Creía que manteniendo su caída oculta haría de cuenta de que
nunca había ocurrido. Era su manera de ver las cosas, negar, para creer
que nunca pasó. Pero Isabel estaba empecinada a no morirse sin
pedir perdón y perdonarlo. No quería asuntos sin resolver en el más allá. La debilidad fue más fuerte que su deseo de
enmendarse y se quedó dormida. Cuando Dalmiro llegó de la casa, en donde
había intentado en vano comunicarse con el hospital, descubrió que le
había bajado la fiebre, aunque seguía durmiendo y aún estaba débil por
la pérdida de sangre de la noche anterior. Pasó en esas condiciones todo el día, y cerca del
atardecer, abrió los ojos, esos bellos ojos que lo habían cautivado
veintitantos años atrás y le dedicó una sonrisa desteñida de labios pálidos
y resecos. Poco a poco se fue reponiendo y no hizo falta
hacerle nada más en su cuerpo después que pudieron llevarla al hospital
de Vignale en donde le hicieron una ecografía para ver si quedaba algo
del embrión y hubiese que hacerle un raspado. Eduardo se quedó en la casona con los chicos, y a
Isabel la acompañó Dalmiro en la ambulancia que en ningún momento dejó
de tomarle y acariciarle las manos. - Zafaste negrita- le dijo con ternura- Ya pensaba
que no te iba a volver a ver... Gracias a Dios volviste y creo que ahora sí,
te vas a quedar... No entendió lo que el anciano le quería decir.
Después con el correr de los días, se dio cuenta que había vuelto a
ser la Isabel de antes, pero más sincera, más feliz, más
honesta. La casa volvió a funcionar como siempre, como
siempre que habían estado bien. Las chicas volvieron apenas se enteraron
de lo ocurrido con su madre y se quedaron un tiempo para hacerle compañía
y ayudarla en sus quehaceres. Octavio estaba haciendo un relevamiento de
campo o algo así, respecto a la vegetación y la fauna de la zona que había
casi desaparecido por la
contaminación de las aguas del río, producto de la empresa minera que
había desviado el cause del río y arrojaba, aunque lo negaba
ardientemente, deshechos tóxicos a las aguas que regaban el valle
a los pies del Domuyo. Había arsénico en las aguas o cianuro, en fin,
algo de eso había. Venenos que no sólo contaminaban el agua, sino la
tierra que besaba el agua. Mataba a los bichos y deforestaba el ambiente.
Veneno había en el corazón de los dueños de la minas de oro que no les
interesaba que el agua era lo más importante de la Tierra, más que el
oro, el petróleo o el dinero, porque al fin y al cabo, no puedes beberte
tu dinero. Isabel habló de mujer a mujer con sus hijas y le
contó lo de Britos, ellas le dijeron lo que sabían del padre, cuando
entendieron que Isabel no ignoraba nada de lo ocurrido con la desaparecida
Mónica. En la escuela desde Cardozo hasta los chicos se
preocuparon por ella y la visitaban a diario, hasta la cocinera cocinaba
para la escuela y siempre algo le alcanzaba para que no se esforzase en
cocinar. Pero Isabelita ya andaba mejor, se había repuesto aunque había
quedado todavía un poco débil. Una tarde, mientras limpiaba el galpón de las
herramientas encontró muy bien escondido, el revólver que ella iba a
usar para matar a Britos y la ex amante de su marido. Un extraño
pensamiento le invadió el corazón: ¿Y si Eduardo hubiese sido esa
sombra que vio pasar entre los espinos
aquella noche en que murieron sus dos mayores enemigos? Recordó
que había vuelto tarde, rasguñado y sucio. Sí, casi estaba segura. Pero
no dijo nada, ni siquiera lo mencionó y no cambió de lugar el revólver,
para que nadie sospechase. Las cosas con Eduardo no estaban bien, pero tampoco
mal. El trataba de acercarse a duras penas a Isabel, pero ambos eran
orgullosos y preferían fingir que las cosas estaban andando aunque en la
habitación matrimonial las cosas directamente no andaban de ninguna
manera. Ella había vuelto al dormitorio cuando las chicas volvieron a
Sendero y porque no quería morirse sola como un perro y estaba dispuesta
a perdonar si había alguien que
