L y M |
Alberto
estaba sirviendo el tercer trago de la botella de Paticruzao que
a duras penas lograra conseguir para celebrar sus cuarenta años, cuando
Alodia ingresó a la sala alocadamente. ¡Está sucediendo una cosa
terrible! ¡Vamos para la casa! Chica, pero eso no se hace, estás
arruinando mi fiesta, y ni siquiera llegan los invitados. Nada, es
urgente, la bebé se está muriendo y acabamos de hacer un tremendo
descubrimiento. Ni modo Alberto, dejemos el ron para más tarde. Ni modo
caballero, vamos a ver qué sucede con mi ahijada. Chavelita, luego
regreso, voy a casa de las tres hermanas. Por
esas noches Alodia tuvo la primera visita: sintió que alguien se posaba
en su cama. Despertó y vio un tipo sentado al borde de la misma. Era
moreno, peinado con carrera al medio y con harta brillantina. Vestía
una camisa de cuadros en diferentes tonos de verde. Pero su rostro no se
percibía claramente. Alodia gritó. Todos nos levantamos alarmados.
Musa, la madre, diagnosticó una pesadilla por acostarse tan tarde y
andar pensando en esas tonterías. Sin embargo Lina también tuvo una
visión. Viajando en la guagua de regreso a casa, una mujer negra desde
el fondo le mostraba una sortija. Recordó que alguna vez en sueños había
visto a esa misma mujer. Cuando se acercó, a la hora de bajarse, observó
claramente que en la sortija, incrustados, estaban su retrato y el mío,
los cuales se intercambiaban, mordiéndose indistintamente. Y aunque su
formación intelectual y su militancia en el Partido no le permitían
creer en la religiosidad popular, fue a consultar la cuestión con una Santera.
Hay espíritus que no quieren irse del sitio en que vivieron porque no
aceptan estar muertos o porque simplemente no se han percatado de su
paso a la otra dimensión. Incluso hay entes que se enamoran de personas
vivas y hasta son capaces de hacerles el amor. Se trata sin duda de un
espíritu que está enamorado de ti y tiene celos de tu novio. Dispersa
y atropelladamente Alodia relataba que la noche anterior había
escuchado la voz del visitante nocturno: ¡Allí están, son L y M! ¡Allí
están, son L y M! A ella se le figuraba que el visitante señalaba
hacia afuera, justo donde quedaba el "cuarto de los chunches".
En esa habitación deben estar. Pero esa tarde, conversando con Tito el
Responsable del CDR de la cuadra, se había enterado que quienes
vivieron allí antes de la llegada de ustedes de la provincia eran dos
mujeres, se llamaban Laura y Marta (¡L y M!). Eran santeras. Yo mismo
participé de la limpieza de la casa después de la muerte de Marta,
Laura falleció anteriormente. Recuerdo el altar, tuvimos que enviarlo a
la basura con todas esas vainas repugnantes que ellos usan, cocos
podridos, tabaco, tierra de cementerio, plumas de aves, huesos. Sí,
chica, eran santeras, y de las que se fajaban. En
la casa todo era un alboroto. La confusión y la incertidumbre se
apoderaron del entorno. Ciertamente la bebé estaba en cuidados
intensivos y los médicos no conocían la causa de su gravedad, era
atacada por un virus desconocido en la isla. Lina había entrado en un
paroxismo extraño y Alodia insistía en abrir el "cuarto de los
chunches" para sacar a L y M. A duras penas, pues la puerta estaba
muy trancada. Alberto y yo lo abrimos. Yo ingresé pero no había luz eléctrica
en la pieza. Salí para buscar una lámpara o algo parecido. En ese
instante la puerta se cerró misteriosa y abruptamente. La llave quedó
por dentro. En ese momento, justo en ese momento, me convencí de que
algo extraordinario estaba ocurriendo. Por más que insistimos no
pudimos abrir la puerta. Hubo que derribarla a patadas. Revisamos con lámparas.
