Dormido en sus silencios |
El
cielo había adquirido un
amenazador color violáceo a medida que las horas
pasaban. La tormenta se preparaba
para desatarse en las primeras horas de la noche. La poca claridad
que dejaba la estela solar al marcharse, tras los espesos nubarrones, no permitía divisar con claridad las formas y
las siluetas del barrio. Las
casillas bajas con techos precarios de chapa acanalada, las antenas de
televisión, los cables de la luz amarrados débilmente a los postes de
palmera, y alguna que otra chimenea humeante de la moribunda fábrica,
daban un aspecto más que lúgubre a
ese pequeño sector olvidado de la ciudad. Barrio
triste de casas pobres, de perros escuálidos que rompían la poca basura
de sus habitantes, de chicos desprotegidos bajo aquel cielo plomizo y etéreo
que amenazaba deshacerse en medio de la villa y desangrarse en
chaparrones. Pedro
caminaba por la calle de tierra mientras arrastraba su carrito fabricado
por él mismo con ruedas de bicicleta
rodado veintiséis. Silbaba un tango tristón y nostálgico, y
miraba de reojo a un perro negro que caminaba a su lado gruñéndole y
mostrándole los dientes. Caminaba
despacio, sin apuro por el barrio, a pesar de que los truenos habían
comenzado a interpretar la estridente introducción a la sinfonía de
gotas, granizo y relámpagos nocturnos. Caminaba sin prisas a la vez que
las pocas cosas que había logrado conseguir se bamboleaban al ritmo de
los saltos sobre el desparejo camino. Se había levantado el vientito
característico de la tormenta y se le intentaron volar los diarios viejos
y algunas cajas de cartón. El
perro negro lo seguía de cerca y cada tanto Pedro se detenía a levantar
una piedra o un palo para amenazar al can hambriento. Se
acomodó la campera de lana que llevaba puesta y se afirmó el pañuelo
que llevaba atado al cuello a modo de bufanda. Tenía las manos ajadas por
el tiempo y la miseria; las uñas percudidas de juntar mugres ajenas que
significarían para él, al fin y al cabo, sus únicas riquezas. Caminaba
Pedro entre la mugre y los desperdicios que dejaban sus vecinos en las
puertas. Con los sonidos del cielo, se entremezclaban en una especie de
extraña y descolorida mezcla, los ruidos que salían de las casillas de
chapa y de cartón. Las risotadas de algún ebrio, el llanto de algún crío,
la música estridente de un mini componente que hacía temblar las chapas
de cinc que no habían logrado que su dueño atornillara o clavara al
menos sobre los penosos tirantes de madera. Pedro
seguía su camino. Le dolían las rodillas y las plantas de los pies
llenas de callos. Le tironeaban los músculos de los brazos cansados por
el esfuerzo de hacer la vez de burro de carga. Extrañaba a su caballo
percherón, el que había ganado hacía muchos años en un juego de
cartas. Bicho, le había puesto, y había sido para él en esos años, su
único amigo, su única familia. Bicho
se había muerto un mes antes de ese día y él no había podido
reemplazarlo. No le daban los ojos para las cartas, no le daban los
recursos económicos para comprarse otro. La
fábrica echaba un humo cargado de olor a cebo derretido y hacía
imposible el respirar con facilidad. Oscurecía a cada paso que daba
Pedro. El perro negro había decidido salir a perseguir a otro cartonero más
bochinchero y amistoso. Pedro
seguía su camino a ningún lado. Su casilla se llenaría de agua con la
lluvia. El arroyo vomitaría sus aguas en el barrio. El aire con olor a
cebo se mezclaba con el de los orines arrojados a la calle, los
excrementos de los perros y los cartones de vino barato tirados vacíos a
la calle. Pegado
en el vidrio de una ventana tan precaria como la estructura que la sostenía,
un cartel mal escrito y con birome rezaba los precios de los
“servicios” que la dueña de la morada le brindaba a los hombres
sedientos de amor ocasional. Pedro
sonrió con tristeza. Conocía a la piba desde chica y de haber tenido
suerte, podría haber estado trabajando decentemente del otro lado del
arroyo y haber tenido quizá otra clase de vida. Honorio
estaba borracho como siempre, sentado en el umbral de su casilla, fumaba
