Serguéi Yesenin: “Un solitario ante el espejo destrozado”
Adriano Corrales Arias

Hoy es viernes 28 de diciembre del 2007, día de los Santos Inocentes. Hace 82 años (no creo en cábalas ni nada parecido, aunque, por aquello de “no creer ni dejar de creer”,  dejo constancia: 28 al revés es 82) en el hotel Angleterre de Leningrado, antes Petrogrado, actual San Petersburgo, al lado de la imponente catedral de Isaac, y con 30 años cumplidos, el poeta Serguéi Yesenin se colgó, con la correa de una maleta, de uno de los tubos de la calefacción o de los travesaños de la ventana de su habitación. Algunos novohistoriadores sugieren que no fue un suicidio sino un ajuste de cuentas por parte de la Checa, la temible policía secreta de Stalin.

El jueves 24 de diciembre, en un tren nocturno, había llegado procedente de Moscú. El 27 de diciembre, probablemente ebrio, había querido escribir un poema, pero no encontró tinta en su habitación. Se rasguñó el brazo con un cuchillo (algunos biógrafos insinúan que se cortó las venas en un primer intento de suicidio) y escribió los versos con sangre. Más tarde, cuando el poeta Wolf Erlich lo visitó, arrancó la hoja correspondiente del bloc de notas, la dobló y la entregó al amigo: “Para ti. Pero no lo leas enseguida”.

A la mañana siguiente, Yelisaveta Ustinova, esposa de un tal Georgi Ustinov, periodista conocido de Moscú, única compañía en el hotel y con quienes había cenado un par de veces, llama a la puerta de Yesenin para ir juntos a desayunar. Nadie contesta. Después de la llegada de Erlich, deciden abrir con una llave de repuesto. La escena es desoladora. “Llega un verde anochecer, yo me quito la chaqueta / para ahorcarme con la manga en el crucero de la ventana…” había escrito diez años atrás.

Las fotografías muestran al fallecido con camisa blanca, pantalones grises y zapatos de charol negros. Rostro inerte y levemente contraído. ¿Temía a la muerte? ¿La presentía? ¿Cuánto tiempo llevaba retándola? ¿Percibió como una liberación la decisión de morir? No había ninguna carta de despedida, ni un testamento. Nada. Solamente la nota escrita con sangre que Erlich había recibido el día anterior y que contenía el célebre poema de despedida, presumiblemente dedicado a su amigo de siempre, Anatoli Marienhof, con quien, aparentemente, mantuvo una relación amorosa:

            Hasta pronto amigo mío, hasta pronto,

            te llevo, querido, en el corazón.

            Esta separación predestinada

            promete un encuentro en otro lugar.

 

            Hasta pronto, amigo, no sientas lástima,

            sin dar la mano me voy, sin palabras.

            En la vida, morir no es nada nuevo

            ni es nada nuevo vivir, por supuesto. 

Hacía poco más de dos años se había separado de la memorable introductora de la danza moderna, la “devoradora de hombres” (¿y de mujeres?), Isadora Duncan, luego de un escandaloso viaje por Estados Unidos y Europa. Se habían casado en 1922. Para Yesenin sería un cambio radical: pasó de las pensiones pobres y friolentas de Moscú, donde se había instalado en 1918 procedente de Petrogrado, trabando amistad y conviviendo con Marienhof, a los hoteles más lujosos de Berlín, Venecia, París, Boston y Nueva York. Pero la relación entre esos dos monstruos ávidos de vida, amor y notoriedad, no podía conjugarse. Isadora era mayor (le llevaba adelante 17 años) y su cosmopolitismo revolucionario no calzaba con los sueños campesinos y la inestabilidad emocional del poeta de Riazán.

Porque Yesenin se había casado en 1917, por la iglesia, con Sinaida Raich, con quien tuvo dos hijos, Tatiana y Konstantin Yesenin. Se divorció en 1920. La Raich luego sería esposa del notable teatrista Vsevolod Meyerhold, torturado y asesinado en un Gulag. Estando con la Duncan y en las pausas de sus agrias disputas y peleas, sostuvo una relación con Galina Benislavskaya, Galia, “amante, amiga y nodriza” según sus amigos, quien un año después de la muerte de Serguéi se pegaría un tiro junto a su tumba. Pero la bohemia, derivada en serio alcoholismo, y la intensidad amatoria del bardo no eran soportables ni para Galia ni para Isadora. Luego de la Duncan, y sin haberse divorciado, se casó con Sofía Andreyevna Tolstaya, nieta de Leon Tolstoi, para más señas.

