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El cuerpo en la literatura o la literatura del
cuerpo |
El
cuerpo, referido a la literatura, o la literatura referida al cuerpo, es
un tema ancho y polisémico. Su vastedad remite a una serie de
posibilidades epistemológicas y semióticas, lo que supone, metodológicamente,
un arduo esfuerzo multi e interdisciplinario. Este ensayo es un breve
esbozo del tema, apenas un acercamiento a esas posibilidades (de un modo
un tanto ecléctico), que pretende, sencillamente, servir de insumo para
posteriores abordajes que sitúen de mejor modo, y con mayor amplitud de
miras, la especificidad de los objetos de estudio en cuestión. |
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La
filosofía occidental, salvo serias excepciones (Spinoza, Schopenhauer,
Marx, Nietzche, Foucault) ha tendido a esconder el cuerpo en sus búsquedas
metafísicas y ontológicas. Incluso ha sido motivo de vergüenza al
concebirlo como “cárcel del alma”, como sustancia secundaria de menor
“dignidad ontológica”, o como aquello sujeto a la degeneración y al
devenir. Los filósofos siempre han evitado encontrarse con todo lo que el
cuerpo significa y expresa: apetito, deseo, instinto, inseguridad,
variabilidad, mutación, enfermedad y muerte (Bacarlett Pérez, María
Luisa: Friedrich Nietzche La vida,
el cuerpo y la enfermedad, Universidad Autónoma del estado de México,
2006; pp. 18-19). La doxa judeocristiana lo ha imaginado como asiento del
mal, o escindido en carne y espíritu, otorgándole preponderancia al
segundo, por lo tanto susceptible de ser castigado sempiternamente para
procurar la salvación del alma. Todo lo contrario en la literatura y el
arte. Pero
¿qué entenderemos por literatura? Para Roland Barthes la literatura
no es un corpus de obras,
tampoco una categoría intelectual, sino una práctica de escritura; una
suma de saberes donde no existe un tema general que pueda fijar, o
fetichizar, a ninguno pues cada saber tiene un lugar indirecto que hace
posible el diálogo con su tiempo. “La ciencia es basta, la vida
es sutil, y para corregir esta distancia es que nos interesa la
literatura.”(Barthes, Lección
inaugural, p. 125, http://es.wilkipedia.org/wiki/Literatura).
Por otra parte, la literatura se nos presenta como institución y como obra,
por eso se asemeja a todos los usos y prácticas que regulan el proceso de
lo escrito en una sociedad determinada: el status
social e ideológico del escritor, los modos de difusión, las condiciones
de consumo, las opiniones de la crítica, etc.; pero posee su
especificidad: la literaturidad (literaturnost), lo que se conoce también como poética o retórica. En
todo caso, el conocimiento que moviliza la literatura no es completo, ni
concluyente: dice que sabe de algo en una mezcla del lenguaje donde se
reproduce la diversidad de sociolectos que constituyen un lenguaje límite o de grado
cero, logrando, a través del ejercicio de escritura, una
reflexibilidad infinita, un actuar
de signos siempre abierto (ibídem). Hay otras tendencias que, para definir la literatura, se proponen agrupar textos que poseen literaturidad, pero que la crítica considera como ajenos al corpus literario. Un caso que nos atañe se presenta en los estudios literarios coloniales. Walter Mignolo plantea esa problemática en conceptos de anteriores críticos, caso de Enrique Anderson Imbert, que afirmaba que la literatura en América sólo la conforman aquellos que hacen "uso expresivo de la lengua española". De esa manera descarta las producciones indígenas y a los escritores latinoamericanos que escribieron en latín como Rafael Landívar; en francés como Jules Laforgue, Jules Supervielle o César Moro; o en inglés como Hudson. Mignolo habla de literatura oral. Recordemos que textos como La Iliada o La Odisea pertenecieron a la tradición oral, por eso hoy ya se acepta