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Un desencuentro en La Habana |
Apenas
podía distinguir a través del cristal del auto del
’50, impecablemente conservado. La lluvia de un otoño atrasado
en noviembre impedía que aquel auto siguiera la marcha a toda velocidad.
Josefina intentaba hilvanar recuerdos, casi siempre de
lumínicos y carteles que anunciaban algo de moda. No era capaz de
darse cuenta de que ya estaba llegando; las personas que lograba divisar
eran sólo siluetas. El taxímetro ausente; pero la conversación del
taxista no se detenía. Para ella era como algo lejano que la aturdía por
momentos. Poco equipaje, sólo una cartera de cuero y un bolso de mano,
ambos recién comprados para su viaje y que no la acompañaban… iban en
el asiento delantero. El
taxista la miró y le dijo: - Ya me detengo señora. Esta es la dirección
que usted me pidió que la trajera. Ella,
extrañada, obedeció con cierto recelo, se bajó y miró a su alrededor:
vio un portal de lo que había sido alguna bodega o tal vez una tienda,
ahora cerrada con madera. Unos
hombres que disfrutaban lo último de una botella de ron, o de no sé qué
otra cosa porque la botella no tenía rótulo, irrumpieron con voz ebria:
- ¡Coño! ¡Si esta mujer es igual a la difunta Josefa!. Una
y otra imagen llegaban a la mente de aquella mujer como si fueran una
descarga de fotografías de la década del ’50. Ya estaba cerca. No se
animó a preguntar por nadie, sólo buscaba el 111 hasta que, por fin, lo
encontró a su lado, pero ya no en la pared sino rotulado en la misma
puerta. Al
segundo toque pudo oír una voz lejana que decía: - Ya vaaaa….., empuje
ahora y suba despacio. En
el segundo piso, un señor de casi setenta años desciende seis u ocho
escalones, se pone lentamente los espejuelos que colgaban de un cordón en
su cuello. Inquieta, ella sube otros seis u ocho peldaños; no sabe qué
decir ni cómo comenzar. El señor se vira y sube otros tres y le dice: -
Sube y ten cuidado que vienes cargada. El
pasamano está flojo; puedes acomodar el equipaje ahí mismo, que
si quieres lo recojo cuando subas. Ella
toma la iniciativa de subir rápidamente; la cartera se iba trabando en la
estrechez de la escalera. Ya frente a él irrumpe en llanto mientras
comienza a decirle: - Nunca llegué a tiempo a ningún lugar. En
el rostro de él había una mezcla de dolor y amor. Se abrazaron
fuertemente hasta que él la separó un poco, con tanta delicadeza como
cuando se quiere terminar sin dañar. Balbucearon palabras entre suspiros
y lágrimas, frases como “mi ida”, “mi vida”, “me dejaste
solo”, “qué tu vida”, “cuánto te llamó”, “yo te llamé”,
“no di contigo”, “yo estaba, te voy a explicar”, “no importa, me
las arreglé”, “me duele tanto”… Con
un vaso de agua delante, medio vacío, Josefìna dijo: - Antonio, aún
tenemos tiempo de hacer algo juntos, por la familia por supuesto. Mamá
nos está viendo y sé que está feliz. Dios sabe cuánto he rezado por
este encuentro y también porque descanse en paz. No dejo de ir a la
Iglesia, no sólo los domingos, ya me es poco, y voy dos veces más en la
semana. Tengo ahorros y es momento de empezar; no vas a necesitar nada. -
También eso me dicen mis hijos… -
No, no, no… Déjame terminar, no es lo mismo, te lo digo en serio. Sé
como te portaste con mima, y si no estuve presente fue por vergüenza. -
Mira Josefina, yo ya vivo con poco y todo esto está lleno de mis olores,
y digo los olores porque apenas veo. También siento los de la vieja y
hasta los del abuelo que me son tan familiares. Aún cuando no hay luz soy
capaz de andar por este caserón sin tropezar. La vieja, momentos antes de
que muriera, preguntó por ti... Se cuestionaba en qué había fallado
contigo… También el porqué te fuiste sin despedirte. -
Antonio, no tuve tiempo…. -
No entiendes, no es a mí… Hablé con una amiga colega del colegio para
que hiciera cartas con una caligrafía parecida a la tuya, y así se las
leía a la vieja comentándole que un día vendrías y que la echabas de
menos; también te disculpabas… Recuerdo que me faltaba poco para
jubilarme… ¡No sabes cuánto tuve que inventar para estar más tiempo
en casa!, unido a la salida de mis hijos y a la no llegada de Rubencito
que estudiaba fuera. Mucha gente me decía “Antonio, necesitas una
mujer”, ¡Qué carajo mujer!, si mi problema era tan grande que lo que
hacía era espantar a todo el que se me acercaba. Por suerte tengo
alumnos, todavía, que me dan una vuelta, o que me ven en el agro y me
recuerdan con afecto... -
… Antonio, – inquiere Josefina con aire ajeno a lo que su hermano
estaba diciendo - ¿qué diablos es esto que me molesta al sentarme? -
¡Cuidado que esa es la gaita del abuelo Toño!. La arreglé y me ha dado
por aprender ahora, digo ahora porque los años no pasan… desde hace
mucho me ha dado por eso. -
No recuerdo ese aparato... -
Josefina, no te conformaste y te fuiste y eso es todo; no tienes que
castigarte. Eso sí, si quieres ve a la Iglesia si eso te ayuda. -
Déjame contarte que luego de irme me uní, a los seis meses, con un
americano que según yo me adoraba, me decía ‘honey’…
El muy hijo de puta, una vez que me embaracé me llevó a una clínica
privada donde me durmieron. Cuando desperté nunca más lo vi. El muy
maricón no apareció más. Finalmente, después de mucho andar, conocí a
un ex preso político que me interesaba tan poco como para pensar en qué
se ganaba el dinero; pero me dio una vida… ¡tremenda vida!, con la
condición de que no se podía hablar de Cuba en la casa, ni tampoco tener
ningún vinculo con la isla. No sabes cuánto tuve que inventar para poder
mandar lo poco que mandé con la enfermedad de la vieja. Pero pregúntale
a tus hijos, esos que están por esos países raros, que a todos les envié
algo de dinero cuando llegaron. Total no tenía hijos, y eran los tuyos…
Luego ninguno más me escribió. ¿Sabes de ellos? -
Sí. También como tú dicen que vienen, me envían algo de dinero, los
nietos que no conozco me envían una postal de Navidad, suficiente para mí,
y me imagino que más que suficiente para ellos. Antonio miraba cada lugar de su caserón de Centro Habana: el balcón, las rinconeras, el desorden, el techo con algunas telarañas… También observaba que la lluvia no cesaba, pero que de todas formas, iba saliendo un sol tenue. Pensaba, mientras Josefina hablaba de la libertad esperada y de la real…su libertad. Se abrazaron nuevamente. También ella había reparado en el deterioro del lugar. Entonces Josefina, todavía enternecida entre los brazos de su hermano, le susurró al oído: -Tengo pasaje para dentro de siete días. Los he querido siempre. |
por Mario Jesús Casas López
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