Los Reyes Magos

cuento de Ulises Carrión

001) El sexo de la mujer

Los malos alumnos tenían la ventaja de saber más cosas de la vida que nosotros los buenos. De mesa en mesa hacían circular las fotografías reveladoras, versos atrevidos, apodos que daban justo justo en el lado flaco de los profesores. No había réplica para sus frases terminantes, «la primera vez que uno ve el sexo de una mujer, se desmaya», yo no lo había visto, como tantas otras cosas. Yo sabía recitar los nombres de todos los reyes emperadores empenachados de plumas de los aztecas pero, ¡el sexo de una mujer! En cambio Maldonado alias MacDonald, con la cara llena de barros ya, incapaz de aprender las relójicas reglas de ortografía, se había atrevido a encaramarse sobre cajas y tablas, que no sé cómo no se cayó, si formaban un castillo de naipes no más sólido, y a asomarse en el preciso momento en que aquella mujer, despeinada y gorda seguro, desnuda, abrió las piernas. Y, claro, entonces él se desmayó. ¿Cómo sin embargo no perdió el equilibrio, sobre la punta de los pies, sobre las tablas sobre las cajas en la oscuridad? No lo explicó. Pero yo la vi, aquella mancha negra, aquel nudo de algas como un hormiguero que estalla y echa chispas marcianas. Así McDonald se desmayó, es decir, quedó ciego por un momento, ciego dijo él con todas sus letras, e inmóvil y castigado merecidamente. Así quedaba demostrada la regla. Pues no sólo le había sucedido a él sino también, en otra ocasión, a un primo suyo. Así que mis hermanos casados, mi padre, todos los hombres del mundo, comprendidos los de mi pueblo que eran los más importantes del mundo, todos habían sufrido ese desmayo fatal, tirón por los cabellos hacia atrás, deslumbramiento, y los adjetivos más largos y llenos de consonantes de la lengua caían sobre sus ojos cegados.

Y en verdad que habría algo sublime en ese sentirse tocado por un rayo, habría un placer inimaginable, de tan grande, quedarse rendidos, petrificados. Lo difícil tendría que venir después, al despertar, sueltos ya de la mano de Dios, recaídos, ¿cómo aceptar la sumisión ante la mujer? Que nos miraría, triunfante, poseyéndonos, probados su poder y su fuerza. Misterio, uno más.

002) El sapo

En el patio había un sapo. Y, como el tiempo, tropezaba al caminar, la vida se convirtió en la persecución del monstruo. En la escuela, batracio se escribía con ba de baba. Palos, piedras y gritos para hacerlo salir de sus escondites improvisados. Debajo de esas piedras, entre esos arbustos, ¡allá! Todos lo sabíamos: si la leche que escupen los sapos te toca los ojos, quedas ciego por el resto de tu vida. Ciego, cuidado, habrás de pedir limosna, los niños te darán de pellizcos, y nadie comprará los chicles que vendas a la entrada del cine. Pero el monstruo baboso anda por aquí, dando saltos enormes, con sus ojos asustados, moviendo las patas como alas atrofiadas, ¿y dónde está la leche, cuál leche? Muchachos, ¡no! Que se prepara, que nos mira, está apuntando. Mejor me quedo arriba de la escalera que bajo al patio, en cuclillas viendo la batalla. Pero, muchachos, ¡no! Que el sapo, por entre las hojas que lo cubren, nos espía. Yo soy el elegido, una vez más. No quiere ver a nadie sino a mí. Lo persiguen ellos, y él me mira a mí de reojo en el aire en medio, de un salto. Se acerca. Es muy perro este sapo. Si no, ¿por que entonces viene a colocarse a descubierto, jadeando horriblemente, a punto de estallar? Así fácilmente la primera piedra arrojada lo aplastó como un automóvil a los hombres descuidados. Y al mismo tiempo que los niños lanzaron un alarido de victoria yo recibí en el ojo izquierdo el caliente salivazo del sapo muerto. ¡Mamá! Pero no la llamé para que me frote los ojos furiosa, que es inútil, sino para decirle, llorando, que lo sabía, que el sapo era para mí, que me tocaba, mi sapo mío de mí que me pertenecía. Lo que es cierto aunque no quedara ciego.

