Defensa del tedio

por Sergio Chejfec

“Casi siempre se ha visto al tedio como un enemigo de la literatura, y sin embargo muchas veces es lo que confiere la disponibilidad apropiada para seguir leyendo”, escribe Sergio Chejfec, narrador argentino residente en Caracas, en este ensayo que recoge la experiencia de Kafka, Flaubert y Antonio Di Benedetto.

Sería inútil defender el tedio si antes no lo concebimos como una tensión de la conciencia. Sólo a veces, sabemos, es un efecto; y sólo a veces sin embargo se lo admite en tanto ejercicio, aunque negativo, verdaderamente productivo.

Kafka

A comienzos de 1913 Franz Kafka argumentaba ante Felice Bauer que sólo quien es capaz de aburrirse puede aspirar a ser un buen narrador. Podemos tomar la convicción como de quien viene y meditar con cierta profundidad acerca de ella, aunque también deberíamos moderar nuestro entusiasmo en virtud de esa difusa claridad conferida por los epistolarios: el aserto de Kafka no estaba dirigido a individuos para los cuales el aburrimiento consiste en una suspensión del juicio, sino a alguien cuya desconfianza respecto del tedio se funda en la creencia de que la acción debe propender a una utilidad inmediata, un resultado práctico y una experiencia virtualmente olvidable.

Podemos incluso admitir que la evidente, aunque también implícita, riqueza de la defensa de Kafka se colorea un poco de la simplicidad que anima las virtudes utilitarias de Felice. No se han conservado sus cartas, pero resulta evidente su desasosiego e incomprensión ante alguien que, poseyendo todas las virtudes como para aprovechar las posibilidades de progreso material conferidas por su condición -fortuna familiar, carrera profesional, disciplina laboral, estabilidad emocional y óptimas relaciones-, y teniendo también todos los hábitos como para no haberse apartado nunca, estaba tan íntima y definitivamente alejado de lo normal.

Ante este misterio encarnado por la persona de Kafka, Felice, cuando no subestimaba sus proyectos literarios y convicciones ascéticas considerándolas como pasajeras, trataba de hacerles frente desde su más elemental sentido práctico, pequeño burgués -para decirlo de manera menos precisa aunque más gráfica. Entonces, podemos imaginar el reclamo: si acaso Franz no se aburre permaneciendo frente a su escritorio horas y horas muchas veces sin escribir algo que valga la pena; esto incluso podría ser peor: acaso Felice le preguntó si no se aburría de escribir o intentar escribir todas las noches.

En cualquier caso, el comentario al que Kafka responde es muchísimo menos rico y más banal de lo que da a entender la respuesta, prueba incontrastable del afecto incondicional que sentía hacia su novia. Y sin embargo el escaso refinamiento de una implica a la otra. Kafka era una persona capaz de aguardar en la calle, durante toda una tarde, de la manera más fútil, que pasara alguien a quien sólo quería observar, que se cumpliera una cita momento a momento cada vez más improbable; también solía caminar durante horas sin rumbo fijo o vigilar desde cierta distancia, de incógnito, a conocidos.

Este dispendio de tiempo -llamativo tratándose de un intelectual- requería no obstante de una precisa disponibilidad, de una predisposición cuya amplitud inaudita minimizará la dedicación de varias horas por día a la escritura. Esa amplitud a veces representaba tiempo, pero casi siempre ensimismamiento y voluntad; y esta predisposición emocional, dramática, es la que Kafka denomina aburrimiento para no contradecir a Felice y a la vez defender como legítima su trágica debilidad.