el concepto de Oralitura. Los estudios coloniales y poscoloniales intentan diferenciarnos respecto del eurocentrismo y tienen dos elementos en común: 1. crear un espacio crítico sobre la naturaleza de lo literario y lo latinoamericano y 2. proyectar las técnicas del análisis literario hacia el análisis de discursos no-literarios. Otro elemento sobresaliente en los estudios coloniales es la interacción entre las fronteras idiomáticas y el discurso hegemónico. Estos ejemplos nos invitan a examinar los límites de la escritura, y nos exigen una revisión de las nociones de “literatura” y de lo “hispano-latinoamericano” (Mignolo, D., Walter “Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas: la ratio entre la localización geográfica y la subalternización de conocimientos”, en Dissens, núm. 3, Bogotá, Instituto de Estudios Sociales Pensar, Pontificia Universidad Javeiana (http://www.javeriana.edu.co/pensar/∞ Rev3.html). Ahora
bien, el abordaje estético
del cuerpo tiende, generalmente, hacia el erotismo y el hedonismo: “el
placer de los cuerpos”. Pocas veces se refiere al dolor o a la
enfermedad como elementos inherentes a la corporalidad. Pienso, para
seguir con La Conquista y La Colonia, en el ensañamiento
“civilizatorio” de lo europeos con los nativos en términos de su
cuerpo: “la letra con sangre entra”; torturar y asesinar un
“salvaje” equivalía a salvar su alma. O en la locura de Don Quijote y
su disolución física potenciada por una imaginación creadora como alter
ego del escritor, artista y pensador, es decir, del Cervantes
productor de otras realidades, otros mundos. O el sujeto convertido en
insecto, como Gregorio Samsa, que se debate en cómo cumplir con su deber
a pesar de su grotesca transformación. Trato de decir que el cuerpo es
posibilidad, pero también límite. Placer y deseo, cierto, pero igual
enfermedad y muerte: Eros y Tánatos. Desde
la mitología el cuerpo es el vehículo de los dioses. Para
humanizarse y mostrarse a los hombres, los dioses deben
corporizarse. De esa manera el cisne le hizo el amor a Leda, o la lluvia
de oro penetró en sus entrañas mientras dormía. Los semidioses,
encarnados en épicos guerreros, podían morir por un error de confección
que dejaba al descubierto el talón de Aquiles. Dios se corporiza, angélicamente,
a través de María (casi como lluvia de oro), en su hijo Jesucristo para
morir en la cruz y redimir a los hombres. (Nótese que el goce sexual
queda desplazado por los propósitos espirituales). Así, desde la antigüedad,
la literatura, con los ropajes del mito, se materializa a través de los
cuerpos. Las ficciones sin cuerpo no son tales. De hecho ninguna narración,
por más fantástica que fuera, podría describir un ser sin ninguna
característica humana. El cuerpo es el soporte de la literatura y la
literatura la extensión, la performatividad de los cuerpos. Es
que, contrario a lo que piensan muchas personas, el tema erótico no es
exclusivo de la modernidad, o de la “posmodernidad”. Allí están
el Kama Sutra, el Satiricón,
Las mil y una noches, Los
Cuentos de Canterbury, el sublime texto bíblico
El cantar de los cantares, El Decamerón, Los 120 días de Sodoma,
etc. Ya en la modernidad contamos con los trabajos contracanónicos del
Marqués de Sade, El amante de Lady Chatterley, la obra de Georges Bataille, de Henry
Miller, los testimonios de Anais Nin, etc. Pero es a partir de los años
60 del siglo pasado que el erotismo protagoniza un boom
en la literatura mundial, a raíz de la revolución sexual y de los
movimientos hippie, gay y feminista en Estados Unidos, Europa y América
Latina. Sin embargo, la sociedad costarricense, desde la cual
escribo, y su literatura, debieron esperar casi cuatro décadas para que
el cuerpo y el placer -esos espectros temibles de la mojigatería-
emergieran clara, y a veces escandalosamente, en el discurso literario.