pidiera sincero perdón. Pero ese era otro milagro que no se sabía si el
Supremo estaba dispuesto a hacer porque según decían no se metía con el
libre albedrío de los hombres. El novio de Camila le había conseguido un trabajo
a Eduardo en Vignale al que tenía que ir tres veces por semana. Por lo
menos eso lo mantenía ocupado, ya que la tormenta de aquella noche
terrible había arrasado con el humilde vivero. Isabel se
preparaba para tomarles exámenes a los chicos ya que no habían
conseguido maestra suplente en ninguno de los dos cargos. Pero no le
incomodaba preparar las cosas porque eso la mantenía ocupada y no pensaba
en cosas tristes. Una mañana le llegó a Cardozo una carta de la
fundación en donde le hacían saber que finalizado el ciclo lectivo,
cerrarían las puertas del colegio para siempre. Fue un duro golpe para
Isabel saber que una vez más se quedaría sin empleo. También darse
cuenta de que ya nada la ataría a Sendero de los Justos, aunque había
llegado con el correr del tiempo a encariñarse con los pobladores. Al medio día salió a contarle a su amigo el viejo
médico las malas noticias de la escuela. Lo encontró atendiendo a Rómula,
que tenía los ojos llorosos y salía con un sobre en la mano. Dalmiro la recibió con el cariño de siempre y se
puso triste al escuchar lo que Isabel tenía para decirle. Fue entonces
como para querer cambiar de tema la maestra le preguntó al médico qué
le pasaba a Jacinta, si es que le podía contar. Y sí, en el pueblo ya no
había secretos.- Tiene cáncer- le dijo con voz grave- de próstata,
continuó, cerrando la frase. - Pero... - dijo Isabel- ¿Cómo de próstata si es
mujer? -Por eso, porque Jacinta es en realidad Jacinto Huéspedes-
y ya que su amiga se iría del poblado para siempre, no quiso llevarse el
secreto de las supuestas hermanitas Valletrero. -
Se mudaron a Sendero en los ochenta, y a pesar del “destape” que trajo
la democracia, no estaba bien visto que dos hombres se amaran y quisieran
vestirse de mujeres. Menos si uno de ellos era el cura del pueblo. Sí, Rómula
es en realidad Rómulo y se enamoró perdidamente de su organista Jacinto.
Córdoba era muy remilgada y puritana para esas cosas y debieron huir el día
que los encontraron teniendo sexo en la sacristía- el viejo médico sonrió
pícaramente. - Ahora es tan común, ¿verdad?- Ella se puso incómoda,
recordaba su experiencia sexual con la finada Mónica, intentó
disimularlo.- Pero acordate de esos años... Salíamos de la represión,
de la mojigatería de la religión y las supuestas buenas costumbres que
nos imponían los mismos que torturaban y asesinaban personas arrojándolas
vivas al río desde los aviones, o que le metían ratas vivas por la
vagina de las mujeres para torturarlas... En fin. Gracias a la vida, esos
años negros se fueron. - Dijo a modo de cierre. Isabel
salió rumbo a la escuela y el viejo médico pensó en voz alta: Te
han perdonado, y salís del Purgatorio. Ojalá encuentres tu
propio Paraíso. Era
uno de esos días en que Eduardo estaba trabajando en Vignale y siempre
llegaba alrededor de las 7 de la tarde. Ese día la llamó al colegio para
avisarle que se quedaría un rato más, y a ella se le vinieron
pensamientos oscuros nuevamente, pero no le dijo nada. Ambos habían hecho
un pacto de silencio. Le contó lo de la escuela, así que ambos se
pusieron de acuerdo en buscar algo en la ciudad, para ella un trabajo y
una casa para la familia. La reconfortó de alguna manera cuando él le
dijo que ya no quería tenerlos lejos de sí nunca más. El
resto de la tarde se desarrolló con normalidad. A la noche, Eduardo
regresaba cansado del trabajo, comía unos bocados y se acostaba casi sin
hablar de lo sucedido en el día. Después de todo habían hablado algo
por teléfono. Al
día siguiente, el hombre fue a hacer unos trabajos al galpón, y buscando
unas herramientas que creía perdidas, encontró el revólver. Un
pensamiento negro le cruzó por la mente. “¿Y si hubiese sido Isabel la
que hubiera asesinado a Mónica y a Britos y después incendiado la casa?
