La batida

Cuento de Ernesto Castany

Faltaban siete minutos para la una de la tarde, cuando el doctor Albani llegó al taller mecánico de Vanelli. Albani era un hombre ya viejo, alto y flaco, de mirar agudo. Estaba terriblemente cansado.

El sofocante calor del verano era fastidioso para él, sobre todo, cruel para sus pobres pies, grandes y planos. Había caminado varias cuadras por las calles desparejas del pueblo y le dolían horriblemente. Por otra parte, había tenido una mañana de intenso trabajo en el hospital Regional y, a pesar de su eterna calma, las dos operaciones que había efectuado le destrozaron los nervios. Naturalmente que todo resultó bien y el almacenero Calviño ya no corría ningún peligro. Pero tendría que vigilar atentamente la reacción de la hija de los Maceo. La pequeña estaba muy débil y los padres —¡esos campesinos brutos!— serían los culpables si algo malo le sucedía.

Por lo visto, la gente seguía siendo idiota como siempre, esperando empecinadamente el último minuto para tomar las cosas en serio. Después de todo, habían tenido una suerte inmensa con la criatura: el ataque de apendicitis de la chiquilla los había tomado en el pueblo, pues si llega a sorprenderlos en la chacra, a dos leguas del poblado, era casi seguro que la pequeña no hubiese podido contar el cuento. Evidentemente, él no habría tenido culpa alguna, pero la ignorancia de los Maceo lo había puesto sumamente nervioso.

El viejo médico golpeó las manos, llamando, mientras se secaba el sudor de la frente transpirada. Luego vio avanzar a Vanelli por un pasillo.

El doctor saludó, preguntando después por su coche. Vanelli le contestó fríamente:

—El automóvil está listo, doctor. Pero si quiere llevárselo, tendrá que pagarme ahora el arreglo. Ya se lo advertí a usted cuando lo trajo. Son ochocientos pesos.

El viejo asintió con un gesto.

—Sí, lo sé perfectamente. Ya me lo dijo. Pero resulta que ahora sólo puedo darle trescientos pesos a cuenta. Todavía no me pagaron en el hospital y usted sabe que yo gano muy poco en el consultorio...

Vanelli movió la cabeza negativamente. Lo siento mucho, pero no puedo entregarle el coche si usted no me paga, doctor. Se lo expliqué bien claro. La vez pasada necesité más de seis meses para cobrarle un arreglo de cuatrocientos. No quiero que ahora me ocurra lo mismo.

El doctor Albani se puso rojo de vergüenza. Nervioso, balbuceó: —Usted sabe muy bien que yo no le pagaba por falta de dinero, no porque quisiera trampearlo.

—Yo no dije eso...

—No, no lo dijo, pero es lo mismo que si lo hubiera dicho. Además, usted debe comprender que yo no puedo estar sin el automóvil. Soy ya muy viejo para andar a pie y el pueblo es muy grande. Por otra parte, a veces me veo obligado a salir al campo y...

Vanelli no lo dejó continuar.

—Es inútil que discutamos, doctor. O me da los ochocientos pesos o no se lleva el coche. Está claro, ¿verdad? ¿Los tiene?

El viejo movió la cabeza, tristemente.

—No, no los tengo —suspiró.

—Entonces..., lo siento mucho. El coche se queda en el taller.

Y dándose vuelta, el mecánico lo dejó plantado, quieto, triste, desolado.

 

Para el viejo doctor Albani aquel fue un día sumamente amargo. Estaba desilusionado. Mientras atendía a sus enfermos en el consultorio, no pudo pensar en otra cosa que no fuera el egoísmo cruel del mecánico. ¿Sería porque Vanelli no era cliente suyo, sino del doctor Valderrama, el otro médico del pueblo? Quizá fuera eso, aunque no lo justificaba. Hacía más de treinta años que los dos estaban en Corrales y se conocían perfectamente. Y tal cosa era bastante para saber que él, si bien no ganaba mucho, nunca había dejado de pagar una deuda. Además, a Vanelli le constaba lo que todo el mundo decía: que era generoso: precisamente, demasiado generoso. Por eso no tenía dinero..., nunca lo tendría. Pero al doctor qué le importaba, si era querido, respetado por toda la gente de la zona. Sin embargo, estaba visto que para el mecánico tal cosa no servía de nada en absoluto... y ahí estaban las consecuencias: por ser generoso se quedaba sin coche.

