Antonio Seguí, pintor, escultor y grabador argentino |
«Mientras existan hombres que tengan las mismas necesidades que las mías, la pintura existirá» Antonio
Seguí (Córdoba, Argentina, 1934) vive en París desde 1963 y
es uno de los artistas plásticos más internacionales de su país.
En 1958 viajó a México ¾
donde conoció a David Alfaro Siqueiros
¾,
en el intento de encontrar una pintura que le permitiera desentrañar la
esencia de América Latina. Se
desilusionó. Vio en los seguidores de los muralistas una imagen
“remanida, académica y casi comercial”.
En 1963 expuso en la Bienal de Pintura Joven de París, y desde
entonces se sucedieron premios y honores. Entre tantos, representó a la
Argentina en la Bienal de Venecia; ganó el Primer Premio en el Museo de
Lodz (1967), la Medalla de Honor en la VIII Bienal de Grabado de Cracovia
(1986) y el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes (Buenos Aires, 1990). Aunque
vivía en París, no pocas veces lo amenazó de muerte la dictadura
militar que tomó el poder en Argentina en el período 1976-1983;
y en 1982 una ráfaga de ametralladora le abrió la cabeza, en su
propia casa. Era el estilo de aquellos militares, con quienes no renuncian
a la libertad, a la paz,
ni a la democracia y cometen el “pecado” de la inteligencia. Seguí
tiene humor, ironía y agudeza. Como su obra, desde donde nos miran
enanitos mandones de opereta, en un mundo donde el humor es tan sólo la
cortesía del espanto. Y donde, para él, los recuerdos son vivencia. Como
el tango y como Carlos Gardel. ∞∞∞∞
¿Quién
es Carlos Gardel? -Es
la tapa de El Alma que canta sobre la cama de las chicas del
servicio de casa de mis padres. Enorme sonrisa y tragacanto al por mayor,
con dos gotas de colonia de la Franco Inglesa. Algunas veces lo vieron en
las afueras de Tacuarembó con el rostro cubierto de vendajes, sombrero
negro y una sonrisa que no podía ser sino la suya. Otras, a 80
kilómetros de Medellín, con el rostro desfigurado, la dentadura intacta
y acompañado de un guitarrista rubio que parecía un ángel. Gardel fue
el testigo de mis primeros sobresaltos amorosos. De mis primeros mates con
una cascarita de naranja, que tomé con la misma sensación que años
después sentí cuando fumaba mi primer cigarrillo de marihuana. -
Su obra se nutre de las imágenes del tiempo niño. Hablo de los
juguetes de madera de la época de la Segunda Guerra Mundial, de los
gauchos de los almanaques, del San Martín de la revista “Billiken”... -Sí,
yo creo que la mayor parte de mi trabajo es producto de la memoria de mi
infancia; allí está la raíz de mi sentido lúdico y la del humor, en Córdoba.
En la revista Leoplan me inspiré para la serie de Felicitas Naón
con la cual participé en la Bienal de los Jóvenes de París, que fue un
poco el motor que me dejó anclado en esta ciudad. Más tarde hice la
serie de A usted, de hacer la historia y los objetos en tres
dimensiones que provenían directamente de Billiken. -Como
espejos de parques de diversiones, ¿los recuerdos lo revelan y explican
su obra? -Sí,
hay parte de “mis archivos” que me ayudan a reconstruir la historia de
mi infancia. Pienso, por ejemplo, que el muro que pinté en
Boulogne-sur-Mer también tiene origen en mi niñez, y que mi
recuerdo de un rompecabezas de temas marinos me llevó a hacer aquel muro
cerámico de Lisboa. Y luego las casitas por aquí y por allá de la serie
Los Barrios fueron como aquellas que yo pintaba de muy chico,
cuando acompañaba a Ernesto Farina en la Córdoba barranquera. Apenas
instalábamos nuestros caballetes, salían de las casitas chicos y grandes
que se nos acercaban y nos preguntaban: “¿Tai Pintando?”, “No,
estoy tomando gotas”, les contestaba Ernesto... y al rato se iban,
bastante desilusionados. ¡Si todavía me parece verlos! -En
su obra, el humor da la impresión de ser un guiño de la inteligencia. -No
me gustan las definiciones... usted ya sabe. -Me
hablaba del alimento nutricio para su trabajo... -Digamos
que mi alimento fueron las tiras cómicas, las caricaturas políticas de
cuando era niño, los almanaques de Alpargatas que traía mi padre
¡y tantas cosas de entonces que me vienen ahora a la cabeza! Y es que en
la Argentina nunca fuimos escasos como fabricantes de sonrisas, y eso es
algo a reivindicar, porque no debemos apartarnos de nuestras virtudes. ¿Cómo
olvidar, además, cuántas veces Molina Campos me hizo soñar? -En
sentido opuesto, recuerdo aquellos hombres de 1977 en sus pinturas, solos
y casi siempre frente a un muro, como en “La distancia de la mirada”.