un cigarrillo casero y maldecía al intendente. Felisa cantaba un chamamé
mientras despiojaba a sus tres nietos, los hijos de su hija que se había
ido a la capital a buscar suerte, hacía ya tres años y nunca había
vuelto ni llamado ni escrito una nota tan siquiera. Pedro
recordó su vida de obrero de la fábrica, allá por los setenta. Recordó
a sus amigos del barrio, al cura de la capilla y la gente del comedor
infantil al que ayudaba con trabajo y con
sus ganas de ser útil. Pensó en sus hijos, ya crecidos y ya
hombres. Pensó en su Paulina, la mujer que lo había acompañado y le había
dado descendencia. Un
relámpago le cortó en dos la cara al cielo. Pedro seguía arrastrando el
carro y sus recuerdos. Recordó el día en que levantó su casa, del otro
lado de las vías y que había perdido cuando lo embargaron en el
noventa y cinco; cuando compró en el corralón los ladrillos y la
arena, el cemento y los chapones para el techo. Recordó con pena cuando
el agua le llevó lo que tenía allá por el ochenta, cuando lo echaron de
la fábrica a principios del noventa, cuando enfermó Paulina y tuvo que
dejarla en la tumba, cuando sus hijos se fueron a otros lados a probar
suerte y en ese momento tenía a dos
presos y una lejos de su vida. Pensó en la piba del prostíbulo,¡ si
podría ser su nieta! Le dio la razón mentalmente a Honorio. Los políticos
eran los culpables de esa mierda. Llegó
a su casilla, más siguió de largo. No le daban ganas de entrar a
guarecerse de la lluvia que había comenzado sus lamentos y sus acordes
iniciales. LA alcantarilla del paso a nivel no había sido parte del
presupuesto municipal, y esa noche si llovía lo suficiente para inundar
la zona, volvería con seguridad a cobrarse algunas vidas. Caminó
hasta la ribera del arroyo y se sentó a esperar la crecida. La lluvia se
deslizaba por sus viejas mejillas y se bifurcaba debido a la barba
desprolija que llevaba. Le azotaba el rostro que había tenido que poner
ante tantas otras adversidades. Le golpeaba los ojos con inusitada fiereza
y se le mezclaba con las lágrimas que pujaba por contener y las tragaba a
pesar del nudo fuerte que tenía en su garganta. Estaba
cansado de la vida, Pedro. Cansado de la pobreza en que estaba sumido,
cansado de no tener a su
Paulina que era la única que le daba aliento en medio de la lucha.
Cansado de haber perdido su trabajo con el que dignamente llevaba el pan a
los suyos. Cansado de haber perdido a sus hijos quienes salieron a buscar
un futuro mejor y en forma acelerada y habían terminado delinquiendo.
Cansado de querer y no poder, cansado de las promesas vanas de los políticos
de turno, cansado de que las pibas como su vecinita, que no tendría más
de quince años, tuviera que prostituírse para parar la olla de su casa. Se
había cansado Pedro. De llevar de tiro su carrito, de cargar con la mugre
de los otros, de tener callos en las manos, de oler a basura y
desperdicio. De no tener para remendar su rancho, de no tener un lugar en
el mundo, de ser para los otros el viejo borracho, vago, sucio y ciruja de
las calles, aunque hiciera años que no probaba el vino... Se
había hartado de que los perros lo chumbasen
y buscaran sus garrones. Recordó con tristeza cuando él era un
hombre que llevaba dignamente el pan para su mesa y cubría las
necesidades básicas de los suyos. La
fábrica había apagado la caldera. Alguien habría derretido cebo para
vela, ya que nadie trabaja de firme y estaba abandonada. Aún quedaban
dentro de ella los cantos de los obreros y las risas que más tarde se
mezclaron con los quejidos y los gritos de los que llevaban a la tortura
por pensar diferente, cuando se usaron los galpones para esconder sus
miserias los del poder de turno. Se había cansado Pedro, por eso cuando la lluvia le dio abundante agua al arroyo, se dejó llevar por ella, dormido en sus silencios, a otros barrios, otros cielos, sin carritos , sin cartones ni botellas descartables, a otra vida que ojalá valiera la pena transitarla. |
Alicia Cruceira
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