Hicieron la pregunta y cada quien puso dos dedos en el puntero de la
ouija. Eran Rita, su prima Lola y Genoveva, la vecina. Se habían hecho
peinados de colmena con enormes crepés en la coronilla utilizando
esponjas, extensiones y postizos, y llevaban unas líneas negras muy
gruesas sobre los párpados, extendidas en la comisura del ojo a lo
Cleopatra. Una Cleopatra miope y artrítica o una que se hubiera
maquillado justo después de la mordida del áspid.
Genoveva era niñera oficial de Rita desde que ambas podían recordarlo.
Ese verano el trato incluía a Lola, una quinceañera que, a causa de un
severo retraso puberal, pasaría por alguien de once sin problemas.
Los padres de Lola atravesaban un divorcio que hacía ver a la Segunda
Guerra del Golfo Pérsico como la más bonita historia de Scheherazade.
Una carnicería, dijo la madre de Lola por teléfono a su hermano, el papá
de Rita, enseguida de confirmar el horario de los tratamientos
hormonales que Lola debía consumir sin falta. La mamá de Rita conocía el
temperamento de Valeria, su cuñada, y tan sólo escuchar en el altavoz
esa metáfora, que aludía a sangre, objetos filosos y animales
desollados, sugirió que la estancia de Lola con su familia se extendiera
a todo el periodo vacacional.
—¿Crees que tu hermana pida la custodia? —pregunta la mamá de Rita,
luego de dar un sorbo a su piña colada sin sacarle la sombrillita de
papel.
—Pensión, chofer, colegiaturas, doctores —contesta su marido—. Lo único
que Valeria desea con más fervor que una casa en Miami y otra en los
Cabos es que Lola, de repente, sea normal.
La mamá de Rita estira las piernas y trata de adivinar qué estarán
haciendo las muchachas, sorprendiéndose por haber pensado “muchachas” y
no “niñas”. Una pareja de mediana edad les da las buenas tardes y se
instala a una distancia prudente en el área de la piscina. La mamá de
Rita quiere hacer un chiste de divorcios pero, en su lugar, aspira el
perfume clorado que emana de la alberca y se acomoda en la poltrona para
dormirse.
Genoveva revisó el mensaje que el papá de Rita le había dejado en el
refrigerador pegado con un imán en forma de letra. Era una G mayúscula.
Junto a las indicaciones médicas de Lola estaba una lista de teléfonos
de emergencia y la tarjeta de Cabañas Cañaveral, donde los papás de Rita
habían ido a pasar el fin de semana. Arriba, en la puerta del
congelador, estaba formada la palabra “gracias” con letras minúsculas de
diferentes colores y un signo de admiración pintado en una servilleta.
La servilleta estaba doblada, apenas sostenida por la letra S, y
Genoveva tuvo que levantar el papel para leer el agradecimiento.
Sobre la barra estaban su pago adelantado y dinero extra por si decidían
salir de paseo o pedir comida a domicilio. Genoveva sabía que, de no
gastarlo, estaba viendo su magnífica propina. El viernes transcurrió sin
sobresaltos ni novedades. Las tres “muchachas” se gustaban, se caían
bien y era agradable pasar unos días sin adultos. Pusieron un maratón de
películas serie B como El ataque de los tomates asesinos,
La Diabla de Marte y La tiendita del horror. Al atardecer
jugaron a ser imitadoras de Amy Winehouse, la cantante favorita de Lola,
disfrazándose y reproduciendo el que en su opinión experta era su mejor
concierto: Live in London.
Lo corrieron completo dos veces con el volumen altísimo, turnándose para
hacer de Amy mientras las otras dos intentaban seguir el paso a los
coristas. Genoveva imitó a Amy borracha y le dio más veracidad a su
interpretación sacándose una grapa de cocaína imaginaria del cabello. Se
rieron tanto, que Rita tuvo que correr al baño antes de que le explotara
la vejiga. Por la noche prepararon un campamento con bolsas de dormir en
la alfombra de la sala y cada una inventó una receta extravagante para
compartirla. Lola hizo una incomible mezcla de frituras bañadas con miel
y salsas picantes; Rita, sándwiches de pepino con crema de cacahuate que
sabían menos asqueroso de lo que se veían, y Genoveva cocinó tacos de
sopa instantánea.
