Eros y boleros ensayo de Óscar Collazos
A Luis Rafael Sánchez |
¿Por qué hay boleros que permanecen en la sensibilidad popular, saltan de una generación a otra y no pierden su vigencia? ¿Qué nombran, de qué hablan para que el tiempo no haga mella en sus letras? ¿Por qué se vuelven clásicos e intemporales? ¿Por qué han durado más que muchos libros, mucho más que la vida de la generación que los escuchó y bailó por vez primera? ¿Se “leen” Agustín Lara y José Antonio Méndez más que los poetas que tuvieron apenas una celebridad de época? Bolero que se escucha, bolero que se baila. Se ha dicho más sobre los sentimientos que evoca que sobre las sensaciones que provoca. Escuchado y bailado al mismo tiempo, el bolero funde sentimiento y sensaciones. La “alta cultura” lo desdeña pero tal vez no haya “intelectual” que no tenga un bolero en su inventario de amores extraviados. El bolero habla de una “trivialidad” con palabras a menudo triviales, frases elementales que nos recuerdan que el mundo de los sentimientos se balancea entre la grandeza dramática del amor y la cursilería que lo nombra. Más que a los sentimientos, la “alta cultura” le teme a la “cursilería” melodramática con que se expresan. Siguen viviendo porque el hombre es también un animal de trivialidades y cursilerías ocultas e innombrables. El hombre es un animal que baila ilusiones y decepciones. Walter Benjamín escribió el primer gran ensayo sobre el kitsch, esa cursilería, esa horterada que el bolero asume sin culpabilidad: la naturaleza de sus letras acepta que si hay una “concepción del mundo” en el género, nada le impide revolcarse en el estercolero de los sentimientos. El bolerista hace el ridículo con sus frases hechas y se encoge de hombros, repite los lugares comunes que la poesía evita, pero la poesía se cuela por los intersticios de un gran talento, como en Lara, Méndez, María Greever o Armando Manzanero. Kitsch de vocación popular, el bolero no reclama lugar alguno en la high culture. Los tratadistas de las nuevas “culturas híbridas”, donde lo popular busca asiento en la tradición aristocrática, saben que en el bolero se expresa la sensibilidad de millones de seres. Lo saben Carlos Monsiváis y Guillermo Cabrera Infante, lo sabía Manuel Puig, para quien la novela pasaba por el folletín de Hollywood. Lo sabe Luis Rafael Sánchez: “la guaracha del Macho Camacho" se parece a un bolero que altera el ritmo de sus compases. Pedro Almodóvar no pudo resistir la tentación de introducir el bolero en sus grandes películas postbuñelianas. Las “pasiones extremas” de sus filmes exigen que se canten también boleros. ¿Cuplés, chotis madrileños, boleros? Una familia de géneros afines festeja en la misma mesa. Bailar boleros que son como la vida A pesar de la moral, las sanas costumbres, las recomendaciones, admoniciones y amonestaciones clericales, el bolero ha invertido la definición que del tango hiciera Santos Discépolo. No es “un pensamiento triste que se baila” sino un deseo jubiloso que se baila con el pensamiento instalado en el cuerpo. En el bolero, el pensamiento es el cuerpo. Mi profesor de religión en un colegio de bachillerato y en una ciudad como Buenaventura, donde el bolero era uno de los puentes trazados entre la represión y el deseo, tuvo la desafortunada ocurrencia de recomendar que cada vez que fuéramos a un baile tuviéramos la precaución de introducir en la pretina del pantalón o, si resultaba más cómodo, entre los calzoncillos, una discreta bolsita con alcanfor. Así evitaríamos la tentación de caer en el pecado de lujuria, por supuesto en el pecado que el bolero siempre ha estimulado, como ha estimulado también las nostalgias por el amor perdido o el amor imposible, por la rabia viril de no haber sido correspondidos, el júbilo de haber sido aceptados o el irremediable encabronamiento que produce la traición. Entre Novia mía y Perfidia se dibuja la línea que va de la exaltación jubilosa al resentimiento de haber perdido. La recomendación del padre Gómez, un seminarista de los Andes donde quizá nunca se habían bailado boleros, pretendía conseguir que el cuerpo no respondiera a lo que manda la mente, porque el bolero