No había nada fuera de los muebles desmantelados, electrodomésticos
rusos en mal estado, juguetes rotos, libros viejos, polvo... Alodia
insistió en colocar una cruz en la entrada conformada por dos cuchillos
mientras peroraba contra L y M incitándolas a salir y a enfrentarse con
ella. Por primera vez se me puso la piel de gallina. Alberto
al reconocer lo peliagudo de la situación, y a pesar de su conciencia
obrera militante, propuso que consultáramos con un primo suyo quien era
santero. Pero vive al otro lado de la ciudad. En ese momento, justo en
ese momento, recordé a Pablo, el instructor de danza folklórica que
nos estaba ayudando en la investigación sobre vudú para el montaje de El
Reino de este Mundo de Alejo Carpentier. Yo estaba laborando como
asistente de Dirección en el Teatro Buendía con <?_xml:namespace
prefix = st1 ns = "urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags"
/> Al
abordar el taxi me dije para mí mismo: si Pablo está en casa esto que
estoy viviendo es real, si no está es puro cuento. Pablito no era tan
hogareño que dijéramos, mucho menos por las noches, pues si no tenía
función estaba ensayando, y si no bailando en algún Cabaret o
enamorando alguna mulata en el malecón. Era un tipo con una energía
extraordinaria. Si está en casa la vaina se complica de verdad. Le
dijimos al taxista que nos esperara. Toqué a la puerta una vez, dos
veces, a la tercera va la vencida: ¡Pero Chico que es esto! ¡Por tu
madre Chico! Pablo cerró intempestivamente mientras escuchamos sus
pasos perdiéndose aceleradamente hacia el interior. Esto se complicó,
me repetí. ¿Qué hacemos? No sé Albertico, esperar... Transcurrieron
un par de minutos... Pablo abrió nuevamente haciendo una especie de
pases magnéticos. ¡Pasen muchachos pasen! ¡Caballero!, ¿pero desde dónde
traen ese muerto? ¿Cuál muerto? El que venía tras de ustedes, lo sentí
desde antes de abrir, por eso tuve que ir a buscar mi protección.
Nuevamente la piel de gallina. Pasamos a la sala donde estaba el Altar
Mayor con sus velas, sus guerreros, las ofrendas del último
trabajo. A ver, cuéntenme qué sucede. Atropelladamente le expliqué lo
que sucedía, Alberto me ayudaba a hilvanar las inconexas frases. El
taxista viene con ustedes... entonces que se marche porque esto va para
largo. Primero una limpieza. Mientras trasegaba plantas y flores, y
suavemente golpeaba a Alberto con las mismas haciéndolo girar sobre si
mismo, mascullando oraciones incomprensibles, fumando un largo tabaco y
vertiendo aguardiente, me fue explicando lo que según él sucedía y la
estrategia a seguir. Yo sé que tú no crees Chico, ves esto científicamente,
o artísticamente si se quiere, teatralmente según tu trabajo, pero
esto es muy serio, incluso también te voy a limpiar, aunque el muerto
venía tras de éste. Mira, lo que sucede es que hay un espíritu muy
fuerte en esa casa, y es dañino, quiere echarlos de allí, y está
empezando por el ser más débil, por la bebé, siempre sucede así, si
hubiese un animal, una mascota, ya se habría muerto. Lo que vamos a
hacer es lo siguiente: Llamó
a su mujer, Dianita, una bella mulata de aproximadamente 20 años. Vamos
a hacer un triángulo: Dianita, ¡tú empiezas a preparar el muñeco! La
joven esposa obedeció con inmediatez: corte de la tela, rellenar,
coser. Se vistió ceremonialmente con una túnica color púrpura, trajo
un huevo y comenzó a pasarlo por una diminuta pira desde donde ascendía
un incienso violáceo. Lanzó los caracoles consultando con las deidades
en yoruba o bantú. Pablo no era el mismo, era otro, se transformaba en
un guerrero rumbo a la tierra de la muerte. Yo me quedaré aquí
trabajando. Necesito que llamen a casa y digan a la gente que está allá:
favor colocar muchas flores por todas las estancias, vasos con agua y
ojalá una cruz de metal a la entrada, pueden ser dos cuchillos
cruzados. (¡Alodia previsora!) Llamé y giré todas las instrucciones.
Ahora ustedes se marchan al hospital con este huevo y el muñeco, ¡pónganme
mucha, mucha, atención! Deben pasar el huevo al bebé por todo el
cuerpo, así, alrededor de todo el cuerpecito, como un pequeño masaje,
luego colocan el muñeco bajo el colchón de la cuna, o bajo su ropita,
y lo dejan allí. Deben salir inmediatamente y romper el huevo en una
palma real o en una ceiba, enterrarlo en un cementerio, o lanzarlo al
mar. No pueden romperlo sino
en la ceiba o en la palma real, y lanzarlo, sino al cementerio, al mar.
¿Está claro? Sí, pero ¿cómo vamos a entrar al hospital? ¡Son las
11 de la noche! ¡Van a entrar, no se preocupen! Pero, ¿y si no
entramos? ¡Van a entrar!, no se preocupen, ¡van a entrar! Está bien,
vamos a entrar, pero, ¿y si no entramos? Van a entrar, no se preocupen,
yo lo sé... Está bien, vamos a entrar, pero supongamos por un minuto
que no nos dejan entrar, ¿qué hacemos? Van a entrar, se los aseguro,
van a entrar, pero si por
alguna razón no pudieran, por alguna extraña razón, me llaman
inmediatamente. Una vez roto el huevo márchense a la casa, me llaman
apenas lleguen. Eso sí, van a tener dificultades para llegar allá,
posiblemente los obstaculicen para llegar o para comunicarse conmigo.