Con unos meses de diferencia respecto de la carta, cuando enumera en sus diarios los argumentos a favor y en contra de su matrimonio, en el punto 4 expone: “Odio todo lo que no se relaciona con la literatura; me aburre seguir una conversación (aun cuando se relacione con la literatura), me aburre hacer visitas, las penas y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma”. No obstante aún vivía hundido en el seno de la familia: su habitación estaba pegada al comedor, lindaba con la de sus padres, y también era un dormitorio de paso; desarrollaba también una vida social especialmente activa, con charlas y veladas artísticas, paseos con amigos y conocidos; también debía obedecer las normas de mantener los lazos con las diversas ramas de las familias materna y paterna. Si tomamos, entonces, estos comentarios como verdaderos -nada nos impediría pensar que una persona se torna insincera cuando escribe, ya sean diarios, cartas o literatura en general-, podríamos sospechar que si acaso en el aburrimiento Kafka no encontraba la angustia capaz de restituir la individualidad de su experiencia -más allá del hecho de que para muchos pueda representar una conquista módica.

Flaubert

La singular reivindicación kafkiana del aburrimiento tiene resonancias del de Flaubert en sus dos formas básicas: tanto el de los desesperados “¡Me aburro!, ¡me aburro!” de auxilio y autocompasión dirigidos a Louise Colet mientras escribía Madame Bouary, como del mismo y profundo tedio de Emma mientras tomaba sin ganas la sopa frente a Charles. Kafka sentía hacia Flaubert una admiración sin fisuras; y de hecho durante largos períodos de la redacción de América no dejaría de recordar y retornar a La educación sentimental. “Siempre me he sentido hijo espiritual de ese escrito” -le escribe a Felice en noviembre de 1912- así bien un mísero y torpe hijo”; de manera casi literal, la misma torpeza y miserabilidad que reconocía respecto de su padre real, Hermán.

El aburrimiento de Flaubert constituye una experiencia y en el caso de Kafka tiene un añadido: ya es también una noción. Los dos, a su modo, presintieron que el hastío no se correspondía exactamente con la carencia de actividad o el exceso de cansancio; resultaba la condición para escribir.

Así como un corredor automovilístico necesita de la velocidad para convalidar su tarea, el narrador depende del tedio para reconocerse en aquello que hace. Como sus rasgos se definen por la repetición, cuanto más sumergido esté en su trabajo, mayor será el hastío.

La pérdida del aburrimiento es capaz de condenar a la literatura a su propio exilio; no me refiero únicamente al ánimo de los narradores, sino también a los lectores; la literatura necesita de lectores aburridos para que los escritores cuya escritura cuenta con su rechazo continúen escribiendo. Esta implicación puede parecer trivial, pero en todo caso es también importante en el contexto presente. Desde hace algunos años predominaba una convicción rigurosamente eficientista que, en cuanto a la literatura, propende el apogeo total de un Contar absoluto: todo lo que no es útil a los efectos del avance de la acción no sirve, es desvío, es segregado del campo de la historia literaria, si las historias no cuentan hechos no son historias. Este es un juicio ramplón, lo cual no responde a simplificación mía alguna: casi siempre es planteado en términos semejantes obviando consideraciones respecto a tradiciones, géneros, tendencias, estilos y demás. Y como resulta tan craso y obvio en su error son muy pocos los que se sienten impulsados a considerarlo señalando la equivocación (y precisamente de este modo una segregación focalizada pasa a ser también una amenaza atendible, como la historia ha enseñado con fenómenos sin duda más dramáticos). Sin embargo, tengo la impresión que quienes abogan por un contar absoluto son lectores o escritores que más que la ausencia de acción no soportan la inseguridad. Como resulta sabido, la literatura que no “cuenta” más que ello lo que hace es articular la ambigüedad, la indecisión, los matices equívocos de su representación y los modos engañosos como conviven nuestra conciencia y la realidad.

