Marcos Ana, el Quijote viviente |
Decidme
cómo es un árbol. /Decidme el canto de un río/ cuando
se cubre de pájaros. Marcos Ana |
Almodóvar
filmará la vida del hombre que más tiempo estuvo en la cárcel por la
Guerra Civil española. Sin sueños de venganza, Marcos Ana sigue luchando
contra el fascismo. Su historia es testimonio de los pájaros sin alas de
aquella barbarie; y también una juerga de ternura que iza la Bondad por
encima de todo horror. Marcos
Ana, poeta y Quijote. Emblema universal de la lucha por la libertad —88
años, hoy— estuvo en las cárceles del franquismo entre 1939 y 1961.
Conoció el espanto en su piel, en su corazón, y a través de los ojos de
sus compañeros; descubrió el oprobio en las manos de los torturadores:
manos extranjeras a la vida que sólo los domingos cesaban de masacrar,
pues entonces los verdugos rezaban en la Iglesia y con el capellán. Pero
también supo de deleites: en las mazmorras del fascismo español, Marcos
Ana «adoptó» —como se adopta un bebé— una flor inocente, nacida en
la grieta tenebrosa del muro más cruel. Así como, aunque trepado a los
barrotes y castigado duramente por ello, se extasió con cada plenilunio
que —gracias a su obstinación— pudo gozar. Igual que contrabandeó,
reja a reja, la poesía de Neruda y sus propios versos, como una letanía
que invocaba la libertad. Tenía sólo 19 años cuando cayó en aquel
infierno del Régimen, y
veintitrés más cuando —como una salva de pájaros contentos— pudo
dejar la jaula para abrazar la nitidez de la luz. |
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Marcos Ana, el Quijote |
Luz
cegadora para él, que no conocía más que las tinieblas. Pero la vida,
que sólo le había ofrecido su mano mezquina, le llegaba por fin con la
mano que da. Entre todos sus dones, le dio los viajes, el reconocimiento
mundial —el abrazo de la humanidad— y la posibilidad de luchar. Le dio
la poesía, y le descubrió el amor y el sexo... recién a sus 42. Ella
era joven y morena, delgada, bella y sutil. Se llamaba Isabel Peñalba y
tenía la mirada azul.
¿Serán
los ojos de Penélope Cruz, la actriz fetiche de Almodóvar, los que lo
mirarán desde aquel azul de Isabel? Quién sabe. Primero terminará la
filmación de «Los abrazos rotos» y, quizás, rodará «La piel que
habito». Y entonces se dedicará a «Decidme cómo es un árbol», el último
libro de Marcos Ana; obra que recorre el mundo con sus memorias
de la prisión y de la vida, flameantes de humor, de la poesía de su
prosa y del sentido de la existencia como un hecho trascendente.
¿Cuántos
filmes podrían hacerse con cada latido de este Quijote? En cualquier
caso, Almodóvar eligió tomar la historia de Marcos, «un superviviente»,
cuando era ya un pájaro en vuelo libre que surcaba cielos a la salida del
infierno. Al cineasta le impresiona que, después de haber respirado tanta
muerte, el poeta sepa de justicia y paz, de fraternidad y
siembra, de imaginación y esperanza, y no de rencor. Le sorprende
su pasión por la vida del prójimo. Se emociona porque en «Decidme cómo
es un árbol», nuestro autor cuenta que —a causa de un compañero que
lo denunció— recibió una de sus dos condenas a muerte; y, aun así, no
da su nombre para evitar un daño a la posible familia del traidor.
Curiosa
audacia la de Almodóvar, artista de un lenguaje cinematográfico barroco
y brillante, cuyos temas habían sido hasta ahora el amor por su madre y
por las mujeres, la sexualidad, el maridaje entre el amor y la muerte, y
la transmutación del alma. Y si bien algunos hechos de la historia que
filmará justifican a primera vista su elección —ya se verá— hay
algo central, más novedoso que todo. «Marcos Ana es lo más parecido a
un ángel —explicó el director—, no he conocido a nadie tan bueno».