Pero yo me quedaré aquí velando por ustedes, ¡buena suerte! Tomamos
otro taxi hacia el hospital. Las calles estaban casi vacías. Llegamos.
No había nadie en la entrada principal. Extraño, muy extraño.
Ingresamos por el pasillo central, médicos, enfermeras, empleados, nos
miraban como si nada, como si fuésemos funcionarios del hospital.
Avanzamos por mera intuición, llegamos a un cruce de vía, ¡al segundo
piso! dijo Albertico. O.K. compadre. Continuamos hasta un nuevo cruce de
vía. Debemos preguntar. Una enfermera nos contestó amablemente. Continúan
hacia la derecha, luego a la izquierda y allí de frente encontrarán la
sala de Cuidados Intensivos. Ciertamente. Allí estaba Alicia dormitando
al lado de la cunita. No fue necesario explicar demasiado. Ella haría
cualquier cosa por salvar a su bebé. Pasé el huevo, Alicia me ayudó a
sostener sondas y sábanas, y ella misma colocó el muñeco bajo el
pequeño colchón. Un abrazo, lágrimas. Salimos. La noche se había
iluminado con un suave resplandor como si el Caribe se refractara en sus
propios reflejos de plata. Un suave olor equidistante entre jazmín y
salmuera inundaba los jardines del mismo hospital, donde (¿casualmente?)
había una palma real. Con la furia contenida hasta ese momento estrellé
el huevo en el amplio tronco de la palmera. El impacto proyectó una
estrella multicolor con un brillo inusitadamente intenso, y si no lo
hubiese escuchado no lo repetiría: un quejido ambiguamente humano se
perdió por la madrugada. Otra vez la piel de gallina. Nos miramos más
que asombrados y sin ninguna señal salimos disparados hacia la calle en
busca de un nuevo taxi. Las
calles y avenidas de A
duras penas retornamos a casa. Nadie había dormido esperándonos. Hasta
Chavelita vino preocupada por su marido. Nos acribillaron con regaños y
preguntas. ¿Cómo se les ocurre irse de juerga en estas circunstancias?
¿Cómo de juerga? Nos tomó tiempo reconocer que nuestras ropas estaban
raídas y expelíamos un desagradable olor mezcla de aguardiente, ron,
azufre y desconocidas hierbas. Las explicaciones fueron inútiles. Pero
coño, ¡llamemos a Pablo para corroborar!, salvó crucialmente la tanda
Alberto. Claro, llamemos. Al otro lado escuché la voz iracunda de
Pablito, pero dónde coño se metieron. Él sí entendió explicaciones.
Lo sabía, los tenían que extraviar. Necesito que se vengan para acá
inmediatamente, ustedes dos, la chica que vio al espíritu y tu novia.
Si pueden tráiganse al marido de la madre de la criatura. Llegamos
a casa de Pablo cerca de las 10 de la mañana. Ya tenía preparado todo
el escenario: limpieza para Alodia y para Lina, nuevos pases para
nosotros. De repente Pablo se retiró regresando minutos más tarde
ataviado con una túnica blanca. Esto se está complicando caballeros.
Vamos a tener que pasar a otra etapa. Mirándome fijamente confesó: Vas
a conocer el lado oscuro de mi oficio, yo también soy "Palero".
No entendí en ese momento. Vamos a pasar a la segunda planta. Subimos
por las escaleras que caracoleaban en el patio trasero. Topamos con un
altar más grande provisto de machetes, huesos, plumas de aves,
caracoles y otros extraños enseres. Esto sí es de verdad, me dijo
Albertico mientras me golpeaba suavemente con un codo. La atmósfera se
cargaba con el calor del mediodía. Una vez más la piel de gallina.
Pablo explicaba como si estuviese impartiendo una charla para mi
curiosidad y mi investigación hacia el montaje teatral. Ese espíritu
sigue en la jodienda, pero hay más. Lo que sucede es que las mujeres
que vivían en su casa también eran "Paleras". Cuando
un Palero se va a morir, o en caso de accidente, debe tener
preparado el "traslado" de su altar, debe ser pasado a otro Palero,
o en su defecto debe ser llevado a un cementerio y enterrado
ritualmente, o debe ser lanzado al mar. Si esto no se hace, cosa que no
hicieron L y M, las energías y los espíritus que se han convocado
alrededor de ese altar se posesionan del sitio donde estuvo instalado.
Eso es lo que está sucediendo. En este caso se trata de un beisbolista
de los años 30, quien murió de fiebre amarilla y ahora quiere
apropiarse de la casa. Con él también rondan otros espíritus. Ahora
vamos a exorcizarlos. Pablo
hizo un círculo en el piso con toda clase de hierbas y plantas. Se sacó
la túnica dejando su atlético torso al desnudo, tomó un machete y una
botella de aguardiente, e inició una danza alrededor del círculo.