Para realizar tales ejercicios resulta necesaria una mayor lentitud, y para percibirlos, acaso mayor desprejuicio, entrenamiento y sensibilidad. Sería riesgoso sostener que el activismo a favor de la “acción” o el “contar” obedece al auge del pragmatismo neoliberal; quizá derive de una suerte de impregnación constructiva por parte de los medios acústicos y audiovisuales, y también los periodísticos, que, cuando están dirigidos a las grandes mayorías, por supuesto se organizan según la más ajustada y extendida con-vencionalidad. Sin embargo no sería arriesgado asegurar que la concepción de éxito predominante establece una implicancia con las mayorías consumidoras. Así, cuando reclaman, los propulsores de una literatura que cuente lo que hacen es también reivindicar con avidez, acaso sin darse cuenta, una parte del mercado cultural que supuestamente tiene incorporada la lectura a sus hábitos; para lo cual debe existir la menor diferencia posible entre aquello que el lector espera y lo que la lectura le ofrece.

Así, la obviedad de la noción de contar se torna más lisa y obvia a través del uso común y extendido. Me parece sensacional que existan libros masivos, pero evidentemente ellos no constituyen una vara apta para medir la fortuna de todos. Incluso muchas veces un libro goza de más virtudes que su éxito de ventas, y sin embargo éste las obtura.

Como no podía sino advertir su “irritada sensibilidad”, Flaubert ya percibía esa relación directamente proporcional entre aceptación y deterioro: “La popularidad, que parece ensanchar el genio, lo vulgariza...”, le escribe a Louise Colet en setiembre de 1846 explicando sus prevenciones hacia la obra de Béranger.

Puede suponer un desamparo que todavía venga Flaubert en nuestra ayuda, pero sin duda en este aspecto aún vivimos dentro del tiempo que de algún modo inauguró.
Evidentemente, no es lo mismo decir “popularidad” que éxito de ventas, lo primero alude a un consenso mayoritario alrededor de ciertos valores, pero precisamente lo que buscan los vindicadores de la acción es el reconocimiento colectivo sin fisuras por cuanto el éxito editorial ya está logrado.

Si hay un efecto o recurso narrativo equivalente a la experiencia del tedio es la digresión; hasta que se explícita la motivación, si tal cosa sucede, el juicio queda suspendido y el alma del lector, que aferraba el hilo con atención, permanece unos momentos suspendido en el aire sin saber dónde ir ni hacia dónde la llevan. La acumulación digresiva constituye una experiencia profundamente literaria, y no sólo porque resulta la instancia que le otorga felicidad estética a la obra sino también porque es una opción distintiva de la narración respecto del resto de las disciplinas artísticas. Al contrario de su opinión sobre Béranger, la famosa ilusión de Flaubert de escribir algún día una novela sobre nada quizás haya perdido consistencia, aunque aún resulte plausible su moral; con Bouvard y Pécuchet acabó escribiendo un libro acerca de la totalidad, que, como es sabido, posee más atributos -la descripción, la enumeración- propios de la digresión que de la intriga.

Argentina

Casi siempre se ha visto al tedio como un enemigo de la literatura, y sin embargo muchas veces es lo que confiere la disponibilidad apropiada para seguir leyendo. Creo que la experiencia del tedio, ese sumergirse en el tiempo franco y sucesivo, a veces con angustia y casi siempre con indolencia, es también una experiencia semejante a la duración dentro de la cual nos extraviamos al leer. Existe una fiebre de impaciencia en la lectura -impaciencia que no tiene que ver con la legítima ansiedad por el avance del desarrollo, sino más bien con el vértigo que suscita la profunda y misteriosa autonomía de la narración: como la música, no somos capaces de reconocerle a la literatura una esencia material -y sin embargo el libro está frente nuestro, como los ejecutantes o el parlante de la radio-; existe una fiebre de impaciencia en la lectura, la cual proviene de la coincidencia establecida entre nuestro tiempo mental y el tiempo de lectura. Y ese tiempo franco es el que percibimos, en semejantes condiciones, cuando nos invade el tedio.

La narrativa argentina posee una aquilatada convivencia con el tedio; no me refiero a la experiencia inmediata de los lectores, la cual en términos generales es absolutamente hipotética, sino a la inclinación de sus personajes.