Quizá por celos, quizá...fuera uno a saber por qué. La policía aún
buscaba el arma homicida y tuvo miedo que alguien le chimentara a los
milicos del amorío de Isabel con Britos o del suyo con Mónica y de golpe
y porrazo se transformasen en los principales sospechosos. Limpió el arma
lo mejor que pudo tomándola con guantes y borrando toda huella posible,
la envolvió en una bolsa de nylon y sacó la bicicleta del galpón y
pedaleó raudo hacia las aguas del caudaloso río. Isabel había salido a
caminar ese mediodía y sin querer había llegado a las márgenes del Río,
ella también, de lejos divisó a su marido y se acercó a saludarlo pero
a pocos metros de él, que no la había visto, vio como arrojaba un
paquete pequeño a lo profundo de las aguas. Un paquete pequeño, pensó. ¿Qué
podría estar arrojando al río con tanta cautela? Y allí se dio cuenta.
Estaba deshaciéndose del arma que había asesinado a Britos y a su
amante. No iba a callar nunca más y se acercó decidida a él. -¿Qué
estabas haciendo Eduardo? El
hombre se puso pálido al verla. Sabría que la había descubierto. Pero
no iba a decir nada, para protegerla. -Nada,
simplemente vine a ver el río- le mentía, como antes, como siempre. -¿Por
qué me mentís así en la cara? Acabo de verte arrojar algo al río. ¿No
sería tal vez el arma con la que mataste a Alejo y a tu amante? -¿Que
yo maté a quién? Ah, ¡bueno! Entonces, ¿también creés que soy un
asesino, verdad? Entre tantas cosas que soy para vos soy un asesino... ¡Y
yo que pensé que a TU amante o debo decir a TUS
amantes los habías matado vos! Porque dejame decirte que se te veía muy
contenta en las fotos cogiendo con los dos- Por fin se rompía el estúpido
pacto de silencio y se sacaba la mierda afuera del corazón. Por primera
vez desde que les había pasado aquello, él no había dicho ni media
palabra.- Estoy tirando el revolver al río para protegerte, pero veo que
preferís culparme antes de reconocer lo que hiciste para tapar tus
errores. Nunca te alcanza lo que hago por vos, jamás te voy a satisfacer,
siempre va a ser poco aunque ponga el pecho a una bala dirigida a vos, te
va a parecer poco. – Y se subió a la bicicleta dispuesto a irse. Ella
lo retuvo y mirándolo a los claros ojos le dijo: - Yo no fui.- y dando
media vuelta, volvió por el camino por donde había venido. Llegó
llorando a la escuela. Ese pasado vergonzoso volvía a presentársele
cruel y diabólico como si el espíritu de ese hombre lujurioso que la había
hecho cautiva de sus caprichos volviera a
aprisionarla de nuevo. Su
marido había creído que ella era una asesina. Bueno, al fin y al cabo
ella también lo había creído de él. Había sido como si todo lo malo
pudiera llevarlo a cabo Eduardo y no ella. Él no tenía derecho a
enjuiciarla, pero ella tampoco podía arrojarle la primera piedra. Los dos
habían caído bajo. Estaban a mano. CAPITULO
18 Toda
relación se basa en la
confianza. Entre Eduardo Robles e Isabel, ese ingrediente se había
perdido hacía mucho, pero mucho tiempo. Cardozo
lo sabía, hacía ya unos tres o cuatro años que Isabel estaba junto a su
familia en el pueblito. Habían llegado a tener una cierta relación
amistosa. -Cuando
la escuela se cierre- dijo el director- nos van a pagar una indemnización,
como está convenido en estos casos. También me hablaron de una
posibilidad de dirigir otra escuela en Río Gallegos, pero no sé...Toda
mi vida, tal y como la conozco desde que me fui de Buenos Aires la he
pasado en este agujero cordillerano- sonrió con cierta tristeza mezclada
con nostalgia de un pasado que de vez en cuando volvía a su memoria.
