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Dolor en la pie |
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Mi amiguita Cristina era todo un ejemplar de belleza negra. Parecía la estatua de una diosa mitológica labrada en ébano. Su educación, su cultura, pues llegóa a poseer tres títulos universitarios en tres idiomas distintos, la belleza de su rostro y su gracia y elegancia al andar, hacían despertar a su paso bellos comentarios sobre su persona, aunque a veces no dejaba de haber alguno carente de ética como: - ¡“Que clase de blanca se tostó en el horno”! Manifestaciones como estas había llegado a crear en ella cierto malestar bien justificado, por lo que ella, con los ojos cerrados, abrazó la causa social que profesaba la igualdad de derechos y la no discriminación racial y por tanto por todos sus méritos, ganó una beca en la Unión soviética. |
Recién graduada en ese país de Master en Arts, la ubicaron en mi departamento bajo mi supervisión para su servicio social como profesora de Idioma Ruso. Mis conocimientos de este idioma hicieron que pronto pudiéramos comunicarnos en ambas lenguas y dimos comienzo a una bella amistad a pesar de la diferencia de edades. Ella podía ser mi hija y era mi tarea encaminarla en el mundo de la docencia. Como poseía pocos alumnos y gozaba de mucho tiempo libre durante la jornada laboral, le sugerí que matriculara la Licenciatura en Español, ya que ella era joven, le sobraba tiempo y además no hay forma de estudiar más cómoda que hacerlo que en el mismo centro de trabajo y durante el horario de trabajo, si nada se lo impedía, y así ampliaba su cultura. Así lo hizo, por lo que pudiéramos decir que nuestra amistad nació en Ruso, continuó en Español y más tarde prosiguió en Inglés. Dado a tantas razones para la comunicación esa amistad se fortaleció y pude conocer muchos detalles de su corta vida. Y he aquí algunas de las experiencias que me contó: Estando estudiando en la Unión Soviética conoció a un muchacho checo del cual se enamoró. Su nombre era Pavel. Chico alto, rubio y fornido que estudiaba deportes. Cuando ya estaban terminando la carrera y habían decidido casarse, Pavel la invitó a a pasarse un fin de semana en casa de sus padres para presentarla a su familia. Ella muy entusiasmada aceptó. Se sentía satisfecha de vivir en la sociedad que le tocó y daba gracias al sistema por haberla ayudado a realizarse como persona. Pavel vivía en un pueblito muy apartado que no podría llamarse ciudad, pero pintoresco y típico como una escena de película, pero se notaba que en el existía muy poca influencia extranjera, que jamás era visitado por extranjeros de ningún tipo y que jamás habían visto un cubano. La familia la recibió amistosamente. Todos elegantemente vestidos. Padre, madre, abuela, hermano, cuñada y un pequeño de tres años. Todos parecían psicológicamente preparados para recibir la visita, salvo el niño, que al parecer, por ser niño, no asimiló la preparación del todo y quizá no había logrado asociar las palabras de previamente escuchadas con la imagen a ver en el momento dado, pues cuando Cristina se acercó a darle un beso, se retiró llorando hacia los brazos de su madre. Cristina sintió una gran sensación de frustración, pero la madre del niño acudió en su auxilio cuando se dirigió este diciéndole dulcemente: - “No te asustes, nené. Es una linda muñeca de Chocolate. Ven para que la beses.” Al sonido de la palabra “chocolate”, el niño reaccionó. Primero estiró la mano con cierto temor y al ver que no sucedía nada, la tocó. Ya, más lleno de confianza y a insistencia de la madre, se dejó besar. Pero a partir de ahí ya nadie le pudo quitar a Cristina el nombre de “la muñequita de chocolate” y cuando salieron a la calle, la reacción de las personas fue la misma que la del niño. Todos querían olerla y tocarla y terminó ganándose la simpatía de los vecinos y amistades de la familia que la veían como una nueva y graciosa adquisición. Llegado el domingo, hora de partir, Cristina debería adelantarse pues tenia la última prueba de su carrera el lunes por la mañana. Pavel tuvo