¿Son una profecía del siglo XXI? -No...,
pero a veces las circunstancias relegan los juegos, y el humor se
ensombrece. Entonces aparecen series como esta que usted menciona y que yo
hice en el período 1976-77; o como los Paisajes de la pampa, que
empecé después de la muerte de mi padre. En aquellos momentos no hubiera
podido hacer otra cosa. -Precisamente,
hoy el mundo tiene tanta desolación como sus “Paisajes de la pampa”.
Y en sus obras, los pavimentos y los hombrecitos narigones, solos e
inquietantes, interrogan al universo. ¿Cuál es la raíz de su visión plástica? -El
humor y cierta mirada irónica de la sociedad a la que pertenezco, y de la
que en cierta manera me siento excluido, son el cordón umbilical de mis
cosas. Pero esto no es nuevo: lo arrastro desde mis primeros pasos por las
escuelas de Bellas Artes de Córdoba. Y desde fines de los ’50 yo trabajé
por series, que tienen un número indeterminado de obras, y para cada una
de ellas adapto la técnica que empleo. Así es que saltar de una a otra,
o dejar espacios para mi trabajo gráfico, para el dibujo o para la
escultura, me beneficia. De esta forma, evito la fatiga y conservo una
frescura que no sé si lograría de otro modo. -De
alguna manera se siente excluido, me dice, y se me ocurre que es así
porque hoy vemos muchas “instalaciones” y “performances” y se
habla de “arte digital’, y todo
eso parece ajeno a usted. -Desde
principios de los ‘60 las instalaciones forman parte del abecedario del
mundo de la plástica. Hay cosas que se mantienen y muchas que han
desaparecido. Pero reconozcamos que los nuevos útiles de trabajo que se
presentan a las nuevas generaciones, y que evolucionan día a día,
despiertan la curiosidad de cualquiera. -¿Las
instalaciones son pintura, o hay que escuchar a quienes pronostican, de
nuevo, la muerte del arte? -Yo
pienso que, en la integración con la arquitectura y en la construcción
de grandes espectáculos, las instalaciones juegan un rol preponderante.
Pero la pintura es otra cosa. La pintura tiene acción física y tiene el
placer de hacer. La complicidad de las manos y lo que hay dentro de la
cabeza. La necesidad de dejar una marca sobre un soporte o de aplastar con
los dedos un pedazo de cera, que puede transformarse en escultura. Por
eso... aunque hablen de muerte de la pintura... ¡No! Mientras existan
hombres que tengan las mismas necesidades que las mías, la pintura
existirá. -¿Qué
diferencia las instalaciones de los ’60 de las del siglo XXI? -Yo
diría que las exposiciones de ese carácter en las que participé
entonces tenían un objetivo. Queríamos hacer rabiar a los viejos y
divertirnos por nuestro lado. El humor era el común denominador de
aquellas muestras y la risa siempre es saludable, ya sabe usted. Pero, con
el tiempo, la semántica se altera y lo que en nuestra época valía para
hacer rabiar a los viejos, hoy son las banderas del arte oficial. Aquí y
allá. -Usted
no tiene banderas, no responde a modas ni a “ismos”,
a pesar de tantos que le atribuyeron. Años
ha, y según los amantes de los rótulos, fue americanista, informalista,
surrealista, neofigurativo, pop, expresionista y tanto más...”o menos”, pues los rótulos encorsetan. ¿Será que la
fidelidad a sus propias voces es su único “ismo”? -Como
usted sugiere, nosotros hacemos nuestras cosas y otros se preocupan por
encasillarnos. Y claro que todo aquello que nos conmueve, influye en
nuestro trabajo y que nadie es un producto de generación espontánea.
