Colores del alma |
La
puerta se cerró con un estruendo y a ella le pareció que había caído
una bomba en el palier del piso en el que estaba. Tenía el rostro
desencajado por el espanto y la sorpresa. Por el terror y la angustia. Se
dirigió hacia el ascensor pero sintió que no podía quedarse a esperarlo
y corrió por las escaleras acortando la distancia que la separaba de la
planta baja. Veintiséis escalones en total. Los había contado más de
una vez. Cada vez que subía o bajaba del departamento del segundo B. Cada
vez que subía o bajaba del departamento de Gonzalo, su amante. Apretaba
contra su pecho un rectángulo de cartón de treinta por cincuenta, el que
trataba de ocultar debajo de su tapado de cuero negro. Llegó
a la salida del edificio y se dio cuenta de que le fallaba la respiración.
El corazón parecía querer salírsele por la boca y los ojos le ardían
de lo tremendamente abiertos que los tenía. Incrustada en ellos, la
imagen de Gonzalo ensangrentado sobre le alfombra en donde tantas veces
habían hecho el amor; y unos metros más atrás, el cuerpo inerte de Darío,
la pareja de Gonzalo, muerto de un certero balazo en la garganta. Es que
su historia no era una historia de amor común. Abrió
la puerta y el viento helado le abofeteó las mejillas empalidecidas por
tamaña visión de momentos antes. Se escuchaban a lo lejos las sirenas de
la policía, que alertada por algún preocupado vecino, se allegaban al
lugar en el que se habían escuchados los disparos. Le
pesaba en el bolsillo el arma asesina. Tuvo la imperiosa necesidad de
arrojarla en una alcantarilla, pero lo pensó muy bien antes de tomar
tremenda decisión. La mantuvo en el bolsillo mientras más se abrazaba al
rectángulo de cartón. Casi
cayó del susto al enfrentarse con dos oficiales que se cruzaron en su huída.
Pero ellos ¿qué podían saber de ella? ¿Cómo podían adivinar que el
arma que había acabado con la vida de Gonzalo y de Darío, era la que
ella portaba en su bolsillo? Las
imágenes se amontonaban en su mente y su memoria. Los veía muertos, bañados
en la sangre que salía a borbotones por
cada una de sus heridas. Sacó la mano del bolsillo y la miró con
pasmo. Su mano estaba roja y pegajosamente tibia. La sangre de su
amante le cubría aquella
misma palma que tantas veces lo había acariciado con ternura, con pasión
y con delirio. Ocultó rápidamente la mano en el bolsillo para que nadie
la pudiese ver. Pero lo cierto es que en ese infierno de gente que
transitaba indiferente por la calle, a nadie le importaba si dos hombres
habían muerto aquella tarde. Se
sentía aturdida y en la cabeza le daban vueltas las imágenes y los
ruidos. Los silencios y las culpas. Las lágrimas inundaron impulsivamente
sus ojos castaños, cuyas pestañas nada pudieron hacer para impedirlo. Le
nublaban la visión, le empañaban el alma, le estrujaban la vida. Y de pronto todo se volvió negro, como cuando se baja un telón al finalizar el último de los actos de una obra, las manos le temblaron y las piernas se le vencieron bajo el peso de su cuerpo. Entonces le sobrevino el pánico mientras iniciaba su viaje hacia la nada. Oscuridad
y silencio. En un santiamén una catarata de recuerdos se agolparon en su
mente. Como si estuviese viéndose en una película filmada en blanco y
negro, o mejor aún, en las gamas del marrón, del sepia de las fotos
desteñidas arrumbadas en los arcones del olvido. Nada. Martes
en la noche. Horacio acababa de llamarla para avisarle que saldría con
"los muchachos" del Hospital. Martes. Noche de pool con los
compañeros de trabajo. Sábado, tarde de bicicleteada con la gente de la
peña ciclista. Domingo, día de fútbol y de cancha con amigos. Lunes
y miércoles seminario de
perfeccionamiento, después del turno de las seis. Jueves en la noche,
cena en familia. ¡En
familia! Nicolás
se había ido a estudiar al sur, quería ser ingeniero nuclear. Ya no le
quedaban excusas para hacer que su marido le prestara un poco de atención.