A las nueve, mientras cenaba, el viejo doctor habló con su mujer del asunto, obsesionado por el tema.

—No debes afligirte —le contestó su esposa.

—No, si yo no me aflijo —comentó él—. Pero un médico de pueblo sin automóvil es como un hombre sin piernas. ¡Dios quiera que no me llame nadie esta noche...!

—Al acostarse creyó haber encontrado la solución. Al día siguiente hablaría con Torres, el consignatario. El hombre le debía la vida y era seguro que no  le negaría el préstamo. Aunque tardase seis meses en devolverle el dinero.

Se sintió más tranquilo con esa idea. Luego, cerrando los ojos, el viejo doctor se quedó dormido.

El agudo repique de la campanilla del teléfono lo despertó bruscamente. Instintivamente, miró el reloj. Eran las dos y diez de la mañana.

Descolgó el auricular.

—Sí... — murmuró—. Habla el doctor Albani.

Del otro lado de la línea llegó una voz ansiosa.

—¡Oh, por fin consigo comunicarme con usted!... Habla el comisario Morales, doctor. De Los Robles. Hemos tenido una noche brava y precisamos su ayuda urgente. Con nosotros está el doctor García.

Pero no basta. El nos dijo que lo llamáramos a usted. Hay que operar a un herido de bala. Una operación difícil. Nos aseguró que sólo usted puede salvar al muchacho. Venga pronto, doctor.

—Iré en seguida. Dígame, ¿dónde están ustedes?

—A la altura del kilómetro 317, doctor. Por el camino nacional.

Venga por la ruta y nos encontraremos. Pero, por favor, ¡apúrese!

Los dos hombres cortaron la comunicación, y fue en ese momento cuando el médico se acordó que no tenía automóvil.

Rápidamente llamó a la casa de Valderrama. Una voz somnolienta le informó:

—El doctor ha salido. Está en la estancia grande atendiendo a la esposa del ingeniero Villagra. Un parto difícil, doctor. Cuando regrese le diré...

Pero el viejo ya no escuchaba. Nervioso, llamó a Vanelli.

—Habla el doctor Albifni. Escúcheme usted, Vanelli... Me acaban de llamar...

El mecánico no lo dejó seguir.

—Eso es cosa que no me interesa, doctor. Si usted quiere el automóvil, pague el arreglo primero... ¡Buenas noches!

El metálico "clic” lo desesperó. El hombre había cortado.

Eran ya las tres y cuarto de la mañana cuando el coche del consignatario Torres llegó a la casa del médico. Albani lo estaba esperando impaciente en la calle, yendo de un lado a otro.

Torres lo invitó a subir.

—Tenía el coche sin nafta —informó el consignatario—. Tuve que discutir con Vanelli para que me llenara el tanque.   

El kilómetro 317 estaba lejos de Corrales, casi a una hora de viaje. Ganaron veinte de los sesenta minutos, a riesgo de matarse. Sin embargo, al viejo médico le bastó una mirada para darse cuenta que habían llegado tarde.

El doctor García, casi un muchacho, lo miró fijamente.

—Hice todo lo que pude, doctor. Lo siento mucho. Yo no tengo su mano. La bala estaba en el pulmón y se me quedó mientras operaba.