es, ante todo, una orden que la mente y el corazón dirigen al cuerpo o a esa parte del cuerpo que encoge el corazón de emoción y estira, por acción milagrosa, el músculo pecaminoso que el sacerdote quería adormecer con bolitas de alcanfor. Con el bolero y no con la Iglesia, Sancho, habíamos topado. La “lectura pecaminosa” que se hacía del bolero prolongaba el Index con que la Iglesia hizo durante siglos la clasificación de los libros entre buenos y malos, permitidos y prohibidos. Que yo sepa, no hay boleros prohibidos por ninguna autoridad. Lo que se teme es el efecto que produce en quien lo baila. El sacerdote esperaba que no sólo diéramos a la loción Yardley que hacía de las suyas en aquella época, gracias a las películas norteamericanas donde también se bailaba “cheitucheik”, sino a ropa bien lavada y planchada, guardada por mucho tiempo en el armario, preservada de la polilla del tiempo. Desde entonces pensé que el bolero tenía un enemigo alcanforado en la iglesia y luego en la pretina, un enemigo mucho más peligroso que la “alta cultura", desdeñosa de todo aquello que se hace popular; que éste, el enemigo, como no podía toparse con la iglesia misma, se topaba con el deseo artificialmente adormecido. Con el alcanfor había topado el bolero, mi bien amado caballero, replicaría al iluso don Quijote su escudero, presa del deseo encarcelado de una Dulcinea bailada. No todos seguíamos tal consejo en aquellas fiestas del atardecer, guateques y pachangas en los que después de haber bailado a la Sonora Matancera, a Lucho Bermúdez, a Pacho Galán, a Ismael Rivera y a la Billo’ s Caracas Boy, alguien apagaba las luces y nos alistábamos para el ritual ordenado por Miltinho, Aldemar Dutra, Armando Manzanero, Lucho Gatica, Leo Marini o Daniel Santos, lanzados a los brazos de aquellas vírgenes de medianoche, reacias a perder la virginidad pero dispuestas - algunas, no todas - a que el lugar de la virginidad o de la vergüenza fuera visitado en las puertas de los tejidos femeninos al uso, así fuera en la epidermis, única profundidad posible en el bolero de esas noches. Lo que era superficie en el baile, se convertía en profundidad del pensamiento. Creo que ustedes aceptarán conmigo que lo menos importante en el bolero, tributo de eros, coqueteo de Afrodita y el dios Príapo, es el sentido de la letra. Lo que importa en el bolero, en el bolero que se baila, es la cadencia. Así era posible y seguirá siendo posible bailar desengaños, regocijos y traiciones, bailarlo todo, bailar incluso el bolero que la memoria traía a los amantes cuando el pickup no sonaba. Se tarareaba la letra que se recordaba. Si el Himno Nacional, cuya letra salió de la mano de un cartagenero, no se escribió con ritmo de bolero fue porque tal vez el compositor de su música era italiano y la intención de Rafael Núñez no buscaba que bailáramos sino que nos pusiéramos en posición de firmes, movimiento que sólo asumimos cuando se termina un bolero. En vez de música de bolero, el Himno Nacional de la República de Colombia tiene compases de ópera, sabido como es que il signore Orestes amaba las óperas de Donizetti. El firmes castrense del bolero es la pausa pero es también la voluntad de no ceder en el empeño. Camarón que se duerme, pierde a su pareja. De allí la posición de firmes con la cual se espera que nos regalen la siguiente tanda. El bolero bailado, tributo de Eros, es ignorancia consciente y ritual de su letra, es la música en el primer plano del oído, en los recovecos y esquinas de las caderas y los muslos. El bolero bailado es una letra que se olvida o que sólo es recordada cuando las cantamos entre amigos. Quienes bailan bolero pueden sentir el “novia mía” de José Antonio Méndez, el “instante del primer abrazo”, sentirlo propio pero indiferente a efectos del baile pueden resultar los “lazos traicioneros” bailados como si la única traición consistiera en dejar de bailar el bolero. ¿No se bailan acaso las notas de Convergencia a sabiendas de que se trata del más abstracto de los boleros, de un enigma que el autor de la letra no descifra del todo pero que en su “aurora de luz”, en su “principio y fin de la ilusión”, en