Jorge Luis Borges la palabra universal |
«Sentí
en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed» J.
L. Borges, de «El Inmortal» |
Jorge Luis Borges es una metáfora de sí mismo. Es uno de los
escritores más destacados del siglo XX y un emblema de su patria
argentina, donde todos lo nombran pero pocos lo leyeron. Niño prodigio,
vivió su infancia vestido de niña por su madre, quien lo llamaba «inútil»
e «infeliz». Su
erudición tiene pocos parangones. ¿Fue tan lúcido para descubrir la
sacralidad de la vida, como para escribir? ¿O la lucidez dañó esa parte
del espíritu donde está escrito que nada
de lo humano debería ser extraño?
Pocos artistas son tan amados y aborrecidos. Y se comprende: los versos de Borges son sagrados, pero su boca fue incontinente. Calificó a Federico García Lorca, como un «poeta menor», y de la misma forma honró a los vates de la Generación del XXVII española; no se privó de críticas a Julio Cortázar; de Cien años de soledad, de García Márquez dijo: «Lindo título, ¿no?». Fue implacable con Charles Baudelaire, se ensañó con Pierre Corneille –autor de «El Cid»– y con Isidore Ducasse (el Comte de Lautréamont). Más: al ritmo de cada sorbo de su té inglés calificó a Arthur
Rimbaud como «un artista en busca de experiencias que nunca logró», y
criticó salvajemente a André Breton, potencia de imaginación y poesía;
y, aunque nacido en las pampas, su anglofilia era tan fuerte como su
franco fobia (Juan José Saer dixit). Demasiado, Mister George. Su sed, su sed eterna. Este 24 de agosto, se cumplirán 112 años
de su nacimiento, y la pregunta de siempre sigue en pie: ¿Tuvo sed de poesía, o, también –y
sobre todo– de sentirse
amado por una mujer? Él, la pluma
universal, tuvo amores imposibles y sufrió como los personajes de las
novelas más vulgares, que despreciaba. Hasta que llegó su cauce: María
Kodama, con quien tuvo una unión en el misterio. Mente prodigiosa, en «El jardín de los senderos que se bifurcan», propuso –sin saberlo–
una repuesta a un problema de la física cuántica. Y toda su vasta obra
fue un hito, como disparador de la fantasía de lectores y gentes de
letras. A la par, si bien en su momento condenó a Adolfo Hitler y a Benito
Mussolini, después hizo loas de autores de crímenes de lesa
humanidad: Francisco Franco, Jorge Rafael Videla y Pinochet, entre
otros. Asesinos, condenados en tal condición por la Justicia. Más
que por otros poetas, se sintió marcado por el enorme Walt Whitman. Pero,
¿qué asimiló de él? La palabra de Whitman se batía por la libertad de
los pueblos y la dignidad humana; la palabra hablada de Borges defendía
–también– la invasión-masacre norteamericana en Vietnam. Su
obra de ficción, plena de ironía, es sobria y precisa pero, en general, tiene una gran
distancia con la vida viviente, como si lo que escribía hubiera pasado
por su cerebro y no por su sangre; está plena de símbolos, de metáforas
tan ricas como poco comprensibles para la mayoría; tiene un sentido metafísico,
y muchas veces intensamente lúdico. «Historia universal de la
infamia» y «El Aleph», entre otras, son piezas maestras del siglo XX. Borges fue uno de sus espejos
de tinta. Un acertijo. Una
suerte de estatua de sí mismo, un monumento, un ser sin piel, por cuyos
poros brotaba su inteligencia. Pero en la poesía que escribió asoman sus
venas terrenales, irremediablemente: [...]
Sin que nadie lo supiera, ni el espejo, /ha llorado unas lágrimas
humanas. /No puede sospechar que conmemoran /todas las cosas que merecen lágrimas
(de «La cifra»). La poesía es una voz: la vida viva. Ni siquiera este hombre de la esquina rosada, pudo esconderse tras los muros de cristal del poema. El poema no tiene tapias: es revelador. |
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Borges y el genocida Augusto Pinochet |
Borges y Sábato, con Jorge Rafael Videla, genocida |
La
hora de la espada: Amaba la música de Pink Floyd, de Los Beatles, de los
Rolling Stones y de Brahms. Adoraba a «Bepo», su gato. Mientras, aplaudía
al gobierno que hizo desaparecer a 30.000 personas –luego de torturas satánicas–,
durante el golpe de Estado de 1976 en Argentina. Abrazado a su
gato, Borges reclamó públicamente «cien años de dictadura militar».
«Le agradecí
personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la
ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las
responsabilidades del gobierno», dijo en mayo de aquel año. Se
refería a la reunión que mantuvo con el genocida Jorge Rafael Videla,
primer presidente de facto de aquella etapa; había asistido, presuroso,
con Ernesto Sábato, quien fue después defensor de los derechos humanos: los rictus de la vida.
