El simbolismo del sol
en la poesía de
Federico García Lorca Yale University |
En otras ocasiones nos hemos referido al carácter cósmico de la poesía de Federico García Lorca, y al puesto preponderante que en ella ocupa la luna con sus ciclos periódicos, su tradición folklórica y astrológica, y su carácter de divinidad mítica que rige con implacable inexorabilidad el destino del hombre[1]. El sol, aunque en menor medida, completa este sistema de símbolos debido a su relación constante con la luna en el horizonte, y al hecho de presidir con ella el sucederse ininterrumpido de los días y las noches. En especial, los fenómenos del atardecer y del amanecer, con sus rápidos cambios de luz, son reveladores de un profundo dinamismo temporal que coincide con el devenir mismo de la vida humana. De ahí la importancia que estos dos momentos adquieren en la poesía de Lorca, y la extensa área de metáforas y de símbolos en que suelen revelarse. Uno de éstos es la grupa reluciente de un caballo cósmico, cuyo movimiento identificado al de la bóveda celeste se hace particularmente manifiesto a la hora del alba y del ocaso. Ahora bien, la presencia subitánea de uno de los astros y la consiguiente desaparición del otro dan origen a una interrelación de carácter mítico-trascendente especialmente apta para traducir modalidades de la vida afectiva del poeta. Nos proponemos examinar la presencia del sol en esta poesía y la naturaleza de sus relaciones simbólicas con el astro de la noche. Veamos sus varias manifestaciones a lo largo de la obra de García Lorca. En el Libro de poemas (1921) el sol adquiere un matiz religioso que se revela en dos maneras de significación. En consonancia con el sentimiento panteísta de algunos de los poemas de la colección, su luz sirve de vehículo para la presencia de la divinidad: “La luz es Dios que desciende, / y el sol / brecha por donde se filtra” (p. 114)[2]. De mayor importancia para la evolución posterior del símbolo y para la fijación de su significado esencial es la alusión indirecta al ocaso en la Canción de luna. La luna es aquí trasunto del sol a través de la imagen trascendente de la Verónica: “Blanca tortuga, / luna dormida, / casta Verónica / del sol, que limpias / en el ocaso / su faz rojiza” (p. 142). Es decir, el sol aparece como una divinidad cristianizada de carácter masculino, cuya crucifixión a la hora del atardecer se refleja en la imagen femenina de la luna (Verónica). Más tarde, esta visión primera de la luna se convierte en divinidad cristianizada independiente, al aparecer en la extensión del firmamento como la “divina Madre de Dios, / Reina celeste de todo lo criado”, en una de las versiones del poema Luna y panorama de los insectos, de la sección Poemas sueltos (p. 540). El libro de Canciones nos ofrece un muestrario de referencias simbólicas al sol y a la luna, totalmente distintas de las señaladas en el Libro de poemas. El poema Arlequín, por ejemplo, se refiere conjuntamente (p. 293) a los dos astros a la hora del crepúsculo, en una visión impresionista, con la coloración roja hacia el Occidente (sol) y la de plata hacia el Oriente (luna): Teta roja del sol. Teta azul de la luna. Torso mitad coral, mitad plata y penumbra. Aunque la imagen procede de la terminología del circo, su índole es claramente cósmica, y sugiere dos animales celestes a través de atributos zoo-mórficos (teta y torso). En esta colección surge también la correspondencia entre ciertos momentos del día y determinadas frutas como el limón y la naranja, la primera de las cuales se relaciona con el día naciente, y la segunda con la plenitud vesperal del sol. El aprovechamiento de estas correspondencias tiene una raíz folklórica, aunque es evidente que el color, sabor y tamaño de las dos frutas tienen que ver con su incorporación en la poesía de Lorca. En el plano de la vida afectiva el limón expresa un amor que se halla en sus comienzos o que no logró alcanzar culminación, al paso que la naranja es reveladora del florecimiento de la pasión amorosa. Veamos algunos ejemplos. En el poema Adelina del pasea (p. 