Yesenin había nacido el 21 de setiembre de 1895 en el seno de una familia campesina de la aldea de Konstantinovo, provincia de Riazán, una de las más aisladas de Rusia. Creció en ese entorno campesino cerca de las leyendas y narraciones tradicionales de la Madrecita Rusia profunda. La evocación y la nostalgia de ese mundo agrícola y arcaico era la cuerda más auténtica que pulsaba su insaciable sed de producción poética. Pero esas referencias fueron también las contradicciones más recónditas del poeta en la ciudad y en el advenimiento de un sistema político que negaba la vida campesina por reaccionaria.

El escritor Máximo Gorki, cuando se enteró de su muerte, recordó una historia que le contaron de un joven campesino lituano o masturiano que llega por casualidad a Cracovia. Allí se perdió en las calles, vagó por aquí y por allá y no encontró la salida hacia aquello que le resultaba familiar: el campo. “Cuando tuvo por último la sensación de que la ciudad ya no lo soltaba, se arrodilló, rezó y saltó de un puente al río Vístula…” En realidad Yesenin siempre resintió la escisión campo-ciudad con el agravante de un ansia desmedida por su reconocimiento como un poeta “no campesino” que aspiraba a dandy. Ello le llevó a utilizar hombres y mujeres para su cometido. Su agraciada masculinidad le permitió enamorar a muchas y muchos. Pero siempre fue el gran incomprendido, por tanto el sempiterno provocador y resentido.

La época de su muerte es una época trágica también para su Madrecita Rusia. Con la muerte de Lenin en 1924 y con el triunfo de Stalin sobre su rival Trostky y su expulsión de la Unión Soviética en el año 1929, se había iniciado un nuevo capítulo para el estado soviético marcado por la destrucción del campesinado independiente, la colectivización de la agricultura y el sometimiento de la vida artística a las directrices del partido. En ese proceso no solamente quedó destruida la vieja Rusia campesina y agraria, entre cuyos hijos se contaba Serguéi, sino también la vanguardia rusa del siglo XX, a la cual pertenecía otro poeta contemporáneo, Vladimir Mayakovsky. El campesino independiente y el artista autónomo no formaban parte del estado totalitario de corte estalinista. Por ello no deja de ser paradójico, incluso paródico, que Mayakovsky, luego de lamentar la actitud necrófila de Yesenin en un inflamado poema (La muerte del poeta), se despidiera con un futurista pistoletazo. Aunque, otra vez, algunos sugieren, que la Checa también le “ayudó”.

Sirvan estas notas como homenaje a uno de los grandes poetas rusos del siglo XX cuya vida fue más que trágica y su obra invisibilizada como literatura de gulag, aunque a su muerte fuera objeto de grandes tiradas y homenajes. Porque la disección de los sentimientos, el análisis psicológico, la melancolía y el hastío vital, no cuadraban al régimen estalinista. Muchos jóvenes siguieron el camino del suicidio. Definitivamente Yesenin era peligroso, un mal ejemplo. El suicido entonces fue calificado como un acto infame y condenable, acción de un “pobre diablo trastornado y talentoso”, y se suspendieron los homenajes al poeta convirtiéndolo muy pronto en autor de culto para quienes buscaban en sus poemas una respuesta al sentido de sus  vidas.

Hoy algunos biógrafos expresan abiertamente su homosexualidad reprimida, mejor dicho, su bisexualidad. Cierto o no, Serguéi Yesenin es el joven campesino que a punta de metáforas y palabras quiso cantar su extensa y profunda patria conquistando personas y ciudades, y exigiendo a sus contemporáneos reconocimiento para su labor. En ese cometido, y como casi todo gran poeta, fue un verdadero solitario. Su poesía, fresca, melancólica, bohemia, amorosa, apasionada y altanera, como su productor, pretendía erigirse en el himno de una nueva época. Pero el espejo se trizó cuando el bardo se asomara al pozo de su compleja y feroz identidad.

Nada que ver con las bromas que suelen gastarnos algunos amigos el día de los Santos Inocentes.

Adriano Corrales Arias

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