su vagar a solas e incluso en el “madero de nave que naufragó”, es una invitación a apretar el cuerpo con el olvido de la letra? En el baile no convergen líneas rectas, sino figuras ligeramente encorvadas a punto de amarse o amándose ya por obra y gracia de ese bolero geométrico o cubista que es Convergencia. La historia del bolero es en esencia figurativa: retratista y paisajística, su iconografía está llena de rostros en primer plano, atardeceres espléndidos y... nocturnidad. “Himno de la noche”, el bolero carece de mañanas. No hay “Perfidia” que detenga a quien baila el bolero, no hay Ingratas que interrumpan la cadencia. Contigo aprendo, Contigo aprendí. Cuando escuchamos que solamente una vez amé en la vida, aceptamos la mentira porque pronto, en la próxima tanda, tal vez alguien nos cante en rabiosas palabras el bolero sobre el clavo que saca otro clavo, porque el bolero es generosidad cuando los amores son felices y rencor cantado en labios de los desgraciados. El Somos novios de Manzanero habla de “un cariño limpio y puro” pero, ay, “como todos procuramos el momento más oscuro.” Es cuando escuchar difiere de bailar. El bailarín de boleros no se detiene en el sentido sino en el ritmo. Novios o amantes, extraños en la noche de la pareja, bailan. Queja adolorida y orgullo salvador, el bolero recuerda, sin que los bailarines lo sepan, el acierto filosófico de la ranchera: “A veces me ando cayendo y el orgullo me levanta.” Pero sordo al clamor de la letra, lo que se levanta es otro orgullo, los que se humedecen son otros ojos. En algún conocido y a veces vilipendiado lugar del cuerpo se ha entablado el diálogo del deseo que el bolero propicia, que el alcanfor del padre Gómez condena como se condenan al olvido blusas, faldas y camisas. No sólo el alcanfor, dirán ustedes con razón, es enemigo del regocijo. Contra la razón placentera del bolero, que no razón pura pues de su impureza se hace su sinrazón estética; contra esa razón conspiran el miedo femenino y la torpeza masculina, la moral del inconsciente, el brazo que a manera de palanca se nos instala en el hombro, el centro neurálgico y femenino que traza una línea cóncava o convexa, según se mire ese gesto, movimiento de un centro que huye de otro centro pero que se compensa con la dádiva de las extremidades superiores entregadas al bolero. De lo que se deduce que en el bolero hay dos partes que pugnan por entregarse, que todo se reduce a extremidades inferiores y superiores que no pueden ni quieren encontrar la síntesis en la entrega total y entera. De lo que se deduce que de la cintura para arriba el bolero es menos pecaminoso que de la cintura hacia abajo, que el rechazo al abrazo es a medias, cuando hay rechazo, cuando deja de haber entrega. Cuando la entrega es a medias, mejor dicho, entrega sin entrega, sólo exudación y lágrimas. En la dialéctica del bolero, la tesis es una propuesta del cuerpo, la antítesis el rechazo y la síntesis aquello que jamás imaginaría Herr Hegel: un cambio estratégico de pareja en la siguiente pieza. O tanda, para evitar el doble sentido de quienes me escuchan o leen, porque pieza no es la canción que viene sino la recámara que se desea como estación final de la fiesta. De allí la definición que se ha dado al bolero: antesala del amor. Pero se requieren algunas precisiones. Entre el sofá de la sala y el lecho de la recámara hay un trecho que el bolero abrevia. Porque, a veces, del bolero al lecho hay mucho trecho, dirán ustedes, como dirán también que es más corto el trecho que conduce del bolero al sofá de la sala que a la antecámara y al lecho. En este galimatías, todo lo decide la estrechez o amplitud de la pareja que nos sigue el paso o que se devuelve, en el umbral de la puerta, como se devuelve todo prisionero del miedo. No faltaría más. El bolero es una consulta, una encuesta, un sondeo de opinión. Cuando se baila un bolero se está preguntando a la pareja y la respuesta suele ser inmediata. Un considerable porcentaje de la población que baila boleros responde con un Sí al cuestionario del deseo; un nada desdeñable porcentaje responde con un No desconsolador y una franja preocupante No