Aquel círculo estaba conformado por poetas que no eran ni tan malos ni
tan buenos; eran demasiado cobardes para el suicidio, pero muy
inestables para el éxito; demasiado vulgares para la Cultura que se
escribe con “C” mayúscula, y demasiado elegantes para el libro vaquero;
lo suficientemente sonrientes para evitar la tragedia, aunque lo
necesariamente coquetos para no pensar en el matrimonio. Ni tan felices
ni tan depresivos, antes que poetas, esas personas eran amigos que
gustaban de llamar “encuentros literarios” a lo que con frecuencia
terminaba en borrachera.
Todos los jueves a partir de las veinte horas en un lugar fijo, mientras
éste no dejara de estar disponible. Primero comenzaron reuniéndose en la
casa de uno de ellos, hasta que éste se convirtió en padre de una
bebita; luego, en un café de una colonia popular de la zona oriente,
hasta que lo clausuraron por vender cerveza sin permiso; pasaron algún
tiempo en una clásica cantina en el Centro Histórico, que finalmente fue
víctima de la gentrificación; además, frecuentaron otros lugares menos
relevantes y estos también cerraron.
Esos poetas convencían a los dueños de los lugares mitificándose a ellos
mismos, ensalzando con bohemia sus adicciones, amañando las palabras
como cualquier poeta y, sobretodo, prometiendo los beneficios económicos
que ofrecen los eventos culturales: ellos se jactaban de tener el poder
para atraer nuevos públicos y clientes.
Fiesta Brava sería la nueva guarida de los poetas. Ubicado en una vieja
construcción porfiriana en la Roma, un bar venido a menos después de ser
olvidado por los hípsters que ya lo consideraban “muy
mainstream”. Era ideal para las necesidades del apasionado conjunto
poético: contaba con iluminación deficiente y bohemia, tendrían la
libertad de elegir el soundtrack de sus reuniones y, por
supuesto, habría cerveza a un precio accesible. Todo esto aunado a que
los administradores del bar veían en ellos una buena forma de
revitalizar el negocio.
Sin embargo, cuando el bar Fiesta Brava escuchó que en sus interiores se
llevaba a cabo la conversación en la que se proponía la estancia de los
poetas cada jueves, sus cimientos se cimbraron, sentía que se
derrumbaba. Intentaba no mirar adentro, le hubiera gustado cerrar sus
ventanas y olvidarse de todo. Pero sólo escuchaba la fluida labia del
poeta más colmilludo del círculo, y eso era suficiente para sentir pavor
y mojar los baños.
Fiesta Brava sabía quiénes eran ellos, noticias así se divulgan
rápidamente entre las construcciones de la gran ciudad. Había escuchado
de esos poetas y su modus operandi en conversaciones pasadas
con edificios vecinos; cuando se hablaba de ellos solían llamarlos “El
círculo de poetas malditos” que va por ahí cerrando negocios. Él los
consideraba más leyenda que realidad, por eso, en aquel momento, no
podía creer que aquello le pasara.
Llegado el día jueves, las cortinas de metal le castañeaban como en los
días más fríos de su existencia y sentía humedad en cuartos que había
olvidado que tenía. A cada rato recordaba cuando la casona de la esquina
le dijo, en tono de broma, que se cuidara, porque tenía una fachada muy
melancólica, justo como la que buscaban esos malditos.
Los administradores le abrieron sus puertas y sintió el aire frío
recorriendo cada uno de sus rincones. Escuchaba dentro suyo que ya
anhelaban la llegada de la cultura con todo y clientes nuevos. Fiesta
Brava estaba aterrado y consideraba aquello el principio del fin,
lloraba cucarachas de coraje mientras esperaba maldiciendo doblemente a
sus victimarios:
—¡Maldito círculo de poetas malditos! —Gritaba azotando sus puertas con
ayuda del viento. |