303), el poeta no podrá cosechar naranjas y tendrá que contentarse con el “zumo de lima y de limón”: La mar no tiene naranjas, ni Sevilla tiene amor. Morena, qué luz de fuego. Préstame tu quitasol. Me pondrá la cara verde —zumo de lima y limón—, tus palabras —pececillos— nadarán alrededor. La mar no tiene naranjas. Ay, amor. ¡Ni Sevilla tiene amor! En Dos lunas de tarde, la ensoñación de la hora vespertina es propicia a la expresión de este sentimiento: “La tarde canta / una berceuse a las naranjas. / Mi hermanita canta: / La tierra es una naranja” (p. 320). En Cancioncilla del primer deseo, la identificación de naranja y amor es evidente: “Alma, / ponte color naranja. / Alma, ponte color de amor”. En el poema Naranja y limón existe una posterior correspondencia simbólica entre naranja-niña y limón-niño (esto es, novio): Naranja y limón. ¡Ay de la niña del mal amor! Limón y naranja. ¡Ay de la niña, de la niña blanca! Limón. (Cómo brillaba el sol.) Naranja. (En las chinas del agua.) El poema sugiere también una relación entre niña y luna (niña blanca) en el momento en que la luna está descolorida por la aparición del sol naciente (limón). Esta última correspondencia se revela también en el poema El niño loco, quien va en busca de la tarde y se encuentra con una luz encogida como de niña: “(Y la luz encogía / sus hombros como una niña)” (p. 330). La identificación del sol con el principio vital y de la luna con la muerte es también manifiesta en el libro de Canciones. En el poema Madrigalillo (p. 335), los granados son esta vez reveladores de plenitud amorosa, en tanto que los cipreses, identificados con la luna, son indicadores de muerte. La ausencia del huerto responde a la desolación en el corazón del poeta. El desdoblamiento del atardecer en dos símbolos idénticos —dos palomas—, en virtud de la luz igualmente indecisa de los dos astros, se revela en el poema Canción, del grupo de Primeras canciones: “Por las ramas del laurel / van dos palomas oscuras. / La una era el sol, / la otra la luna” (p, 280). El poeta pregunta por el lugar de su propia sepultura y las dos palomas cósmicas señalan el sitio donde lo esperan: “En mi cola, dijo el sol. / En mi garganta, dijo la luna”. La posterior metamorfosis de las palomas en águilas con su sentido de rapacidad destructora y su petrificación en mármol, indican la tumba definitiva del poeta con la ausencia total de luz en el horizonte. De particular importancia en el libro de las Primeras canciones es el soneto Adán (p. 279), que nos revela el mito del nacimiento del día como un parto de la luna al ser fecundada por el sol: Árbol de sangre moja la mañana por donde gime la recién parida. Su voz deja cristales en la herida y un gráfico de hueso en la ventana. Mientras la luz que viene fija y gana blancas metas de fábula que olvida el tumulto de venas en la huida hacia el turbio frescor de la manzana. Adán sueña en la fiebre de la arcilla un niño que se acerca galopando por el doble latir de su mejilla. Pero otro Adán oscuro está soñando neutra luna de piedra sin semilla donde el niño de luz se irá quemando. El sol y la luna son aquí dos míticos amantes, de cuyo amoroso abrazo ha nacido la criatura prístina —el día— que se acerca galopando hacia las metas amplias del firmamento. La herida del parto se manifiesta en los tintes rojizos del amanecer, y la palidez esquelética de la luna, con su gráfico de hueso en la ventana, señala el momento de su muerte. La correspondencia simbólica de estos fenómenos astrales con la modalidad afectiva del poeta queda establecida en el último terceto, que introduce una nota de pesimismo individual frente a la afirmativa del resto del poema. La fábula mítica llena de incertidumbre al poeta, haciéndole pensar que la criatura primordial que se alberga en él (Adán) no ha de alcanzar su pleno desarrollo en el futuro. Los dos astros revelan, asimismo, características esenciales que han de perdurar a través de toda la obra del autor. La luna, símbolo de la feminidad, desempeña una función de madre cósmica; bajo su influencia la naturaleza orgánica muestra