Pero yo nunca creí en las clasificaciones dogmáticas, y me parece
horrible que el espectador me identifique por ciertos tics o
maneras de hacer. No. Ni soy consciente de “pertenecer”, ni fue mi
intención. -Talento
y libertad suelen pagar precios. Por ejemplo, cuando Emilio Pettoruti se
molestó porque su obra, recién llegado usted a París y muy joven, fue
reconocida. Y ya le había ocurrido algo similar en México con David
Alfaro Siqueiros, aunque esta relación
cambió después, en Europa... -Así
es, pero tan sólo son recuerdos que reservo como anécdotas y no
demasiado más. Nunca llegué a conocer a Pettoruti, y con Siqueiros pude
entender, perfectamente, que él detestara lo que yo hacía en México
entonces. De todos modos, se reconcilió cuando vio mis dibujos
expresionistas, que continué al
margen de los otros grandes cuadros abstractos con costurones y
rasgaduras. Pero... sí, creo que pagué precios. -¿Cómo
es eso? -Quiero
decir que el más caro, y esta vez en sentido absolutamente literal, fue
en 1970 en el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris. Yo había sido
invitado a presentar una selección de todo mi trabajo gráfico, del ‘63
al ‘70. En aquel momento estaba acá mi viejo amigo, Ed Shaw, quien me
ayudó con la colgada de las obras. El día del vernissage, comimos
algo en un restaurante de los alrededores y antes de ir a ponernos
elegantes decidimos dar un último vistazo a la muestra... -Elegantes y sencillos... se trata de estilo. ¿Qué ocurrió con ese último vistazo? -Que
cincuenta metros antes de la entrada nos sobresaltó una tremenda explosión.
Nubes espesas y amarillentas salían de las puertas del museo. Mucha gente
corría, otra escapaba despavorida por las puertas de seguridad, y
nosotros no entendíamos nada. Hubo unos minutos de espera y luego, entre
personas que se sacudían el polvo, supimos que todo el cielorraso de mi
sala se había desprendido. Más de cien cosas con sus
correspondientes marcos en aluminio anodizado, passe-partout de
seda crema y plexiglás, yacían en mil pedazos mezclados con paneles de
yeso y cables del sistema eléctrico. Ni el museo tenía seguros para
estas exposiciones temporales, ni yo había tenido la precaución de
contratarlos. -Aparte
de esto pagó otros precios en el sentido en que hablábamos antes, pero,
sin haber hecho concesiones, usted tiene su lugar en el ámbito de
la gran pintura. Y, ya que estamos, no olvido cómo su nombre dio casi la
vuelta al mundo, también por su obra “Sugiriendo el desastre”. -¡Pero,
como se imaginará, aquella fue una anécdota rarísima!
En el ‘98 había hecho una muestra en la Maison de l’Amérique
Latine y en la Galerie Marwan Hoss. Expuse arte precolombino que yo
tengo, y tres cuadros: Esperando el avión negro, Cuando el avión
negro sale, y Cuando pasó el avión negro. Los dos primeros se
vendieron y el último ¾que
no tenía el título atrás¾
quedó, y lo guardé en un rinconcito. Después, cuando se hizo la FIAC
2001, quise mostrar el cuadro pero, lógicamente, había que ponerle un título
nuevo, y lo llamamos Sugiriendo el desastre. Es el cuadro que
ilustró la invitación alargada para esta muestra.... Mire... ¿ve? Es éste.