El tiempo hizo su juego y
en 1980, con o sin el gato «Bepo»,
recibió a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, gesto en el cual
–aunque ella lo niega, discreta– hay una influencia evidente de María
Kodama. Entonces se mostró conmovido, y hasta indignado con los militares
asesinos; y reiteró esa conducta cuando, ya en democracia, se juzgó a
los desaparecedores de seres humanos: recién en ese momento quiso
enterarse de los suplicios y muertes sufridos por sus congéneres, y
escribió una crónica para la agencia EFE.
¿Había despertado por fin su lucidez para la fraternidad? Ojalá.
Pero las palabras
son una suelta de pájaros: imposible remontarlas cuando vuelan a voluntad
del viento. ¿En cuántas personas influyeron sus primeras declaraciones?
¿Cuántas, sin pensamiento propio, repitieron los conceptos del poeta sólo
porque «lo dijo Borges»?
Paseó
entre laberintos, espejos, libros de arena, ruinas circulares y
bibliotecas de Babel. Cultivadísimo –es una de las más grandes glorias
mundiales de la literatura– se fue de este planeta el 14 de junio de
1986, siempre en espera del Nobel. La condecoración que, orgulloso, había
recibido de las manos con sangre de Augusto Pinochet, fue un escollo
insalvable para el premio. Aquel día se alborozó con su flamante
doctorado Honoris Causa de la Universidad de Chile, y enarboló la
hora de la espada. La hora de la espada, el discurso reaccionario de
Leopoldo Lugones, quien –con esas palabras– avalaba la siembra de
muerte de los futuros golpes de Estado.
Borges
fue Borges, ni más ni menos y sin «ismos», a pesar de haberse definido
como anarquista. A los 17 había sido tildado de comunista,
con la prohibición de entrar a Norteamérica. En realidad, sólo había
tenido un enamoramiento adolescente de la Revolución Rusa, fuente de
inspiración para el poemario «Los
salmos rojos», que destruyó tres años después. Sólo se
publicaron los versos de la poesía que da título al libro, en la revista
«Grecia», en un periódico de España y en otro de Ginebra.
De
su pecado de juventud sólo queda esa huella, y las cenizas de tantas
estrofas incendiadas.
En 1983 anunció su suicidio en el diario La Nación, en el
relato «Agosto
25, 1983». Por cierto que no se quitó la vida;
y justificó haber jugado con las palabras y con la opinión pública,
en su cobardía para auto inmolarse. ¿Buscaba con sus actitudes,
la fama y el espacio que su país le negaba como escritor? ¿Era un
exquisito provocador?
Lúdico,
me dijo en una entrevista que el deporte que más le gustaba era la
riña de gallos; y con su proverbial ironía bajo el aspecto de
ingenuidad, se preguntaba por qué en el fútbol 22 hombres corren detrás
de una pelota, en lugar de comprar 22 pelotas. Se
jactaba de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud. Pero aquello
no duró más que un instante: su droga
dura fueron los caramelos de menta, y su devoción, la merluza
hervida.
Travieso, guardaba billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los
libros de su Paraíso: la biblioteca. A pesar de no haber creído en ningún
dios, antes de morir rezó el «Padre Nuestro», porque así lo había
dictaminado muchos años antes, su madre. Doña Leonor Acevedo seguía
rigiendo el destino del hijo –el «inútil» e «infeliz»–, obediente hasta el último
soplo, que exhaló el 14 de junio del ’86.
«Me
duele una mujer en todo el cuerpo» (Borges, en «El oro de los tigres») |
Su padre lo llevó a un prostíbulo en Ginebra,
para que ejerciera por
primera vez como varón; y desde entonces, el amor le fue una frustración.
Muy amigo de Adolfo Bioy Casares, escritor y caballero excelso y de una personalidad fuertemente seductora, Borges vivía a
través suyo, lo que la vida no le daba: la pasión de una dama. Se sentía
el patito feo. El nombre de una mujer recorrió el mundo en los versos borgianos: «Yo que he
sido todos los hombres, no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía
Matilde Urbach». Matilde no existió jamás: era el personaje de una
novela ignota y de baja calidad, a quien él dio entidad universal con su
estrofa. La soledad puede ser una telaraña. A Elsa Astete Millán, su primera esposa, la conoció en 1931,
cuando él tenía 32. La relación fue terrible: sin
amor, sin pasión, sin interés de ninguno de los dos por el otro. Ella se
enamoró de Ricardo Albarracín Sarmiento, dejó al poeta ciego y amante
de las espadas, y se casó con el candidato nuevo.
Sólo después de decenios, Elsa relató
aquel fracaso, sin mucha elocuencia: ―«No se dio»,
contó, apenas. ―«Sólo la esperaba a ella», gimió el poeta a modo de
narración. Para mitigar la espera, Borges se enamoró de Estela Canto –quien jamás lo amó–, de Silvina Bullrich, de María Esther Vásquez, y más. |
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María Kodama, esposa de Borges © Ramón Puga Lareo |
Y llegó 1965 –habían pasado más de treinta años– y el
reencuentro con Elsa. Él ya estaba casi ciego, tenía 68 años y ella 57.