003) Escupitajos

Todos los niños buenos, yo incluido, habíamos ido a la cercana fábrica de hielo a pedir regalados pedazos inservibles. Y regresamos corriendo al salón de clase para organizar una batalla antes de que la maestra de catecismo con su verruga en la nariz llegara. Había que hacer movimientos de torero para esquivar las volantes piedras heladas. Caían sobre los mesabancos con un estruendo sacrílego, y se despedazaban. Con qué furia tirábamos. ¡Uaaol, casi, por un pelo. Todos fuimos culpables. Y cuando la maestra con su verruga en la nariz llegó, se puso muy ofendida y solemne, no por ella, que era muy buena, sino por Jesús vestido de blanco. Pues cada pecado nuestro, pero en verdad cada uno, era un escupitajo que lanzábamos sobre el cuerpo de Jesús más hermoso del mundo. El, que esperaba ramitos de flores. Y no, nosotros que éramos crueles como las peores víboras, le escupíamos su brillante túnica blanca perfectamente plisada. Cada buena obra, en cambio, borraba un escupitajo; de modo que su vestido sería distinto a cada momento, ultrajes borrados o renovados de todos los niños del mundo, que serían tantos como todos los niños del mundo. Si veía las cosas objetivamente para entonces Jesús seria ya irreconocible, desfigurado, repugnante, y sin embargo era difícil representármelo de otra forma que con su túnica perfectamente plisada, y sin embargo no. Ella lo dijo, tenía que ser verdad. Ese era Jesús, pues. Aplastado bajo una montaña enorme de saliva, o cuando menos, porque después de todo había gentes buenas en este mundo carne y demonio, e incluso hubo un santo que no cometió en su vida más que dos pecados, y aunque esto no fuera más que un caso excepcional, y aunque tuviera que modificar generosamente un poquito mis cálculos de obras buenas y malas, cuando menos Jesús andaría arrastrando hilitos de saliva, toda su túnica empapada, y qué difícil tener así el cuerpo más fresco y hermoso del mundo.

004) Los pechos

En la peluquería donde mis hermanos y yo pasábamos tardes enteras esperando un turno, que a veces no llegaba, porque Serafín, el peluquero, era amigo de nuestro padre y no le cobraba en los malos tiempos de papá, había revistas científicas o con desnudos que todo mundo podía leer y allí a veces encontraba uno como es natural mechones de pelo negro que es el color de pelo de nuestra raza y fue allí donde encontré un artículo firmado por un Dr. con lentes que prevenía a los padres contra cuando sus hijos se masturban porque esto ocasiona a veces que a los susodichos en la adolescencia les crezcan pechos de mujer debido a fenómenos anatómicofisiológicos todavía no muy bien esclarecidos o acaso no bien comprendidos por mí en una primera y única lectura. Y es fácil ver por qué única, pues el corazón me latió más fuerte y ya no pude no pude por más que quise que quise leer. ¿Cómo esconder mis pechos ya palpablemente nacientes sobre todo más tarde cuando alcanzara la edad adolescente y todo el mundo pero sobre todo papá y mamá se enteraran del vicioso secreto que era su hijo desagradecido que tal vez sería mejor convertirse totalmente en mujer y así nadie sabría la horrible verdad que es siempre horrible y así mis pechos no sólo no serían castigo sino prueba de que nuestras mujeres de la costa del Golfo son sensuales y bien formaditas lo que después de todo era mentira? Pero el milagro sucedería más tarde. El problema inmediato era vigilar mi pecho y tomar las medidas cada día porque si la catástrofe era inevitable había que evitarla y para ello nada mejor que ser prudente y sano de espíritu o sea no masturbarse nunca más. Y de mis hermanos, los dos que eran adolescentes, ninguno tenía pechos. Y de toda la gente que yo conocía o de la que había oído hablar, ningún hombre tenía pechos. De modo que el Dr. se apoyaba seguramente en casos sucedidos en países norteños, expansionlstas y protestantes. De modo que yo sería la vergüenza no sólo de mi familia sino del país entero que ha demostrado mil veces su valor militar y civil frente a la agresión extranjera, incólume, prístino. Y yo, en medio de toda esta desgracia, porque soy traidor, no cabe duda, en medio de este escándalo, porque sería un escándalo, y de los llantos y los insultos, sobre todo en medio de las burlas que inventarán nombres para mi deformidad nunca vista en suelo patrio, yo encontraría el tiempo y el lugar para acariciarme mis propios pechos, apretarme los pezones y, de esto, sacar placer.