Continuó:- ¿A vos no te interesaría irte a Río Gallegos?, el sueldo es
muy bueno, te dan casa y creo que hasta movilidad. Por ahí, es una buena
ocasión para cortar con las cosas que te atan acá, y que no te dejan
seguir adelante. Isabel
lo miró a los ojos. Ese hombre que había sido su superior, jugador
compulsivo y novio de la puta Fanny, había leído el interior de su alma
y descubierto el anhelo profundo de comenzar una vida nueva lejos. Lejos
de Eduardo, especialmente. - Eduardo tiene un buen trabajo en Vignale. No sería
justo pedirle que me acompañe a Río Gallegos. - Que yo recuerde- dijo Cardozo- él no te pidió
que lo acompañaras a Viedma.- fue sentencioso en su afirmación.- ¿ Por
qué habrías de pedirle vos a él que te siga? No te parece Isabel que es
un buen momento de que cortes con ese pasado tortuoso y emprendas el
camino del futuro que tenés por delante? – Isabel esquivaba la mirada-
Vos ya no lo querés...- No, ella estaba confundida. Era el padre de sus
hijos, su primer hombre. Pero Cardozo tenía razón, tal vez no amaba a
Eduardo, ella sentía en lo profundo de su ser que el amor era otra
cosa.- Tomate un tiempo ahora vos alejándote de él. - No puedo alejar a los hijos del padre, sería
cruel. - Isabel, los pibes ya son grandes, dejalos que
elijan con quien quieren estar, pueden tener una custodia compartida, ¡qué
se yo! Dejate de joder vos sos una mujer joven, linda en todo sentido y te
lo digo con todo respeto, ya me conocés. ¿No merecés acaso con todo lo
que pasaste una segunda oportunidad? Al lado de Eduardo vas a envejecer, a
vegetar, y vos sos demasiada mujer para él, perdoname que te diga. Acto
seguido, buscó en el cajón de su escritorio unos papeles y se los dio a
la profesora. Era el contrato para la dirección de la escuela en Río
Gallegos, otro centro educativo de la Fundación a la que pertenecían. Faltaba
poco para el fin de año. Se acercaba la Navidad y esa era una festividad
que por mucho que el cura se esmerase en promocionar, no tenía más público
que las “hermanas Vallestrase”, la
mujer de don Olegario y algún que otro feligrés que se descolgaba por
puro aburrimiento, nomás. Nunca
habíamos festejado la Noche buena y la Natividad del Señor era una
fiesta que tratábamos de evitar porque quien más, quien menos, tenía
algo que lo entristecía y le
llevaba a recordar otras épocas, otras vidas. Después
que salieron de la escuela, Isabel se puso a preparar algo rico porque venían
las chicas con sus novios a cenar. Al menos habría bulla otra vez en la
casa, Camila y Abril eran dos cascabeles enamorados y los pibes, las hacían
renegar como buenos hermanos adolescentes que eran. Octavio
trajo la noticia en medio de la cena, de que la policía había
determinado que el arma asesina de Mónica y de Britos había sido una
escopeta de caño recortado, y la andaban buscando por la zona, aunque
estaban convencidos de esas muertes habían sido producto de un ajuste de
cuentas al estilo mafioso. Eduardo
no hizo comentarios, nunca los hacía. Era un buen momento para pedir perdón,
pero no, era demasiado orgulloso. Isabel
sintió un nudo en la garganta. Había creído que su marido había matado
a la pareja por celos. Celos por Mónica que había sido su amante. Nunca
se le había cruzado por la cabeza, que los celos hubiesen sido por ella.
¡Qué va! Podía pasearse desnuda a caballo como Lady Godiva, que a él no le importaría. Nunca le había hecho una escena, ni
siquiera una insinuación de temer perderla. Estaba segura que seguían
juntos por razones económicas y por los chicos. No, por más que él se
lo dijese de vez en cuando, ella estaba convencida que en medio de tanto
escondrijo y mentiras, sus “te
amos “eran tan falsos como las mentiras en la que lo había
descubierto muchas veces. ¿Cómo
creerle a alguien que oculta y miente tan descaradamente en cosas
absurdas, que no tienen por qué formar
parte de una telaraña de mentiras? De
todas maneras, Eduardo era inocente, o al menos, no los había matado con
el revólver calibre 22 del antiguo residente de la casa. Pero
el daño ya estaba hecho. El hecho de que tras veintitantos años de
convivencia ambos se creyeran asesinos era suficiente para corroborar que
no se conocían, que nunca habían sido “uno”. Tal
vez la causa que hizo que Isabel decidiera contestar afirmativamente al