Más de un jueves llegaba tarde a la casa después de su trabajo, o comía
mientras miraba su programa favorito de TV. ¡Y
ella lo quería tanto a Horacio! Su primer y único hombre, el padre de su
hijo. Parecía no tener ojos propios, porque todo lo veía a través de
los ojos del hombre que había elegido para envejecer juntos. Pero un día,
no puede precisar cuándo, tal vez cuando dejó de ser ella misma para
transformarse en lo que su marido quería, o en lo que su suegra le sugería
que fuese; o cuando dejó su trabajo, su carrera, para dedicarse a ser mamá
y esposa a tiempo completo; se acabó la magia. Se terminó el misterio.
Finalizaron las amenas conversaciones entre ellos, el disfrutar por el
mero hecho de estar juntos y su relación se transformó en una mera
relación genital entre ambos. Hacer el amor comenzó a significar sólo
tener sexo, y un buen día se convirtió en sólo copular. Sin palabras ni
romanticismo previos. Sin rosas sobre la almohada, ni bombones en la
mesita de luz. Sin llamaditas a media tarde para ver cómo estaba, sin
cartitas en la heladera, más que las consabidas: " Negra no te olvidés
de pagar la luz que hoy se vence". Esa
linda e inteligente chica que lo había hecho decidirse a
transformarse en un hombre de hogar y padre de familia, hoy se había
convertido en esa cuarentona rompe bolas, cuyo vocabulario se reducía a
tres preguntas angustiosamente
cansadoras y desgastantes: ¿Dónde fuiste? ¿Con quién estuviste? ¿A qué
hora volvés?. Por
eso un día, cansado de tamaña persecución
e insidioso interrogatorio fue que decidió antes de mandar
veinte hermosos años a la mierda, pedirle que se consiguiera una
vida y lo dejara de joder. "Buscate algo que hacer, un trabajo, un
curso, un taller, algo. No podés estar todo el día en casa sin hacer
otra cosa que pensar qué hago, qué no hago y con quién lo hago. Me
sofocás, no me das respiro, me siento perseguido. Hacete amigos nuevos,
busca algo en qué entretenerte. Salí, anda a comer con tus amigas, andá
a bailar, si querés. ¡Qué se yo! Pero dejame de romper las pelotas con
tus interrogatorios y tus celos. Decís que ya no hablamos, y es cierto,
porque no tenemos nada de qué hablar. Si empezás a relacionarte con
alguien más que conmigo y con mi vieja, vamos a tener temas de conversación.
Tengamos un espacio independiente del otro cada uno. Y así vas a ver como
nos enriquecemos los dos. Y como consecuencia, la pareja." Y tanto se
lo dijo, que un día ella, Diana, se convenció de que no valía la pena
seguir siendo menos que nada, sintiéndose el trapo sucio de los platos, y
se buscó algo en qué pensar. El
destino, o la vida, ¡quién sabe! hizo que se cruzara con Teresa, una
vieja amiga de la secundaria. Enseguida se pusieron de acuerdo y a la
semana, Diana la estaba ayudando en su librería artística. Le encantó
rodearse de óleos y pinceles. Parafinas, resinas y jabones. Las acuarelas
y las témperas le recordaban su niñez. Las telas y los lienzos, su
adolescencia. Fue
allí que conoció a Gonzalo, un cliente antiguo de la librería. Alto y
delgado, pisaba los cincuenta, pero no los representaba. Era pintor,
artista plástico; y muy talentoso le habían comentado. Tenía la voz
grave y el cabello y los ojos, oscuros. Como el café negro. Tremendamente
amable, no sonreía demasiado, pero a ella, no podía dejar de agradecerle
su delicada atención con una breve pero profunda sonrisa. ¡Qué
hombre! Pensó en cuanto comenzó a tratarlo. Casi todos los días iba a
comprarles algo. Óleos, pinceles o acuarelas. Hojas de diversos tamaños,
carbonillas o lápices. Casi no pasaba un día en el que Gonzalo no
entrase al local. Breve y conciso, nunca se quedaba
más de lo necesario. Casi no hablaba más de la cuenta. "Es
gay", le dijo Teresa. "¡Qué desperdicio de hombre!", pensó
ella." "¿Cómo lo sabés?" se atrevió a preguntarle. "Sabe
venir con el novio, bah, con la pareja. Es un flaquito rubio, cuarentón
también, medio peladito, como él." Pasaron
las semanas. Y sin proponérselos, una tierna relación había nacido
entre el pintor homosexual y Diana, la desteñida ama de casa. No podría
decirse a esas alturas que se tratara de una amistad, por lo prematuro del
caso; pero había algo entre los dos que los acercaba el uno al otro. Tal
vez la gran sensibilidad del artista lo acercaba a la inmensa soledad de
la mujer, a su tristeza y desamparo que manifestaba en lo profundo de sus
ojos castaños. Los mismos gustos musicales, los mismos autores, la misma
poesía. Neruda y Lorca, Vinicius y Vasconcellos. Pavarotti y Domingo.
