Cervantes en tres miradas
por Alejandro Carreño T.
alecarrenot@gmail.com

El Premio Cervantes, el mayor galardón que otorgan las letras en lengua española, lo ha recibido un chileno universal: Nicanor Parra. Al autor de Poemas y Antipoemas,  le cupo este año el honor de tan alta distinción, que nos recuerda la inmortalidad de Quijote y su creador. Cervantes, el insigne, y su obra, son objeto de estudio permanente de estudiantes y académicos del mundo. Chile, como es de suponer, no es la excepción. El presente texto no es más que una mirada, muy íntima de la obra cervantina que no tiene parangón en la historia de la literatura.

El Quijote es un privilegio donado por las musas a nuestra lengua castellana. Quienes lo vivimos con la fruición con que lo viven los actores de la Segunda Parte, la de 1615, en este juego de espejos borgianos que es la novela, sentimos la necesidad espiritual de navegar permanentemente por sus laberínticos pasillos literarios, en los que el asombro, hecho de cordura y de locura, nos literaturiza como lectores en busca de la razón de la sinrazón.

Quijote de la Primera Parte, es el mismo y es otro, de la Segunda Parte; pero es también la obra de Cervantes, que es la de Cide Hamete Benengeli, el historiador arábigo, que es la misma y es otra al mismo tiempo.

Pero es también Alonso Quijano, el Bueno, y todos los nombres con que sueña sus locuras. Uno de estos quijotes son los hombres universales. Los que fueron, los que somos, los que serán.

Tres miradas a Cervantes, sinécdoque literaria que envuelve a autor y creación, es un simple ejercicio de lector ingenuo y contumaz, que siente que Quijote no solamente es un modelo literario de excepción, sino un modelo de vida que nadie puede soslayar, so pena de irse de este mundo sin la gracia quijotesca que significa su sencillez, humildad y solidaridad. Y, por qué no decirlo, sin la poética demencia que simboliza el soñar con un mundo mejor.  

I

Cervantes, Quijote y yo

Siempre me ha llamado la atención que Cervantes negara la paternidad de su hijo. Primero en el prólogo, cuando dice que no es el padre de Quijote, sino su padrastro: “Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote […]” (Cervantes, 1968, p. 23). Después, en el capítulo IX de la  Primera Parte, nos cuenta que las historias del valeroso hidalgo fueron escritas por el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli:

Estando yo un día en Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero […]

Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote […] Con esta imaginación le di prisa que leyese el principio, dijo que decía: “Historia del don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo”. (pp. 82 y 83).

Estamos hablando de 1605, cuando históricamente la Europa monárquica ya era una anciana centenaria, y el Renacimiento español despuntaba en su reencuentro con el hombre.

Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique (en Scarpa, s.f., p. 210), ya habían anticipado, en el último cuarto de siglo medieval, la idea de la fama, la inmortalidad del hombre, por otro camino que no el religioso:

 

El vivir que es perdurable

no se gana con estados

mundanales,

ni con vida deleytable

en que moran los pecados

infernales;

mas los buenos religiosos

gánalos con oraciones

y con lloros;

los caballeros famosos

con trabajos y afliciones

contra moros.

 

Y Cervantes, profundo renacentista, envuelve a su personaje con este manto de humana ambición.

Don Quijote, desfasado en el tiempo y creado caballero errante por la locura de Alonso Quijano, parte en busca de la fama siempre esquiva, que se solaza  vejándolo y zahiriéndolo. Por eso Cervantes no podía escribir una verdadera novela de caballería. Sería como traer a Robin Hood, y dejarlo en el centro de Santiago de Chile para que salvara a los pobres.

No, los tiempos no eran para Tirante el Blanco o  Amadís de Gaula. El gusto literario había cambiado en la España de Cervantes, y la sociedad no estaba para héroes silentes y argénteos.

El Manco de Lepanto escribió, entonces, una parodia de las novelas de caballería. Una realidad distinta donde los hombres de su época sintiesen, no lo sobrenatural como concepción de mundo, sino a uno de ellos, loco, divagando bajo los cielos de La Mancha sobre un tiempo ya ido, pero soñado.

Y el Caballero de la Triste  Figura comenzó a ser el hombre de Europa, el hombre de América, el hombre del mundo. En realidad, no porque fuese el hombre español, tan vilipendiado por Ortega y Gasset en España Invertebrada, sino  por ser Don Quijote y su lucha por Ser, que es la lucha de todos los hombres.

Don Quijote respira amor y justicia hasta en el moho de sus armas, y su conciencia oscila entre la luz y la oscuridad.  Sus lectores, mientras tanto, se mueven entre la compasión y la comprensión frente a sus actos. Y con asombro siguen sus reflexiones sobre las armas y las letras, o la sabiduría de sus enseñanzas a Sancho Panza.

Pero la realidad de Quijote, su irrenunciable destino histórico, está unida al espíritu renacentista que se construye en la realización personal. Don Quijote busca la inmortalidad a través del reconocimiento social y del amor de su Dulcinea, sanchescamente encantada.