El viejo asintió, y en silencio, comenzaron a caminar por un senderito hacia un rancho perdido tras la sombra de un grupo de árboles Mientras marchaban, el comisario Morales explicó lo ocurrido —Delincuentes, doctor. Hace rato que los estábamos vigilando. Cuando supimos que habían asaltado el campo de los Barrera, no tuvimos dudas de quiénes eran. Quisimos agarrarlos con las manos en la masa, es decir, llevar como prueba lo robado. De Río Cuarto nos habían informado que la banda estaba compuesta de cinco o seis hombres, peligrosos todos. Preparamos una batida, pero antes de partir para Los Robles, siendo nosotros tan pocos, pedimos la ayuda de algunos vecinos. Sobre todo, la gente ducha en el manejo de un arma. Estábamos seguros que los asaltantes tratarían de resistirse. Formamos una partida de quince hombres. Barrera se vino con dos peones, dos muchachos que acababan de hacer el servicio militar. Las cosas iban lo más bien, cuando de pronto, un perro comenzó a ladrar desesperado. Eso fue el principio de todo. Nos engañaron como a chicos.

Morales sacudió la cabeza, con el ceño fruncido.

—Al oír al perro —explicó—, ordené cuerpo a tierra y que nadie se moviera. Como en el rancho no habían dado señal alguna de vida, imaginé que no le habrían dado importancia a los ladridos. Me equivoqué. Ellos mismos habían hecho callar al animal. Al ver que nadie se movía, ordené seguir avanzando. No habíamos adelantado diez metros, cuando empezó la batalla. Aquello fue terrible. Pero nosotros éramos muchos y ellos demasiado cobardes El deseo de vivir fue más fuerte que las ganas de libertad. Pararon el fuego, gritando que se entregaban. Desconfié. Me habían engañado una vez y no quería una segunda. Pero mi advertencia llegó tarde. Uno de los peones de Barrera se levantó. Le di un grito de alarma, justamente cuando del rancho partía un balazo. El muchacho se dobló como un junco. Claro que al otro lo dejamos como un colador. Pero con eso no arreglamos al chico... aunque fue suficiente para que los demás se entregaran. Era tarde; el mal ya estaba hecho.

El comisario suspiró y su mano se extendió en impreciso ademán.

—Barrera se fue al pueblo a buscar a García y el doctor al examinar la herida, reclamó la ayuda de usted. Le hablé desde el campo de los Leonard, muy cerca de aquí, del otro lado del camino. Pensé que era una suerte que tuvieran teléfono...

Morales se interrumpió con un gesto significativo, y el doctor, comprendiendo, le contó lo que pasaba con su automóvil. El comisario no hizo ningún comentario y en silencio entraron en el rancho.

Varios hombres se pusieron de pie al verlos entrar. Hombres rudos, gente de campo. Uno de ellos se acercó hasta el viejo, tendiéndole la mano.

—Mala noche, ¿verdad, doctor?

—Muy mala, don Cosme. Principalmente para su peón.

Los ojos del estanciero contemplaron el rostro contraído del muchacho tendido en una mesa, sobre un colchón ensangrentado

El médico siguió la mirada del otro.

—¡Dios mío! —murmuró.

Morales se alarmó.

—¿Qué ocurre, doctor?

Pero el viejo Albani no lo escuchaba. Sus ojos estaban fijos, como clavados en el rostro del peoncito.

Esta vez fue Barrera quien habló.

—García no quería operar. Pero como usted tardaba tanto...

El viejo médico asintió con un gesto. Luego miró al grupo silencioso.

—García cumplió con su deber —dijo en voz muy baja, casi un susurro—. Estoy seguro que hizo todo lo que pudo. Pero no es eso lo que me preocupa, a pesar de que me duele profundamente. Una muerte, siempre es una muerte. Sin embargo... —su barbilla señaló el cuerpo tendido—. Hace muchos años que conozco a este chico. Su familia vive en Corrales...

Bajó la cabeza, pensativo. Después, abarcando a todo el grupo con una triste mirada, dijo dolorosamente:

—No sé si yo lo hubiese salvado, pero lo cierto es que si demoré más de la cuenta, no fue por culpa mía. Mi coche está en el taller mecánico del padre. No me lo quiso entregar porque no puedo pagarle los ochocientos pesos que me cobra por el arreglo...

Y sacudiendo la cabeza, el viejo doctor Albani volvió a suspirar.

 

Cuento de Ernesto Castany
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 33-34 Septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1961

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-33-34/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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