Puccini y Verdi. Y
de unos pocos minutos, la visita de Gonzalo al negocio se transformó en
largos momentos por las tardes, sobre todo cuando Teresa salía a entregar
pedidos grandes de arcilla, yeso y otros materiales. Había
"algo" entre esos dos seres solitarios y distintos. Había algo
hermoso y espantosamente quebradizo entre sus manos. Y
todo comenzó a tomar forma, el día en que Diana debió llevarle al
atelier del pintor un pedido especial de materiales traídos de Brasil. Le
temblaban las manos cuando las acercó a la manito de bronce que oficiaba
de llamador. El antiguo portón de madera ocultaba las Santa Rita
y las Madreselvas que voluptuosas se exhibían en el patio de
invierno del viejo caserón. Ante el llamado, salió a recibirla el
pintor. Esa maravillosa sonrisa que le colgaba de los labios le transmitía
confianza y seguridad. Era amistosa y cálida. Juntos
descargaron las cajas del pedido y las dejaron sobre la mesa del atelier.
Sobre un caballete, un rectángulo de cartón de treinta por cincuenta,
descansaba tapado por un
trozo de lienzo. No le costó adivinar que se trataba de un cuadro. Le
llamó la atención que estuviese tapado y no pudo refrenar su curiosidad.
Pero se contuvo de levantar el lienzo y espiarlo. "¿Tan
feo es que lo tapás?"- le preguntó tímida. A lo que él le
respondió cruzando los brazos sobre el pecho, en una actitud intimista y
cómplice. "Al contrario, creo que es el más hermoso que pinté en
mi vida. Y es así porque por primera vez, pienso, pude reflejar en él
los colores del alma de la mujer del cuadro." "Entonces
se trata de una "musa inspiradora", le dijo pícaramente aunque
con cierta ingenuidad. "En
efecto", dijo él. Y acto seguido descubrió el retrato de una mujer
pintado en marrones y sepias. Increíblemente bello, el cuadro la dejó
sin habla. Para su asombro, Gonzalo había pintado su retrato. "Así
es como te vi el primer día cuando te conocí. Sepia y marrones había
dentro de tu alma. Pero intuyo que detrás de la tristeza que se esconde
en tus ojos hay un enorme arco iris de belleza sin igual. Tal vez sólo
haya que saber encontrarlo. Pero estoy seguro de que existe" Ella
estaba increíblemente emocionada. Nadie la había observado jamás con
semejante detenimiento. Ese hombre que no vivía como un hombre era más
hombre que los hombres que jamás había conocido. "Si
algún día logro hacer que tu arco iris salga a la luz, te prometo que
voy a pintarlo tal cual lo vea y será mi obra de arte suprema." Allí
empezó a pasar algo entre esos dos seres indefensos y sensibles. Una
extraña relación nació de aquella tarde de cuadros y marrones. Horacio
estuvo feliz de que Diana tuviese un grupo de personas a la que
frecuentar, ya que Gonzalo la había presentado a su grupo de amigos,
artistas como él, aunque algunos de otras ramas del arte. Félix,
escultor, Chola Uribarne, escritora y poetisa, dueña de una fundación de
ayuda al arte y a los artistas, Macarena Díaz Possini, actriz de teatro,
retirada pero no ausente de las tablas, como ella misma se auto
denominaba, y otro cuantos artistas más. Cada viernes se reunían
en la vieja casona de Chola y realizaban
talleres de lectura y larguísimas charlas de Arte y de Cultura.