A estas alturas, entrados ya en el siglo XXI, todavía muchos lectores se
escandalizan por lo que consideran pornográfico en un relato, caso del
escandalillo provocado por uno de los cuentos de Uriel Quesada, publicado
en el semanario Áncora del
diario La Nación hace pocos años.
Desde las insinuaciones de Alfonso Chase, pasando por el erotismo
intelectualizado y mágico de Ana Cristina Rossi, hasta el grotesco de
Alexander Obando, asistimos hoy a discursos renovadores en las letras
ticas. Desafortunadamente hay autores que ansían incorporarse a esta
tendencia sin nada interesante que decir, con cosmovisiones estereotipadas
y carentes de rigor expresivo. Michel
Foucault, el pensador francés, planteaba que el cuerpo está atravesado
por los discursos (como San Sebastián por las flechas), especialmente por
los de la modernidad. El nacimiento de la clínica, por ejemplo, obedece
no a un ejercicio espiritual de caridad humana, sino a una realidad económica
del capital para reorganizar y proteger los recursos humanos como
productores de mercancía, de tal manera que potencien su productividad.
Así se desarrollan los dispositivos para la vigilancia y el castigo
(escuelas, fábricas, clínicas, tribunales, prisiones, gimnasios,
academias, etc.), es decir, para la disciplina social: escolar, laboral, médica,
judicial, policiaco-militar, deportiva, artística, etc. Lo que conocemos como “posmodernidad” se despliega entre la voluntad de control absoluto y el narcisismo. Por eso se habla del cuerpo como un "alter ego". Se hace del mismo un socio que se halaga o un adversario al que se le combate para darle la forma deseada. Este discurso de perfeccionamiento del cuerpo es un discurso cuasireligioso del que algunos científicos son profetas y apóstoles. Por un lado, empujados por el individualismo (¿democrático?) los individuos obtienen una expresión de poder sobre el cuerpo, reduciéndolo a espacios de representación, de independencia, de creación, etc., mediante una elección que nos libera de la genética (el piercing, la cirugía estética, el tatuaje, etc), y que, dicho sea de paso, resemantiza antiguas prácticas rituales. En
sentido inverso, la cibernética sostiene la fantasía del interfaz, que
nos ata a un dispositivo tecnológico que extiende nuestras facultades a
escala global; pero también a un presupuesto filosófico de carácter
puritano que abomina del cuerpo en una especie de mea
culpa por no haber sido fabricado como todos los demás objetos de
nuestra cultura. Los internautas, por ejemplo, se quedan en un contacto
que es imposible con el cuerpo real. El mundo del simulacro se impone. Una
posmodernidad de tecnología liviana sin rostro, hecha de máscaras,
permite la desaparición del yo y del otro. Los sujetos son meras sumas de
datos, lejos de la enfermedad y de la muerte, de la vida humana. El hombre
deviene en cyborg, se desprende del cuerpo para aspirar a la inmortalidad
gracias a la tecnología. Esta fantasía cibernética, de la cual no está
exenta la literatura, tiene inspiración neo-religiosa y milenarista
(recordemos el mito de Ícaro). Como
dice el guionista de Blade
Runner: “algún día el que le dispare a un robot podrá verlo
sangrar y llorar y si el robot contraataca verá salir del cuerpo humano
herido una columna de humo gris. Un gran momento para el hombre”. Añoramos
un mundo poblado de máquinas, reproduciéndose, manteniéndose a sí
mismas en un estado de inmortalidad virtual. Ciertamente el hombre necesita prolongar sus cualidades corporales a través de prótesis (anteojos, micros y telescopios: la vista; medios de transporte; las piernas; audífonos, telefonía: el oído; etc.) para alcanzar mejores niveles de aprehensión de la realidad, de producción y movilización. De allí el ideal del cyborg. La pregunta es: ¿cómo vamos a “cyborizar” el mundo en un contexto de extrema desigualdad como el que vivimos? Los manifiestos cyborg son reinterpretaciones razonadas de la nueva utopía: después del Buen Salvaje viene el Hombre Biónico. Utopía que desprecia lo humano y diviniza lo robótico. Ciertos discursos de este tipo (grotescos algunos, ridículos otros, fachosos en general), coinciden en la negación del cuerpo y de los sentidos para ocultar la creciente desigualdad del hombre. Mucha de la literatura fantástica contemporánea, especialmente de las metrópolis, apunta hacia ello. El
