La cita de los once |
Delfina
se levantó tempranito esa mañana. Era su día de cobro. Como cada once
de cada mes, debía realizar su rutina mensual. Se tomó unos mates, se
lavó los dientes y sonrió frente al espejo del cuarto de baño. Aún tenía
las mejillas rozagantes, a pesar de sus setenta y tantos, tantos que nunca
aclaraba cuántos eran. Se
polveó un poco la nariz, se pintó cuidadosamente los labios. Ese día
usaría el color nacarado que le había comprado a su nieta mayor que vendía
cosméticos para ayudarse con los gastos de la escuela. Le
pareció chillón, no apto para esa hora de la mañana. El banco abría
sus puertas a las diez y ella estaría en el lugar, al menos una hora
antes, para ser unas de las primeras en entrar y cobrar. Se
aplacó con un trocito de papel higiénico lo estridente del color de sus
labios y se puso un toquecito de colonia. Buscó
los aros que su hija le había regalado para el día de la madre, pero no
le combinaban con el saquito que se había puesto para la ocasión y eligió
los doraditos con un circulito blanco que le habían traído para otro
festejo. Encendió
la radio para escuchar las necrológicas. Así sabría quién estaría en
la fila de cobro del banco y quien no. La
locutora nombró dos o tres muertos que le resultaron desconocidos. Pensó
en sus compañeros de fila de todos los meses. Más atrás o más adelante
siempre eran más o menos los mismos. La señora de lentes de carey, el señor
gordo y calvo de gruesos bigotes, la otra señora flaquita y de imagen de
solterona, el hombre misterioso del traje azul y zapatos lustrosos. También
estaban cada mes, aunque el mes anterior no había ido a cobrar, el petiso
morocho jubilado de una panadería y la maestra gordita de cabellos
enrulados. ¿Quién
faltaría a la cita de los once? Se persignó ante la idea de adivinar
quien habría muerto ese mes y quién no. Acomodó
los documentos en la cartera marrón, que hacía juego con los zapatos. ¡Qué
buen gusto había tenido su hija al elegírselos! Pensó en la suerte de
tener un yerno como el suyo. ¡Si era un santo! Ayudaba a su hija en las
tareas domésticas cada vez que ella tenía que salir por reuniones de
trabajo y hasta le llevaba los domingos el desayuno a la cama! Un tesoro.
En cambio su hijo sí que había tenido mala suerte con la esposa. Esa
haragana! Pensó. Le hacía hacer las cosas de la casa al marido porque
ella se la pasaba callejeando por “asuntos de trabajo”, según le hacía
creer al pobrecito. Y encima, lo obligaría a llevarle el desayuno a la
cama los domingos! Vaga de miércoles!, pensó. Se
miró otra vez al espejo y se decidió a que de ese mes no pasaría sin
pasarse la tintura, la número ocho, la rubia ceniza natural. Rubia, como
le gustaba a Ernesto su finado esposo, muerto quince años antes. Tomó
sus cosas y llamó al remis. Ya eran las nueve menos cuarto, para las
nueve estaría en la puerta del banco. Mientas esperaba acomodó dos o
tres cositas que le habían quedado sin hacer y apenas llegó el auto salió
a la calle. En
la cuadra del banco, los de siempre. Pero le pareció raro no ver al
misterioso de traje azul. ¡El misterioso! Viejo ridículo, penso para sí
misma y sonrió. De traje en esa época. Y se notaba que llevaba muchos años
usándolo, porque tenía las huellas del tiempo en los puños del saco y
las solapas. Y, ¿Los zapatos? Eso era otro tema. Puntiagudos, negros y
acordonados. Los zapatos de Gardel, se había dicho a sí misma una mañana
en que lo miraba debido al aburrimiento de la espera. Tenía voz grave y
era muy correcto. Lo apodó el misterioso y así lo llamaba para ella. Pero
lo cierto es que o se le había hecho tarde, o estaría enfermo y no vendría