pedido de directora, fue esa, descubrir que no había nada entre ellos, no
había confianza, no había habido respeto, no había habido, en
definitiva, amor. Sólo costumbre y rutina, comodidad, indiferencia. Los
chicos de la escuela decidieron hacerle una despedida a su maestra querida
y pensaron que darle una sorpresa la tarde de Noche buena, sería lo
justo. Los nueve o diez pibes
que habían sido sus alumnos se descolgaron por lo de los Robles con
turrones, pan dulce gaseosas y sidra, para saludar a quien tanto habían
querido. Dalmiro estaba en la casa en ese momento, tomando un vinito
patero que le habían regalado a Eduardo, y junto con los chicos, apareció
Vicente del brazo de la Fanny, que según nos contaron, había decidido
cambiar de vida y dejar el prostíbulo .Segura de que su novio se gastaría
toda la indemnización en lo del chileno,
lo había convencido para mudarse lejos de Sendero, a la provincia de San
Luis, en donde tenía familia. Cardozo también dejaba el Purgatorio. El
amor o lo que fuera que lo unía a esa mujer lo había redimido. ¡Desafortunado
en el juego, afortunado en el amor! ¡Que tanto! Sin
proponérnoslo estábamos festejando la Noche Buena, bajo una parra
rebelde que había decidido no morir nunca aunque sus uvas eran medio
agrias todavía. Uno de lo pibes sacó unas fotos de aquel memorable
festejo con una vieja Polaroid
que había sido de su padre y repartió copias entre los presentes, a
manera de recuerdo. Esa
fue la única fiesta de Navidad que tuvimos en Sendero de los Justos y
debo reconocer que fue traída de la mano de ese Ángel, de ese ser de Luz
que era la Isabelita de Robles. A pesar de las pruebas y de la mugre que
brotó de su vida, había quedado brillante como oro refinado en siete
hornos, y había salido victoriosa. Una
semana después, Octavio trajo el comentario de que el volcán había
entrado en actividad después de muchísimo tiempo de haber estado
dormido. Casi como para
confirmar sus afirmaciones, el Domuyo comenzó
a disparar nubes de ceniza gris que caía sobre el pueblo como una
nieve sucia y nos obligaba a andar con barbijo. La ceniza tapó las
calles, los canteros de quienes tenían alguna flor, ensució las aguas
del río que empezó a tener un cierto hedor que alejaba a los pescadores. La
Machi Juana bajó al pueblo y parándose en medio de la improvisada
plazoleta, frente al almacén de don Olegario, empezó a gritar blandiendo
el bastón que el espíritu del Volcán estaba enojado y pedía justicia. - ¡Arrepiéntanse! - gritaba cual predicador evangélico-
El volcán quiere ajusticiar a los malvados, el diablo aún no ha muerto,
no se crean que ya pasó el
peligro, el Mandinga anda suelto buscando a quien devorar como gato montés
hambriento!- La gente la observaba con cierta curiosidad, pero no era la
primera vez que bajaba en pedo de
la cueva y se ponía a gritar incoherencias. CAPITULO
19 Eduardo había
hecho planes para trasladar a su familia a Vignale, ya había visto
una casita que tenía casi apalabrada. La mudanza sería cuestión de unas
semanas. Para enero del año entrante, estarían en su nuevo hogar. Pero
la vida, el destino, o qué sabé qué cosas superior, se había
empecinado en arruinar los planes de una nueva vida para los Robles. El
volcán además de ceniza estaba preparando un fuerte vómito de fuego y
lava, y no sólo Sendero de los Justos sería el principal afectado, sino,
que según estudios que habían realizado los geólogos la lava y el
desastre llegarían hasta la misma Coronel Vignale. Por ende, los planes
de mudanzas quedarían postergados para quién sabe dónde. La gente de Defensa Civil
de la Municipalidad de Vignale llegó una mañana al pueblo para
avisarle a la gente de allí que debía prepara sus cosas y emprender una
rápida retirada, por el volcán estallaría en cuestión de días y no
había tiempo que perder. Los que no tuviesen medios de locomoción serían
trasladados hasta Choele- Choel en camiones de la Gendarmería Nacional
que el gobierno había dispuesto para la evacuación, pero para ellos,
nada más que un bolso con documentos y ropa, porque no había lugar para
posesiones materiales o recuerdos. Cada uno se aprontó lo mejor que pudo, de acuerdo
a sus posibilidades. Cardozo se fue con la Fanny apenas se enteraron llevándose
unas pocas pertenencias a San Luis; Jacinta había empeorado en esos días