Charlas que terminaban muy entrada la medianoche y que le daban a Horacio
la tan ansiada libertad de movimientos, sin tener que rendirle cuentas de
ellos a la Interpol, personificada en su mujer. Fue
así como la incipiente amistad entre Diana y Gonzalo se empezó a
estrechar más y más, a tal punto que un día
se dieron cuenta que algo estaba cambiando entre los dos. Gonzalo
pintaba sobre un lienzo mientras Diana le cebaba unos mates amargos y con
menta peperina. Darío se había ido a un simposio en Cuba y no regresaría
en tres semanas. De
pronto, mientras ella le acercaba un mate y afuera la lluvia arreciaba
contra los techos y el asfalto él la miró a los ojos y tomando aliento
la encaró y le dijo: " Me están pasando cosas con vos” Al
principio ella no supo bien qué decirle. Sabía que no siempre él había
tenido esa preferencia en lo sexual. Conocía por la propia boca de él
que no fue hasta diez años antes cuando tuvo que reconocer su inclinación
luego de haber estado cinco años casado y de haber tenido una hija como
producto de esa relación. Pero ella lo había dado por perdido e
imposible, y de pronto allí estaba él, diciéndole que le estaban
pasando cosas con ella. Ella, la mujer del alma color sepia. Hubiera
querido preguntarle qué clase de cosas le pasaban con ella. Pero tuvo
miedo. Él siguió pintando ante el silencio de Diana. Al cabo de unos
minutos retomó la conversación. "Te
quedaste muda. ¿Tanto te sorprende que te diga que tu presencia me mueve
a cosas? ¿Te admira que alguien como yo pueda sentir algo hermoso como lo
que siento cuando estoy con vos?" Tímidamente
ella tomó coraje para responderle. "Nunca nadie, aparte de Horacio,
había sentido algo por mí. Eso es todo. Pero, el punto es ¿qué es
concretamente lo que te está pasando conmigo? Porque a mí también me
están pasando cosas..." No
hubo besos ni abrazos. Sólo un silencioso pacto de no herir a terceras
personas con ese nuevo sentimiento que los embargaba a los dos. Pero
un día, él le preguntó si
en la afinidad de ellos habría lugar para la emoción que produce el roce
de los labios de uno y de la otra. Ella
lo miró fijamente, sin saber qué contestarle. Le temblaron las manos.
"Tal vez nada", atinó a responderle. Y si así fuera, ¿Qué
perderían con sacarse la duda? Además los dos se morían de las ganas de
poder comprobarlo, aunque ninguno lo admitiese. Se acercaron tímidamente
el uno al otro. Se arrojaron la mirada en la mirada
y se hundieron las manos en
sus manos. Acercaron sus bocas y se rozaron apenas sin dejar de escudriñarse
en lo profundo de los ojos. La mano de ella se deslizó con
inmensa suavidad sobre la mejilla del pintor. Le quemaban la punta
de los dedos y el tiempo parecía detenerse en ese instante. Querían
saber qué sentirían si
juntaban sus dos soledades en un beso. Se alejaron unos centímetros ante
el primer contacto efímero de sus labios. Como si el ardor que emanaban
de ellos los hubiese asustado. "¿Nada?" alcanzó a preguntarle
Diana con tristeza. Y en ese instante preciso y sublime él la estrechó
contra sí y la besó con
toda la pasión que un hombre podía expresarle a la mujer de su vida. Ese
hombre que a veces dormía con otros hombres, se había transformado como
por arte de magia en El hombre de su vida. Vibró cada segundo que duró
ese beso. Las caricias fluyeron insaciables y eróticamente apasionadas,
hasta que ella recobró la cordura en un instante y lo alejó de su cuerpo
medio desnudo. Estaba recostada en el
sillón del atelier, que a veces le oficiaba a él de cama, cuando
no quería ir a dormir a su departamento de la calle Amenábar. "Dijimos
que no habría nada más que lo que habíamos
acordado que tendríamos. Y sería suficiente". Él se incorporó y
se alejó de ella, como si quisiese alejarse de la tentación que esa
mujer asombrosa le provocaba.