escritor, como cualquier trabajador, también somete su cuerpo a una
rigurosa disciplina para producir su obra. (Recordemos a Dostoyevsky
escribiendo febrilmente asediado por la epilepsia. O a César Vallejo
estremeciéndose de frío y hambre). El discurso literario parte del
cuerpo individual del escritor para insertarse en el cuerpo social, pero
dialógicamente. Es decir, los discursos sociales también pasan por el
cuerpo del escritor. Freudianamente podríamos decir que, incluso, es la
posibilidad erótica que tiene en cuanto sublima y proyecta sus deseos y
traumas a través de la palabra y sus ficciones. La sexualidad, o si se
quiere, los deseos, esas pulsiones incestuosas y asesinas, se descargan
por otras vías. Recordemos, a propósito de Freud, que el deseo no es búsqueda de un objeto o de una persona que aportaría satisfacción. Mejor dicho, es más que eso. Es la búsqueda de un lugar, de un momento de felicidad sin límite, de un paraíso perdido. Ése deseo es reprimido e inscrito en el inconciente, mientras lo sustituyen otros deseos, entre ellos el deseo de hijo, que es una modalidad de reencuentro y de satisfacción de los primeros deseos de todo ser hablante, sea hombre o mujer. Como todo deseo, es inconciente, no está activo desde el origen, como lo están Eros y Tánatos. Se construye, se elabora y se dialectiza en el devenir sexuado de cada uno. (No debe confundirse «desear un hijo» con «querer un hijo», expresión que designa una aspiración conciente de portar, de tener o de traer al mundo un hijo). La confusión entre el hijo del deseo inconciente y el de la aspiración conciente, aun de la voluntad deliberada, es corriente en el discurso común. La expresión «hijo no deseado» se ha convertido en sinónimo inadecuado de hijo accidental, y la de «hijo deseado», en el equivalente de hijo programado. El deseo de hijo se actualiza en una demanda al Otro, que encarna el compañero y, en caso de infertilidad, la ciencia médica. Común a los dos sexos, el deseo de hijo parece, sin embargo, más presente en la mujer a través de su cuerpo, en la maternidad real, simbólica o imaginaria. Esta es la prueba de su sexuación en tanto mujer. La clínica psicoanalítica enseña, por una parte, que en el nivel del inconciente la mujer realiza y vive su femineidad especialmente a través de este deseo de una maternidad si no real, al menos simbólica o imaginaria, y por otra parte, que un rechazo de este deseo es siempre un rechazo de la femineidad. Para el hombre, este deseo de hijo no es el pasaje obligado de la realización de su masculinidad, ni siquiera de su paternidad. El hombre actualiza esas modalidades de existencia y de goce en su relación con las mujeres y en sus realizaciones sociales. En la dialéctica y la lógica de este deseo, un hombre desea ante todo procrear. Esta procreación concierne al mismo tiempo a la mujer y al hijo. Constituye a la mujer como madre y deviene así agente de su femineidad. Procrear, para un hombre, es gozar de la diferencia sexual y desear encarnar ese goce en la transmisión de un nombre. El hijo será el signo y el portador de este goce y encarnará la transmisión de la filiación. Pero,
regresando al escritor, se dice que los enunciados dotan de sentido lo que
nombran. Sin embargo, siguiendo a Michel Foucault, lo nombrado adquiere un
peso mayor, pues no sólo lo caracteriza, sino que, además, lo produce,
lo realiza. Es decir, las palabras producen el mundo de las cosas, de lo
que es posible ver, porque existe, en determinado momento histórico.