el espectáculo de una renovación permanente. El sol, por su parte, es símbolo de virilidad y de poder generativo, con su expresión radiante de agresiva masculini-dad. El día, hijo mítico de esta pareja inmemorial, es portador de luz y, como tal, símbolo de la inteligencia del hombre y de su realización espiritual. El Romancero gitano revierte a un simbolismo de tipo metafórico que va de acuerdo con la elaboración imaginística de la mayor parte de estos poemas. El “zumo de limón / agrio de espera y de boca” (p. 363) que llora Soledad Montoya en el Romance de la pena negra, alude sin duda a su esperanza frustrada de un amor que nunca llega a la hora de la madrugada. En cambio, la metáfora tabular de los limones en Prendimiento de Antoñito el Camborio (p. 371) se refiere a las ilusiones con que el gitano se pone en marcha hacia Sevilla. En este mismo poema, los tintes rojizos del crepúsculo se revelan en la imagen de la “larga torera”, cuando ya el gitano viene en medio de los guardias civiles. En el siguiente poema, Muerte de Antoñito el Camborio, la hora de la madrugada es señalada con la imagen taurina de los erales que sueñan “verónicas de alhelí” (p. 373). La presencia del sol como un “candil mortuorio” expresa la tristeza cósmica por este acontecer sangriento: “Un ángel marchoso pone / su cabeza en un cojín. / Otros de rubor cansado, / encendieron un candil” (p. 374). Una alusión al alba es también evidente en la anécdota del niño muerto en el Romance de la luna, luna. El niño es una criatura de carne y hueso que ha recibido el embrujo de la luz lunar, pero su presencia en el cielo, de la mano de la luna, alude a un día naciente de luz velada, en momentos en que la luna huye en el horizonte: “Por el cielo va la luna ¡ con un niño de la mano...” (p. 352). A la muerte del niño (día) corresponde, asimismo, el carácter funerario de la atmósfera enlutada (día nublado y sin sol): “El aire la vela, vela [la fragua], / El aire la está velando”. Poeta en Nueva York es importante en cuanto a la fijación de los matices simbólicos de la luna, el sol y el día naciente. En la visión atormentada y agónica de este libro aparece el mito de la fecundación de la luna por el sol, pero en su aspecto negativo. Es decir, el abrazo amoroso no logra efectuarse por la condición caduca de los dos amantes, o al menos produce un parto enclenque, enfermizo y condenado irremisiblemente a la muerte prematura. La luna y el sol aparecen aquí identificados con la vaca y el toro. El día es la criatura mítica (el niño) que pugna por nacer. La condición desmedrada de la vaca (luna), con sus “rojas patitas de mujer” (p. 326), sólo produce “delicadas criaturas del aire / que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible” (p. 422). Hay un niño recién nacido en un paisaje que no logra convertirse en pleno día por la ausencia del sol en el horizonte, y hay multitud de imágenes que indican la fragilidad esencial de la criatura: “mañana de venas recientes” (p. 419), “niños idiotas” (p. 421), “niño nuevo” (p. 418), “dientes de azúcar” (p. 426), “muchachos heridos” (p. 420), “pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve” (p. 421), “mano momificada del niño” (p. 420), “niños de cera caliente” (p. 414), “criatura de pecho devorado” (p. 419), “vena que se rompe” (p. 440), “ramitos de venas” (p. 418). Su muerte se anuncia, asimismo, en diversidad de formas: “esperaban la muerte del niño en el velero japonés” (p. 415), “No importa que el niño llore cuando le clavan el último alfiler” (p. 415), “el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto / que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase” (p. 419), “A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños” (p. 423). El poema Crucifixión (p. 458) es una síntesis de todos estos elementos cosmológicos en una dimensión profundamente religiosa, con el ritual de la muerte del astro (sol) a manos de gentes farisaicas y la final regeneración de la multitud frente a la presencia nocturna de la divinidad femenina (la luna). La muerte del niño se complementa con la del