005) No ducharse

Uno no debe ducharse después de comer porque: 1) se pone uno rojo, 2) se produce un cólico intestinal, 3) se pierde el conocimiento y 4) se muere. Está el estómago caliente, en movimiento tormentoso, revuelto, produciendo energía que es más calor. Con el agua el cuerpo se pone tenso, los músculos tiesos, por eso pega uno los brazos a los costados, y da de saltos, como un cohete listo para el lanzamiento. Hay una contradicción entre el estómago forzado al movimiento y el resto del cuerpo que tiende a la inmovilidad. El cólico es producto de este choque de fuerzas contrarias, y es entonces cuando el calor se vuelve, ¿para qué más que la verdad? insoportable!. El estómago es como si fuera una olla de aceite hirviendo. Y los intestinos, contagiados, se retuercen antes de chamuscarse por completo. Si una punta del intestino, dando volteretas en flamas, toca el corazón, está uno listo, y éste es el caso más frecuente. Aun hay circunstancias que favorecen la perdición de los imprudentes. Pues estar desnudo, entorpecido por el chorro de agua, y cegado por el jabón, hace imposible pedir socorro. Y los de fuera no pueden sospechar qué sucede en el baño. El ruido del agua que cae será más fuerte que cualquier gemido, o que el golpe del cuerpo al dar sobre el suelo, o que los huesos de la cabeza al romperse, o en fin que el ronroneo de la ebullición general. Así que la familia entera se dirá: «Hoy Fulanito estará muy sucio porque hace dos horas que se metió en el baño y no termina todavía». Y la verdad es que Fulanito estará bien muerto.

006) La francesa

Al salir de la escuela pasábamos frente a un hotel. Se llamaba «Imperial». Allí habitaba una anciana francesa, turista en el pueblo. Su cuarto estaba en el primer piso. Un día la vimos desde la calle porque se había sentado de frente a la ventana de su cuarto. Estaba desnuda. No lo sabíamos pero era lógico. Se le veía hasta el nacimiento de los senos. O más abajo, pero los tendría muy fláccidos y por eso desde la calle no llegábamos a verlos. Pero veíamos lo suficientemente abajo para estar seguros de que no traía blusa. Ergo estaba desnuda. Yo y otros dos nos pusimos a razonar inmediatamente: era muy vieja, nadie le hacía caso ya, nos había visto pasar por allí todos los días a la misma hora, era francesa, se había puesto frente a la ventana para que la viéramos, se proponía incitarnos. Claro como el agua. Entonces hicimos un plan. Nos agenciamos de una revista pornográfica. Al pasar por la Administración del hotel diríamos con el aire más natural del mundo que la anciana era amiga nuestra. En caso de que sospecharan algo rechazaríamos dar explicaciones. Era nuestra amiga y punto, con firmeza. Tocaríamos a su puerta. Le diríamos: «Queremos aprender francés, enséñenos unas palabras». Así nos sentaríamos alrededor de la mesa. De pronto uno de nosotros sacaría la revista y la abriría, como casualmente. Ella se excitaría al verla. El más grande tendría una erección y rozaría el brazo de la vieja como por equivocación. Le diría: «Disculpe, es por esa revista», señalando su bragueta. Así la situación se aclararía, y luego nos tocaría a uno por uno, en el orden que ella escogiera. No podía fallar. El más grande de nosotros dijo: «Si el plan es perfectamente lógico tiene que dar resultado. ¿Y no es perfectamente lógico?» Los más chicos respondimos «Sí». Y a las siete de la noche, que ya estaba oscuro, especialmente oscuro esa noche, nos fuimos al hotel. Primer buen signo: no había nadie en la Administración. Subimos corriendo pero en silencio. El cuarto de la anciana daba a un corredor, y allí estaba ella precisamente, acodada sobre el barandal, mirando hacia la calle. Se volvió a vernos cuando nos acercábamos. El más grande de nosotros era muy alto ya y ella se asustó, eso fue lo malo, que se asustó. Le dijimos correctamente: «Queremos aprender francés, enséñenos una palabras». Nos miró asombrada. Parecía ofendida. Dijo algo que no entendimos pero si que estaba de mal humor, y se metió en su cuarto. Dio un portazo. Entonces nosotros corrimos y bajamos las escaleras corriendo y así hasta que llegamos a un parque sin luz en donde buscamos una banca conocida y, ya sentados, el más grande de nosotros dijo: «No hay crimen perfecto».

