Ponencia expuesta en el Paraninfo de la Universidad del Cauca el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer |
Se llamaba Matilde Espinosa |
El
25 de mayo de 2010 se cumplió el primer centenario del nacimiento de
Matilde Espinosa, gran señora de la poesía colombiana y precursora de
nuestra política de género. Nacida
en Huila, una aldea caucana que ni siquiera figura en los mapas, describía
ese lugar como un caserío sólo conformado por la iglesia, la casa cural,
una escuela rural muy pequeña y los ranchos de los indios dispersos en
las montañas. Ahí nació, vivió la adolescencia y salió para casarse
por primera vez en 1929 con
el pintor Efraín Martínez, destacada figura de la plástica de entonces
y padre de sus dos únicos hijos: Manolo y Fernando Martínez, ambos
nacidos en París y fallecidos trágicamente. El segundo matrimonio lo
realizó con Luis Carlos Pérez,
brillante abogado penalista caucano, quien llegaría a ser rector de la
Universidad Nacional y Magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Éste
fue su primer acto de rebeldía declarada. Ante
la imposibilidad de seguir compartiendo la vida con Martínez, lo abandonó
y se llevó a sus hijos. Él entonces la acusó de abandono de hogar y la
amenazó con quitarle los hijos y hacerla recluir en la cárcel de La
Magdalena en Popayán. Matilde se vio obligada a asilarse en el consulado
de Chile en Cali y ahí permaneció hasta que su hermano, Rafael Espinosa,
le pidió al entonces joven estudiante de Derecho Luis Carlos Pérez, que
asistiera a Matilde como abogado. Así lo hizo, ganó la demanda y se casó
con ella en 1948. La
casa de Matilde y Luis Carlos, enclavada
en los cerros del barrio El Castillo en Bogotá, fue por mucho tiempo sitio de reunión de las más importantes figuras
literarias del momento: León de Greiff, Gabriel García Márquez, Álvaro
Mutis, Luís Vidales, Dora Castellanos, Maruja Vieira, entre otros
escritores consagrados dentro y fuera de las fronteras nacionales y de un
grupo numeroso de poetas menos conocidos que la frecuentaban para recibir
su crítica, siempre constructiva y acertada. Incluida
en varias antologías y estudios analíticos sobre poesía colombiana y
latinoamericana, vivió en París y Madrid y fue una de las primeras
simpatizantes del Partido Comunista Colombiano. Para la crítica nacional
y foránea, Matilde es la precursora de la poesía social en Colombia. Yo
la definiría como autora de una obra poética que alienta más allá de
cualquier ideología política. Vino al mundo en una región solitaria y
abandonada. Por eso, desde que abrió los ojos, las diferencias sociales y
económicas de un país que como el nuestro es modelo
de inequidad social, le salieron al paso. Ahí surgió su canto que venía
del hondón de una tierra abrasadoramente bella y desamparada. Ahí
encontraron eco el grito de dolor del indio, el trabajo desconocido y
heroico de la maestra rural, el tañido del hambre, de la desnudez, de la
miseria endémica y sobre
todo la denuncia de la carga
biológica y cultural que soporta la mujer en el mundo. Su verso sacó a
flote y sostuvo con valentía extraña en esa época y sobre todo en una
mujer, el drama de la violencia doméstica, la humillación que soporta la
mujer en un silencio que tiene mucho de cómplice y cobarde. Ese capítulo
cotidianamente repetido donde
ella no puede responder como la sociedad ciegamente pretende, a los
absurdos, los caprichos, las fábulas, las profanaciones y la ignorancia
que la asedian. Su poesía, surgida en 1955 con la publicación de Los
ríos han crecido -un libro de aguas y vientos desatados- vuela más
allá de compromisos políticos o exigencias de coyuntura. Fue una mujer
con posición definida en ese sentido pero consciente de que su misión no
era la del trueque en que se ha convertido el ejercicio del poder en
Colombia. Más allá de ese ceremonial macabro e hipócrita, cantó para
la verdad, para la vida, éticamente responsable, profundamente convencida
del valor de su palabra nacida y crecida a la sombra de los desequilibrios
sociales más atroces y testigo vivo de cómo cercena nuestro crecimiento
civilista, la omisión que soportan sus
regiones olvidadas, donde la mujer sufre con mayor rigor la condición de
ciudadana de segunda clase. Fue
un producto genuino del entorno.
