El olvidado arte de leer por Juan Gustavo Cobo Borda
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Resumen: Un fascinante texto de nuestro colaborador Juan Gustavo Cobo Borda que magistralmente invita a un recorrido por los tiempos de la literatura, haciendo una rotunda declaración sobre "el olvidado arte de leer". Este texto tomado de una conferencia dictada en el Politécnico Grancolombiano durante el primer semestre de 2008 con motivo del Día del Idioma, fecha que celebra cada año el Taller de lecto-escritura, define la lectura como una forma de comprensión de mundo, en la que los diferentes tonos y matices se mezclan según la imaginación del lector, y devela de qué manera el lector se convierte en coautor en la medida en que participa de la deconstrucción y establece relaciones que dependen de sus conocimientos. Como lo dice Cobo: "Los libros y las bibliotecas son un universo de imágenes, de personajes y de historias que sólo el lector puede descubrir y el escritor inventar". Abstract: A fascinating text of our contributor Juan Gustavo Cobo Borda who masterly invites us to run our eyes over the times of literature by making an emphatic statement about "the forgotten art of reading." This text, taken from a conference given at the Politécnico Grancolombiano during the first semester of 2008 on the Language Day, defines reading as a way to understand the world, where the different tones and nuances are mixed according to the imagination of the reader and wants to rescue and inspire readers eager for a forgotten art. As Cobo says "books and libraries are a universe of images, characters, and stories that only the reader can discover and the writer invent."
Palabras claves:
Keywords: La primera figura viene de la periferia, de África, de lo que hoy es Argelia. Donde fue obispo durante 35 años en una modesta ciudad portuaria, Hipona. 93 títulos, 300 cartas y más de 400 sermones conservados. No hablaba griego y sus detractores lo consideraban apenas un provinciano. Pero todo lo que vivió y lo marcó ha naufragado. Desde el maniqueísmo hasta el imperio romano. Desde el neoplatonismo hasta el latín. Pero quien afirmó: “Yo tierra y ceniza”, “Yo carne y soplo que pasa y no vuelve” puede ser un buen punto de partida. En las iglesias de París un gran actor, Gerard Depardieu, lee hoy en día, en voz alta, fragmentos de Las Confesiones de San Agustín, datadas en el 397 después de Cristo. ¿Por qué? Están vivas. Después de mirarse a sí mismo, de meditar, sacando a la luz “toda mi miseria y la hubo amontonado bajo la mirada de mi corazón” (cap. XII) el autor se retira lejos de su amigo y su entorno: Y me tendí no sé cómo debajo de una higuera, solté la rienda al caudal de mis lágrimas y brotaron dos ríos de mis ojos, sacrificio que te fue aceptable, y, si no con estas palabras sí en este sentido, te dije una gran cantidad de cosas. Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, has de estar siempre enojado. No te acuerdes de nuestras viejas iniquidades. Pues sentí que eran ellas las que me retenían. Profería voces lastimeras. ¿En cuánto tiempo? ¿En cuánto tiempo? Mañana, siempre mañana. ¿Por qué no ahora? ¿Porque no poner en esta hora fin a mis torpezas? Esto decía y lloraba con la más profunda amargura de mi corazón contrito. Y he aquí que, proveniente de una casa vecina, oigo una voz como de un niño o de una niña, no sé, que decía cantando y repetía con frecuencia: “¡Toma, lee! ¡Toma lee!”[1] El lector se ha aislado. Ha contemplado su nada. Y si bien lo que luego lee será una crítica a que la carne se entregue a la concupiscencia, es esa voz imprevista, la que lo transforma totalmente, “como si una luz de seguridad se hubiese difundido en mi corazón, se disiparon todas las tinieblas de la duda”. El libro entonces aparece como claridad intelectual que vence perplejidades y ofrece una base firme para edificar su proyecto: ser él mismo y alabar al creador. Narración, autobiografía, y plegaria meditativa. Hay caídas, fallas, deslices y milagros. Pero hay sobre todo un ojo que lee la Biblia, se arrepiente de su agitada adolescencia y agradece a Dios por sus bondades. Las palabras sugerentes y enigmáticas de una niña -inocencia y música- le han abierto el camino. Aquel que recorre un hombre que, al dirigirse a Dios, se encuentra