007) Las culebras en el río

De vacaciones en el mar, había ese momento de las tres de la tarde en que todas las señoras se echaban panza arriba para dormir, fatigadas de nosotros, y nosotros no sabíamos qué hacer, o sí, pero conscientes de que aquello era un paréntesis, de que la verdadera vida no recomenzaría hasta que las señoras se pusieran nuevamente en pie para lavarnos y hacernos la comida y vigilarnos. Una vez me fui a la orilla del río, yo solo esa vez, para pasar un momento premeditadamente romántico, viendo correr el agua o escuchándola correr con los ojos cerrados. En la otra orilla del río, una muchacha había venido a bañarse. Podía desnudarse sin temor puesto que todos los habitantes de la ranchería dormían, y también los turistas que éramos nosotros. La vi desnudarse y meterse dulcemente en el agua, la vi y ella me vio sin inquietarse, no era más que un niño. Yo le agradecí mentalmente ese gesto de confianza, conmovido, tranquilo. Y la contemplé con descaro, correspondiendo a su gesto, inocentemente. El murmullo del agua se parecía al silencio, y la atmósfera era redonda como en la iglesia, o en el paraíso. Ay, pero, de pronto, la muchacha se llevó los brazos al pañuelo que le cubría la cabeza, deshizo el nudo, y dejó caer su pelo larguísimo sobre la espalda y los hombros. ¿Cómo, si ella debía saber que cuando las mujeres lavan su pelo en el río los cabellos sueltos se vuelven culebras? Es que ha olvidado mi presencia, me dije, ella no puede permitir que alguien la vea, así se trate de un niño, en ese momento de maldad y vergüenza. Entonces me escondí tras un árbol, para espiarla desde allí, porque mientras yo seguía siendo inocente ella era presa ya de las fuerzas del mal. Pero el mal era hipócrita, como me habían advertido, porque la muchacha, atenta a su pelo, parecía más bella. Yo veía esas alas negras, escurridizas, sobre su cuerpo como si estuvieran dentro de mis ojos. Porque el bien como me habían dicho, era frágil. Y esos ojos que yo veía en su pelo flotante como los que hay en la cola de los pavorreales, eran los míos. Mis ojos bajaban por el tobogán de su pecho, tobogán de su espalda, divertidos, e iban a dar al agua patas arriba, muertos de risa. Había mil risitas entonces, cada salpicadura una risita que arrastraba el río, como fuera tan chistoso. Y no era nada divertido, no, saber que el mal se había equivocado de víctima.

008) Por qué las niñas son diferentes

Yo iba sin camisa a comprar tortillas bajo el sol, con el dedito metiéndolo en todos los agujeros. Iba sin camisa no por el calor, sino por que así me veía más bonito, y mamá estaba de acuerdo. Por allá venían Luisa, Concha y Carmela, tres niñas del barrio, de mi edad, una sola sombrilla floreada para las tres. Pero Luisa y Carmela eran hermanas. Luisa tenía toda su piel cubierta de vellos dorados, porque era morena como Concha. Carmela en cambio tenía la piel blanca sin vellos.

Y los cuatro, yo y ellas, éramos amigos a morir como los decían todos nuestros juramentos secretos. Pero ellas no me querían tanto como se querían entre sí porque yo era incapaz de defenderlas de Carlos, el hermano de Luisa y Carmela. Carlos era también de mi edad, pero usaba unos zapatos de suelas enormes, le gustaban las correas y los gritos, pues como fui a decirles a las amigas cuando mi madre me enseñó las palabras, Carlos era nervioso. No había manera de calmarlo, era más fuerte que nosotros cuatro juntos. Las empujaba, las escupía, les rompía las fotos de los artistas de cine, les jalaba las trenzas. Mientras Concha y Luisa chillaban, y no encontraban insultos efectivos, yo me preparaba un plan de defensa, si me pega le pego, le tuerzo el brazo, le muerdo una pierna, le saco los ojos, me lo como y me lo como. Pero Carmela nos atontaba con sus ojos de canica y su grito fatal para detener a Carlos que se lanzaba contra ella: «¡Las niñas somos sagradas! Recuérdalo siempre: ¡Las niñas somos sagradas!» Carlos bajaba los ojos y se iba tan rápido como el gato de las siete botas, creo, y Carmela echaba todavía chispas, implacable, Luisa y Concha se acurrucaban contra sus flancos, agotadas por la emoción, yo me miraba mis pantalones azules y cortos, con tirantes sobre el pecho desnudo, bonito pero no sagrado. Sagradas, las niñas. ¿Y por qué? ¿Por qué las niñas? A Carmela se lo había enseñado su madre. Eso era lo que más me asombraba: la fuerza con la que Carmela había recibido la revelación, la fuerza con la que la defendía, la fuerza con la que la imponía a su hermano. Porque yo, aun si mi padre me hubiera dicho que los niños somos sagrados, no lo habría creído. Pues yo para ser bonito tenía que dejar al descubierto lo que las niñas con el mismo motivo escondían.

 

cuento de Ulises Carrión

 

Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 21 Marzo 1968

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto:  https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3910

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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