A partir de esta experiencia, ¿podremos sumar entre sus razones
para elegir un guión el valor infinito de la Bondad? La
mirada azul Decidme
cómo es el beso / de una mujer. Dadme el nombre del
amor: no lo recuerdo. Marcos
Ana Después de 23 años tras los muros, lo más difícil fue la libertad. Aprender a ser libre. Marcos sabía vivir en la cárcel, donde el cariño hacia (y de) sus camaradas fue su sostén y su motor. Aunque fue torturado hasta casi morir; aunque vio asesinar tantas vidas y también su juventud, tiene grabadas en la piel y en todo su ser las risas de sus amigos y su generosidad. Con ellos compartía el hambre y el pan, los sueños y los homenajes con que —en las sombras de la sombra y con ingenio— honraban a los grandes poetas. La cárcel era una «universidad democrática», un hogar. Marcos fundó las tertulias literarias, a pesar de que la imaginación era salvajemente perseguida. Los guardias debían evitar la fuga física de los prisioneros; y el capellán, la fuga espiritual. Había que impedir la poesía, pues era enemiga del sistema, era un ser más a encarcelar. ¿Encarcelar el sol? ¡Vaya! En
la década de los ’50 y a una celda de castigo infrahumana sus compañeros
le acercaron, ellos sabían cómo — ¡oh, qué gracia la imaginación!—,
una lapicera y poemas de Neruda y de Rafael Alberti. Los leyó más de mil
veces y... ¡empezó a escribir! Pero... ¿cómo guardar su palabra
escrita? Y aquí otra vez la creatividad. Sus «colegas» de prisión
aprendían de memoria sus versos, y los que recuperaban la libertad eran poemarios
parlantes de Marcos Ana, conocido aún como Fernando Macarro Castillo.
Tiempo después, recibió un librito impreso con sus poemas... ¡Hombre,
qué felicidad! Eran las dos primeras ediciones de «Te llamo desde un
muro», publicado entonces en México y en el Perú.
Como
un juego interminable de espejos reflejados en sí mismos para
multiplicarse, la cámara de Almodóvar mostrará a los espíritus inquietos del mundo, la vida de nuestro personaje y
conciudadano suyo... ¡sí! Vaya sucesión de casualidades:
el cineasta nació en La Mancha, igual que la obra suprema de la
literatura universal: «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha»;
igual que Don Miguel de Cervantes Saavedra, su autor, quien había abierto
los ojos a la vida en Alcalá de Henares, ciudad de la famosa región,
donde Marcos vivió desde sus nueve años y padeció su primera prisión...
¿Es que existe el azar?
Virgen
hasta los 42, para Fernando Macarro el mundo exterior era una leyenda, una
fábula, una ficción. No había muros sino cielo; ¡había tocino!
—tocino, aquel sueño suyo de hambreado durante los 9.000 días y noches
de su encierro—; había coches, carteles luminosos, tiendas... ¡mujeres!
Había una vida «normal» y él la había olvidado después de tantos años
tras los muros. Habituado al horror y a la necesidad, las luces lo
mareaban, devolvía la comida que había ansiado: se sentía en otra
galaxia... hasta que llegó su noche azul.
Ella.
Ella creía que él estaba borracho e intentó devolverle el dinero; el
que él debía pagarle, como prostituta que era la muchacha.
Fernando Macarro no sabía qué hacer, a solas con una mujer y en
un hotel; se sentía torpe, extraño, desorientado, hasta que le contó la
verdad: los 23 años de cárcel y su inexperiencia sexual. Y ella se dedicó
a él con amor: lo llevó a
pasear por la Gran Vía de Madrid y fueron a cenar, mientras él hablaba y
hablaba, como una semilla que encuentra tierra fértil después de la
sequedad.
La
mirada azul lloró. Lloró tanto, al tiempo que él le contaba el único
mundo que conoció. Lloró por todas
las cosas que merecen lágrimas (Jorge Luis Borges).
Isabel Peñalba —era ella, sí— lo llevó después al hotel y logró
que Fernando hiciera el amor. Quería renacerlo, inaugurarlo. Ya en la mañana,
chocolate con churros juntos en la cama, y cuando el poeta amanecido «varón»
llegaba de vuelta a su casa encontró en el bolsillo las quinientas
pesetas de la paga que ella no cobró. Y un papel, un llamado, una
solicitud de amor: «para que vuelvas esta noche». Él
pensó en ella todo el día con deseo y emoción, pero el miedo de
ofenderla con la paga —que además era dinero de la joven— se mezclaba
con su deseo viril y con el temor de destrozar el recuerdo de aquella
noche de pureza y magia. No sabía si ir o no, y otra vez fue una flor la
que lo salvó de nuevo, para decidir. Compró docenas de flores tan
luminosas como aquella que, nacida en el muro más cruel, había adoptado
como a un bebé. Las 500 pesetas —el precio de la paga— se
convirtieron en un bouquet de
pimpollos con orquídeas y magnolias. Las dejó en la conserjería del
hotel, con una tarjeta: «Para Isabel, mi primer amor». Franz Kafka
escribió que cuando uno se empeña en subir, los escalones brotan debajo
de los pies, anhelantes. Isabel fue el escalón al amor.