Sin embargo, Cervantes, como un demiurgo arrancado de los cuentos medievales, sabe que su  personaje no puede imponerse a la realidad impiedosa de los molinos de viento o a la cruda razón de la justicia de los hombres, pero quiere consagrarlo. Quiere inmortalizarlo en su vida y en su muerte (tal vez por eso no quiere asumir la paternidad, porque sabe que el hidalgo manchego debe morir). Entonces surge la poesía.

El jinete de Rocinante, que mal se sostiene entre sus huesos, cabalga por las páginas doradas de un libro que narra sus historias, y él las lee. Él se lee en un juego de espejos mágicos y multiplicadores. Y los personajes lo leen también. Desde la recámara del señor hasta el más humilde cuarto de las ventas escandalosas, es posible encontrar un ejemplar de Quijote narrando sus hazañas. Así lo certifica el bachiller Sansón Carrasco en el capítulo III de la Segunda Parte:

-Deme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha […]; que es vuesa merced uno de los más famosos caballeros andantes que ha habido […] ¡Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir del arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes!

Hízole levantar don Quijote, y dijo: -Desta manera, ¿verdad es que hay historia mía, y que fue moro y sabio el que la compuso? (Cervantes, Segunda Parte, 1968, pp. 32 y 33).

La fama huele a  armadura desencajada en desencajado cuerpo, y a amor de labriega convertida en doncella sin par, que se desliza por sudados poros; pero no en la historia, que no es más que la sumatoria de hechos prosaicos donde abundan las derrotas, los molinos, las prostitutas y las ventas, sino en la poesía que envuelve a la historia, a la que  literaturiza y universaliza.

Ya famoso, Don Quijote no quiere más aventuras y, como buen español que es, se echa en los laureles, no obstante las protestas de su escudero. Transformado por la poesía en un soñador, Sancho Panza, arrancado de su vida miserable, y de su Teresa cándida y humanamente pragmática, lo llama, en vano, a nuevas aventuras: “Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestido de pastores, como tenemos concertado; quizá tras alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada, que no haya más que ver” (Segunda Parte, p. 447).

Cuatrocientos años después de la publicación de la Primera  Parte, sentado frente al computador, releo por enésima vez la muerte de Don Quijote y me conmueve el hecho más trascendental del texto cervantino: su carácter lúdico entre cordura y locura; entre poesía y realidad.

Un pasado de siglos, con merlines encantadores y caballeros andantes valerosos, ha secado el seso de Alonso Quijano y lo han alienado. De  su locura nace el amante de Dulcinea con sus sueños de hombre bueno.

Cuando en su lecho de muerte, en 1615, el buen hombre que secó su cerebro leyendo tantos libros de caballería, recupera la cordura, la historia registra el trivial acontecimiento y asistimos, con profunda tristeza, a su confesión y al llanto de su fiel Sancho Panza: “-Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje […]” (Segunda Parte, p. 446).

Quien muere es Alonso Quijano, pero no su poética locura, que es la mayor de todas las paradojas cervantinas: la realidad del  sueño de un loco que trascendió los cielos de La Mancha para cabalgar en la sinrazón de los hombres que buscan, como él,  el amor y la justicia.

. El sueño sobrevivió a su creador hecho de palabras, que sobrevivió a su creador hecho de carne y huesos. Y nos sobrevivirá a nosotros que no somos más que historia, y no poesía.

Pero en cuanto la realidad no escriba mi certificado de defunción, yo seguiré literaturizándome en sus páginas, y creyendo que su  sueño sí es posible.

 

II

La magia de la palabra

 

Ayer fui a visitar a mi amigo Sancho Panza pero no lo encontré; me dijeron: anda por los lados del Toboso. Entonces salí a buscarlo; recorrí varios capítulos, pero siempre se me iba. Finalmente, casi lo encuentro en el vigésimo quinto. Digo casi, porque cuando llegué ahí, Sancho había salido en una delicada misión. Quien me contó esto fue su amigo, un señor conocido como don Quijote. Bueno, era en realidad una misión trascendental; una misión que los anales de la historia recogerían y guardarían solemnemente. Sancho había salido para encontrarse con la amada de don Quijote, la señorita Dulcinea: “- Así lo haré- respondió Sancho Panza […], pidió la bendición a su señor y no sin muchas lágrimas de entrambos se despidió de él” […] (Primera Parte, p. 209).

Pero no desistí. Tanto tiempo que quería verlo, que lo seguí (es que soy un poquito testarudo también) y digo también, porque gracias a ello pude ver la viveza de mi amigo. Lo seguí, decía, hasta el Toboso; sería mejor decir por el camino que lleva a esta ciudad. Lo encontré entre los árboles, lejos todavía de la entrada de la ciudad; su actitud, sin embargo, era sospechosa y, a pesar de las ganas que tenía de hablar con él, me detuve.  En su peregrinar hacia el encantamiento como el más poético de los magos, Sancho se había encontrado con la misma venta del manteo, que tan malos recuerdos le traía: “[…] y otro día llegó a la venta donde le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los aires […] (Primera Parte, p. 213); no pude entender bien lo que decía y no quise arriesgarme más por temor a ser sorprendido.