que quedarse unos días más por motivo de tener que arreglar sus documentos para un próximo viaje a Cuba con motivo de su matrimonio con Cristina, ya que así lo exigían las leyes migratorias de los países socialistas. Con visa de casado o de “fiancee” era posible y fácil viajar a los países capitalistas desde el Gigante Rojo. Ella, tan pronto recibiera su diploma de graduada, viajaría a Cuba con su traje y ajuar de boda comprado en Moscú con el fin de preparar las condiciones para su casamiento que se celebraría en unos días a la llegada de Pavel. Como siempre que viajaba, volvió a tener la suerte de encontrar asiento junto a una ventanilla sin que nadie la molestara a su lado. Los pasajeros pasaban por su lado y aunque vieran el asiento vacío continuaban hacia otro vagón. Esto fue algo que agradó a Cristina acostumbrada a la vicisitudes de transporte en su país. Era una suerte, según pensaba ella, estar en un país donde se podía viajar cómodamente sin que nadie te atropellara al subir, al bajar o al sentarse. Se acomodó en su asiento y se durmió por largas horas. Ya caída la tarde, el tren hizo una parada por diez minutos en una estación. Antes de que estuvieran listos para partir, una señora entrada en años, alta con vetas canosas en su rubio pelo, subió al tren. Miró hacia ambos lados y vio el asiento al lado de Cristina, después de un “sdrazvuitie” y un “izvinitie” en perfecto ruso, se sentó a su lado. La señora tenía los ojos y la nariz muy rojos. Se notaba que había llorado mucho hasta hacía momentos recientes. Cristina la miró y le sonrió levemente y dirigió su mirada hacia afuera del tren. Pasado unos minutos comenzó a sentir unos apagados sollozos. Se volvió hacia la señora y comprobó que continuaba llorando. Como cubana, humana y solidaria, haciendo uso del dominio del idioma, le preguntó: - “¿Qué le pasa señora? ¿Se siente mal? ¿La puedo ayudar en algo? La señora, al oír que le hablaban en su idioma y de forma tan cariñosa, se sintió aún más sensibilizada y rajó a llorar aún más desconsoladamente. Cristina se asustó y pidió agua a la ferromoza para darle a la consternada señora, que intentaba decir algo pero cuyas palabras entrecortada por los fuertes suspiros no logran hacerse entender. La ferromoza, con el ceño fruncido, le trajo el agua y se marchó de inmediato. Cristina acompañando el vaso con tiernas palabras de consuelo, logró que la señora bebiera el agua y se calmara. Pasados unos minutos, la señora, con cierta lograda ecuanimidad le dijo: - Muchas gracias. Es Ud. muy amable. Yo no esperaba otra cosa de Ud, por eso me senté aquí. - ¿Si? Bueno – contestó Cristina – Ud. dirá en que puedo servirla. - Bueno, no tanto como servirme, pero… quizá si, quizá me sirva para desahogarme. ¿Me podrá Ud. escuchar? - Por supuesto. La escucho.- contestó Cristina- presta a escuchar el sufrimiento de la mujer y dispuesta a darle el consuelo que se merecía un alma apenada al punto de abordar a una desconocida en un tren para desahogar su dolor. - Yo soy de un pueblito bastante alejado de Leningrado, donde vivía con mis padres y hermanos. Siendo muy joven me fui a estudiar medicina a la Universidad. Allí conocí un muchacho de origen africano que cursaba el último año de la carrera. Ya casi se recibía de médico. Nos enamoramos y vivimos un bello romance. Cuando ya casi terminaba la carrera, descubrí que estaba embarazada. Al comunicárselo me propuso mandar a buscar a mis padres ponerlos al tanto de la situación para que consintieran en el matrimonio y llevarme a vivir con el a África. Asi lo hicimos. Cuando llegaron mis padres y conocieron a mi novio, se insultaron y se negaron a permitir que me casara con un negro. Acto seguido mis padres, casi me arrastraron y me llevaron de vuelta a casa. Al llegar a casa y conocerse la noticia, mi familia y mis amigos me rechazaron. Mucha gente me escupió la cara. Me encerré en casa hasta parir mi hijo. Cuando este nació. Pasé un curso de entrenamiento de enfermera y comencé a trabajar en un hospital. Aunque mi hijo era tan blanco como yo, la gente nunca olvidó que yo había tenido relaciones