Metamorfosis del corazón |
"Si Dios no existe, entonces todo está permitido” |
Su
guardia terminaba en cuarenta minutos, pero tuvo que salir igual. Maldijo
por centésima vez cuando sus zapatos se enterraron en el barro blando y
patinoso. Los
perros le ladraban y algunos hasta se animaron a acercársele y
garronearle los tobillos. Tenía
la cara mojada y el paraguas se le daba vuelta cada dos por tres, por lo
que en un arrebato de bronca lo cerró y estuvo a punto de tirarlo a un
costado de la calle
empantanada. Pero lo pensó dos veces y, sopesando lo que lo había
pagado, prefirió guardarlo en la mochila y seguir sin él. Las
casuchas se apilaban en una suerte de camino de hormigas y de ellas
brotaba el fuerte hedor de los orines rancios que se mezclaba con el olor
de la grasa recalentada y el vino barato. Tronaba
y los postes de la luz parecían hamacarse con el viento, las chapas de
los techos miserablemente construidos, golpeaban contra los tirantes. De a
ratos una risa, un llanto de bebé o un grito, cortaba el silencio. Llegó
a la casilla veintitrés, el lugar de la emergencia; aunque más que
casilla era una tapera. Se
mordió los labios de impotencia ante tanta miseria, tanto dolor. El
maletín de médico le colgaba de la mano empapada y se felicitó por
haberlo puesto dentro de una bolsa de consorcio. Apretó el puño para
golpear la madera roída y destartalada que hacía las veces de puerta y
por qué no, de pared. Alguien
que la vio desde adentro corrió para
abrirle y dejarla pasar. No era mejor el cuadro con el que se encontró
adentro. Varias latas ubicadas estratégicamente invadían el piso de port
land, desparejo y roto. El ambiente no tenía más de nueve o diez metros
cuadrados y contaba con una cama desvencijada, una mesa pequeña, dos o
tres sillas viejas y al fondo, sobre el piso desnudo, un colchón de dos
plazas. En
el lecho había una mujer
joven, de escasos treinta y cinco años, muy desmejorada. A su alrededor,
cuatro niños de no más de
diez y un bebé que apenas llegaría a los seis meses. La
mujer tosía con esa tos perruna que arranca, pareciera, pedazo de carne,
trozos del pecho. Le
extrañó que los chicos estaban calmos y pulcros. Las viejas sillas
estaban cubiertas con unos trapitos coloridos, atados a las patas. La
mayor de los hijos, se acercó solícita a su madre y le trajo un vaso con
agua y una aspirina. Revisó
a la pobre mujer y mientras sorteaba las goteras, escribió algunas
indicaciones en un papel. Buscó
en su maletín algo similar a la medicación que necesitaba. Pero no
encontró nada y recordó que en la sala de primeros auxilios tenía
exactamente lo que quería. ¡Pero llovía de tal manera! Y sólo pensar
en las diez cuadras de barro y las jaurías hambrientas, la acobardó. Sintió
rabia por la situación. “Si Dios no existe...”, recordó la frase de
Dostoievsky. La
desolación, el hambre y la miseria, la hicieron dudar de la existencia de
Dios. Dejó sus pensamientos a un lado y le explicó a la nena mayor cómo
calentar el agua para que su mamá aspirara el vapor. Sacó unos caramelos
de la mochila y los repartió entre los pequeños. Sintió lástima,
misericordia, pena. Pensó en el cómodo departamento en el que vivía, en
el sillón de cuero del living, en su mullida cama. Miró a la enferma,
entre sábanas harapientas y latas llenas del agua de la lluvia. Los
ojitos de los chicos parecían inquirirla y esperar algo de ella. ¿Un
milagro? De
repente, sintió tanta vergüenza... Tomó
el maletín y salió a la calle, casi sin despedirse y comenzó a correr
entre el barro y la basura. Parecía que huía de la imagen miserable de
la pobre mujer enferma, de sus hijos, de su rancho. Faltó
poco para que tropezara y cayera. Los mocos y las lágrimas le corrían
con violencia por las mejillas y lloró a gritos, mientras sus gritos se
confundían con los truenos y el pitido del tren. Llegó
a la sala, empapada y con barro hasta las orejas. Teóricamente, su
guardia había terminado hacía ya diez minutos y aunque su reemplazo no
había llegado, tenía la libertad de irse a su casa y olvidarse de todo. Sin
embargo, abrió la vitrina de los medicamentos y eligió los que la mujer
necesitaba. Los envolvió cuidadosamente en una bolsa de plástico y
tomando otras cosas que creyó conveniente llevar, embolsó todo y volvió
a salir a la calle rumbo a la casilla veintitrés. Pasó
toda la noche y cuidó a la
mujer enferma que volaba de fiebre y
deliraba de a ratos. Los
chiquitos dormían acurrucados en la parte seca de la pieza, sobre el
colchón grande, en el suelo. No
se dio cuenta de cuándo dejó de llover, porque se había quedado
dormida. Despertó al escuchar toser a su paciente, que le sonreía sin
fiebre. -¡Dios
la bendiga, doctora!- ¡Pobre mujer! Cómo podía creer en Dios después
de lo que vivía. -Sabe-
continuó la enferma, despacio para no despertar a los chiquitines- yo le
pedí a Dios que nos ayudara, nos mandara un ángel; y la mandó a usted.
¿Vio qué bueno es Dios? No
le contestó. Preparó un desayuno con lo que había
llevado de la salita y al irse, prometió volver a la nochecita. Mientras
caminaba hacia la sala se preguntó por qué había regresado. El sol
reflejaba destellos dorados en los charcos de agua turbia. Pensó mientras
elevaba sus ojos al cielo, que mientras existiera alguien que dejara
brotar ese amor inexplicable por un desconocido
y el egoísmo diera lugar a la solidaridad, Dios demostraría a voz
en cuello su existencia. Tal vez la
mujer tenía razón. Dios no sólo era real, podría ser además, amoroso
y bueno. Quizá nunca develaría el misterio de la existencia divina, pero lo cierto fue que desde aquél día, nunca más volvió a ser la misma. |
Alicia Cruceira
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