La palabra sagrada de Saúl Ibargoyen
Fernando Corona

En otro momento he tenido oportunidad de hablar al respecto de Saúl en términos de un "poeta internacional", argumentando para ello el hecho de que se trata de un autor con frecuentes lecturas, presentaciones en mesas de distintas naciones, premios, talleres literarios y numerosos libros y apariciones en antologías; en suma, un poeta comprometido, tenaz, disciplinado, terco, irremediable y firme. Asimismo, he hablado de él en términos de clásico en virtud de haberse convertido en un poeta en cuyos versos surge una aritmética espiritual consciente con un lenguaje palpitando dentro del mismo lenguaje semántico de letras.

Ahora me propongo hablar de Saúl Ibargoyen en términos de oficiante, para lo cual se vuelve indispensable agotar unas cuantas líneas para explicar lo que eso implica. Tres de sus libros me ayudarán a explicar mejor este aspecto vital de su obra: El escriba de pie, Entreversos y ¿Palabras? En cada una de estas obras se respira un Saúl consciente, en primer lugar, de la insuficiencia de la simple cualidad de "poeta" que se imputa en la actualidad cualquiera que se aventura en la hoja en blanco para enfilar sus versos o sus líneas a un vacío muchas veces simplemente atestado de palabras y que después termina por llamar "poema". En segundo lugar, un Saúl consciente de que el lenguaje está ahí como una invención más de la mente humana para ser trascendida, degradada, elevada, rebasada o alterada a voluntad de quien lo tome, lo reinvente y lo proclame como suyo. Por último, un Saúl consciente de que las palabras no bastan, son insuficientes, para comunicar en verdad el mensaje que siempre queda a buen recaudo de la emoción o conmoción con que se ejecutó el momento poético. Los verdaderos oficiantes saben que la poesía no está solamente en el dictado final, sino en toda emoción de la experiencia humana, según la frecuencia con que se vive la misma.

Saúl parece tener un vínculo constante con aquellos poetas atávicos y arcaicos, cuyos nombres no pasaron a la posteridad sino bajo el velo de apelativos míticos, pero cuyas obras insistieron siempre, en todas partes, en India como en Egipto, en Grecia como en Yucatán, en Irlanda como en Babilonia, en el hecho de que el simple nombrar algo era ya, de suyo, un acto sagrado que requería de la más sublime cautela, de tal forma que lo no nombrado no existía. Ello implica, desde luego, una actitud hacia el lenguaje y hacia la vida de intensa emoción y sacralidad. Pocos poetas, en verdad, son en la actualidad conscientes de la forma en que el lenguaje adquiere matices sacros, por la sencilla razón de que el arte moderno está tan incrustado en la autocontemplación del ars gratia artis mal entendido, que no alcanza a mirar otras dimensiones, las altas, las potentes, del lenguaje creador y transmisor.

Las lenguas evolucionan en la misma velocidad en que los hombres se dispersan y las hablan, de modo que los cambios semánticos avanzan y pierden una y otra vez matices que alguna vez tuvo alguna lengua original y primaria. Así, cuando nosotros decimos poeta, sin darnos cuenta evocamos un sentido detrás de la palabra, el sentido que los antiguos griegos del siglo VI a. C. en adelante quisieron conservar, el de "hacedor" o "creador". Es decir que el poeta "crea". Pero no es éste el único sentido que los arcaicos poetas asumían en su labor, y lamentablemente nos hemos quedado con ese único sentido como si él fuera el único que englobara al poeta. Si hiciéramos una lista pormenorizada de los sentidos que fueron formándose detrás del concepto arcaico de los poetas primitivos tendríamos que enumerar tanto que me llevaría muchos más de los minutos que debo invertir en esta lectura de mi texto, por lo que sólo, a modo de ejercicio, diré algunos: la palabra perdida y arcaica con la que debiéramos llamar al poeta auténtico tendría que tener algo de artífice, otro tanto de hechicero, algo más de ensalmista, un tanto de curandero, poco de adivinador y un mucho de profeta.

Cantar, saber, ver, recitar, narrar, ser poseído, enloquecer, hacer sonar, alabar, invocar, vociferar, encantar, jugar, decir enigmas, proponer acertijo, formular, pronunciar conjuros, burlarse, dictar, percibir, sentir, cuidarse, entre otros, son conceptos que han usado culturas indoeuropeas, es decir, de regiones que van desde la India hasta Europa en todos los tiempos, para calificar la función que nosotros, en español, y a través del latín, designamos sólo como poeta, el que "crea". Saúl asume una y otra vez estos roles, pero no por casualidad, sino a conciencia, conociendo el impacto y la fuerza de sus palabras. De ahí que en Entreversos suelte la condicionante:

Entonces la primitiva primordial primera unidad se

cumpliría

Y en efecto, cuando el poeta asume su rol auténticamente y con la médula puesta en la pluma, se hace uno con un lenguaje que se ha efectuado siempre y que rasga las fibras más espirituales del hombre, un lenguaje de un tiempo donde el reloj no existía y el hombre no había perdido aún a su animal interior sensible y palpitante ante el entorno, un lenguaje donde una y otra vez se creaban y recreaban nombres iniciales para llamar a los seres y a las cosas, lenguaje de tramos, medidas y extensiones, que no acaba todavía porque aún hay poetas que se atreven a utilizarlo con fuerza para medir toda distancia, como lo propone Saúl en El escriba de pie:

Hubo un tiempo que no todavía no acaba

y alguien puede dormir

porque el pelo abierto

de una muchacha ocupa sin pausa

todas las distancias de la noche.

Y es en el libro ¿Palabras? donde Ibargoyen llega a la sublime utilización del lenguaje, que es la de la nulidad o insuficiencia del mismo para invocar las realidades. No obstante, por ello el poeta tiene algo de hechicero y de encantador, pues justamente con la denuncia de esa insuficiencia, crea las formas más arriesgadas y ágiles del lenguaje, las que penetran por dentro la piel de lo remoto en nuestras venas. No es extraño encontrar en este libro términos en torno a lo inicático, a lo sagrado, al rito, a lo atávico y lo mágico, pues Saúl es consciente de que, como el culto, el lenguaje poético es el gran lenguaje de los primeros tiempos, como lo llama el antropólogo alemán Adler Jensen; y por ello ejecuta el poema como si una ceremonia se tratara y pronuncia su lenguaje como si dictara una liturgia sagrada. Tal vez él no se da cuenta, tal vez sólo acciona los engranes de su lengua como los ancestrales poetas lo hacían y como lo han hecho los bardos celtas, los magos persas, los chamanes esquimales, los oráculos griegos e indios, los escaldos nórdicos y los recitadores árabes: más como un oficiante que como un artista, consciente de que hay un lenguaje sagrado que pronunciar con las palabras precisas y el espíritu adecuado, advirtiendo que en nosotros mismos hay un lenguaje impronunciable y secreto que nos nombra:

Desnudo en lo más interno

de tus puras médulas

en los más crujientes

lodazales del hueserío penúltimo:

allí en los sitios de los endurecidos tus labios

que se herrumbran

habrás de escuchar aquellas sombras

hundiéndose en el tu nombre

como en el más espeso

de todos los océanos.

Fernando Corona
Ciudad de México, julio 31 de 2006

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