Aprendí
a hablar el dialecto páez antes que el castellano, decía y a eso
respondió siempre como hermana consecuente de los hombres, mujeres y niños
campesinos cuya dramática situación divulgó con palabras estremecedoras
en el poema titulado Éxodo: Prendidos
de los montes y la niebla/ como racimos que engendró la noche/ adelgazan
su sombra en el camino/ de sollozo en sollozo/ de pregunta en pregunta. Cuando
Matilde Espinosa empezó a escribir, Colombia estaba lejos de los cambios
fundamentales que en política, economía,
arte y hasta costumbres
cotidianas, experimentaba el
mundo y en especial Latinoamérica. Todavía el Modernismo, cuya misión
renovadora agonizaba en otras latitudes, era válido entre nosotros.
Su poesía, surgida a
mediados de los años cincuenta, pisa muy lejos de lo que entonces era considerado como hilo conductor de la lírica
femenina en Colombia. Libros como Los
ríos han crecido, Por todos los silencios, Afuera las estrellas, Pasa el
viento y El mundo es una calle
larga, son volúmenes apologéticos de la tragedia humana agazapada en
las regiones excluidas del
Cauca. Más adelante vendrían: Memoria
del viento, Estación desconocida, Señales en la sombra, La sombra en el
muro y La ciudad entra en la
noche. Mención especial requiere
Los héroes perdidos, editado
en 1994 y dedicado a la memoria de su hijo Manolo Martínez
Espinosa, asesinado en Popayán en oscuras circunstancias. En sus páginas
habla la madre más allá de cualquier requerimiento literario: No
busco pañuelos para llorar/ simplemente me acerco a las mujeres/ que
inventaron el tiempo/ tejiendo coronas/ para los hijos muertos.
Luego aparecieron: La tierra
oscura, publicado
en el 2003 y Uno de tantos días, con
la evocación que hace de Popayán en el poema titulado Ciudad Blanca: ¿Cómo
acercarme a ti si nada traigo/ solamente mi voz/ y el corazón del hijo/
que sigue ardiendo?/ Nombres, fechas, gotas de eternidad/ crecidas en la
hierba. Su
obra poética se divide en dos segmentos perfectamente identificables. El
primero conformado por los libros citados en primera instancia, esplende
como las aguas minerales que
bautizaron su palabra. Sus personajes son la maestra rural y el campesino,
la vida de la mano de cordilleras y lluvias tutelares, el paisaje en toda
su crudeza y hermosura. El segundo se define en 1990 con la publicación
de Estación desconocida. A partir de este libro, la visión e intención
poéticas de Matilde, cambian sustancialmente. La suya seguirá siendo una voz valiente y veraz, pero volcada en una exploración interior
que la hace polisémica y universal. El contexto verbal y estilístico
que va desde Estación
desconocida hasta Uno de tantos
días -editado en abril del 2007, dos años antes de su fallecimiento-
no conoce fronteras y la consagra
como voz insular entre
los poetas más reconocidos de Colombia. Matilde
es la pionera de la renovación que necesitaba entre nosotros la poesía
femenina. A pesar de pertenecer por cronología y vivencias a un país
confesional, monotemático y machista, dio el salto en el momento en que
lo necesitábamos. Ya lo dijo en declaraciones dadas a Gabriela
Castellanos para su libro
titulado Inocencia ante el fuego: Si
no es mejor la poesía de las mujeres que la de los hombres, tampoco es
peor. En Colombia sucede algo muy serio: se consagran tres o cuatro
varones y ellos forman una muralla impenetrable. Fuera de ellos, no existe
nadie en la poesía. Le
tocó nacer y madurar en un tiempo de truenos. Los años veinte alumbraron
las transformaciones que nos convertirían en un país distinto. Férreamente
tradicionales, no pudimos sin embargo sustraernos a los cambios que
experimentaba el mundo de entonces. Sindicatos incipientes, nuevos
capitales financieros, despertar de la clase obrera en torno a la máquina
que aparecía como
protagonista única de la fuerza de trabajo, dieron origen a lo que se
conoce como revolución
industrial o arquitectónica. Los fenómenos sociales que sacudieron el