Almodóvar
se regocija en este recodo de alba y de tal embeleso de ternura que su cámara
ansía traducir. Antes,
mucho antes, el faro de Marcos había sido el cariño absoluto hacia sus
padres, en quienes pensó para elegir el seudónimo con que lo conocemos. Escogió
Marcos, por su papá: ¡ay!, aquella
imagen de una gorra solitaria prendida en la rama de un árbol roto,
cuando un bombardeo lo asesinó; los ojos desolados del hijo tenían 17 años.
Decidió apellidarse Ana, por la mamá. Abnegada bajo su siempre pañuelo
negro en la cabeza, ella había ido a verlo a la cárcel, una vez más,
pero no la dejaron entrar. Con su calvario interior por haberse enterado
de que el hijo estaba condenado a muerte, comenzó a volver sobre sus
pasos. Mamá Ana cayó al suelo, los guardias la golpearon y humillaron y
ella murió en una zanja, en aquella Navidad de 1943: «...que
murió de rodillas, me contaron / crucificada en un leño de llanto, / con
mi nombre de hijo entre sus labios / pidiendo a Dios el fin de mis cadenas» Candilejas Mi
pecado es terrible; / quise llenar de estrellas / el corazón del hombre Marcos
Ana Desde
su liberación en 1961, gracias a la presión internacional, pues estaba
condenado a sesenta años de rejas, recorrió Europa y gran parte de la América
morena. Conoció a Louis Aragon, Pablo Neruda, por fin a Rafael Alberti y
María Teresa León, a Salvador Allende, Nicolás Guillén, Picasso, Yves
Montand, Michel Piccoli, Prévert, Jean-Paul Sartre, Joan Báez, Miguel Ángel
Asturias, Pedro Vianna y tantos más. Convirtió su vida en una defensa de
la libertad, en contra de todo autoritarismo. Fundó
y dirigió en París, hasta el final del franquismo, el Centro de
Información y Solidaridad con España (CISE), que presidió Picasso.
Y cada persona que lo entrevistaba, y aún hoy, le repite una
pregunta: ¿Vio en prisión al enorme poeta, alma de cristal, Miguel Hernández?
Sí, lo había visto. Al «Fuego azul de la poesía» —como lo
llamaba Neruda—, el franquismo lo había asesinado a los 31 años, con
una tuberculosis ponzoñosa a la que sus verdugos jamás atendieron. A los dos años de su libertad, Marcos conoció a Vida Sender, quien fue su mujer por muchos años. Hoy están separados, pero conservan una amistad cada vez más honda y el amor de los dos hacia «Marquitos», con quien vive. Es el hijo de ambos —hoy camarógrafo, fotógrafo y documentalista—, la ofrenda mayor que recibió de la libertad. Pero
hubo otras más. Como el reencuentro con aquella música de acordeones y
violines que, de una orquesta lejana, había escuchado en la cárcel de
Burgos en la Navidad del ’60. Nunca supo el nombre y, aunque la buscó
con obsesión, sin ese dato y sin poderla tararear, no era posible
hallarla.
Después,
el vértigo de los viajes lo llevó a Copenhague, donde le habían
asignado para hospedarse la casa de… Karen. Alta, bella, fascinante, la
diosa nórdica no podía entenderse con él más que por señas. Marcos no
hablaba una palabra de inglés, y ni pensar en el danés. Desde un sillón,
la miraba, cohibido —más aún cada minuto—, sin poder pronunciar una
palabra; y ella lo percibió:
lo acomodó en el canapé, apagó las luces para crear un ambiente tenue
que ayudara al reposo, puso cierta música en el tocadiscos y se dispuso a
dejarlo descansar.
Entonces,
la sonrisa de la vida. El milagro. La melodía que el poeta estaba
escuchando era la de la película «Candilejas», la misma de aquella
Navidad; la que tanto había buscado. La música le provocó un sobresalto
que hizo a Karen volver, inquieta, y sentarse con él, casi en
él. El resto fue el abrazo en silencio, la vibración al unísono, y
el lenguaje del amor y la pasión. En los cinco días de su permanencia en
Dinamarca y en tantos otros de su vida libre, el encantamiento pobló de
estrellas al héroe que llena de estrellas el corazón del hombre.
«Decidme
cómo es un árbol», clamaba Marcos Ana en el poema que dio el nombre al
último libro. Hoy, ya todos los bosques, todos los pájaros y todos los ríos
le contaron su historia. Hoy se reconoce como un «árbol milagroso»,
porque sigue dignificando la condición humana. Y se abraza a la palabra
de su admirado Paul Éluard: «Y serán
recompensados los que ríen de horror». |
Cristina Castello
Poeta y periodista
http://www.cristinacastello.com
Pequeño blog bilingüe
P.E.N. Club Français
Artículo
publicado en «Lyrsa editores» - México, octubre 2008
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