ese día a cobrar la jubilación. Pensó en los muertos desconocidos de
esa mañana. ¿Y si se trababa de él? Al fin y al cabo ella no lo conocía
por el nombre y apellido. Se quedó pensativa un rato. Y avanzó
lentamente con el resto de la fila. Cuando
el cajero la atendió, de tanto verla le obsequió una sonrisa que ella
devolvió con cierta frialdad. ”Mocoso atrevido” pensó y salió del
banco. Saludó con un rápido “buen día “ a algunos conocidos de la
cola y se fue a la casa de la hija a ver a sus nietos y consentirlos un
rato. Once
del mes. Delfina se levantó tempranito como de costumbre y como de
costumbre cada mes que iba al banco a cobrar se tomó unos mates, encendió
la radio y preparó sus cositas. Ese
día sería distinto. Cobraba el aguinaldo y tendría que tener un poco más
de cuidado. Por los cacos, se dijo. Le
alcanzaría para pagar la farmacia, la luz, el gas, el teléfono y el
almacén. Estaba feliz porque le podría comprar también unas golosinas a
sus nietitos más chicos, ya que ese día iría a la casa de su hijo. Tenía
un extraño hormigueo en el estómago, como si “algo” especial fuera a
ocurrirle esa mañana. ¿Y si se encontraba con el misterioso del traje
azul? Ya lo había decidido, le sacaría conversación y le averiguaría
cosas de su vida. Al fin y al cabo, ella había visto como la miraba en
ocasiones... ¡Qué
vieja loca que soy! Pensó y se mató de risa. Ese
mes se compraría la
maquinita de hacer tallarines, porque ya las manos no le daban y a su
yerno le encantaban sus fideos caseros. Sonrió con ternura. Siempre lo
había apreciado al muchacho. Pronunció en voz alta un dicho de su
suegra:”Los hijos de mis hijas, mis nietos son, los de mis nueras son o
no son...” y largó la carcajada. ¡Vieja bruja! Dijo en voz audible
como si quisiera hablarle claro a los fantasmas que la rondaban día
y noche. De
pronto extrañó a su Ernesto,
extrañó a su madre, extrañó la vieja casa paterna y las glorietas, las
glicinas y los jazmines de la puerta de la casa de su abuela. Se
ponía nostálgica algunas veces y bastante melancólica. ¡Menos mal que
ya se le había retirado la costumbre de las mujeres, como decía su
finado padre! Sino a la tristeza producida por los recuerdos había que
agregarle el mal humor. ¡Y ella se ponía insoportable! Se
había enterado que el hombre gordo, Giménez de apellido, había muerto
dos semanas antes, de un infarto le habían dicho. “Uno menos en la
fila”, pensó. ”¡Además era tan charlatán!” Llamó
al remis y mientras lavó la tacita del té de la noche anterior que había
quedado en la mesada. Salió a la calle y enseguida vino el auto. ¿Quién
faltaría ese día a la cita? Se dijo en silencio. Saludó
al chofer y le dio la indicación de llevarla al banco. Ese día estaba
extrañamente dicharachera y feliz, como si algo maravilloso hubiera de
ocurrirle. ”Me habrán aumentado la pensión y me voy a poder comprar
además de la máquina de los fideos, un secador para el cabello” Dio
un enorme suspiro y apoyó la cabeza en el vidrio de la ventanilla. Lo que pasó después fue confuso y caótico. La gente se acercaba temerosa al auto y decía cosas que no lograba entender. De pronto, vio con asombro que el hombre misterioso del traje azul se acercaba a saludarla. ”Desde cuando me saluda, éste” pensó sorprendida. Y entonces, sólo entonces, cuando vio que detrás del hombre se acercaba sonriendo Ernesto, su Ernesto y la recibía con cariño, comprendió mientras esbozaba la más hermosa de sus sonrisas, que ese día, el lugar vacío en la fila del banco, sería el de ella. |
Alicia Cruceira
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