Al final pidieron pizza y se contaron sus miedos más horribles durante
horas, comparándolos y clasificándolos. Por ejemplo, el miedo a que una
cinta del tenis quedara atrapada en una escalera eléctrica en
funcionamiento y el mecanismo continuara activo rompiendo primero los
huesos del pie, para seguir avanzando con la lentitud de un aparato
medieval hasta que lo único que quedara del cuerpo fueran la pierna
libre y la cabeza decapitada, estaba por debajo del miedo a que una
garrapata entrara por la oreja y pusiera sus huevecillos en el cerebro,
pero dos miedos arriba del miedo a confundir el jabón líquido con jugo,
darle un trago y morir ahogadas en burbujas.
—Ser una abeja en la Antártida —dijo Genoveva.
—En la Antártida no hay abejas —dijo Lola—. Creo que en ese ecosistema
no hay ningún tipo de bicho.
—Ese ecosistema —continuó Genoveva, burlona— debe ser lo más triste y
solitario del mundo.
Lola pensó que Genoveva tenía los mejores peores miedos y aunque ella
también tenía un miedo de abejas, habló de su miedo más evidente. El
miedo a que el retraso en su desarrollo se extendiera por más tiempo,
pero Genoveva, que siempre podía hacerlas reír, dijo que en ese caso
estafar pederastas en internet sería un negocio digno de contemplarse.
Era el viernes 22 de julio de 2011.
Los fantasmas aparecieron al día siguiente.
Las tres Amys Winehouses despertaron tarde, con los peinados intactos
pero las caras manchadas de delineador escurrido. Ninguna pretendía
bañarse, tal como indicaba el manual de la vida veraniega, así que Rita
tomó su minilaptop para revisar sus mensajes y se despatarró en un
sillón.
—Parece que Blake Fielder-Civil nos dio una paliza en un pub
—dijo Genoveva, guiñándole un ojo a Lola.
Entonces Rita le dio play a un video que las dejó petrificadas.
Una adusta presentadora leía el comunicado sin un ápice de emoción.
—La cantante Amy Winehouse, de veintisiete años, ha sido encontrada
muerta esta tarde en su casa de Camden, según ha confirmado un portavoz
de la Policía Metropolitana. Aún se desconocen las causas de su
fallecimiento.
A Lola se le escapó un lamento.
—El servicio de ambulancias de Londres recibió una llamada solicitando
que acudieran a la casa de la artista. Winehouse había cancelado su gira
europea por problemas de salud.
Rita abrazó a Lola. Ovillada contra su cuerpo parecía aún más pequeña
que de costumbre. Genoveva salió corriendo de la casa. Estuvo fuera más
de cuarenta minutos. Al volver, se había puesto una capa de vampiro
sobre el atuendo rockabilly, apestaba a humo y algo en su
semblante parecía diferente. Desconectó los aparatos eléctricos cercanos
y colocó cuidadosamente un maletín lleno de polvo en la mesita de la
sala. Dio indicaciones precisas, con la autoridad de quien domina cada
ángulo de una materia particular. Envió a Rita a revolver los cajones
hasta encontrar la última vela, cirio o veladora. Lola cerró las
cortinas y usó las bolsas de dormir para oscurecer las ventanas.
Movieron los sillones y se hincaron sobre los cojines.
Cuando Genoveva estuvo satisfecha con la atmósfera, sacó el tablero de
la ouija ceremoniosamente y fue encendiendo las flamas de las velas una
por una.
—El espíritu de Amy todavía no abandona el plano terrenal —sentenció
Genoveva con una severidad exagerada—. Si nos concentramos podemos
comunicarnos con ella.
—¿No estamos lejísimos de Inglaterra? —preguntó Rita.
—Para Amy ya no existe el tiempo, el espacio o la distancia —respondió
Genoveva con un tono fúnebre, luego se dirigió a Lola—. ¿Qué quieres
saber?
—No sé— dijo Lola—. No se me ocurre nada.
—Pon la mente en blanco —sugirió Genoveva—. Deja de pensar y siente.
—Pero no empieces a llorar —amenazó Rita.
Genoveva le pellizcó el codo.
—Lo importante es que no pienses y la pregunta llega sola.
Una ráfaga de viento apagó las velas. Rita señaló la puerta francesa que
daba al jardín interior.
—¿Por qué está abierta si nadie ha ido al patio desde ayer?
Genoveva carraspeó y Rita arrastró los pasos hasta llegar a la puerta.
Puso el candado y regresó a su postura. Incómoda, pero imprescindible
para el ritual. Genoveva volvió a prender las velas.