consigo mismo. El que se siente (y sabe) apenas una minucia en el cosmos es capaz de sostener un diálogo con el poder supremo, totalitario, avasallante para el cual no existe resquicio que se hurte a su mirada. Pero este autoconocimiento ofrece un saldo inquietante: “No hay quien entienda nuestra mente, ni siquiera ella misma, porque está hecha a imagen y semejanza de Dios”. Si Dios puede resultar incomprensible, el hombre también lo es, pero lo reconoce. Planta la duda. Se ha dicho que la autobiografía moderna proviene del libre examen y de la Reforma protestante, y tanto Rousseau y Chateaubriand, como el Goethe de Poesía y verdad, podrían ser sus hijos. ¿Pero dónde dejar acaso autobiografías leídas directamente por Dios como Mi vida de Santa Teresa, traspasada de ardor divino? En todo caso ese toma y lee, en el Bajo Imperio, es un fructífero comienzo. Un texto primordial. Releer antes que leer “En gran medida, la mayoría de los libros tratan de libros anteriores”, nos recuerda George Steiner en su ensayo “Después del libro, ¿qué?”, de 1972, incluido en su libro Sobre la dificultad (México: Fondo de Cultura Económica, 1978). Allí muestra el tránsito que bien puede llevarnos de San Agustín a nuestros días, al escribir: “Un hombre sentado a solas leyendo en su biblioteca personal es al mismo tiempo el producto y el generador de un orden social y moral particulares. Es un orden burgués fundado en ciertas jerarquías de educación letrada, de poder adquisitivo, de ocio y casta”. Un mundo que va de Descartes a Thomas Mann y que hoy puede parecer remoto y erosionado, ante los acezantes arrebatos del dudoso progreso y el irrefrenable consumismo. Un mundo que no deja de suscitar inolvidables agonías crepusculares y nostalgias trágicas por ese ocio perdido y al parecer irrecuperable: el del diletante, el del flaneur, que se pasea entre temas e idiomas, por el solo gusto de hacerlo. Por el simple placer de leer. Es quizás el mundo de Jorge Luis Borges y Claudio Magris. El mundo que lleva a un autor colombiano como Pablo Montoya a escribir una novela sobre Ovidio también exiliado del Imperio y su corte. Ya otros escritores como Enrique Serrano o Juan Esteban Constain han vuelto a revisar la historia y a buscar la perdida voz de Séneca o Chateaubriand en sus narraciones, apuntan a España o a Francia como sus autenticas geografías espirituales ante la desazón y el fastidio que suscita la colombiana de hoy. Los mártires (2004) de Constain y La marca de España (1997) de Serrano son ese país alternativo. Lo que hace que Álvaro Mutis invoque a Conrad en su semblanza de Bolívar en El último rostro, y a García Márquez, a recurrir a Suetonio y a ese ajustado logro que fueron Los idus de marzo de Thorton Wilder: la caminata de Julio Cesar al senado romano mientras los presagios de su asesinato se acumulan como aves de mal agüero. Todo ello para esclarecer y comprender mejor al Bolívar que buscan asesinar los alumnos de San Bartolomé, capitaneados por Francisco de Paula Santander. El viejo libro ayuda a sustentar un nuevo libro, del mismo modo que la Odisea homérica nutre el día del Ulises de James Joyce por las tabernas de Dublín. Solo que leemos estas nuevas, y valiosas recreaciones, en un tiempo en que los seculares marcos se van borrando. El griego y el latín, con sus figuras mitológicas; el poder que la teología ejerció durante siglos, al hacer que la Biblia fuera la referencia que todos conocían, en sus sutilezas interpretativas o en sus versiones plásticas, trátese de muros románicos o de perspectivas renacentistas. La visita del joven Marcel, en la novela de Proust, a la iglesia de Combray muestra el poder de la leyenda en torno a Genoveva de Brabante. Concluyamos este apartado al citar de nuevo a Steiner: El ejercicio de la lectura, en el viejo sentido del término, ahora solo muy raramente tiene lugar en el hogar. Está en marcos de referencia altamente especializados: sobre todo en la biblioteca universitaria o en la oficina académica. Casi hemos regresado a la etapa anterior al famoso cuarto de lectura circular de Montaigne en la callada torre. Leemos “seriamente” como lo hacían los clérigos, en lugares profesionales especiales, donde los libros son herramientas profesionales y el silencio es institucional. Vida breve del lector: larga vida del libro En 1952 un gran lector llamado Jorge Luis Borges escribía: ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. Cervantes, “conciencia y piedad”; como lo calificó María Zambrano, hace honor a estos calificativos desde el comienzo mismo de El Quijote. Y como añade María Teresa León: “Se va volviendo jovial al envejecer, cuando alcanza la juventud de reírse de la sociedad que lo rodea”, y de sí mismo, añadiríamos nosotros. ¿Hay acaso algo más jovial que este comienzo? Desocupado lector: sin juramento, me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza: que en ella cada cosa engendra a su semejante. Para San Agustín la mente del hombre resultaba incomprensible por ser semejante a la de Dios. Para Cervantes, creador, sus criaturas literarias, estaban hechas, virtudes y defectos, a la medida de sí mismo. En consecuencia: eran humanas. Así lo corrobora Jorge Luis Borges, cuando ciego y adulto, sueña al niño que fue. Y lo hace a través del prisma de un libro leído con la seria empatía con que las primeras letras nos arrastran ya confundidos en el tumulto aventurero de esos personajes que somos nosotros mismos. El soneto, como no podía ser de otro modo, se titula “Lectores”. De aquel hidalgo de cetrina y seca Tez y de heróico afán se conjetura Que, en víspera perpetua de aventura, No salió nunca de su biblioteca. La crónica puntual que sus empeños Narra y sus tragicómicos desplantes Fue soñada por él, no por Cervantes, Y no es más que una crónica de sueños. Tal es también mi suerte. Sé que hay algo inmortal y esencial que he sepultado en esa biblioteca del pasado en que leí la historia del hidalgo. Las lentas hojas vuelve un niño y grave Sueña con vagas cosas que no sabe. Por su parte Carlos Fuentes (1928), el novelista y ensayista mexicano, no sólo dedicó un libro entero a Cervantes o La crítica de la lectura (1976) sino que años más tarde, en un volumen donde resume sus convicciones. En esto creo (2002) que concretó en la figura de Don Quijote al lector por excelencia. El lector, que absorbido hasta tal punto por la lectura, ve como ella se torna locura. Oigamos esta fascinante paradoja: “Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura, Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehúsa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea. A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde solo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver. Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído. Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra a una imprenta en Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el autentico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión de Avellaneda. En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice “Aquí se imprimen libros”, entra y observa el trabajo de la imprenta, “viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella”, hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho se cuentan cosas que solo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen. A su vez el crítico peruano Julio Ortega (1942) abrió otra opción, también sobre la lectura, a partir de Sancho Panza, el no leído, el no letrado: He elaborado la tesis de que El Quijote tiene un héroe de la lectura que es Sancho Panza, el analfabeto. Después de todo, Don Quijote es un lector errado y errático. Pero Sancho, que aprende a leer en las rutas de su amo, termina siendo el mejor lector. Lo demuestra cuando en su ínsula lee cada caso que juzga como si leyese una novela. Está hecho por la letra, en la que se libera de la tiranía de lo literal, de esa sombra del poder absoluto, de cuya “ Mancha” solo queda huir y a la que solo se vuelve a morir. Todas estas lecturas, como vemos, apuntan hacia un mismo objetivo: la libertad del lector al compartir el clima libérrimo de la creación. La novela, como espacio ficticio, para que la verdad se torne mentira y la mentira, irrefutable verdad. Los riesgos del lector En septiembre de 1931, un poeta y dramaturgo español, Federico García Lorca, inaugura la primera biblioteca pública de su pueblo, Fuente Vaqueros. Como dice en su discurso “la primera seguramente en toda la provincia de Granada”. Hace, como es natural, un elogio del libro y de cómo ese instrumento depara “el supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión”. Se remonta a la Revolución Francesa, a la cual califica de “primera obra social de los libros”; ignorando quizás la letal observación D’Alembert en el discurso preliminar de la Enciclopedia: “La barbarie dura siglos. Parece que es nuestro alimento. La razón y el bien son solo pasajeros”. Lo que Walter Benjamin, en un texto escrito en los mismos años de vida de García Lorca, consignó en una sentencia irrefutable: “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. Y concluye Lorca con una puntualización exigente acerca del lector y el libro: Es preciso que la biblioteca se esté nutriendo de libros nuevos y lectores nuevos y que los maestros se esmeren en no enseñar a leer a los niños mecánicamente, como hacen tantos por desgracia todavía, sino que les inculquen el sentido de la lectura, es decir lo que valen un punto y una coma en el desarrollo y forma de una idea escrita. Y ¡Libros! ¡Libros! Todos los libros, de San Juan de la Cruz a Tolstoi, San Agustín y La ciudad de Dios mirando de frente al Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Sería quizás esa amplitud de espíritu la que llevó a los nacionalistas del general Francisco Franco a fusilarlo, entre un maestro y un torero, simbólica pareja de lo que la derecha repudiaba. También, de seguro, influyó en esa barbarie criminal la envidia, tan española, ante su éxito como poeta y dramaturgo; su homosexualismo, y su apuesta en favor de la cultura, retomando en su poesía lo vetado, trátese de las casidas árabes o los poemas en gallego. Sin olvidar nunca La Barraca, su aventura teatral por pueblos y provincias de España, rescatando el Romancero o ese Siglo de Oro, con Lope de Vega y Calderón en el teatro. Lo mataron por lector. Porque el absolutismo dictatorial no admite voz distinta a la del caudillo que dicta la ley y condena al hereje, y Lorca lo era.[2] Un poeta-profesor, de la misma generación de Lorca, permite cerrar este deambular adentro de la lectura con un poema titulado “De lector en lector”. Oigamos a Jorge Guillen como hermoso epílogo de este breve viaje: De lector en lector Con el esteta no invocó “A la inmensa minoría”, Ni llamó con el ingenuo “a la inmensa mayoría”. Mi pluma sobre el papel Tiene ante si compañía. Me dirijo a tí, lector, Hombre con toda tu hombría Que sabes leer y lees A tus horas poesía Buena para tí la suerte ¡Si fuese buena la mía! Yo como el diestro en la plaza Brindo. “Brindo por usía Y por toda la compañía” Posible. Aire nuestro (1968) Reseña de autor Juan Gustavo Cobo Borda, poeta y ensayista bogotano. Fue director durante una década (1973-1984) de la revista Eco, de la librería Buchholz, y Gaceta, del Instituto Colombiano de Cultura. Ha ocupado cargos diplomáticos en Buenos Aires y Madrid y fue embajador en Grecia. Miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua desde 1993, y correspondiente, de la Academia Española. Ha sido jurado tres veces del Premio Juan Rulfo, (Guadalajara, México); del Rómulo Gallegos, (Caracas); del Reina Sofía de poesía iberoamericana (Madrid) y del Neustad, Universidad de Oklahoma, Estados Unidos. Ha colaborado entre otras publicaciones, con Plural, de México, ABC, de España, y El Nacional de Venezuela. Entre sus poemarios figuran Consejos para sobrevivir (1974); Todos los poetas son santos (1987); Dibujos hechos al azar de lugares que cruzaron mis ojos (1991) y La musa inclemente (2001), entre otros. Sus libros recientes son Lengua Erótica: antología poética para hacer el amor (Bogotá: Villegas Editores, 2004), Lector impenitente, El olvidado arte de leer y publicado por Norma su mas reciente colección de poemas: La Patria Boba. [1] San Agustín. Confesiones. Versión: Francisco Montes de Oca. México, Porrua, 2001, p. 169. [2] Marcelle Auclair. Vida y muerte de García Lorca. Traducción: Aitana Alberti. México: Era, 1968. poliantea |
por Juan Gustavo Cobo Borda
(Colombia)
Publicado,
originalmente, en la revista Poliantea
Revista científica y cultural de la Facultad de Mercadeo, Comunicación y Artes
de Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano en Bogotá, Colombia.
Link del texto: https://journal.poligran.edu.co/index.php/poliantea/article/view/301
Editado por el editor de Letras Uruguay
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