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Sin sal |
- No, los chivos están comprometidos. Mañana pasa el cabritero y sabe de cuántos ha sido la parición, así que si vendo, para la próxima me va a dejar con todos los animales, y no me conviene - Esto explicaba la viejita en la puerta del rancho a los dos forasteros que se habían detenido con la intención de comprar un cabrito, y regalarse con un asado cuando llegaran a la ciudad. La noche había caído y faltaba hacer muchos kilómetros para dejar la huella de campo y transitar por el enripiado de la ruta nacional que les posibilitaría aumentar la velocidad al recorrer el último tramo. Aún así, esto llevaría varias horas para llegar, y el cansancio de toda una jornada hizo que ambos consideraran la posibilidad de solicitar permiso para pasar la noche y partir temprano a la mañana siguiente. La vivienda, típica de la zona, no se veía para nada confortable, pero al fondo se divisaban unas dependencias supuestamente destinadas a guardar implementos de labranza. En la humilde morada se alojaban los dueños de casa, una pareja de ancianos que habían quedado solos por la partida de sus hijos hacia centros poblados en busca del trabajo que por la zona escaseaba. Hubo un momento de vacilación en los viajeros, pero al fin el cansancio los decidió a solicitar permiso para dormir en esa parte externa de la casa, teniendo presente que en el vehículo en que se desplazaban, había algunas mantas y la temperatura por esa época del año no era demasiado rigurosa. Un poco sorprendidos, pero finalmente complacidos, los ancianos accedieron a lo solicitado, deshaciéndose en disculpas por la precariedad de la vivienda y las comodidades que no podían ofrecerles. Así fue que los viajeros se instalaron, satisfechos del descanso que en breve tomarían y la seguridad de que no tendrían que recorrer de noche esos lodazales producto de las recientes lluvias. Hasta aquí todo bien, pero aún quedaba un problema por resolver. En la extensa travesía que realizaron durante los dos días en que recorrieron los campos que habían ido a ver, consumieron todas las reservas alimenticias y nada quedaba ya para mitigar el hambre antes de ir a dormir. Los de la casa, saludándoles y deseándoles las buenas noches, entraron a su morada poniendo tranca en la puerta, lo que indicaba a las claras que no habría ninguna invitación a cenar. Además estaba flotando la negativa del momento en que quisieron adquirir el cabrito, que no los alentaba a seguir con las peticiones. No quedaba más remedio que acostarse y tratar de conciliar el sueño ignorando los llamados que hacía el estómago vacío. Pasaron algunas horas, y el más joven de los viajeros se levantó con la intención de orinar, y de paso hacer una pequeña caminata para acortar la noche, atendiendo que los perros ya no se inquietaban con su presencia, a la que en la breve estancia se habían acostumbrados, y así lo hizo. Cuál no sería su sorpresa cuando al pasar junto a un algarrobo que estaba al costado de la casa, encontró colgando de una rama alta una llamativa lonja de carne, la que al acercarse comprobó que se trataba de una tira de tocino de cerdo de regular tamaño. Verla y pensar que con ese hallazgo podría él y su compañero saciar el hambre que no los dejaba dormir, fue sólo uno. Inmediatamente despertó a su amigo, y comenzó el festín. Al otro día, temprano en la mañana, la viejita que había salido al patio, en el momento en que se despedían los viajeros, gritó: Viejo, viejo, fijate lo que han hecho los perros… Me han comido el unto sin sal que tenía colgado en el algarrobo para curarme las almorranas.
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Jerónimo
Castillo
jeronimocastillo@yahoo.com.ar
San Luis - Argentina
Del libro “Final de Sinfonía”
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