y era inadecuado movilizarla, además estaba el hecho de que Rómula, como
siempre había querido que lo llamasen, no deseaba abandonar a su compañero
de toda la vida y no le importaba morir bajo el escupitajo de fuego del
Volcán, el que consideraba su forma de redimir su pecado. El tiempo apremiaba, el volcán rugía con quejidos
sordos que parecían
atragantarse en sus propios retumbos, como un tambor mapuche, o el grito
ahogado de la tierra que se resistía a morir a manos de una sola de sus
especies. Los Robles prepararon lo que pudieron, algunas
cosas las llevaría el médico en su vieja Dodge; pero una vez más
“Alguien “metía un palo en la rueda” porque la camioneta dijo basta
y no hubo Dios que la hiciese arrancar. No había tiempo de llevarla a algún
mecánico, se había fundido y ya no tenía arreglo. Así que para Dalmiro Basterrica quedaba una única posibilidad de huir: los camiones de la
gendarmería. Prepararon lo que pudieron llevar en un bolso cada
uno de los chicos, Nico y Guido, Isabel juntó documentos y otras pocas
cosas, algunos ahorros, no demasiado. La indemnización la cobraría más
adelante, según le habían informado, en un depósito que la Fundación
le haría un banco de su Sistema. La montaña estaba nerviosa, la cordillera del
Viento despedía olores nauseabundos producto del azufre de las entrañas
del volcán. Guido quiso comprobar si lo que había visto en una película
una vez era cierto, y el agua del río se calentaba y se transformaba en
ácido, y sin que sus padres lo supiesen en medio del desparramo de la
evacuación se echó a correr hacia el Neuquén. -¿Dónde está Guido? – preguntó Isabel a punto
de partir en un camión de la gendarmería. A lo que Eduardo contestó:-
Creo que salió con Octavio, hace un rato. -¿Crees o estás seguro?- lo increpó Isabel que
cuidaba con uñas y dientes a sus cachorros, sobre todo ante un inminente
peligro. - No sé, bueno, lo vi con Octavio debe de estar
con él, vamos que es tarde, seguro que se fue en otro camión. - ¿Sin avisarnos? No, no lo creo, Guido no hace
esas cosas... - Bueno, que se yo, esto es un pandemónium y capaz
que me dijo y yo no lo escuché, no le presté atención- “Como
siempre” pensó Isabel, pero no era momento de discutir con el hombre. -
Andate vos en ese camión, yo salgo en el próximo, nos encontramos en
Choele Choel. -
¿Estás segura? Dejate de embromar, debe estar con Octavio. -
No me interesa llegar cinco minutos después pero con la seguridad de que
no le pasa nada. - Hacé lo que quieras- le dijo Eduardo que tenía
demasiado apuro por huir. Nico se bajó del camión y se quedó con la
madre. - Yo te acompaño, Ma.- le dijo a Isabel. - ¿Vos también?,- dijo Eduardo a su hijo mayor.-
¡Ma, sí! Hagan lo que quieran. Y se fue con el camión del Gobierno, cuesta abajo
hacia la ciudad en la que habrían de refugiarlos del enojo del volcán. Isabel salió con Nico rumbo al río, pero para
cubrir más espacio Nico salió por el sur del pueblo e Isabel tomó por
el senderito secreto que llevaba a la casa de Britos. Detrás, pasaba un
brazo importante del río. Llegó al lugar en donde había
tenido sexo desenfrenado y lujurioso con el mestizo contrabandista.
Todo eran escombros y basura. Igual que lo eran
esos sucios recuerdos dentro de su alma. De pronto vio un vehículo estacionado cerca de lo que había
sido una huerta y vio a un hombre musculoso y moreno cavando un pozo con
una pala. Se le heló la sangre. Creyó estar viendo a un fantasma, no, no
podía ser él, no, ¡era imposible! ¡Britos había muerto esa noche
terrible!. Sin embargo, el contrabandista estaba ahí, vivito y cavando un
pozo del que extraía un pequeño cofre de metal envuelto en una bolsa
negra de plástico. Se dio vuelta sobre sí mismo y sacando un arma de su
costado la encañonó al presentirse observado -¡Maestrita!-
dijo sonriendo- Sos la última persona que pensaba ver por estos pagos,
pero ya que estás acá, bienvenida. ¡Qué lástima que no tengo comevirgen a mano, sino, ¡Cómo nos divertiríamos! Isabel estaba petrificada, no podía creer lo que
veía. Entonces ¿quién era el otro hombre que encontraron muerto y
calcinado junto al cuerpo de la farmacéutica? Él hijo del Diablo, no por
nada tenía ese apodo, pareció leer
el pensamiento femenino. ¿Quién
era el otro pelotudo al que maté? Un cómplice de la Mónica, otro macho
que tenía esa yegua. ¡La muy puta! Decí que cogía lindo, pero no tan