sol propiamente dicho en la forma de asesinato de la figura mítica a la hora de la madrugada o del atardecer. En el poema Nacimiento de Cristo, el alba es un toro agujereado (día lluvioso) que profetiza el destino trágico del Salvador del mundo: “y el toro sueña un toro de agujeros y de agua” (p. 422). En Nocturno del hueco, la hora del atardecer se revela como el degüello de un toro cósmico en el gran circo del horizonte. El espectáculo se asocia a los ruidos de la hora: “En la gran plaza desierta / mugía la bovina cabeza recién cortada” (p. 433). En este mismo poema la madrugada se le muestra al poeta en medio de su soledad del circo con el “hueco blanquísimo de un caballo” de “crines de ceniza” (p. 435), es decir, con el hueco de un nuevo día sin luz. Sólo excepcionalmente se hallan los símbolos cósmicos en este libro con un sentido afirmativo. En el poema Vaca (de la sección En la cabaña del Farmer, que se refiere a la permanencia del poeta en el campo americano de Vermont) aparece el niño con su virtud agresiva masculina dando muerte a la figura femenina (la luna), que se tiende en el horizonte en forma de “vaca herida”. El triunfo del día es una invitación al festín para comerse a la divinidad mítica sacrificada con el cuchillo (rayos del sol) del recién nacido: “Que se enteren las raíces / y aquel niño que afila la navaja / de que ya se puede comer la vaca” (p. 430). De la misma manera, el sol en todo el empuje de su virtud primaria preside el ímpetu primitivo de la raza negra. En Oda al rey de Harlem (p. 407), la regeneración de esa raza se encuentra en la búsqueda de un sol prístino en las incorruptas tierras de África: Buscad el gran sol del centro hechos una pifia zumbadora. El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar
una ninfa, el tatuado sol que baja por el río y muge seguido de caimanes. También la juventud del poeta, ya desvanecida, se ilumina con el recuerdo de un sol apolíneo que ofreció a su amante en otros tiempos: “Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto con ruiseñor enajenado” (p. 401). La poesía hermética del Diván del Tamarit nos muestra variaciones diversas de estos símbolos. En la Casida del herido por el agua, la hora de la madrugada en un día lluvioso se presenta como el estertor de un niño próximo a morir: “El niño herido gemía / con una corona de escarcha” (p. 494). Entre tanto la ciudad de Granada duerme sin darse cuenta de la soledad de la criatura. Su postración final acaece con la lluvia torrencial que al caer al suelo se refracta sobre sí misma: “El niño y su agonía, frente a frente, / eran dos verdes lluvias enlazadas. / El niño se tendía por la tierra / y su agonía se curvaba” (p. 494). La Casida del sueño al aire libre nos sitúa frente al sol y la luna en una relación distinta. La peregrinación nocturna de la luna (niña) en forma de un “toro de jazmines” comienza con el degüello del toro solar a la hora del crepúsculo: “La niña finge un toro de jazmines / y el toro es un sangriento crepúsculo que brama” (p. 497). Después de su marcha “por el inmenso pavimento oscuro”, el toro recoge nuevamente el esqueleto de la luna a la hora de la madrugada. El trozo en prosa La degollación del Bautista incorpora tradiciones varias del simbolismo del sol. Este pequeño cuadro impresionista nos presenta la salida del astro y su muerte posterior como un formidable degüello de la divinidad solar, identificada aquí con la cabeza de Juan Bautista. El espectáculo adquiere una amplitud de circo con multitud de gentes que contemplan la lucha encarnizada de los negros con los rojos. Es evidente que los negros denotan la oscuridad nocturna y un horizonte nublado, y los rojos la luz rojiza del amanecer que pugna por imponerse en el horizonte. La inminente hora de la madrugada se expresa en el miedo de la luna al parto de sangre: “La recién parida tenía un miedo terrible a la sangre, pero la sangre bailaba lentamente con un oso teñido de cinabrio bajo sus balcones” (p. 18). Las nubes no se resuelven en lluvia, y la sangría se efectúa sin la ayuda de los paños blancos. Numerosos