responde porque no sabe de lo que va el asunto, caballero. En esto reside el carácter democrático del bolero: es consulta antes que imposición. Nadie saca a bailar un bolero a la brava, ni el marido celoso ni el guapo del barrio, que si es celoso, se sienta y llora. El bolero es búsqueda de consenso entre parejas. La franja de opinión que lideran los independientes es, simplemente, la franja de quienes no saben bailar el bolero. Porque el bolero tiene sólo dos respuestas: SI y No. Quien No Responde es porque no sabe o no quiere por el momento o lo quiere con otra pareja. El “No, muchas gracias, estoy cansada” es un argumento dilatorio, un sofisma de distracción.. Nada que hacer. No insista, la batalla está perdida, no así la guerra. Por este motivo, por un rechazo más, no se desfallece. Resulta pues aconsejable que el rechazado no se ofenda, que se lo tome con el mejor de los humores, pues sólo el humor evita a los amantes sucumbir en el lodazal de la tragedia. Caribe soy - dice el bolero y en el Caribe, a decir de Antonio Benítez Rojo, no cabe la tragedia. En esa “isla que se repite”, geografía del vacilón, territorio del choteo, la mamadera-de-gallo y la bacanería como ilusión de vida, Edipo no se arrancaría los ojos al saber que ha amado a su madre; Romeo no se suicidaría para acompañar en el último viaje a una Ofelia que muere porque no muere. El “miedo al incesto”, el “tótem y tabú” que determina a la cultura del Occidente cristiano, no da en el Caribe lugar a la tragedia. Si te rechazan, ríe, si te aceptan gózala. Por mucho que se intente decir que el bolero es un asunto de generaciones, la verdad es que el bolero es irreductible a estas clasificaciones. De allí su carácter casi eterno. El bolero es el único pecado de adolescencia que se sigue cometiendo en todas las épocas, como el vicio solitario en muchos hombres y el recato en no pocas mujeres, recato en lo público, desafuero en lo privado. Razones no les faltan a las mujeres que así actúan: el bolero es un exhibicionismo tolerado en el que quien debería mirar no mira porque, por lo general, baila con los ojos cerrados. Miran los otros: por complicidad o por envidia. Quien haya recorrido conscientemente el camino que va de sala de baile a la sala de su casa, sabrá que lo que en el primer escenario es recato puede volverse deliciosa desvergüenza en el segundo. Aconsejable no bailar un bolero desnudo: derivaría a un coito de pie. Se los dice quien lo ha intentado y ha fracasado en el intento. La acrobacia del amor es más horizontal que vertical. Seamos realistas, casi serios. El carácter de la pareja se revela en la manera de bailar el bolero. Si en la mesa se conoce al caballero, en la pista se conoce al bailarín: el uso de los cubiertos es la metáfora que remite al buen uso de piernas y caderas, la manera de trinchar la carne y llevársela a la boca, equivale a la manera de extender los brazos y encarcelar a la pareja. Desde el ceremonioso y austero movimiento de los brazos, extendidos hacia arriba en ángulo casi recto, estilo que produce seguramente entumecimientos y calambres calamitosos, hasta la distancia prudencial de unos pocos centímetros y el ademán de los brazos que enlazan el cuello y los cuerpos que imprudentemente se juntan, no hay sino dos extremos del carácter, extremos del estilo. Retrocedes o avanzas. Por supuesto, existe el término medio, que parece ser la expresión del escepticismo o de cierto calculado desdén. En este término medio, parejo y pareja vacilan, en la duda se abstienen, se olfatean de cerca, desconfían mutuamente. “Tira la primera piedra”, piensan del otro y el otro o la otra juegan a no ceder tan pronto. Para ellos, el tiempo del bolero es el tiempo de la paciencia. Esto debe saberse, como debe saberse que no hay mujeres frígidas sino hombres impacientes. Como debe saberse, también, que la impaciencia es el preámbulo de la eyaculación precoz. En el bolero, es preferible el coitus interruptus, o el cogito interruptus, esa manera de interrumpir los pensamientos que nos puedan llevar a la calamidad de la impaciencia. El caballero que quiere ser caballero con la dama, ejecuta el ritual de la