lindo como vos, le decía rumoroso, acercándosele sensual, con sus músculos
transpirados por el esfuerzo de cavar unos minutos antes. Hasta su olor a
transpiración era sensual y percibía que lograba marearla
y retrotraerla a otros tiempos, como si en cada palabra estuviese
hipnotizándola. Pero el recuerdo de la vez que estuvo al borde de la
muerte al abortar accidentalmente a un hijo suyo, la hizo reaccionar y más
que deseo sintió asco por el hombre que la había drogado para poseerla
una y otra vez. -Venite
conmigo linda, - le enseñaba unos pasaportes falsos y dinero, mucho
dinero. - Después de estar conmigo ninguna puede tener otro hombre,
ninguno puede satisfacerla como lo hice yo- Mirá la Moni, se trajo a otro
Macho para que me liquidara y quedarse con el territorio que es mío por
derecho. ¡Pobres pelotudos! Se la comieron lindo los dos. Un tiro en la
panza y otro en la cabeza de cada uno para que no anduviesen jodiendo, y
después mucha nafta y kerosén para que no quedara ninguna huella. No me
vas a decir que no soy un genio.- Se acercaba cada vez más, pretendía
abrazarla, besarla, como antes, como cuando era su cautiva. Casi lo logra,
aunque ella intentaba zafarse de los brazos fuertes- venite conmigo, te
hago mi hembra, no sabés como te extrañé, como me preocupé cuando supe
que perdiste un hijo mío...- le acercaba su boca lujuriosa con que la había
besado tanto...tanto. -¡No!,-
gritó sacándose al hombre de encima, pero esta vez él estaba demasiado
caliente, más caliente que las piedras del volcán
e intentó someterla a
sus deseos, a sus instintos animales, a sus pasiones. La arrojó al piso y
le levantó la remera para tocarle los turgentes pechos que no había
podido olvidar, se desprendió la bragueta
e hizo lo mismo con la de ella, para bajarle el pantalón ,
mientras con una mano hacía esto con la otra la sujetaba e intentaba
sofocar sus gritos con su boca y con su lengua. Ella pataleaba intentando
sacárselo de encima cuando de repente el hombre se quedó quieto y un
hilo de sangre comenzó a correrle por la comisura del labio. Sus ojos se
pusieron vidriosos y cayó muerto sobre su cuerpo tembloroso. Cuando se lo
quitó de encima, la Machi Juana tenía en su mano derecha un puñal del
que chorreaba sangre. La sangre de Britos, su hijo. -Yo le di la vida a esa fiera, y yo soy la única que tiene derecho
a quitársela. Andate, nunca viste nada. No se puede matar dos veces al
mismo hombre, además el volcán va limpiar toda la mugre que hizo en vida
este desgraciado. Tomá, llevate la plata- Y le extendió el cofre. -No
puedo aceptar eso. Es dinero sucio. No Machi Juana- Todavía temblaba. La
bruja lo arrojó al suelo y se sentó al lado de su hijo al que tomó en
sus brazos y comenzó a mecerlo como a un niño, mientras se empapaba con
la sangre que era un poco suya también. - Anda pa’ bajo , tus
hijos están bien, esperándote con el dotor. Dejame con mis
fantasmas, total, yo ya estoy muerta. Morí el mismo día en que concebí
a este hijo guacho, mitad indio mitad gringo. Morí para mi tribu, morí
para el que me lo había metido en el vientre, a la fuerza con la
comevirgen como te lo metió a vos, Isabelita. Pero yo te lo saqué
aquella mañana fría en que me invitaste a tomar unos amargos. Al día
siguiente que quisiste endilgarle el crío a tu marido. Te lo saqué por
que era otro Diablo esa semilla del Alejo, y porque tu marido puede ser
muy zaino, pero no es tan malo como para que le hicieses eso. Ni vos
tampoco. ¿No te preguntaste quién sacó de su escondite el arma con el
que pensabas matar a esos dos mandingas? –Isabel la miraba atónita, ¿cómo
podía saber tanto?- Lo único que te digo es que tus hijos te adoran y
hubiesen matado por vos, de haber sido necesario, ahora ¡andate! - le
gritó,- ya se viene el desastre, el fuego, el lodo, el alud y el Ángel
de la Muerte con su guadaña en la mano. El río se ha apestado y todo es
muerte y destrucción.- Y acto seguido se degolló con su propio puñal. Isabel
salió corriendo de ese lugar que ya tenía un fétido olor a azufre ya
otros elementos que salían de la garganta del volcán. Llegó a la boca
del pueblo y tal como la Machi Juana lo había dicho Nico y Guido la
esperaban al lado de Dalmiro. Subieron rápidamente al camión y huyeron
del pueblo que se llenaba de fuegos artificiales, de sombras y de muerte.
