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Arrodillada en el pavimento
– húmedo por gracia y obra de sus ojos-
hay una abuela desconsolada.
A tres metros yace un niño con el corazón descansado.
Su sangre,
el absorbente asfalto,
la sombra del ladrón de dichas
y la mortecina luz blanca
de un poste capitalino
forman una amalgama oscura.
La abuela ha puesto
sobre los párpados del nieto
-para pagar el viaje a Carón-
dos botones blancos de su vestido,
mismos que cubrían su pecho
y ahora revelan un vacío negro y fresco.
Ella ira a su casa
-misma que hace una hora ha dejado de ser hogar-
y rezara por una tormenta sanadora
que se lleve el recuerdo y la sangre de su sangre,
y que esa misma corriente socave
los cimientos de la guarida del lobo
y desemboque en el alma de la madre
quien aun espera la llamada a distancia de su hijo.
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