signos desmerecedores, de esencial afinidad a los que frecuentemente encontramos en Poeta en Nueva York, completan este cuadro de contornos negativos. La figura de Salomé que exige la decapitación es la amada falsa y putrefacta que ofrece una redoma de veneno a su enamorado: “Salomé tenía más de siete dentaduras postizas y una redoma de veneno”. A la hora de la degollación se oye un enorme vocerío en todos los establos de Palestina, lo cual corresponde a los ruidos del amanecer. El triunfo de los rojos sumerge finalmente a los espectadores en un mar de sangre que tiñe sus vestidos: “La cabeza del luchador celeste estaba en medio de la arena. Las jovencitas se teñían las mejillas de rojo y los jóvenes pintaban sus corbatas en el cañón estremecido de la yugular desgarrada”. El Bautista pide luz y los luchadores invocan obstinadamente la presencia del filo (p. 20): La cabeza del Bautista: ¡Luz! Los rojos: Filo La cabeza del Bautista: ¡Luz! ¡Luz! Los rojos: Filo filo La cabeza del Bautista: Luz luz luz Los rojos: Filo filo filo filo El análisis precedente nos ha permitido delimitar la índole y extensión del simbolismo del sol en la poesía de Federico García Lorca y sus relaciones con el astro de la noche. Podemos distinguir diversos planos en la configuración de este simbolismo. Una visión esencialmente imaginística se revela en el poema Arlequín, cuyos contornos eminentemente plásticos señalan cierta afinidad con las representaciones de este personaje en la pintura europea del siglo xx[3]. Otro plano está integrado por la tradición folklórica de frutas como el limón y la naranja, de amplia utilización en la copla popular[4]. La posterior extensión de estos elementos populares a los conceptos de niño y niña respectivamente constituyen un rasgo personal del poeta. La visión del crepúsculo en forma de dos palomas que al metamorfosearse en piedra se convierten en la tumba del poeta, es una estilización metafórica y simbólica de poderosa individualidad, a la vez que aprovecha la tradición corriente de considerar a estas aves como prototipo de la unión amorosa. De particular interés es la cristianización de los dos astros en las figuras del Redentor del Mundo (sol) y la Madre de Dios (luna). La referencia indirecta a un Calvario en el Libro de poemas culmina con el simbolismo de la pasión y crucifixión de un Cristo-Sol en el poema Crucifixión de Poeta en Nueva York. Esta deificación del sol incorpora un simbolismo presente en la tradición cristiana desde los tiempos medievales. Cristo fue asociado desde un principio al Sol Invictus, y su vida interpretada a la luz del ciclo solar[5]. En las prácticas litúrgicas el sacrificio de la Misa fue, asimismo, configurado según el ciclo del sol.[6]. El mito de la fecundación de la luna por el sol y del parto de ésta a la hora de la madrugada se expresa también en un plano trascendente, si bien de carácter arquetípico. Aunque la asimilación del sol a una deidad masculina y de la luna a una deidad femenina dista de ser general entre los pueblos primitivos[7], tal interpretación existe en la tradición bíblica, en los pueblos del Cercano Oriente y en gran parte del folklore mediterráneo y europeo, principalmente dentro de las lenguas romances[8]. En particular, encontramos en la mitología egipcia una modalidad que coincide fundamentalmente con el simbolismo lorquiano de los dos astros. Isis, la vaca divina identificada con la luna, aparece como la esposa de Osiris (el toro Apis), la divinidad más importante de la cultura egipcia[9]. Tal identificación aparece en la poesía de Lorca, especialmente dentro del contexto de la relación mutua de los dos astros. Por lo demás, el poema Vaca de Poeta en Nueva York y la mención de “la vaca del viejo mundo” en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejias se refieren sin duda a la divinidad femenina de la mitología egipcia. Si la hora del crepúsculo es conmemorativa de la muerte del dios Osiris, el incidente mitológico coincide con la muerte y degüello del toro en esta poesía. Asimismo, la divinidad solar Horus, nacida de la unión