Hombre fuerte cuento de Abelardo Castillo |
“Ya votaste, Carancho”. “¿ Cómo que ya voté?” “Qué Cómo ni qué la mierda”, se habían reído, “Si te han dicho que ya votaste, ya votaste”, y se rieron. “Cómo te llamás” “Anselmo Arán.” La libreta de enrolamiento, enarbolada en la punta de la bayoneta de un milico, apareció a la altura de mi cara. De puro chiquilín, de puro pavo, me atropellé y el gesto de echar mano amagó una intención que no tenía. Cosa que no ha de repetirse, mi atolondramiento, historia que no les cuento a esos infelices de ahí abajo pero les cuento una parte. Cosas que ocurrían en este país hace treinta años, les digo, pero que no volverán a repetirse, no al menos mientras nuestro glorioso Partido sea gobierno y el Intendente de esta ciudad sea yo. Veles las caras, nicoleño, oílos cómo aplauden. Hasta vos aplaudís. A vos te conocí muchos años después de esa mañana, pero que yo ahora esté bajando de acá arriba para que vos me sigas esta noche empieza con aquel culatazo. En el pecho me pegaron, y me tumbó. El sopapo me sorprendió cuando iba cayendo; estaba por gritar “no peguen”, o tal vez lo grité, cuando sonó el primer tiro, y después los otros. La urna de los votos astillándose en el aire, es lo que mejor recuerdo: un machetazo, me pareció. Viva el doctor, gritaban, y yo estaba sin respiración caído de rodillas entre un revuelo de papeletas y la espantada de los caballos. Me acuerdo también que nunca había matado a un hombre. Ese milico que atropellaba a sablazos desde la puerta fue el primero. Dicen que lo maté yo. Yo no lo sé. Lo que sé es que desde un coche me gritaron vení correligionario y que mucho más tarde, en el Comité, el doctor en persona decía: —Me ha salvado la vida, che —y me miraba a mí, y me había puesto la mano en el hombro..... Cómo es su gracia. —Me dicen Carancho. Soy Arán, el del turco. —Conozco a su padre. Me miró con desconfianza; había retirado la mano. Dijo: —Pero él no es de los nuestros, si no ando errado. Supe entonces lo que había que decir, nicoleño. Y lo dije. Y muchas veces, después, muy pronunciando las palabras en ese tono. Dije lentamente: —El no. Por eso, nicoleño, por cosas como ésa, hasta hace un rato estuve en ese palco hablándoles a esos infelices y mirándote a vos que ahí venís medio escondiéndote entre los últimos que gritan por la Calle Ancha. Y porque hasta de oírse nombrar se cansa un hombre, ahora he dicho estoy cansado y agregué que me vuelvo a pie, que quiero caminar solo. Mi hombre de confianza y tu mujer me esperan en mi casa. A tu mujer no te la quité: se vino. Llegó a reclamar no sé qué, diciendo que habías quedado medio idiota, casi inútil después de la paliza y que yo no tenía alma si me negaba a ayudarla. Me gustó y le dije quedate, ni me sacó la mano que le había puesto en la cadera cuando se lo dije. Nunca creí que iba a durarme tanto. Ni el doctor le cambió el rumbo. Me di cuenta quién era yo cuando el doctor, por ella, por ganármela, empezó a querer sacarme del medio a mí. Y lo medité. Un año antes se la daba, ahora me pareció que no era justo. Yo lo quería a ese viejo; daba vergüenza verlo pavear por una mujer. El hombre que lo mató, se llamaba Soria. Desde aquel día, o ya desde antes pero sin saberlo, no hice más que acatar mi destino, ciegamente, como hasta entonces había acatado la voluntad del doctor. Y ahora sé que la vez de Arrecife, cuando te patié la cara y te marqué desobedeciendo sus órdenes, premeditaba como un recuerdo esta calle, estos árboles, el socavón de esta noche donde me estás buscando. “Hay un negro, el nicoleño, ladrón de urnas y matón: usted se me va de comisario interventor a los Arrecifes, m’hijo, y lo hace meter preso; se lo mandan pedir de Ramallo y lo entrega, allá se encargan”, y el doctor con las manos a la espalda caminaba medio inclinado hacia adelante. Me gustaba esa manera de hablar mirando el suelo. Le copié el gesto y aprendí a pensar. Como en su biblioteca, frunciendo la frente había aprendido a entender lo que hace falta entender de los libros. “¿Comisario yo?”, debo haber preguntado haciéndome el chiquito, y él, que a veces alzaba la vista y me miraba como si quisiera saber qué estaba pensando yo realmente, me contestó: "Natural. Y a tu vuelta de Arrecifes vamos a conversar largo: me has salido por demás bueno, Carancho, y habrá que ir pensando qué dos encabezamos la lista del Partido en la próxima”. Y me sonrió. Me había dicho “carancho” pero me autorizaba a figurarme su igual, y se reía. “Hay un título de Bachiller a nombre de Anselmo Arana, que es apellido más nacional. Con lo que sabés, sobra. Y no te hago Procurador porque ahí llegás solo." Después me dijo que los sentimientos son un defecto, y me miraba. Y agregó que por eso yo iba a llegar lejos. “La gente”, habló como si no me hablara, de tan bajo que habló, “la gente sigue a los hombres como vos. Explicámelo si podés.” Y se reía. Cuando regresé de Arrecifes con tu mujer, volvió a tratarme de usted y estaba serio. Le conté que vos te me habías retobado y que juzgué necesaria, “aleccionadora” le dije, la paliza; que en el trayecto a Ramallo, sabe Dios cómo, te me escapaste. Habló del Partido y preguntó que quién carajo era yo para juzgar nada y encima dejar suelto a un hombre al que se le quitó la mujer, si yo era idiota o andaba queriendo que vos, nicoleño, me