Canta Orfeo |
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La
ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías : horror
de que me vieras así, con este tocado de sombra, el
pelo sin brillo - el pelo, que el sol no se cansaba de dorar. Terror
también de que no fueras el mismo - el que permanecía en mi memoria - y
al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo. Hace
tanto que nadie venía por aquí, tanto
que nadie se llevaba un alma o un perro, que
cuando oí tus pasos y tu voz llamándome, cuando
por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida. Después
tu calor me condensó, me secó como una vasija, y
caminé por el sombrío corredor otra
vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho y
un carbón encendido en medio de las piernas. Caminé
de tu brazo, imaginando ya la luz, los
árboles junto a los cuales caminábamos, aquella
habitación llena de espejos donde
flotábamos como dos ahogados. Hasta
que de pronto tu paso se hizo nervioso, tu
pensamiento se espantó como un caballo, y
vi que tratabas de desprenderte de mí, de
librarte de la trampa de la materia mortal. “No
te vayas - supliqué - no me dejes aquí, déjame
ver de nuevo las nubes y el sol, suéltame
por el mundo como una potranca tracia.” Pero
tú ya corrías hacia la salida, y
durante siete días y siete noches oí cómo llorabas, cómo
cantabas en la ribera del río infernal nuestra
vieja canción : “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura.” Horacio Castillo, “Dice Eurídice” |
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La ansiedad comenzaba a oler, y la voluntad que no
muere, a medida que escarbaba buscando tu sombra. Tu
sombra de cabellera negra como ala de cuervo. Mi conciencia sabía de la podredumbre que
embarga los ojos de los vivos ante los muertos - pero tu piel
permanecía en mi memoria -. Allí dentro, despojada de coqueterías,
estabas esperándome. Hace tanto que nadie venía por mi corazón, tanto que nadie me acariciaba el alma como a
un perro, que cuando escuché tu quietud comencé a
cantar tu nombre. Cuando por fin te estreché, más que a ti
estaba abrazando el barro que éramos. Después tus huesos se hicieron sentir en mis
mejillas y mientras caminábamos, percibí que sin tus
pasos yo era un niño andando a tientas por la noche, imaginaba tus brazos estrechándome bajo
aquel árbol donde las frutas maduran por el sol. Y aquel
zaguán donde nos mordíamos como una perdición. Hasta que de pronto tú dudaste de mí, un tropel inaplacable
creyó que en tu mano no crecería la carne que había en mi mano. No fue mi pensamiento, Eurídice, el que se
espantó como un caballo. Es la muerte la que se
desboca ante la vida. “No te quedes aquí - rogué - no dejes que
me vaya, déjame ver de nuevo tu esternón de
angustia, tu mirada rancia, tu pelo sin viento”. Pero ya corrías de nuevo hacia el abismo, mientras
mi corazón Y sentí la necesidad de cantar, pero callé. Mi oído en el barro escuchó atentamente tu suspiro. |
poema de Gustavo Caso Rosendi
De "lo más lejano"
el origen
Ver, además:
Gustavo Caso Rosendi en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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