Pero fíjese en la fecha... dice del 10 al 15 de octubre de 2001, en la
Galerie Claude Bernard. Mientras tanto, llegó el 11 de Septiembre,
y hasta el día de hoy la gente sigue creyendo que yo lo pinté después...
y a propósito. -¿Tal
vez por eso de lo anticipatorio del arte? -Bueno...
yo no diría tanto, sólo que aquello me parece curioso.. -Pienso
ahora en “La lección de
anatomía del doctor Tulp”, de Rembrandt, una suerte de retrato del
“establishment” de médicos neerlandeses del siglo XVII, que inspiró
en usted no pocas obras satíricas. En estos días, durante mi paso por
galerías de París y de otras ciudades de Europa, vi pocas expresiones
genuinas de pintura, en realidad más moda que pintura, mientras que para
muchos buenos artistas no es fácil exponer. ¿Existe un
“establishment” dentro del arte, que abre o cierra caminos? -Mire,
buenos pintores con dificultades para entrar en el mercado del arte, hubo
siempre. Y a veces yo no lo comprendí. Pero quizás el establishment
desempeñe, ahora más que nunca, un rol preponderante para la carrera de
algunos artistas. Por otra parte, ya sabemos que París tiene hoy el mismo
esquema que las otras grandes ciudades del arte, como Nueva York o
Londres. Aquí, el arte contemporáneo, por ejemplo, está en los
alrededores de la Bibliothèque François Mitterrand; la zona del Marais
está dedicada a gente más o menos de mi generación, tal como, con
algunos exponentes aislados, el distrito dieciséis o Saint-Germain. Entre
unos y otros, horrores, como en todos lados. -Y
en Argentina, ¿cómo repetir aquella fecundidad de finales de los años
cincuenta y casi todos los sesenta, con el apoyo al arte de un Jorge
Romero Brest, un Aldo Pellegrini o un Hugo Parpagnolli, y con tantos y
buenos artistas como entonces? -Es
que la cultura -que
se desarrolla inmediatamente cuando la sociedad vive períodos plenos-
nunca fue prioritaria en Argentina. Entonces
aparecen siempre organismos y fundaciones que reemplazan el rol del
Estado. En mi época, la Fundación Di Tella jugó ese papel, no solamente
en las artes plásticas sino también en el teatro y en la música. Como
usted recordará, su interrupción se produjo inmediatamente después del
golpe de estado contra el doctor Arturo Illia; y quienes tanto reclamaron
en su momento la intervención militar, tanto se arrepintieron después. -Pensaba
en Córdoba y en una generación de artistas que parece irrepetible. La
suya, que es también la de Eduardo Bendersky,
Marcelo Bonevardi, Ernesto Farina, José “Bepi” De Monte, Pedro
Pont’Verges, Diego Cuquejo.... Y sin duda hay artistas valiosos de las
generaciones posteriores, y también entre los jóvenes y los
adolescentes. Pero aun así, parece que después de ustedes se hubiera
detenido la historia... -Es
verdad que aquella generación había hecho exposiciones en Córdoba y en
Buenos Aires; y en el ’55, cuando volví de Europa, sus artistas
constituían el grupo más activo. Pero no es menos cierto que durante diez
años la cultura argentina vivió en secreto. Y a partir de la llegada de
la democracia, una cantidad de artistas jóvenes, pintores, escultores y
objetistas, han llenado ese vacío. Córdoba tiene hoy la primera galería
cuya arquitectura estuvo prevista para ese fin. Los museos están sin
medios económicos ¾como
de costumbre¾,
pero se hacen cosas: están activos. Y las escuelas de arte están
invadidas de alumnos, lo cual no ocurría en mis tiempos. -Usted
hizo sus primeras exposiciones en Córdoba y en Buenos Aires, en 1957 y
1961, respectivamente, pero, claro, después de haber sido reconocido en
Europa. Y así actúa Argentina con sus artistas y científicos: nada les
da cuando están surgiendo y después se atribuye el mérito de sus
triunfos, tan luchados. ¿Es un país expulsivo? -Bueno...