planeta, tocados por la revolución rusa del 17 y las vanguardias artísticas
y literarias aparecidas en Francia a finales del siglo XIX y principios
del XX en los Manifiestos Surrealistas de André Breton, nutrieron con
aires nuevos la vida colombiana y
sentaron las bases de nuestra democracia. Se
necesitaban entonces voces
que sensibilizaran la burocratización e industrialización del mundo de
post guerra y por lógica, el arte se transformó. La plástica se abrió
a los grandes movimientos
volumétricos y tridimensionales inaugurados por el cubismo
de Picasso y Braque, aparecieron nuevas ideologías políticas como el
marxismo, Freud con sus descubrimientos medulares, Salvador Dalí, Charles
Chaplin, César Vallejo, Pablo Neruda, García Lorca. En el panorama
literario latinoamericano, surgieron revistas
tan trascendentales como “Amauta” en el Perú y “Voces” y
“Mito” en Colombia. La primera fue una extraordinaria publicación
barranquillera de la cual se editaron 60 números. La segunda, dirigida
por el poeta Jorge Gaitán Durán, dio nombre a una de las corrientes poéticas
más importantes de la época en el país. Se
publicó en Nueva York la primera biografía de Gabriela Mistral y en
Buenos Aires en 1926, la primera antología poética salida de manos
latinoamericanas, con el nombre de Antología de la Poesía Hispanoamericana, prologada por Jorge Luis Borges, Vicente Huidobro y Alberto
Hidalgo. Colombia aportó en 1926 dos obras de dimensión continental: La
Vorágine, novela de José Eustasio Rivera y Suenan
Timbres de Luís Vidales, el primer poeta surrealista colombiano. Además
irrumpieron, entre otros
movimientos renovadores e irreversibles, la explotación petrolera en Venezuela, la lucha libertaria
de Sandino en Nicaragua y el fin de la hegemonía conservadora en
Colombia. En
ese hervidero vino al mundo y empezó a respirar Matilde Espinosa. Pero
aunque se vivían tiempos repicantes, todavía éramos un país casi
feudal. La iglesia manejaba a su antojo la educación, sobre todo en el
caso femenino. La mujer no tenía voz propia. Satélite primero del padre
y luego del marido, languidecía sin darse cuenta. Sólo la actitud de
algunos hombres y mujeres que
veían más allá de sus narices, entre las que sonaba duro la voz de María
Cano, empezaban a romper el cerco con una visión lúcida del momento y el
aporte político del Partido Socialista Revolucionario, antecesor del
Partido Comunista Colombiano. A
vuelo de pájaro hago estas acotaciones para que intentemos aprehender
mentalmente la violenta marejada de
luces y sombras encontradas en que se debatieron la niñez, la juventud y
gran parte de la madurez de nuestra poeta. Autodidacta
pura, Máximo Gorki, los
poetas del Siglo de Oro Español, Honorato de Balzac, Emilio Zola,
Verlaine, Baudelaire, Rimbaud y las figuras más representativas de la
poesía de habla castellana, fueron sus lecturas nutricias. Si a esto
agregamos los primeros años vividos en absoluto aislamiento, lo cerrado
de la sociedad y de las circunstancias familiares y su
primer matrimonio con un hombre feroz, podremos concluir en que Matilde
Espinosa fue un ser excepcional. Es
necesario insistir en el valor y el talento de esta mujer crecida
a la sombra de consejas infranqueables y blindada por los humores del tótem
religioso-masculino. Defendió su verdad
cuando a sus contemporáneas se les iba la vida en callar y esperar y dejó
para ilustración de este país-crisálida
una obra poética que nos acredita como a seres pensantes. Yo
tuve la suerte de tenerla cerca. Fue mi maestra, mi amiga respetada y
querida. A sus luces poéticas, añadía la capacidad crítica que la hacía
casi invulnerable. Un poco
agorera, solía decir: Mijita,
yo no seré la mejor poeta de Colombia pero ten la seguridad de que soy la
bruja más acertada. Con
14 poemarios publicados, fue uno de los seres más interesantes y extraños
en un país ceñido casi de manera demencial a la costumbre y a la fábula.