Oraba y vociferaba en yoruba o en bantú. Parecía entablar un duelo con
un oponente imaginario a quien lanzaba furiosos machetazos y largos
escupitajos de aguardiente. Luego roció las hierbas del círculo con el
aguardiente y les prendió fuego. Un anillo dorado iluminó la oscura
habitación. La sombra del guerrero se refractaba plásticamente en las
paredes. Tomó a Lina de un brazo diciéndole: ¡Salta! ¡Salta! ¡Dentro
del círculo! Lina obedeció como una autómata pero aun no convencida
de la acción. Al poner los pies dentro del aro de fuego lanzó un grito
e inmediatamente saltó hacia fuera. Cayó pesadamente desmayada. ¡Denle
masaje con este aguardiente! gritaba Pablo continuando el frenesí de su
danza guerrera. Albertico se esmeraba, yo a pesar de ver a mi novia en
ese estado, no atinaba a comprender lo que sucedía. Estaba aterrado. ¡Ahora
tú, salta!, ordenó como un atabal señalando a Alodia. Esta tampoco
estaba convencida si debía hacerlo. ¡Vamos salta chica, salta, tienes
que saltar! Alodia se precipitó en su vacilación cayendo de rodillas
en el interior de las llamas. Con un salto felino Alberto la sostuvo y
la sacó del círculo conminándola a hacerlo de nuevo. ¡Salta, chica,
salta! El rostro de Pablo se había transfigurado, parecía una máscara
de madera del centro de África. Sus ojos se encendieron con una luz
quemadora. Alodia saltó de nuevo mientras el guerrero la tomaba por la
cintura y danzaba con ella lanzando furiosas e indescifrables
imprecaciones. Al mismo tiempo encendió una vela y sacó un plato
blanco de porcelana, el cual iba pasando con la vela debajo por todo el
cuerpo de Alodia en unas contorsiones fantásticas. ¡Ahora fuera,
chica, fuera! Alodia saltó y cayó en el piso perdiendo también el
conocimiento. Lina ya se había recuperado y ayudó a su hermana. ¡Quieren
verlo! ¡Quieren verlo! aullaba Pablo victorioso. ¿Quieren verlo?, ¡veánlo!
¡mírenlo! ¿Ver a quién, a quién? ¡Mira tú! La mirada aterradora
de Albertico me indicó que el plato poseía algo demoníaco. Alodia,
volviendo en sí, balbuceó: ¡Quiero verlo, quiero verlo! No, tú ya lo
has visto, dijo Pablo poniendo el plato frente a la mirada de Lina quien
abrió su hermosa boca más que anonadada. ¡Mira incrédulo!, me dijo
mostrándome la porcelana. Allí, dibujado con el humo de la vela,
estaba el retrato del beisbolista tal y como lo describiera Alodia:
moreno, bien peinado con raya al centro y camisa de cuadros
evanescentes. Piel de gallina. No podía creerlo. Ahora que lo vieron lo
mandamos al infierno. Diciendo y haciendo dio dos volteretas en el aire
y con un extraordinario grito estrelló el plato en el suelo. Los añicos
saltaron por la habitación como lucecillas de bengala. ¡Ahora a rezar
muchachos!, finalizó Pablo, arrodillándose y quedándose quieto como
si el tiempo se detuviese en una flor de loto invertida. Bajamos. Pablo nos hizo una limpieza a Alberto y a mí, porque ustedes lo vieron chico, y ahora deben olvidarlo. Vayan tranquilos al hospital a ver la niña. Mañana temprano llego a su casa para hacer una limpieza general, preparen cuatro cocos y muchas flores. Agotados, pero sintiéndonos más limpios y liberados, salimos de casa de Pablo alrededor de las 4 de la tarde. Fuimos a almorzar a un restaurante, pero casi nadie comió. En un silencio acordonado por el ángel de Silvio, Alodia se quedó mirándonos y nos dijo: Saben, yo no creía en nada de esto, pero de verdad, cuando salté sobre el fuego, alguien me dio un empujón fuerte por la espalda, alguien que no sé quién era. Partimos en silencio hacia el hospital. La niña había salido ya de cuidados intensivos. Los médicos al fin descubrieron el virus el cual había sido erradicado de la isla hacía más de 30 años. Tras los abrazos y los llantos de las 3 hermanas, Albertico prosaicamente me devolvió a la realidad. Ahora sí hermano, ahora sí podemos continuar con el Paticruzao. ¡Coño, recuerda que era mi cumpleaños! |
Adriano Corrales Arias
Del libro El jabalí de la media luna
Ir a índice de América |
Ir a índice de Corrales, Adriano |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |