La Sonrisa |
A Julio Godio, por el generoso humo de su pipa, por su confianza en mi. |
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Rebanadas de Realidad - Buenos Aires, 24/05/11.- Recuerdo que el silencio hablaba; las carcajadas de las cinco gitanas, como pelotas saltarinas, recorrían el local hasta que los tres tiros instauraron el silencio. El cajero, buscando una explicación en el espacio miró para todos lados, los mozos abandonaron sus bandejas y una gitana recién llegada se acomodó las tetas frente a sus amigas sentándose como gallina clueca. -Siempre pasa lo mismo -dijo el viejo a unas mesas de la mía, enrollando y desenrollando un pañuelo en su dedo índice. -¿Qué está diciendo? -pregunté. -Lo que escucha joven, lo que escucha: siempre pasa lo mismo en este bar, a las cinco, cinco y media de la tarde, alguien, en aquel baño ¿ve? ahí, se pega un tiro en la cabeza; como se lo digo, a las cinco... cinco y media a más tardar. -Ah... -apenas respondí. Por esos tiempos, era natural que un espécimen raro de ser humano me condenara a confidente, a recipiente donde tirar el excedente de palabras. Al rato llegó la policía, cerraron las puertas del bar, entraron al baño de hombres y el que dirigía el operativo, echándole una miradita a las tetas de la gitana clueca, ordenó al del patrullero que pidiera una ambulancia: al pobre lo sacaron envuelto en diarios mojados con más olor a baño público que a muerto; luego, los mozos limpiaron la zona de los mingitorios y el ritmo cotidiano se instauró nuevamente. Pedí otro café doble y le envié uno al viejo que jugueteaba sobre la mesa con el pañuelo: "Gracias joven", dijo guiñándome el ojo sano. Terminé con el mío entre el murmullo de la gente y los gritos de las coloridas gitanas que hablaban no sé qué; la que no debía pasar de los 17 años parecía alejada de su grupo, destacándose por sus ojos grandes negros brillosos y unos labios carnosos rojos húmedos... sintiendo sus movimientos afiebrados succionándome y sus ojos espectadores de una escena únicamente para ella en medio de... "Gracias por el café", me interrumpió el viejo, "y sáquese esa idea de la cabeza, váyase cuanto antes, hágame caso", dijo enfilando para la calle sin darme posibilidad a preguntarle por qué me decía éso, qué lo hacía pensar en lo que yo pensaba. Sus polleras se agitaron y no se si fue mí deseo... o qué, en sus comisuras encontré una mueca, una risa rudimentaria dirigida a mi: controlé la hora y faltando cinco para las seis, dejé el dinero sobre la mesa, le pegué la última mirada a sus ojos y labios y me fui; Julio me esperaba en la otra punta de la ciudad, seguramente con la pipa encendida y su mente a ciento cincuenta kilómetros por hora: Julio era lo opuesto a la gitana, Julio pensaba, construía teorías socioeconómicas y yo lo había elegido como paradigma; en cambio ella, ella me apartó del pensar, me hizo olvidar todo dándome la posibilidad a escapar del tiempo y del espacio. Durante las diez cuadras caminadas para el encuentro con Julio, siete, con el recuerdo de sus ojos y labios, las levité como nunca, como pocas veces en mi vida había levitado. -¡Qué hacés viejo! ¿cómo andás? Efectivamente, Julio estaba con la pipa humeante sobre el mantel mostaza, al costado de un libro y de un pocillo de café, con café ya frío. Siempre me llamó la atención su seguridad, esa despreocupación por los otros y sus miradas. -Bien; disculpá, se me hizo un poco tarde... -No hay problema viejo: aquí tenés la nota para tu revista, leela, te va a gustar porque... Por primera vez no podía concentrarme en sus palabras, lo veía como en una foto sepia, tratando de establecer vanamente comunicación conmigo. Le di las gracias por la nota y le pedí disculpas por no poder quedarme; también, por primera vez, era yo el que ponía fin a nuestro encuentro y posteriormente de estrecharle la mano, me fui a recaminar las cuadras donde la foto sepia de Julio pipa en mano se mezclaba con los colores de la gitana: mís pasos me conducían a ella indiferente a los titulares de la sexta: "Reuniéronse los desposeídos", "Complejo operativo de seguridad", etcétera, etcétera; me importaban sus ojos, sus labios recorriéndome y entre las gitanas las busqué, me senté lo más próximo a ellas por si aparecía, pero no, al cuarto café, mientras el mozo descansaba el pocillo sobre mi mesa, las cinco gitanas se levantaban desprolijamente a los gritos y carcajadas rumbo a la calle hacia donde pensé correr pero me afinqué aun más a la silla: puse azúcar al café, puse la cuchara en el café, revolví y unas lágrimas empañaron los cristales de mís anteojos. Al día siguiente y en los tres días posteriores, a las dieciséis y treinta encargaba un capuchino con tres medias lunas en la mesa más cercana a las cinco gitanas, expectante a los tres tiros que inexorablemente a las cinco, cinco y media sonaban en el baño de hombres, a los mozos que abandonando sus bandejas corrían al encuentro de la víctima, a la policía