Ella se acomodó la ropa y tomando sus cosas se alejó de la casa del
pintor que ya no estaba tan seguro de su inclinación sexual. No
quería engañar a su marido. Tenía principios morales, se dijo. Aunque
sabía que Horacio no era ningún santo y que
tal vez le habría puesto
los cuernos con alguna compañera. Llegó
a su casa y extrañamente el esposo había regresado temprano. Miraba
televisión, pero la notó alterada. Ella no quiso cenar y después de
darse una prolongada ducha se fue a dormir aunque no pudo conciliar el sueño.
Horacio sospechaba que algo ya no andaba tan bien como al principio. Esa
mujer misteriosa e independiente no era la misma sumisa y sometida de
meses atrás. Lo esquivaba por las noches, cosa que antes era él el
encargado de hacerlo. Un amigo le había dicho irónicamente: "
Cuando tu mujer deja milagrosamente de romperte las pelotas es porque se
las está rompiendo a otro. Las mujeres nacieron para romperle las pelotas
a algún hombre". A algún otro. No. Imposible que su Diana fuera
capaz de hacerle "eso". Además, si se la pasaba todo el día
con el gay...Y la más tremenda idea se anidó en su mente:¿ Y si el tipo
no era tan gay como creía, y si su mujer lo estaba "cagando"
con el pintor? Tampoco él pudo dormir aquella noche. Y al levantarse , se
propuso que buscaría la manera de "vigilarla" más de cerca a
su mujer. Comenzó
a seguirla discretamente y a “caérsele” en el negocio bastante
seguido y a cualquier hora. Eso le llamó mucho la atención a ella, ya
que nunca lo había hecho antes. Pero
todo llegó a un punto en donde ella se dio cuenta de que por primera vez
quería ser feliz y hacer lo que mejor le viniera en ganas. "Estoy
perdidamente enamorada, Horacio, pero de mí misma. Por primera vez siento
que me amo y que quiero complacerme, mimarme y darme los gustos. Tomémonos
un tiempo. Necesito yo, ahora, respirar un poco de aire puro." Gonzalo
le ofreció su departamento de Amenábar, que casi nunca usaba, ya que la
mayoría de las veces se quedaba en el atelier pintando hasta altas horas
de la madrugada. Horacio
no entendió qué estaba pasando, pero se dio cuenta de que había perdido
a Diana, tal vez por su indiferencia y falta de romance en la relación.
Los celos comenzaron a corroerle el alma y de haberle visto el color, de
seguro hubiese sido negra. Los celos y la rabia, que nunca hacen buena
dupla le llenaron el corazón. "Si se enteran los muchachos, que mi
mujer me caga con un gay..." Sentía
una tremenda humillación. Su machismo herido le pedía venganza, y uno de
esos días lleno de bronca, se compró un arma. Una
noche en que Gonzalo y Diana preparaban una cena ocurrió lo inevitable.
Lo que habían pretendido evitar por varios días. Apagaron el fuego de la hornalla pero encendieron el fuego de
sus deseos contenidos y sus muchas pasiones reprimidas. Esa relación
confusa y extraña les inundaba el alma de emociones y estallaban en besos
y en caricias. Se amaron sobre la alfombra mullida de la sala y no
pensaron en Horacio ni en Darío, que continuaba su paseo por el Caribe. Hicieron
el amor con una tremenda necesidad de sentirse amados y únicos en el
mundo. La mujer sepia y el pintor indefinido habían tomado el
protagonismo de ser un hombre y una mujer en la creación del Universo. De
su universo de poemas y pinturas. Y ya no pudieron más esconder la pasión
que uno al otro se inspiraban. Darío
regresó de su viaje y se encontró con un Gonzalo que trataba de
evitarlo. Supuso que "alguien" se había interpuesto entre
ellos. Y se ahogó en sus celos. Horacio
estaba seguro de que Diana lo engañaba con Gonzalo y lo enardeció su
ira. Gonzalo
se debatía entre sus culpas y sus pasiones, porque amaba a Diana, pero no
podía estar sin Darío. Y Diana vislumbraba que esa luz que había
amanecido en su vida incolora no habría de durar para siempre. Se lo
planteó a su amante que le manifestó su confusión y sus dudas. No
era fácil salir de aquel laberinto en el que los cuatro habían
ingresado. Ese juego inocente de romance y emociones que de golpe se
transformaba en un infierno de infidelidades, humillaciones y dudas. De
todos contra todos. Diana
había vuelto a su casa. Había hecho una tregua con Horacio, en vista de
que Gonzalo no pensaba dejar a Darío. Fue
