Beatriz |
Ya anochecía y la playa estaba desierta cuando plegué la sombrilla y la silla y me dispuse a caminar las pocas cuadras que me separaban del hotel. Había anhelado esas vacaciones por mucho tiempo y ahora que estaban por terminar me resistía a desaprovechar un solo instante. Caminé despacio, disfrutando de la placidez del anochecer y de la agradable sensación de que nada me obligaba a apresurarme. Sobre la costanera y junto a modernos edificios de apartamentos, sobrevivían algunos viejos chalets de estilo indefinible que recordaban los tiempos en que el balneario había estado de moda y acentuaban el aura de nostalgia que lo identificaba. Una única confitería daba la nota distinta al paseo y al pasar frente a ella miré hacia dentro más por costumbre que por curiosidad. Y allí, sentada a una mesa, estaba Beatriz. Dios, qué hermosa estaba. Con los años, la muchacha casi salvaje que yo había conocido se había transformado en una mujer espléndida, y su ansiedad de entonces había sido reemplazada por una expresión de profunda e inesperada serenidad. Por un instante pensé en entrar al lugar y acercarme a ella. La tentación de ver otra vez el insólito color violeta de sus ojos, de escuchar su voz, de sentir tal vez el calor de sus manos entre las mías fue de una fuerza tremenda, pero desistí casi de inmediato En cambio, y aprovechando la oscuridad de la calle, me quedé un largo rato mirándola. Los recuerdos se amontonaban, y sentí que la emoción me apretaba la garganta. "Éramos tan jóvenes", pensé, consciente de que estaba cayendo en una cursilería de la cual Beatriz, en otros tiempos, se habría burlado sin piedad. La había conocido hacía más de veinte años, en la Facultad. Recordé las clases interminables, los cafés en el bar de estudiantes donde no podíamos dejar de encontrarnos, la amistad que iba creciendo a medida que descubríamos nuevas afinidades, visiones comunes de la realidad, ansias también comunes de contribuir a cambiar el mundo y eliminar sus injusticias; la amistad que a los pocos días se transformó en amor. Vino después el verano en que la ausencia de nuestras familias y la excusa de tener que preparar un examen para febrero nos permitieron una convivencia con la que no nos habíamos atrevido ni siquiera a soñar. El apartamento de la familia de Beatriz estaba en un quinto piso sobre la rambla y en los largos atardeceres de verano, luego de mucho Vinicius, Elton John, Beatles o Carpenters, mate, libros y cigarrillos, nos sentábamos a contemplar el "río ancho como el mar", con una copa de vino en la mano, demorando con morosidad el momento del encuentro físico que repetíamos noche a noche, como si cada una fuera la primera, o la última. Había durado un mes. A fines de enero regresaron nuestros padres y no tuvimos más remedio que volver a la antigua rutina de encuentros furtivos. Hasta que, en los primeros días de abril, Beatriz desapareció. De un día para otro dejó de asistir a la Facultad. Sus padres me informaron con ambigüedad acerca de un repentino quebranto de salud y la recomendación médica de una temporada en el campo, lo que intuí que no era cierto. Me desconcertaba aquel irse repentino sin una sola palabra de despedida, para el que no encontraba explicación. Pero al poco tiempo tuve que admitir mi impotencia para averiguar qué había ocurrido en realidad. Después de dos meses de una angustia casi insoportable, y a través de un amigo común que había viajado a Europa, recibí una carta de ella en la que, además de pedirme disculpas por la manera en que había desaparecido ("por tu seguridad era mejor que nadie te viera conmigo") me explicaba que junto con algunos otros compañeros de "la organización" habían resuelto irse del país de inmediato porque alguien había hablado y temían ser detenidos en cualquier momento. De modo que me estaba escribiendo desde Suecia, adonde había llegado luego de un largo periplo y donde le habían dado un status similar al de asilado político. Estaba alojada, contaba, en casa de una familia que la trataba con afecto pero no me enviaba su dirección "por razones de prudencia". Junto a la alegría de saber que estaba bien, me asombró no haber advertido hasta qué grado estaba Beatriz involucrada en esos movimientos a los que nos sentíamos afines pero en los cuales nunca hubiera imaginado que ella tenía un compromiso tan serio como para obligarla a irse del país. Pensé que era muy probable que nunca la volviera a ver. Los meses siguientes fueron de una tremenda angustia; luego, comencé a tratar de olvidar aquello que, sin embargo, yo sabía que era inolvidable. Los recuerdos me acompañaron el resto del camino hasta el hotel, adonde llegué agitada y conmovida aun por el encuentro. Juan Carlos, mi marido, estaba en el hall mirando televisión. Al verme, señaló con pretendida ironía la esfera de su reloj pulsera, como hacía cada vez que deseaba destacar mis tardanzas. Le sonreí desde la puerta y comencé a subir las escaleras que llevaban a las habitaciones. |
Héctor Raúl Chilibroste Stock
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