y a la cara de sorpresa en todos los parroquianos menos en la del viejo jugando con el pañuelo, guiñándome el ojo sano cuando todo regresaba a la normalidad, instantes antes que el jefe del operativo reabriera las puertas del bar saludando: "Hasta mañana muchachos". Pero recién al quinto día: ¡Por fin llegó!, me dije instintivamente feliz sin advertir que eran las cinco y cuarentaicinco y que todavía el suicida de turno no había hecho detonar tres veces su arma. Las gitanas hablaban agigantando sus palabras con voluminosos gestos, pero la joven siempre parecía alejada de su grupo, destacándose por sus ojos grandes negros brillosos y unos labios carnosos rojos húmedos... ¡Por fin los tres disparos!, me alegré al escucharlos y al entender qué hablaban las gitanas, sobre todo la clueca que arreglándose las tetas parecía dar ordenes al grupo. Por un momento, angustiado ante la idea no verla por otros cinco días, pensé en ir hacia la mesa de ellas y hablarle, hablarle directamente sin importarme los otros y sus miradas, pero el viejo, como leyéndome el pensamiento me indicó, agitando levemente el pañuelo: "Le devuelvo la atención joven; un cafecito nunca viene mal", y el mozo lo descargó de tan mala gana que uno de los terrones rodó hasta los pies de ella que sin darme tiempo a nada lo pateó al alcance de mi mano: "Gracias", le dije, pero no fue más allá de su rudimentaria sonrisa mientras las otras parecían indiferentes a nuestro primer contacto cara a cara, terrón por medio. La que impartía ordenes se levantó, las demás la siguieron hacia la puerta de calle y me quedé nuevamente contemplándola, imprimiendo sus ojos y boca en mi memoria hasta nuestro próximo encuentro. -No la entiendo -le había dicho a Julio-, por más que quiera, no le puedo encontrar explicación ¡me vuelve loco! como si la conociera de toda la vida. -Olvidala viejo... o cogétela, pero cogétela y dejate de hinchar las pelotas -respondió limpiando el hornillo de la pipa. -La miraría todo el día, todos los días; para engordar el ojo... si, aunque más no sea. -Más que una mujer, necesitás un cuadro: comprate una réplica de la Gioconda y listo y dedicate a una mina real, a algo que puedas alcanzar verdaderamente. -Tal vez tengas razón, tal vez... Encargué dos cafés cargados y, como otras tardes, pasamos a analizar la coyuntura, tratando de detectar qué rumbos estaban tomando los acontecimientos políticos. Sin embargo, durante la charla traté de detectar otras mujeres y las había, pero ninguna como la que yo ya no me podía sacar de la cabeza y mientras Julio hablaba recordé unas líneas anotadas en una agenda perdida en la época de facultad: "Uno de los mejores criterios para distinguir la parte estética que haya en un objeto o en un acto es la noción aristotélica de theoria: el objeto estético es algo que puede siempre ser contemplado. En todo hecho estético hay un elemento de contemplación, de satisfacción, independientemente de la necesidad inmediata; se trata de una alegría sensual y desinteresada al mismo tiempo.", Marcel Mauss, "Estética"; es decir que en la gitanita, en sus ojos grandes negros brillosos y en sus labios carnosos rojos húmedos, según Aristóteles, había estética, una estética poderosa, viviente que me seducía apartándome de la razón, de todo lo cotidiano que hasta el momento me daba seguridades, aplomo, posibilidades de seguir adelante. -¡Pero me estás escuchando viejo! -me fulminó Julio enojado como nunca lo había visto, manipulando nerviosamente un cigarrillo; cosa rara en él. -Pero sí, si... estabas hablado de las perspectivas políticas de un gobierno de coalición, que los partidos mayoritarios están inmersos en una profunda crisis cualitativa y que a su vez los sindicatos, o pasan a participar políticamente, como Partido Laborista, o pierden... siguen perdiendo por los cuatro costados... ¿no era eso? -Si -murmuró con bronca-, si, pero parece que no me das pelota, que todo ésto no te interesa un carajo, viejo... ¿o me equivoco? -No -admití buscando el encendedor entre mis ropas, observando que el mozo dejaba en nuestra mesa dos cafés que Julio había pedido sin que yo lo notara-, no te equivocás es que... -Si, no me lo digas: la gitana esa, tu Gioconda... ¡con tantas minas que hay por la calle...! ¡Mirá las piernas de esa! ¿no te gustaría llevártela a la cama? ¡Dejate de hinchar las pelotas viejo. El tenía razón, únicamente razón; pero, en mi la belleza se había escindido de lo racional y comenzaba a ganar terreno. Me despedí de Julio y levité durante las diez cuadras hasta el bar: todo era diferente, todo, incluso el pañuelo que enrollaba y desenrollo, mientras espero los tres tiros de las cinco, cinco y treinta y contemplo, con mi ojo sano, a otra víctima de su sonrisa. |
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Julio: Sábado 2, 1994 10:41 Am |
Luis M. Casado Ledo
casadoledo@hotmail.com
Director de Rebanadas de Realidad
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