Luchó con denuedo por el reconocimiento del voto femenino entre nosotros;
colaboró, con otros hombres y mujeres igualmente pensantes, en la
organización y mantenimiento de huelgas y mítines populares cuando
hacerlo significaba
una aventura peligrosa; apoyó movimientos sindicales con una visión privilegiada de lo que son la justicia y el derecho y opinó y decidió por
voluntad propia cuando las mujeres de su generación tenían como común
denominador el miedo y el silencio. Serían
menester muchas páginas para
decir con propiedad lo que significó Matilde Espinosa como poeta y
ciudadana, lo que representará siempre en los referentes
éticos de Colombia y de qué
manera su experiencia
de vida, sus lecturas sustanciales y lo certero del ojo puesto en la mira,
la convirtieron en uno de los evaluadores de poesía y de vida más
atinados que con que me haya cruzado en el camino. Hoy,
cuando su sol cambió de domicilio, acudo a su recuerdo, a su verbo
nutrido con múltiples ternuras, a
su talante erguidamente femenino. De
arenas movedizas y recia mansedumbre/ la mujer es presencia en todas las
edades, dijo como si presintiera su destino hecho para la exaltación
de la belleza y el ejercicio de la libertad. Las
palabras Gloria
Cepeda Vargas Cuando
surgió la revolución arquitectónica después de la Primera Guerra
Mundial, el señuelo de un mundo industrializado empezó a mostrar los
dientes. Pero todavía la herencia renacentista equilibraba el alma. Después
las nuevas generaciones de
humanos alucinaron y deliraron bajo el
flagelo de la droga que convirtió
al mundo en un gigantesco manicomio. En
este escenario demencial la máquina hace de las suyas. Hombres y mujeres
robotizados se estrenan en aires y aguas que se resisten a formar parte de
su dos por cuatro. El mundo
asiste horrorizado al desastre ecológico sucedido hace algunos días en
el Golfo de Méjico sin que
hasta el momento la tecnología más poderosa del planeta responda como esperamos. Las
calles y hasta las aceras no pertenecen al peatón, son feudo de la máquina.
De Internet se “bajan” párrafos enteros que sin ser analizados, se
empatan como fichas de un rompecabezas. El idioma y su valoración son las
primeras víctimas de esta conflagración en un mundo de episodios
virtuales que acrecienta cada día el fantasma de la soledad. Por
eso hoy considero oportuno transcribir, aunque sea fragmentariamente, esa
bella apología de la palabra que escribió Pablo Neruda : “Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan. Me prosterno ante ellas, las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito. Persigo algunas palabras, son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema. Las agarro al vuelo cuando van zumbando y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto..Todo está en las palabras, una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos… Tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo. Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron ahí resplandecientes. El idioma… Salimos perdiendo… Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”. |
Gloria Cepeda Vargas
gloriacepe@hotmail.com
Ponencia expuesta en el Paraninfo de la Universidad del Cauca el 8 de
marzo del 2011, Día Internacional de la Mujer
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