buscaras toda la vida. No le dije que sí. Le dije en cambio que yo, siendo comisario, juzgaba como comisario mientras no hubiera más comisario que yo; que la mujer me la traje porque me gustaba y que, cuando la viera, lo iba a entender del todo. Lo hice sonreír. Me preguntó: “Pero, y qué va hacer, dígame, con su mujer legítima.” Como me acuerdo ahora, me acordé esa vez de que yo tenía mujer. Dije: —Echarla. Antes y después hay muchas cosas. No sé cómo se llega, nicoleño, por qué fatalidad, con cuánto esfuerzo se llega don Anselmo, a este cansancio. De las mujeres, creo aprendí a tratar con los hombres: metérselos debajo, usarlos y vejarlos; es la ley. De los libros aprendí a que me lo agradecieran. Dicen que mi padre, agonizando, me llamaba por el diminutivo de mi nombre. Cuando me lo contaron le perdí el respeto. A vos, ahora que lo pienso, yo te respeté; eso fue lo que pasó. Nomás de verte te temí, te respeté los ojos, y por eso me estás siguiendo ahora. Me aguantaste de pie y con la mirada fija, turbia desde el entrevero bestial de las cejas, mordiéndote. No me ensañé, nicoleño. Probé a darte toda mi alma por ver hasta dónde aguantabas. Pegarte, esa noche, fue lindo por vos; por cómo se te agrandaba el animal adentro. Cuando el cabo me anunció ya está bueno mi comisario Arán, y volví en mí y me aparté, recién entonces te derrumbaste. Quise verte los ojos y te di vuelta: abiertos los tenías. Mirada de acordate. Te marqué por lujo, ritualmente, como quien hace un nudo en el pañuelo de otro. Abandonarte en una cuneta del camino a San Nicolás, esa misma noche, fue como apostar contra tu muerte, a que te despabilaban y te restañaban el rocío y el barro; como querer, hace diez años, que ahora dobles la esquina del Centro de Comercio y que cuando yo me interne por la Calle de los Paraísos, vos apresures resueltamente el tranco, Revólver no llevás, de lo contrario habrías muerto bajo ese foco. Con arma blanca ha de ser, y eso me va a exigir presencia de ánimo: cuando lo cortan, uno ha de tender a abrazarse, a enredarse. Es más puerco. De ser vos, yo te siguiría por una calle paralela a ésta, midiéndote el paso para verte cruzar en las esquinas. Cuando se está en el lugar que hace falta, uno camina rápido, dobla en el primer transversal y espera tranquilo en la ochava. Vos no. Vos seguís de atrás, a lo perro. No llega a la luz, Anselmo Arana: eso venís pensando. Es raro estar a unas cuadras de la casa de uno, Carancho, donde hay mujer y festejo celebrando por adelantado lo que mi propio doctor llegó a celebrar nunca, y que lo hallen después boca abajo en una zanja. Porque seguramente ha de ser allí, en el sombrajo de esos dos árboles, junto a la zanja. Y pensar, nicoleño, que de tener voluntad me ganaba bajo esa luz de una corrida y, de un grito, te hacía mear los pantalones. Sería diversión. Pero no corresponde. —No me gusta que me sigan, nicoleño —me he parado, esperándote. La voz me ha salido autoritaria por costumbre, estabas medio lejos—. Qué andás buscando. Qué se siente, nicoleño, qué sentiste, qué siente un hombre cuando le dicen eso. Escuché: "Don Anselmo”, y fue como si la noche se desbaratara. “No don Anselmo", escuché, “si ando queriendo hablarlo, nomás”. Y antes de entender las palabras que siguieron adiviné, adentro, que esta noche nuestra, esta caridad para dos hombres o este sueño que yo había empezado a construir casi como un acto de amor una madrugada de hace diez años, ya no sucedería sobre la tierra, y entrevi con miedo lo que ahora sé con indiferencia, que yo estaba solo en el mundo, que siempre había estado solo. Después, caminando juntos, habíamos dejado atrás el sombrajo y la luz. Y entré solo a mi casa, y alguien brindó por el Partido, por mañana. Tu mujer, ahora, ha venido hasta el sillón y me ha puesto una mano sobre la frente. Un hombre salió a buscarte. Y esta vez te matan, nicoleño. Ya no sé qué me dijiste, ni con qué cara. Mejor me acuerdo de mí, caminando con las manos en la espalda, como el doctor antes, oyendo a mi lado un ruido gangoso, un balbuceo de idiota, pensando que eso también me lo debés Nicoleño: esa voz con la que has dicho “don Anselmo” y que habías cambiado mucho en estos años, diciendo, con esa voz, cambié mucho en estos años mi doctor Arana. La vida nos cambia y si usted quisiera o me necesitara yo podría ayudarle en algo, sin pretensiones, claro, pero supe tener la mano firme y eso queda, y si usted quisiera olvidar, nicoleño: eso, cosas como ésas dijiste. —No quiero matones entre mi gente —dije yo—.Ya sabés como trato a los matones. Aparte que a tu mujer no le iba a gustar mucho verte con esa cara, agregué, y agregué: disculpá. No, si no pretendías, y ya ni sé qué era lo que no pretendías porque dejé de escucharte y después llegamos y dije esperáme, ya vuelvo. Esperáme donde los árboles. Te miré pasar bajo la luz. Ibas cabeceando, como contento. |
cuento de Abelardo Castillo
Publicado, originalmente, en: Unicornio, un caballo con suerte Núm. 1 Mayo - Junio de 1992
Unicornio, un caballo con suerte revista literaria publicada en Mar del Plata entre mayo de 1992 y enero de 1994. Se publicaron 6 números
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/unicornio-no-1/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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