—Lo tengo —dijo Lola.
—No lo digas en voz alta —interrumpió Genoveva, sacando del maletín un
pedazo de hoja y una pluma—. Anótalo, nosotras leemos y luego las tres
hacemos la pregunta al mismo tiempo.
Lola escribió y Rita y Genoveva leyeron.
—A la una… a las dos… y a las… tres…
Hicieron la pregunta y cada quien puso dos dedos en el puntero de la
ouija. El triángulo de madera no se movió.
—¿Oyeron eso? —Rita alejó la mano del tablero—. Fue como un chirrido.
—Yo también lo escuché —dijo Lola.
—¡Concéntrense! —exclamó Genoveva.
Lola y Rita miraron al techo. Sus sombras se alargaban y desvanecían,
meciendo las cada vez menos esponjadas cabelleras de colmena de sus
cabezas al antojo de las velas.
—Los dedos —Genoveva rechinó los dientes.
Las primas volvieron a tocar el puntero con las yemas del índice y el
dedo medio, aprovechando para ponerse más cerca una de la otra. No
estaban asustadas, pero empezaban a sentir una moderada desconfianza.
—¿Tenemos que volver a preguntar? —dijo Rita.
Genoveva iba a responder cuando la puerta principal se abrió
violentamente. Las chicas gritaron. Rita intentó levantarse pero perdió
el equilibrio y volcó la mesa, provocando que las velas se apagaran y la
cera se derramara sobre la ouija.
—¡Cuidado! Nos vamos a infestar de espectros.
Genoveva descolgó las bolsas de dormir de los cortineros, luego se asomó
al pórtico. Había anochecido sin que se dieran cuenta. Al encender la
luz exterior hubo un cortocircuito y se arruinaron los focos.
—Así es como suceden las posesiones —Genoveva se quitó la capa y
envolvió la ouija con ella.
—Voy a llamar a mis papás —dijo Rita, angustiada.
—No los molestes por tonterías —contestó Genoveva—. No está pasando
nada.
Rita conectó una de las lámparas de la sala y contuvo un grito.
—Eso parece muy real—señaló Lola mirando fijamente una serie de huellas
que recorría el vestíbulo y desaparecía al llegar a las escaleras—. Hay
que llamar a la policía.
—A ver, tranquilas, déjenme pensar —dijo Genoveva—. Pásenme el teléfono.
—No hay línea —Rita dejó caer el auricular.
—¿Dónde están los BlackBerrys? —preguntó Lola.
—No voy a cerrar la puerta —dijo Genoveva, acentuando las palabras como
si le hablara a un hipotético perpetrador—. Voy a buscar los celulares
en la barra de la cocina.
Lola y Rita intentaron caminar, pero sus pies no respondieron. Genoveva
removió los trastes sucios y los gabinetes. Ni rastro de los teléfonos.
Un murmullo envolvente, apenas perceptible, fue creciendo hasta
transformarse en un clamor estentóreo y escalofriante.
—Amy, ¿eres tú? —preguntó Lola como si estuviera agonizando.
Un restallido que amenazó con fracturar la bóveda celeste rompió las
nubes en un aguacero inesperado. La lámpara se fundió y un relámpago
reveló una figura monstruosa pegada a la ventana. Las tres niñas huyeron
gritando de terror hasta la casa de Genoveva. Llegaron empapadas, con el
cabello convertido en una masa informe que caía aplastada sobre sus
cráneos. No habían terminado de secarse cuando la lluvia cesó. Genoveva
convenció a Lola de regresar a comprobar la casa con un par de
linternas. Cuando llegaron, los focos del porche se encendían, la línea
telefónica funcionaba, los cojines reposaban en los sillones y los tres
teléfonos celulares estaban apilados en la mesa de la sala, donde no
había rastro de velas ni ouijas.
Obviamente, se quedaron con Genoveva.
Lola y Rita compartían la cama y Genoveva puso varias cobijas en el piso
hasta volverlo confortable. No hablaron. Rita dormía como si hubiera
entrado en coma y, después de unos minutos de indecisión, Lola tuvo el
coraje para deslizarse al lecho de Genoveva. Se quedó a su lado en la
oscuridad, sin moverse, y pensó que durante la sesión de cuentamiedos no
había contado su miedo de abejas. Lola temía estar frente a frente con
Amy Winehouse y quedarse paralizada. Quedarse paralizada porque el
cabello de Amy se descomponía en un enjambre de abejas asesinas que la
atacaban yendo directamente a los ojos, a los labios, a sus partes más
vulnerables y blandas.