Un río de lava hirviente amenazaba con taparlo todo y no se quedó con
las ganas. EPÍLOGO ¿Cómo sé lo que acabo de contarle?- dijo el
anciano apretando contra su pecho una revista ajada del National
Geographic.- La Isabel me contó
lo últimos detalles en el camión de la gendarmería mientras escapábamos
del fuego que quería deshacerse de nosotros a toda costa. Cuando llegamos a los refugios se me perdieron de
vista. Nunca supe si volvió con Eduardo, el marido, o si tomó coraje y
se embarcó a la aventura de irse con sus hijos que la seguían más a
ella que al padre a Río Gallegos. No, nunca supe nada más de la maestra
que un día gris llegó al pueblo de las almas en penas. Ella que parecía
un ángel, se transformó en un condenado, pero después de tanta
peripecia y sufrimiento salió airosa convertida en lo que era: un ser de
luz que irradiaba amor por doquiera pisase. No sé si me quedé dormido y
me trasladaron a otro refugio, o si de pronto todo se me puso negro y me
caí redondo al piso y me trasladaron acá, pero lo cierto es que desde
que desperté, sólo me he topado con algunos ex vecinos del pueblo, que
parecen o se hacen los que no me reconocen. No importa. Ellos también
querrán olvidar sus mugres. Si salieron del Purgatorio, como yo, es que
ya han sido perdonados, también. La doctora Vallejos se lo quedó observando unos
momentos. Este paciente suyo, Dalmiro Basterrica, que había estado catatónico
durante más de quince años, había despertado un día, meses atrás y no
había parado de contarle a
quien quisiera escucharlo, esa coherente, sí, ¿por qué no?, bastante
coherente historia de un pueblo que jamás existió, cercano a una ciudad
que tampoco nunca estuvo en el mapa. Dalmiro había sido médico, allí, justamente en
donde estaba el hospital neurosiquiátrico, a las afueras de su Rosario
natal. Luego de la muerte de su hija y posteriormente de su esposa, se había
deprimido al grado de intentar suicidarse en varias oportunidades, en la
última quedó en estado catatónico y recién después de una navidad en
que unos muchachitos bienintencionados habían ido a festejarla junto a
los internos, había abierto los ojos de su largo letargo y había
comenzado a contarle a todos la historia de los Ramos, de Cardozo, del
chileno, de la Fanny y tantos otros. La psiquiatra se preguntaba si lo habría soñado
todo, imaginado o quién sabe cómo había llegado hasta él ese cuento
tan bien contado de esa familia atribulada. -Tengo
la foto- le dijo Dalmiro a modo de corolario- de la fiesta de Navidad, la
de la vieja Polaroid- y sacó de
dentro de la revista efectivamente una fotografía. La médica la tomó
entre sus dedos y él dio la vuelta al escritorio para presentarle a sus
amigos del pasado. -Este
es Eduardo, esa es Isabel, los chicos, las hijas y los novios, Cardozo con
la Fanny. Mayra, Lorenzo, en fin los pibes de la escuelita. Y este soy yo,
¿me ve, estoy con la copa en la mano, disfrutando de la fiesta? Ella no salía de su asombro. Esa foto era una foto
de Navidad, pero de la Navidad pasada, en la que habían venido los chicos
voluntarios y los que Dalmiro mencionaba como sus amigos eran otros
internos, otros enfermos como él que tenían más de un tornillo flojo. Y
él, en fin ,estaba, pero en su silla de ruedas, mirando sin ver, perdido
quizá en la fiesta que tanto contaba había tenido ese año en el pueblo
imaginario. La doctora terminó su turno. El caso de Dalmiro la
tenía dentro del hospital más tiempo del necesario, pero no podía
evitar escucharlo hablar de “sus amigos” en cada sesión de terapia.
Era fascinante su descripción del lugar, de la gente de los problemas y
las tribulaciones de cada uno. Recordó un cuento de Borges en donde alguien es
producto de un sueño de otra persona. Toda su vida es producto de lo que
otro ha soñado, y finalmente ese que sueña la vida de otro semejante y
le designa un destino, entiende que él también es producto de un sueño
soñado por un tercero. Sonrió con tristeza. Pensó en su vida, sus
cargas sus obligaciones, su soledad, sus angustias, sus pérdidas y sus
ganancias. Dalmiro había señalado a Isabel en la foto navideña. Y la
supuesta Isabel no era otra más que ella misma, parada a un costado de la
sala de visitas observando lo que pasaba con sus pacientes. ¿Sería su vida acaso un sueño soñado por otro
paciente catatónico, en coma o esquizofrénico severo? ¡Quién podría
asegurar que no o que sí! Pero, esa, la suya, era otra historia. Y otro sería el encargado de contarla. FIN |
Alicia Cruceira
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