de Isis y Osiris, correspondería en Lorca al símbolo del niño, que aparece ya con las características de esta criatura divina en el poema Adán de Primeras canciones. En Poeta en Nueva York el niño muere asesinado por el cúmulo de símbolos negativos que atentan contra su fragilidad inocente. El poema Nacimiento de Cristo de esta colección representa una fusión de los símbolos católicos y de los primitivos arquetípicos. El símbolo del barco con sus numerosas alusiones a naufragios y hundimientos tiene también evidente conexión con el barco solar que en la mitología egipcia hace su viaje nocturno a través del océano, permitiendo al astro emprender de nuevo su carrera triunfal por el cielo a la hora de la madrugada[10]. En otra esfera de conceptos, el simbolismo del sol identificado con el toro se enriquece también con la densa y significativa presencia de este animal en la cultura española y la profusa escenografía de las corridas de toros. La imagen del circo queda así trasladada a la amplitud del horizonte cósmico donde se cumple el desgarramiento de la divinidad solar en espectáculo sangriento. La muerte del toro a la hora de la madrugada (“bovina cabeza recién cortada”, p. 433) nos sitúa frente a otra tradición en el simbolismo solar de la poesía de Lorca. El poema en prosa La degollación del Bautista. en el cual se identifican el degüello del toro y la decapitación del nuncio de Jesucristo, evoca el mito bíblico de Salomé. Esta tradición deriva sin duda de los simbolistas franceses, y en particular de Mallarmé con el “Cántico de San Juan” de su Hérodiade[11], si bien en este poema el símbolo solar parece aludir al solsticio de verano, mientras que Lorca lo asimila a la salida del astro con los tonos sangrientos del amanecer[12]. Nuevamente hallamos aquí la fusión de símbolos religiosos con los de inspiración puramente primitiva y arquetípica. El estudio del simbolismo del sol en la poesía de Lorca nos revela, por consiguiente, una vez más, su carácter cósmico y nos da una clave para conocer la índole de su inspiración y el horizonte de su mundo lírico. La visión imaginística y metafórica queda pronto superada por una perspectiva simbólica de características trascendentes. La presencia desgarrada del astro a la hora del atardecer y del amanecer traduce la frustración de la vida afectiva del poeta y es un poderoso símbolo del destino humano violentamente truncado. Asimismo, la fragilidad de la criatura mítica es representativa de la ausencia de realización espiritual. Finalmente, la identificación del sol con divinidades cristianas y arquetí-picas confiere a la vida del hombre una dimensión sacramental y religiosa. Notas: [1] Véase nuestro libro La poesía mítica de Federico García Lorca, Eugene, Oregon, 1957, y mi artículo “El simbolismo de la luna en la poesía de Federico García Lorca”, PMLA, 72 (1957), 10G0-1084.
[2] Citamos por las Obras completas de la ed. Aguilar, Madrid, 1954.
[3] Recuérdense en particular los arlequines de Picasso. Salvador Dalí tiene una pintura de este personaje (1935), cuya mitad vertical iluminada y la otra en sombras sugieren una interpretación de características cósmicas. Véase James Thrall Soby, Salvador Dali, New York, 1941, p. 33.
[4] Véase Daniel Devoto, “Notas sobre el elemento tradicional en la obra de García Lorca”, Fil, 2 (1950), p. 320.
[5] La profusa utilización del sol en el pensamiento exegético de la Edad Media y su incorporación en el simbolismo cristiano y las prácticas litúrgicas, puede estudiarse en H- Flanders Dunbar, Symbolism in medieval thought and its consummation in the Divine Comedy (New Haven, 1929), y en Huco Rahner, “Das christliche Mysterium von Sonne und Mond”, EJb, xo (1944), 305-405.
[6] Dunbar, op. cit., pp. 408 ss.
[7] “It is almost universal among primitive races that both sun and moon should be regarded as alive and quasi-human in nature. Their sex differs among different races, but the moon is more commonly male and the sun female”, dice E. N. Fallaize, “Sun and Moon (Primitive)”, en Hastings, Encyclopcedia of Religión and Ethics, Edinburgh, 1909.