yo coincido en que todos aplauden al deportista que triunfa fuera del país,
mientras que al científico y al artista se les reservan las dudas. Pero
la Argentina es como es. Y cuando una luz de esperanza ilumina un poco el
camino, todos nos ponemos contentos. Como ahora, sin saber demasiado por
qué. Pero somos un poco así, y así tenemos que asumirnos. -Desde
1962 vive en París, pero conserva costumbres criollas como el mate y el
asado, y Córdoba no es en usted recuerdo, sino vivencia. -Le
voy a decir, como si fuera un psicoanalizado, que ya resolví el problema
de Dios y que resolví el problema de la madre. Pero el de Córdoba
me queda pendiente. -¿Es
su tierra la de aquello de “ porque me muero si me quedo / pero me muero
si me voy”, como dice la canción de María Elena Walsh? -Vea,
yo me fui de muy joven y muchas veces pensé en volver y dejar mis huesos
en Villa Allende (Córdoba), pero lo fui postergando. Quizás porque estar
aquí o estar allá, bueno... mi ritmo es parecido, mi taller de París es
lo que llaman allá un “quincho”; el asado de tira que consigo aquí
es a veces mejor que el de allá; antes aquí era una complicación
encontrar yerba y alguna vez tuve que comprarla en una farmacia, pero
ahora hay en todos lados; y del vino, que indudablemente en la Argentina
ha mejorado mucho, ¡prefiero
no hablar! -Usted
creó el Centro de Arte Contemporáneo en el Chateau Carreras, de Córdoba.
¿Qué lo impulsa a abrir las manos en tiempos de puños cerrados e
individualismo? -Ya
sabe usted que estando yo aquí, y tradición judeo-cristiana de por
medio, siempre me sentí en falta. Y una forma de expiación fue haber
querido inventar aquel centro de arte, aunque
mi intención era bien otra, en relación a cómo han transformado
ahora ese lugar. Mire... yo
creo que fue la única vez que perdí con resignación y rabia al mismo
tiempo, porque estoy convencido de que mi idea era buena. -Usted
es un dador: también donó trescientas treinta y una de sus obras al
Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, en 2001. -Sí,
porque me lo sugirió la directora, que es una vieja amiga, y digamos que
naturalmente yo soy lo opuesto de un tacaño. -¿Será
que en algún aspecto, y para bien, no creció y conserva al niño... a
aquel que veía esconderse el sol, a la par que el paisaje de Córdoba se
cubría de langostas, como dijo alguna vez? -Si
crecí, no sé..., pero que la memoria del niño está intacta, se lo
aseguro. -Claro,
en la calle Nueve de Julio, de Córdoba.... Era un rito. -¡Sí!
Y más tarde íbamos directo a la Cancha de Belgrano, donde a veces perdíamos
y a veces ganábamos. Y después llegó Perón, a quien por diferentes
razones nunca pude comprender; y llegaron mis viajes, y la aventura. Y
descubrí que mi vida había transcurrido sin tropiezos. Y que para otros,
para los más, la cosa era más difícil; y que yo no podía hacer a
full en Córdoba aquello que quería. Y entonces... entonces me vine
sin venirme, y me quedo sin quedarme. -Antonio,
¿dónde está y qué es eso
que llaman “patria”? ¿Es la Córdoba de su nacimiento, con ese
calidoscopio de imágenes que lo revelan y explican? ¿Se trata, acaso, de
sus maestros: José Gutiérrez
Solana o los alemanes Otto Dix y George Grosz...? -La
patria, la patria... ¿Qué es? ¿Dónde está ? ¿Es donde uno nació,
donde las raíces están bien establecidas, donde la infancia transcurrió
sin demasiados apremios? ¿Es el lugar donde pude hacer y vivir de mi pasión,
la pintura...? -¿...Es
decir que ”patria” podría ser este París de sus últimos cuarenta años
y de su consagración como artista? -Vea...
yo nunca tuve problemas de desarraigo, pero le diría que estando aquí
extraño Córdoba, y en Córdoba extraño París. Es como estar sentado en
dos sillas, aunque para pasar de una a otra es necesario un vuelo de Air
France que dura trece horas. -En
1983 me dijo que algún día viviría en Ibiza, o en Cartagena, o en Nueva
York, o en Puerto Rico, o en Jamaica o en Colonia (Uruguay). Ahora parece
que está llegando ese día: ¿qué lugar lo cobijará al fin? -Cuando me lo preguntó entonces, seguramente yo no tenía muy madura la respuesta, y hoy por hoy excluiría las ciudades que le dije en aquel momento. Para cerrar el círculo, me inclinaría por Córdoba. Pero no me apure, voy a decidirlo cuando sea grande. |
Cristina
Castello
Periodista y poeta
Publicado en «Cuadernos Hispanoamericanos» - Madrid
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