aproximación con prudencia, premeditación y gallardía. Mira sin embargo a los ojos, desliza dulces palabras al oído de su pareja. No es que sea ajeno al deseo. El caballero y su dama saben que quien va despacio llega más lejos. No quiere caer en la torpeza de la impaciencia, quiere aplazar sine die el primer encuentro, estación siguiente al encuentro de la pista. Los hay, por supuesto, que no buscan ir más allá, quienes derivan del simple acto de bailar el máximo placer. Ninguna segunda intención. El bolero es principio y fin del ritual, es causa y efecto, es estación de partida y de llegada. Los hay que no comulgan con esta pureza. El bolero bailado por los puristas del bolero - dicen los últimos - equivale a la torre de marfil de los poetas: se complacen a sí mismos sin buscar complacencia en los otros. Olvidan que con el bolero se puede llegar a conocer más gente. Y quienes no comulgan con tanto desinterés, con el onanismo del desinterés, son precisamente los que más riesgos corren. Imaginémoslos. Desde el principio, no dan tregua ni respiro. Enlazan a la pareja en el primer movimiento, la atrapan en la jaula de la melodía y la someten al código de un machihembrado indisoluble. Son los temerarios, los aventureros; son las temerarias que muestran sus cartas al principio del juego. Cualquier esfuerzo por salir de esa tenaza sería sencillamente ridículo. Contrariamente a los caballeros que guardan la distancia, estos temerarios no solamente no la guardan sino que la abrevian, la acortan con la fulminante propuesta de salir a tomar aire a la terraza o una última copa a mi apartamento. La negativa no importa. Han hecho sus apuestas y la rueda puede detenerse en el número de la noche. Pecado adolescente en el que numerosos adultos caemos resulta ser el pecado de impaciencia. Así que al bolero hay que ponerle una delicada frontera estratégica. No lo hacíamos de adolescentes. Era frecuente que a la armonía de un bolero bailado en una sola baldosa le saliera la exclamación de protesta de la pareja que estrenaba vestido plisado de organza, que esa exclamación rompiera el hechizo alcanzado “¿Quién te has creído? - decía la pobre muchacha, víctima de un avance indebido. Porque indebido le parecían los recorridos de labios por el cuello, los torpes mordiscos en el lóbulo de la oreja, los apretones asfixiantes de la cintura, la mano deslizada por las caderas, como inesperada le parecía la dureza que merodeaba altanera frente al vértice de sus piernas. Dureza de minutos, flaccidez de siglos. Sartre escribió sobre “el ser y la nada.” “El hombre es una pasión inútil -nos repitió con tozudez francesa. Quienes escribieron los boleros que nuestra memoria no olvida, no dejaron de recordarnos que el bolero es un diálogo entre el ser y el todo. En el bolero, ni el hombre ni la mujer son una pasión inútil. De no haber sido alemán, Schopenhauer se hubiera aventurado en la escritura de un tratado sobre “el amor, las mujeres y el bolero”, género que sólo habla de la muerte del amor deseado, porque la otra muerte es apenas una amenaza de suicidio que únicamente se cumple en la letra. El “no puedo vivir sin ti” del bolero es un no puedo vivir sin ti mientras te olvido. El bolero es una forma de poligamia agazapada. Amarados mujeres a la vez-recuerda la voz aguda de Antonio Machín cantando el bolero de la bigamia masculina. Morir en tus brazos es una manera de decir: quiero morir en tu lecho. Muero porque no muero, se repite el bailarín de boleros. Lisonja o insulto, “esperanza inútil”, “flor de desconsuelo”, reloj que marca las insufribles horas de la espera, olvido de todo y de mí; inconsciencia del tiempo que pasa “estando a tu lado”, el bolero que se baila es un sentimiento que el bailarín acomoda a la intención implícita de no separarse de su pareja en la siguiente pieza. No le importa el sentido; le importa el sentir: los centros ajustados por la coincidencia de estaturas, las yemas de los dedos que recorren los vellos de la nuca, las manos que sudan, la mejilla que roza la mejilla, la firmeza de unos muslos que chocan casi accidentalmente para anunciar el posterior choque de muslos. En fin: el cortejo