[8] El sol fue motivo de adoración secreta por parte de los judíos en el Antiguo Testamento (James Hastings, Dictionary of the Bible, New York, 1951, s. v. Sun). En Grecia, el culto del sol ocupó un lugar prominente con la presencia de Apolo-Helios y la cohorte de héroes semidivinos de origen solar: Hércules, Teseo, Belerofonte. Para el culto de Helios, véase Karl Kerenvi, “Vater Helios”, EJb, xo (1944), 81-134. Los trabajos de Hércules y la final extinción del héroe han sido interpretados también a la luz del ciclo solar. Véase William Tyler Olcott, Sun lore of all ages, New York, 1914, pp. 70-74. El Sol Invictus caracteriza a la última religión romana según Paul Schmut, “Sol Invictus. Betrachtungen zu spatrómischer Religión und Politik”, EJb, 10 (1944), 169-252. Para las relaciones del sol (en la religión romana) con la divinidad Mithra, de origen indo-iranio, cf. Walter Wili, “Die rómischen Sonnengotthei-ten und Mithras”, EJb, 10 (1944), 125-168, y Franz Cumont, Les mystéres de Mithra, Paris, 1902.
[9]
El denso y significativo ritual del sol en la cultura egipcia puede estudiarse en
George Nagel,
“Le cuite du soleil dans l’ancienne Égypte”,
EJb, 10 (1944), 10-55.
Para un pormenorizado análisis de su mitología zoomórfica, véase también
W. Max Müller, “Egyptian mythology”, en The mythology of all races, t.
12, Boston, 1918, pp. 1-245. La interpretación de Osiris según el ciclo
vegetal del año y su relación con otros dioses han sido indicadas por
Sir James G. Frazer, The Golden Bough, abridged edition, New York, 1953,
pp. 420-447. [10] Müller, op. cit., p. 95.
[11] La escena de la danza de Salomé y la decapitación del Bautista, narrada por los evangelistas San Mateo y San Lucas y por el historiador judío Flavio Josefo, ha sido motivo de representación artística desde los tiempos medievales. Véase al respecto Hugo Daffner, Salome, ihre Gestalt in Geschichte und Kunst, München, 1912. Los simbolistas franceses la incorporaron a sus temas, después que Flaubert publicó su Salammbó en 1862 y su Hérodias en 1877. Laforgue se inspira en este último cuento para su Salomé de las Moralités légendaires, publicadas en 1885. Anteriores a esta fecha son los célebres cuadros Salomé y L’Apparition (1876) del pintor Gustave Moreau, los cuales ejercieron grande influjo sobre la literatura de la época. Mallarmé asocia la decapitación al simbolismo del sol en la tercera parte de su poema Hérodiade. Oscar Wilde, por el contrario, en su drama Salome (1893), asimila el mito a la presencia de la luna. Lorca pudo conocer la tradición de este tema literario en el libro de Rafael Cansinos-Assens, Salomé en la literatura, Madrid, 1919, que contiene versiones españolas de la Salomé de Flaubert, Wilde, Mallarmé, Eugénio de Castro y Apollinaire.
[12] Véase Wallace Fowlie, Mallarmé, Chicago, 1953, p. 140. Importa recordar que la fiesta de San Juan Bautista es el 24 de junio, fecha que corresponde casi exactamente al solsticio de verano. |
ensayo de Gustavo Correa
Yale University
Publicado, originalmente, en
"Nueva Revista de Filología
Hispánica" Vol. 14
Núm. 1/2 publicado enero 1 de 1960
Es editada por el Centro de Estudios
Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México
Link del texto: https://nrfh.colmex.mx/index.php/nrfh/article/view/3019/3005 https://doi.org/10.24201/nrfh.v14i1/2.3019
Ver, además:
Federico García Lorca en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de ensayo |
![]() |
Ir a índice de Gustavo Correa |
Ir a página inicio |
![]() |
Ir a índice de autores |
![]() |