Dicho de otro modo: las palabras no están allí sólo para describir los
objetos, sino para hacer posible la existencia de estos. Así, los
discursos con relación al cuerpo humano y a la literatura, o al arte en
general frente a la masculinidad y la femineidad, configuran y producen al
mismo cuerpo (masculino o femenino) y a la misma literatura, dotándolos
de sentido y provocando formas concretas de dialogar e interactuar con y
frente a ellos. Lo anterior se
logra por 1. la invocación o la primera cita: “el niño o la niña”,
que adquieren la materialidad en el cuerpo y el género. 2. la cita
reiterada de la invocación que es la expresión performativa: “...
reiteración de la norma y, en la medida en que adquiera la condición de
acto en el presente, oculta o disimula las convenciones de las que es una
repetición”. 3. la aparente teatralidad, en la que el niño, o la niña,
deben actuar según las citas que sobre ella se apelen, de forma tal que
sea imposible revelar plenamente su historicidad. El guión que permitirá
esta teatralidad está dado en el marco de unas relaciones familiares y
sociales, y “articulado a una cadena de convenciones sociales, desde la
cual se defina y caracteriza el ser hombre o mujer en un contexto social
determinado” (ibídem). La
literatura, como ya se dijo, es un constructo sociocultural que se realiza
como puesta en escena, y se socializa a través de los instituyentes
culturales, es decir, de instituciones tales como la escuela, la academia,
la prensa y el mundo editorial. La práctica escritural no es más que una
puesta en texto, o si se quiere, una puesta en palabras. El escritor es un
dramaturgo, director de escena y actor a la vez, que recrea y resemantiza
su experiencia social, consciente o inconcientemente, desplegándola en un
texto plagado de intertextos procedentes de diversas formaciones
culturales y discursivas, además de la suya. Como decía Fernando Pessoa,
el gran poeta portugués, es un “drama en gente”. En ese sentido el
escritor también es un queer,
en tanto es un tránsfuga y un transexual referido a los diferentes roles
que debe ocupar y manejar en su escritura. Pero también porque,
generalmente, es un bicho raro en la institucionalidad enajenadora de una
sociedad globalizada mercantilmente. En
un presente globalizado por la mercancía y el capital transnacional, y
desde un tercer mundo cada vez más periférico y sometido, la reflexión
apunta hacia la transnacionalización literaria y la desterritorialización
de los cuerpos. Dicho de otra manera, en la posmodernidad el cuerpo es
importante como productor y consumidor de mercancías, no como ciudadanía.
Y la literatura es importante como producto, no como conocimiento. Por eso
se eliminan aranceles a los productos y a los trasiegos financieros, o se
imponen tratados de libre comercio (que de tratado, comercio y libre
tienen muy poco, para no decir nada, porque el simulacro y la impostura
también se imponen); pero se construyen altos muros de impunidad para que
las personas, que no son ciudadanas o ciudadanos, no puedan transitar. El
corpus de la literatura contemporánea, de alguna manera, está atrapado
en esa telaraña ambigua del mercado total y en las redes virtuales y
reales del poder, donde la economía libidinal también aplica su hegemonía
como mercancía transnacional. La única salida que se le presenta es el
éxito edulcorado o la invisibilidad, tal y como a la inmensa mayoría de
los ciudadanos del mundo: sobrevivencia o agonía. O la resistencia. He
allí el gran dilema del escritor contemporáneo, de las diferentes
literaturas y oralituras, y del
discurso artístico en general. * Ponencia leída el 27 de noviembre del 2007 en el Conversatorio sobre Literatura y corporalidad convocado por el Colectivo de artistas costarricenses en el marco de su proyecto escultórico El jardín de las delicias, en la Galería Génesis de San José, Costa Rica. |
Adriano Corrales Arias
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