vertical del bolero es el anuncio y súplica de un cortejo horizontal con la música que los cuerpos no olvidan. El bolero ha dejado de ser música para ser sólo recuerdo. Y en el recuerdo, el tarareo ya no es el de la voz, es el tarareo de las caricias que conducen al último grito, el grito de la petite morte, que dicen los franceses, gritos que en algunas es alarido y en algunos ronco clamor, pelea de gatos que ha tenido su principio en el bolero de la sala o de la pista, donde el gato ha marcado territorio. Hay bolero que se baila y bolero que se escucha. El bolero que se escucha remueve las fibras de la memoria afectiva. El bolero que se baila remueve las fibras de una memoria erótica selectiva. Se pueden escuchar boleros con quienes no nos gustan. Sólo se acepta bailar con quien nos gusta. Si la piedad de una mujer o la caballerosidad de un hombre permiten que se baile un bolero con quien no nos gusta, la distancia conservada entre los cuerpos tendrá la prudencia de un rito insulso. Se baila por cortesía. Quien acepta de verdad bailar un bolero, acepta un desafío. Eros y desafío, el bolero traza una frontera entre lo permitido y lo prohibido. En la semiología del bolero, dicho de otra manera, en las señales de tránsito que el bolero exige, el rojo manda que no se baile con quien no nos ofrece esperanzas, el amarillo que se baile con quien pueda dejarse seducir; el verde con quien, ya seducida o seducido, no hace más que prolongar el instante del júbilo. Es un pacto de sobreentendidos porque se comprende que, en el juego de la seducción, vale más, a efectos del placer, la trayectoria de la bala que el impacto del disparo. Si se redactaran unas instrucciones para bailar boleros, sería aconsejable incluir la clase de vestido y ropa. El jean, que nació con el rock and roll y prolonga su vigencia con el trans - esa manera de ocultar con las luces lo que no se sabe -, el jean muere en cambio con el bolero. El jean - vaquero de los españoles, pitusa de los cubanos - es una prisión del cuerpo. “Estoy preso, estoy pagando una condena” - repetiría el cuerpo embutido en la cárcel de un tejido de vaqueros. Que los pantalones sean entonces de un suave tejido, lino o algodón; que la camisa sea vaporosa, a menos que se elija la elegancia caribe de una guayabera; que la falda sea de seda o de un tejido que no entorpezca la comunicación de la piel; que el escote de la espalda sea ligeramente más amplio que el escote de los pechos; que la ropa interior del parejo no sea esa cárcel parecida a suspensorios; que nada sea áspero, que los tejidos del vestido anuncien los tejidos de la piel. Si del rock al trans hay una historia de separación de los cuerpos, la historia del bolero - toda, incluso la caballerosa de brazo extendido y distancias guardadas - es la historia de una voluntad de acercamiento. El bolero une lo que el rock separa. Si desde el rock se ha instaurado el ritual narcisista de bailar solo, de contonearse indiferente al sentido de pareja, desde siempre el bolero ha acercado hasta la comunión la comunicación de los cuerpos. Se explica que los jóvenes hayan vuelto al bolero y que Luis Miguel, cantando los boleros de siempre, haya trazado el puente entre la sensibilidad de unos padres nostálgicos y las rebeldías de unos hijos mediáticos. Luis Miguel es al bolero lo que Carlos Vives es al vallenato: una reivindicación de lo viejo en voces jóvenes, un reto de la cultura del fashion sobre la cultura de las radionovelas. ¿Dije radionovelas? Quería decir telenovelas. Se me ocurre pensar que el melodrama de ambos géneros no es una invitación al placer del cuerpo sino al placer que desde los lacrimales se convierte en nostalgia por la fábula de la cenicienta. Siendo de igual estirpe el melodrama del bolero, a nadie se le ocurriría bailar una telenovela. El folletín o soup dish conduce a la postración. El bolero, en cambio, subleva el instinto: se escucha como telenovela y se baila como promesa de fiesta. El bolero, antes que postración, es erección del alma. Es, por lo general, coito interrumptus, pero en esa interrupción se escriben los puntos suspensivos del párrafo siguiente. La exaltación