con un negro, por tanto nunca más hombre alguno se me acercó. Fue como si mi cuerpo se hubiera quedado impregnado de un olor repugnante que me era imposible borrar. Para todos yo inspiraba asco. Del padre de mi hijo nunca volví a saber. Deduzco que al terminar su carrera regresó a su país Y como yo era joven y con deseos de rehacer mi vida, me fui del pueblo a otro lugar donde nadie me conocía ni supiera el origen de mi hijo. Allí me encontré al que luego fue mi esposo y tuve una niña tan rubia y blanca como el mayor. Mis hijos crecieron como hermanos sin que jamás nadie supiera de mi pasado. Pero los tiempos pasan. Mis hijos se hicieron hombres y mujer y cada uno hizo su propia familia. Precisamente por eso ahora viajo hacia donde mi hijo. El ha tenido un terrible disgusto con su esposa y se quiere divorciar. Le ha pegado a la pobrecita, acusándola de adulterio porque ha parido un hijo negro. Ahora, ¿Cómo yo le explico a mi hijo que la sangre negra que lleva el niño es la de suya, porque fui yo la que se acostó con un negro cuando era joven? ¿Hasta cuando debo pagar por haber cometido lo que todos consideran un abominable crimen? Cristina se quedó en una pieza. Apartó la mirada de la mujer que seguía suspirando entrecortadamente y reclinó su cabeza en el espaldar de su asiento. No lo podía creer. No podía ser posible que en ese país pudiera darse semejante situación. Eso no podía ser verdad de la mujer. Sintió desprecio por ella. Ella debía ser un elemento aislado de la sociedad, un elemento raccionario e incivilizado de los que todavía quedaban en esos años ochentas. Decidió no mirarla más durante lo que quedaba de viaje. Así lo hizo. Después de establecidas todas las coordinaciones con Pavel, diploma en mano, ajuar en maleta y muchos besos de despedidas acompañando unos simples “hasta luego”, “nos vemos en Cuba en unos días”, “no olvides tu traje negro”, “recuerda llevarme las flores de aquí”, Cristina voló hacia La Habana a esperar su prometido. Acorde a lo programado, Pavel debería salir de su peblo en una línea checa hasta Praga. Dormiría en Praga en un hotel y por la mañana tomaría la línea internacional Praga-Frankfurt – Madrid- Habana. Aquí estaría Cristina en el aeropuerto con un cartel con su nombre para llamar su atención. Según lo acordado, Pavel telefoneó a Cristina momentos antes de su salida hacia Praga. Una vez en Praga la llamó momentos antes de su salida para Frankfurt. Pero a partir de ahí no tuvo más noticias. Cristina pensó que debido a lo largo del viaje le hubiera sido imposible llamar y esperó a la hora convenida en el aeropuerto de La Habana. Pero no llegó. Temiendo que algo malo pudiera haberle pasado se dirigió a la oficina de tráfico de vuelos y pidió información: - El vuelo se había llevado a cabo normalmente sin ninguna interrupción. Se dirigió a miembros de la tripulación con una foto de Pavel para preguntar por él: - Ese pasajero se bajó en Frankfurt y no volvió a abordar el avión. Es posible que como otros esté del lado allá del Muro de Berlín. Cristina volvió a su casa silente. Tardó varios días en comentarles a sus padres sobre lo sucedido. Encerrada en su cuarto hizo un recuento y análisis de pasados detalles que no había querido tener en cuenta durante mucho tiempo. Recordó la frase “Muñequita de chocolate”, el viaje sola en el tren al lado de un asiento vacío, la mirada de la ferromosa y la historia de la mujer del tren. ¿Cómo pudo ser posible que no se hubiera dado cuenta? ¿Cómo era posible que en el país de la perfección se pudiera dar semejante situación? ¿Cómo era posible que en su propio país se practicaran patrones de conducta tomados de ejemplos de aquella nación tan poderosa? De pie, frente al espejo, podía ver detrás de ella su traje de novia colgado en un perchero esperando el momento de ser usado, mientras acariciaba su rostro y brazos tratando de aliviar el dolor que le producía su piel. |
Madalina
Cobián Madalina Cobián
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de “El otoño de una mariposa” - Cuentos
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