por eso que ahogado por el caos que bullía dentro de su alma plagada de
rojos y púrpuras, Gonzalo decidió que debía tomar una decisión que
librara a los demás del
dolor y de la angustia. Tomó
la cámara de Darío y la puso sobre la mesa del living. Encendió el
record y comenzó a hablarle a la lente que sería según él, la última
en verlo vivo. Iba a terminar con todo ese barullo que tenía en la mente,
iba a dejar a Diana en libertad, a Darío, a la vida. Sonó
el timbre y para su asombro, era Horacio, el marido de Diana. No encontró
frente a él, a un hombre despechado, sino más bien a un pobre hombre
angustiado por el dolor de estar perdiendo a la única mujer que había
amado en la vida, según reconoció. De pronto sacó un arma, el arma que había comprado días atrás,
y la puso sobre la mesita en donde estaba la cámara. Amenazó con
suicidarse en esa misma casa, si Gonzalo no dejaba a su mujer. Pero el
pintor, que había decidido abandonarla ya, le hizo dejar el arma y lo
alejó del lugar con la seguridad de que recuperaría a su mujer, tarde o
temprano. Horacio
salió del departamento. Diana que estaba llegando al lugar lo vio salir,
pero debió esconderse para que él no la viese. Por eso tal vez, no vio
que Darío estaba entrando en la casa. Al cabo de unos minutos ingresó al
edificio. Subió los dos pisos que la separaban de la planta baja y sacó
las llaves del departamento, una copia que Gonzalo le había regalado,
mientras fueron amantes. Entró
rápidamente, no quería que nadie la viese. Y allí, la escena que jamás
hubiese querido presenciar. Gonzalo yacía muerto con un disparo en la
cabeza, bañado en sangre. Se arrojó instintivamente sobre él para
abrazarlo, para darle vida. Se percató que al lado del ventanal, estaba
Darío parado, petrificado, en silencio. "Fue
tu culpa, fue tu culpa", le gritó enardecido, fuera de sí. La quiso
golpear con una estatuilla de bronce que
levantó de encima de un mueble, ella retrocedió aterrorizada
arrastrándose por el piso. De pronto, descubrió el arma debajo del sillón
en donde seguramente había estado sentado Gonzalo antes de morir. No lo
pensó y la tomó entre sus manos. Un golpe certero de la estatuilla la
hizo volar y Darío corrió a recogerla
mientras le gritaba todo tipo de insultos
y acusaciones. Apenas la había tomado, y dispuesto a dispararle,
tal vez como lo había hecho antes con Gonzalo, cuando ella le arrojó una
banqueta que le torció la mano y produjo el disparo involuntario del
arma. Darío caía muerto con un certero tiro que él mismo se había
tirado en su garganta, accidentalmente. En sus ojos, mientras enfrentaba a
la muerte, había sorpresa y asombro. Ese disparo no era para él, sino
para la perra que le había robado el amor de su artista. Casi
no tuvo tiempo de pensarlo. Esos dos hombres estaban muertos y el arma tenía
sus huellas digitales. Tomó la pistola con una bolsa de plástico y la
envolvió. Iba a marcharse del lugar cuando descubrió sobre un mueble el
retrato que su amante había hecho de ella, inundado de colores. Los
colores del alma que sólo él había podido descubrir en ella. Lo
apretó contra su pecho y lo ocultó debajo de su tapado de cuero negro.
No se imaginó que Gonzalo se había suicidado, sino que pensó que tal
vez Horacio lo había asesinado embargado por los celos. Ella había
descubierto días antes en el tacho de basura la boleta por la compra de
la pistola. La
puerta se cerró con un estruendo y a ella le pareció que había caído
una bomba en el palier del piso en el que estaba. Tenía el rostro
desencajado por el espanto y la sorpresa. Por el terror y la angustia. Se
dirigió hacia el ascensor pero sintió que no podía quedarse a esperarlo
y corrió por las escaleras acortando la distancia que la separaba de la
planta baja. Veintiséis escalones en total. Los había contado más de
una vez. Cada vez que subía o bajaba del departamento del segundo B. Cada
vez que subía o bajaba del departamento de Gonzalo, su amante. Apretaba
contra su pecho el rectángulo de cartón de treinta por cincuenta, el que
trataba de ocultar debajo de su tapado de cuero negro. El retrato de ella
colorida. Llegó
a la salida del edificio y se dio cuenta de que le faltaba la respiración.