del melodrama televisivo sólo escribe los puntos suspensivos que llevan al párrafo siguiente, es decir, a la continuación del capítulo en punta. La exaltación del melodrama bolerista suspende el ritual en un escenario para trasladarlo a otro. El bolero es la guerra del amor por otros medios. Si “El bardo”, que cantara Lucho Gatica, dejara de ser bolero, sería la telenovela del ceniciento y la princesa. “Se enamoró un pobre bardo de una chica de la sociedad narra la canción. Así que la vida “del pobre payaso” no llamaría al placer sino al llanto. El bardo de Gatica se ha seguido bailando. El bardo que hubiera llevado a la televisión la mano diestra del melodrama televisivo - Venevisión o Televisa - no hubiera movido del lecho a los espectadores. Concluyamos: el pañuelo que seca las lágrimas del teledrama es el pañuelo que seca el sudor de las parejas. ¡Ah, el pañuelo! ¡Cuántas caricias se cometen en tu nombre! Al final de la pieza, el caballero seca el sudor de su cuello, de su tórax, pero la intención higiénica se vuelve intención erótica cuando seca el cuello y el nacimiento de los pechos por donde se escurren las gotas de sudor de su pareja, esas perlas saladitas que ya se han sentido en los labios cuando merodeaban el cuello de la pareja. Al erotizarlo todo - felicidad, desgracias, cataclismos del alma, traiciones, venganzas -, el bolero reclama un lugar en la lista de hechos que han contribuido a la jubilosa desmoralización de las costumbres. Factor de cambio - dirían los sociólogos. Y es cierto: las líneas que traza la historia del bolero bailado se han vuelto paralelas. Han conducido a la fusión. Se diría que, a veces, el bolero es la negación del movimiento. Obsérvese si no el casi imperceptible desplazamiento de la pareja en una baldosa, obsérvese si no cómo la pareja, en apariencia inmóvil, mueve el deseo a una velocidad de vértigo. Otra vez el ritual: la “ansiedad de tenerte en mis brazos / musitando palabras de amor.” Si se hiciera una historia del bolero - se han hecho muchas, se seguirán haciendo -, sería imprescindible el capítulo que lo asocia con Eros. En el bolero no hay Tanatos sino Eros. Si han tenido la amabilidad de escucharme, acepten estas palabras como sugerencia y memoria. O mejor: como los prolegómenos a una erótica del bolero. ¿Qué no incluye un capítulo relativo a la lucha de clases? Por supuesto que no. El bolero es un acto democrático, es la abolición de la lucha de clases. Cantado por negros o blancos, funde a blancos y mulatos en la exaltación, no de una raza, sino de un placer sin color. El bolero, en fin, no es un pensamiento triste que se baila; es un pensamiento exultante que se baila para no caer en la tragedia del tango, que no es caribeño sino rioplatense, es decir, europeo de extramuros. Apacible paisaje exterior y turbulento paisaje interior, no alcanza nunca la tragedia. En los límites o en los territorios de la cursilería - el arte kitsch de Walter Benjamín - el bolero reclama un lugar que no es otro que el lugar común de los amores, lugar donde nos encontramos todos, por lo común, por lo repetitivo, por lo eterno. Nacido a finales del siglo XIX, en lo mejor de sus letras se lo debe casi todo a la poesía modernista. Para darle el golpe de gracia al modernismo, se le torció “el cuello al cisne de engañoso plumaje.” Con sus plumas verbales renacieron el bolero y el nuevo cisne esplendoroso, esta vez sin paisajes exóticos ni extrañezas. Pero no es de las raíces literarias del bolero de lo que hemos estado hablando. Es de esa eternidad que en el instante del deseo hace del bolero, no un género, sino un estilo de vida, una manera de cortejar, una manera de resolver el ser o el no ser del deseo. De allí que sea expectativa defraudada o feliz realización de lo que se ha esperado al bailarlo. |
20 Grandes Boleros - Grandes intérpretes del bolero
Publicado el 4 sept. 2017
|
ensayo de Óscar Collazos
(Colombia)
Publicado,
originalmente, en
Inti: Revista de literatura hispánica
Número 63-64 (Primavera-Otoño 2006)
Providence College / University of Cincinnati
Editado por el editor de Letras Uruguay
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