Lola sintió el revoloteo de unas alas desplegándose en sus omóplatos
pueriles. Eran las manos de Genoveva.
Se quedó paralizada.
Genoveva se encargó de los trabajos y gestiones físicas. Dedicada y
laboriosa, como si construyera un panal celda por celda. Lola sólo tuvo
que quedarse allí, paralizada, muerta de amor. Sintiendo aquella
parálisis nerviosa que se parecía mucho a cientos de miles de abejas
apoderándose de ella. Abejas clavándole sus aguijones, sustituyendo sus
células con veneno hasta transformarla en su ADN y convertirla en una
enorme abeja medrosa y asustadiza.
Cuando todo acabó, Lola recuperó su forma humana y trepó en silencio
hasta su prima.
Después amaneció, y Rita y Lola volvieron a la casa contigua para
esperar a los papás de Rita, que llegaron muy bronceados de Cabañas
Cañaveral, con la noticia de que el papá de Lola estaba en camino. Había
contratado los servicios de un detective privado y aseguraba tener
pruebas que le darían la custodia única de Lola. Mientras Rita contaba a
sus papás una versión por demás exagerada de su experiencia paranormal,
Lola fue a despedirse de Genoveva.
Hasta que empujó la puerta de la habitación, Lola se dio cuenta de que
había entrado sin permiso, con el impulso que le daba el episodio de la
noche anterior. Encontró a Genoveva de espaldas, reclinada sobre la
ventana abierta. Se había bañado y tenía el cabello húmedo delineándole
la nuca. Lola pensó que ésa era una nuca hermosa. Genoveva encendía un
cigarrillo singular.
—No sabía que fumabas —dijo Lola.
—Es salvia.
—Gracias por intentar hacer que Amy me hablara.
Genoveva no parecía interesada en Lola o en lo que Lola tuviera que
decir. Como si nunca le hubiera dibujado tatuajes falsos en los brazos y
en el pecho. Como si nunca hubieran cantado juntas “I told you I was
trouble”. Como si nunca hubieran tenido la intimidad de las
abejas.
—Mi papá viene a recogerme.
—Pues nos vemos luego —Genoveva tosió y apagó la salvia. Dispersó el
humo con los brazos.
Lola tuvo la sensación de que estaba siendo polinizada, de que se estaba
llevando a cabo el proceso de transferencia del polen desde los
estambres de una flor hasta un estigma en el centro de ella.
—Tengo una amiga de tu misma complexión y estatura —dijo Genoveva sin
dejar de sacudir los brazos en dirección a la ventana—. Pero no tiene
problemas de desarrollo, lo suyo son los desórdenes alimenticios.
Lola no supo qué decir.
—Puedes fingir que eres anoréxica, así parecerías interesante.
—¿Estás enojada conmigo?
—Sí sabes que los fantasmas no existen, ¿verdad? —Genoveva se volvió
hacia Lola—. No le digas a Rita, pero se me ocurrió una idea y la
improvisé.
—Qué detalle lo de la lluvia.
Genoveva se rio.
—Tampoco controlo los elementos, no soy un X-Men. Solamente soy
rara.
Lola imaginó a Genoveva con los ojos y el cabello blancos lanzando rayos
en todas direcciones. Un motor muy ruidoso se apagó y escucharon el
abrir y cerrar de una portezuela. Genoveva sacó medio torso por la
ventana.
—¡Hoooooola, papá de Lola! —gritó Genoveva, agitándose como epiléptica.
Lola contuvo las lágrimas. Ahora era un zumbido remoto, inaudible, un
zumbido incapaz de hacerse oír en el desierto helado de la Antártida.
Genoveva la miró como miraría a un extraño.
—Ya llegaron por ti.
La autora
Elma Correa es licenciada en Lengua y Literatura
Hispanoamericana y maestra en Estudios Socioculturales por la
Universidad Autónoma de Baja California. Fue becaria del PECDA
en 2010 y 2018, del FONCA en 2014. Ha publicado en
Vice, Pez Banana, Shandy, Tierra Adentro y emeequis.
Su trabajo está incluido en compilaciones como Sólo cuento IX, Breve
colección de relato porno, Lados B, Cuadernos del
Periodismo Gonzo, Narrativa del norte, Pan de muerto.
Su primer libro de cuentos, Que parezca un accidente, fue
publicado por Nitro/Press en 2018. |