El corazón parecía querer salírsele por la boca y los ojos le ardían
de lo tremendamente abiertos que los tenía. Incrustada en ellos, la
imagen de Gonzalo ensangrentado sobre le alfombra en donde tantas veces
habían hecho el amor; y unos metros más atrás, el cuerpo inerte de Darío,
la pareja de Gonzalo, muerto de un certero balazo en la garganta. Abrió
la puerta y el viento helado le abofeteó las mejillas empalidecidas por
tamaña visión de momentos antes. Se escuchaban a lo lejos las sirenas de
la policía, que alertada por algún preocupado vecino, se allegaban al
lugar en el que se habían escuchados los disparos. Le
pesaba en el bolsillo el arma asesina. Tuvo la imperiosa necesidad de
arrojarla en una alcantarilla, pero lo pensó muy bien antes de tomar
tremenda decisión. La mantuvo en el bolsillo mientras más se abrazaba
al único recuerdo de su tormentoso amor. Casi
cayó del susto al enfrentarse con dos oficiales que se cruzaron en su huída.
Pero ellos ¿qué podían saber de ella? ¿Cómo podían adivinar que el
arma que había acabado con la vida de Gonzalo y de Darío, era la que
ella portaba en su bolsillo, la que su marido había comprado días antes,
la que Gonzalo había usado para quitarse la vida? Las
imágenes se amontonaban en su mente y su memoria. Los veía muertos, bañados
en la sangre que salía a borbotones por
cada una de sus heridas. Sacó la mano del bolsillo y la miró con
pasmo. Su mano estaba roja y pegajosamente tibia. Es que la sangre
de su amante le cubría aquella
misma palma que tantas veces lo había acariciado con ternura, con pasión
y con delirio. Ocultó rápidamente la mano en el bolsillo para que nadie
la pudiese ver. Pero lo cierto es que en ese infierno de gente que
transitaba indiferente por la calle, a nadie le importaba si dos hombres
habían muerto aquella tarde. Si una buena parte de su propia vida se había
ido con Gonzalo. Se
sentía aturdida y en la cabeza le daban vueltas las imágenes y los
ruidos. Los silencios y las culpas. Las lágrimas inundaron impulsivamente
sus ojos castaños, cuyas pestañas nada pudieron hacer para impedirlo. Le
nublaban la visión, le empañaban el alma, le estrujaban la vida. Y
de pronto todo se volvió negro, como cuando se baja un telón al
finalizar el último de los actos de una obra, las manos le temblaron y
las piernas se le vencieron bajo el peso de su cuerpo. Entonces le
sobrevino el pánico mientras iniciaba su viaje hacia la nada. Unas personas llamaron al 911, y una ambulancia la recogió
minutos después. La sangre tibia y pegajosa se deslizaba por sus piernas.
Otra vida se acababa de ir, aunque nadie supiera que allí había estado,
dentro de su vientre. La policía esperaba
que volviera en sí, para hacerle unas preguntas acerca del arma que
portaba en el bolsillo del tapado. Al
llegar los oficiales a la escena del crimen, encontraron andando todavía
a la filmadora. Y no necesitaron más evidencias para saber qué había
pasado realmente. Diana
volvió con Horacio. O se puede decir que Horacio volvió con Diana. No
fueron nunca más los mismos, pero tampoco hablaron
jamás de lo que había pasado en sus vidas. A
veces, Diana lo visita a Gonzalo en el
cementerio y en vez de flores, le lleva óleos y pinceles. Y
mientras derrama unas lágrimas se acaricia suavemente
el vientre que esa tarde terrible, quedó vació para siempre y a
oscuras. En blanco y grises, como los nubarrones de su cielo alguna vez
pintado de arco iris.
Fin |
Alicia Cruceira
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