Así como una literatura puede ser descrita por las obras, los autores, o los géneros, lo mismo podemos hacer con sus personajes. Numerosos protagonistas literarios argentinos son seres ganados por la lasitud, la vacilación, la incertidumbre; pueden estar inmersos en una vertiente contemplativa, en cuyo caso poseerán cierta profundidad filosófica e intelectual, o puede dominarlos la ausencia de voluntad, y por lo tanto estarán condenados a ser víctimas de verdaderos enemigos invisibles como si fueran evidentes.

Tales atributos nada tienen que ver con la mayor o menor acción que de ellos se deriva.

En cualquier caso nuestros narradores han sido pródigos en crear situaciones que tanto vacían de intriga a sus personajes cuanto los sobrecargan de sentido. Esta operación simultánea es la que le ha conferido a la literatura argentina la posibilidad de mantener su “modernidad”, y en parte su identidad, careciendo de las condiciones objetivas para ello; o sea, le ha permitido trasmitir sus tradiciones y convenciones hacia el interior de un medio cada vez más empobrecido desde todo punto de vista. El pacto de realismo sobrentendido desde las primeras líneas de cada libro ha sido constantemente desvirtuado por los escritores argentinos; de ahí la buena fortuna estética de muchos y de ahí la injusta, aunque justificada, indiferencia hacia escritores que en todo caso fueron o son realistas respetables.

Di Benedetto

Entre los afortunados destaco a Antonio Di Benedetto, quien supo crear en gran parte de sus narraciones unos personajes entregados a la historia como si en realidad lo estuvieran a una religión tan inefable como insondable. La experiencia de vivir la vida como si fuera una religión no es nueva, y de hecho las vidas de religiosos tienen una respetable antigüedad; sin embargo es inusual ver individuos que le reclaman felicidad a la vida sin ofrendar su voluntad y su acción debido a la carencia mortal de ellas. Esta abulia distingue a don Diego de Za-ma y lo condena a terminar sus días en una selva anónima, entregado a la naturaleza, sin haber crecido, y al mismo tiempo aquella indolencia convierte a esta novela de 1956 en el texto a partir del cual no será ya posible escribir una novela de tipo histórico, tal como desde hace un tiempo han vuelto a proliferar, si no se poseen también grandes dotes de ingenuidad.

Antes de escribir su texto Di Benedetto practicó una verdadera vocación de fe realista: se encerró con manuales paraguayos de historia y materias naturales, y acabó escribiendo un libro que no reproduce ninguno de esos contenidos en tanto tales; no hay reconocimientos: la historia está elidida.

La argentina es una literatura que ha convertido en uno de sus temas permanentes la creencia de que ella misma es un instrumento (la lengua literaria), o en todo caso un efecto (las obras) impropio; un medio que no se compatibiliza con la geografía que supuestamente está llamado a representar. Esta asintonía entre idioma y naturaleza ha sido el nudo de una relación tan productiva como problemática, que en el caso de Zama derivó en la narración de una asincronía: un alto funcionario de la colonia que se desintegra a lo largo de diez años a causa de sus limitaciones para sumergirse en la larga duración de la vida colonial; la inconsistente impaciencia de Zama es propia de héroes novelescos del siglo XX, la cual representada en los inciertos finales del siglo XVIII da por resultado una elocuente profundidad existencial. Y precisamente el tedio de Zama puede ser traducido como entrega, disponibilidad, o indiferencia, reservando la propia subjetividad como el espacio de una incierta y por lo mismo heroica reticencia. En esto reside la grandeza de su aburrimiento, haber forjado una abulia a prueba de distracciones. En él el tedio ya no sólo es una experiencia y una noción, sino también, como advierte el autor en su dedicatoria (“A las víctimas de la espera”), una facultad.

 

por Sergio Chejfec

 

Originalmente publicado en Diario de Poesía Año 10. Nº 41. Marzo de 1997

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-41/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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