Sin que le importara su agnosticismo, se casaron por iglesia: por amor,
todo podía sacrificarse. Al menos eso creyó. Doña Leonor Acevedo había influido una vez más: ―«¿Cada noche de su vida, antes de acostarse, miraba tu
foto», dijo a su futura nuera. El matrimonio se terminó después de tres años, en 1970. Georgie se cansó: sin una palabra, salió de la casa conyugal y no volvió jamás. Unos meses después, mientras paseaba con su sobrino por la calle Florida de Buenos Aires, Elsa Astete Millán se cruzó con el escritor y lo saludó: ―«¿Quién es? », preguntó el poeta, ya totalmente ciego. ―«Es Elsa, tío», fue la respuesta ―«¿Y quién es Elsa?», repreguntó Borges. Enterraba el amor, ¿el amor? ¿Fue Millán la pasión que le hizo
escribir me duele una mujer en todo
el cuerpo? Todo hace pensar que no, pero... Qui
sait? Alcanzó
la fama recién en la antesala de la vejez, a pesar de haber comenzado su
vida literaria como un superdotado. A los siete años había escrito en inglés
un resumen de la mitología griega; a los
ocho, el cuento «La visera fatal»,
inspirado en un episodio del
Quijote; y a los nueve
tradujo del inglés «El príncipe feliz»
de Oscar Wilde. Su
obra incluye cuentos, ensayos y poesía. Fue un innovador, abrió
senderos. No hay que olvidar que dos
de las grandes revoluciones de la lengua castellana, tuvieron su origen en
la América morena: una fue la de Rubén Darío y el modernismo; y la
otra, la de Borges, a partir del cambio que impuso a la narrativa. Además,
hizo guiones de cine, crítica
literaria y prólogos; escribió en colaboración con otros escritores, y
tradujo obras del inglés, francés, alemán, anglosajón y escandinavo
antiguo. |
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Era como Leonardo da Vinci, complejísimo y lleno de matices, con
inteligencia fascinante e imaginación enorme. ¿Era como el genio da
Vinci? Así lo siente María Kodama. Cultivadísima, escritora e
incansable cancerbero de la obra del Maestro, ella amaba tanto «su rostro
de conejo» como verlo reír tal «un cachorro de tigre al sol».
«Ulrica», según él la llamaba –nombre
nórdico que quiere decir «Osita»–, escuchó por primera vez un
poema del que sería su esposo, cuando tenía cinco años; lo conoció a
los 12 y la relación amorosa empezó a finales de los’60, pero se hizo
exclusiva, desde el adiós a Elsa. «Osita» fue
también un gran soporte de la actividad literaria y personal de
Borges, lo ayudó en la dirección de su colección «Biblioteca
personal»; y escribieron juntos, en colaboración, «Breve antología
anglosajona» y «Atlas».
Fue desenfadada, fresca y espontánea con el Maestro: a pesar de su
juventud, le discutía cosas que podrían haber parecido una insolencia y
que, sin embargo, a Georgie le gustaban y divertían. Y así la disfrutó:
libre como un animal en la selva, según ella se define, a costa de ser
prisionera de su libertad.
María fue los ojos a través de los cuales Borges descubrió
geografías, amaneceres y obras de arte presentidas pero vedadas para sus
pupilas en penumbras. Hoy, el
poeta descansa –por su elección– en
el cementerio Plainpalais (Ginebra), cerca de donde había tenido su
primera experiencia sexual, en aquel prostíbulo. Vaya coincidencia.
Y tantos amores frustrados, y tantos versos, y dos esposas, tan
diferentes.
Elsa le había dicho:
«Georgie,
aprovecha tu cuarto de hora; hoy estás en el candelero, pero dentro de
dos o tres años nadie se acordará de vos».
María lo acompañó
hasta el final y hoy recorre el mundo, para mantener vigente y hacer
crecer la obra del poeta. Y no le debe de ser fácil: no es sencillo tener
talento y ser la viuda de un grande, en un país como Argentina, donde
tantos quieren apropiarse del alma del Maestro. ¿La amó? Nadie puede
saberlo, el corazón del hombre es insondable, aún para sí mismo.
«Yo
pronuncio ahora su nombre, María Kodama. / Cuántas mañanas, cuántos
mares, cuántos jardines de Oriente y de Occidente, cuánto Virgilio», le
escribió, entre tantos versos. Es como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando
todo se arremolina a su alrededor, dijo de su mujer. «Y que nadie temiera», está grabado en la tumba de Jorge Luis Borges, un grande de las letras y un poeta sin compromiso con la vida humana. Sediento, lúdico, incontinente verbal, brillante, desamparado, a veces un niño. En los días anteriores a su muerte, contaba a su esposa de los caramelos «toffee» que le compraba su abuela, hablaban de literatura y estudiaban árabe. |
por
Cristina
Castello
castello.cristina@gmail.com
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Editado por el editor de Letras Uruguay
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