Me recuerdo perfectamente bien, porque estaba tan cerca en ese rinconcito de la página que un poco más que me moviese, o caía fuera de ella (y perdía toda la historia) o caía en el medio de las cavilaciones de Sancho, lo que me convertiría en una persona sospechosa (tal vez pensara que era un espía de don Quijote), y esto tampoco lo quería. El asunto es que, varios capítulos más tarde, lo encontré con su rechoncha humanidad masacrando un accidental y desgraciado asiento. Sancho tenía cara de gran pensador; él, que siempre habló hasta por los codos y rara vez pensó. De repente se paró y se fue. Yo lo vi desandar el camino. Me dormí.

Tres mujeres, pobres labriegas, una de ellas la sin par Dulcinea del Toboso, me despertaron con el ruido de su estridente conversación y el ploc ploc de sus bestias:

-Yo no veo, Sancho –dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres borricos.

-Agora me libre Dios del diablo –respondió Sancho […]

-Sancho, ¿qué te parece? ¡Cuán malquisto soy de encantadores! […]

-¡Oh, canalla! –gritó a esta sazón Sancho-. ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados! (Segunda Parte, pp. 70 y 71).

 Regresé rápidamente a la orilla de la página y no las encontré. Ahora era una cuestión de sabrosa curiosidad aguijoneada por el recuerdo del amigo de mi amigo (no quiero ser hablador, pero me pareció un poquito mal de la cabeza). Me transformé, entonces, en una especie de empedernido cazador; abandoné los rincones de las páginas, y me fui con cuerpo y alma por el medio de ellas. Todas me decían que siguiese adelante, que en algún lugar los encontraría. Y los encontré.

Había tanta gente, tanto brío, tanto lujo, que volví a esconderme con tal prisa que casi quedo aplastado por la página anterior.  Era un espectáculo sorprendente: caras engalanadas y nobles músicos. Un ambiente que de tan real que era parecía un sueño.

Parecía que me estaba volviendo loco; hasta quise desistir, pero las letras me encadenaron. Fue una suerte, porque entendí algunas cosas que no estaban muy claras para mi ya cansada cabeza.

Arriba de una carroza y con mucha pompa, el mayordomo-Merlín hablaba de desencantar a Dulcinea:

 

Donde estaba mi alma entretenida

En formar ciertos rombos y caráteres,

Llegó la voz doliente de la bella

Y sin par Dulcinea del Toboso.

Supe su encantamiento y su desgracia,

Y su transformación de gentil dama

[…]

Vengo a dar el remedio que conviene

A tamaño dolor, a mal tamaño (Segunda Parte, p. 229).

 

Ese señor está loco, pensé altiro. Desencantarla significaría volverla a nuestro tiempo, hacerla como nosotros. No, ella tiene que permanecer en la más eterna de las eternidades que el merlinesco Sancho le tejió. Dulcinea fue más amada en la magia de la palabra encantada, y Sancho piensa lo mismo.

Entendí que don Quijote estaba realmente trastornado (antes lo había sospechado). Entendí que Sancho era un redomado mentiroso, y que en ese mundo de cuentos  y cavernas fantásticas, él era mucho más que un simple y gorducho escudero. Sancho era también un mago,  el mayor de todos, que transformó la más hermosa de las locuras de don Quijote en una labradora fea y ruda.

Nadie ha comprendido la figura de Sancho y su alma pura e ingenua.

 

III

La muerte de don Quijote o el día en que murió Alonso Quijano

Estamos en el último capítulo de la  Segunda Parte de don Quijote, aquella publicada en 1615. Nuestro héroe está enfermo, y Dulcinea continúa encantada. Es la casa del valeroso hidalgo y sus amigos están con él. Reina un ambiente de tristeza, no obstante el semblante del héroe está increíblemente sereno.

Estamos en la habitación de Don Quijote; “su cuerpo corría peligro” ha dicho el médico. El amante de Dulcinea duerme y, seguramente, sueña con ella. Dulcinea está en los poros de don Quijote y en el moho de sus armas. Ella, sin saberlo, es lo más bello creado por la locura del esclavo amante. Don Quijote duerme muchas horas seguidas: seis horas, como lo registra la  historia. Seis horas que lo separan de Alonso Quijano. Seis horas para alcanzar la inmortalidad.  Seis horas, en fin, para comenzar a morir. Y toda la historia que, por sobre todas las cosas, es simplemente humana, ha quedado enmarcada en la creación de un loco, en el sueño de un hombre, en la fantasía que confiere la poesía: “Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el alma y la sobrina que se había de quedar en el sueño” (Segunda Parte, p. 445).

El hombre que duerme, despierta; es, precisamente, esa fracción de segundos que separa al durmiente del que está despierto, la que separa la vida de la muerte de Don Quijote. Al despertar, Don Quijote no es más Don Quijote y sí Alonso Quijano, el Bueno:

-Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje […]” (Segunda Parte, p. 446).

 Este hombre que vivió en algún lugar de La Mancha ha recuperado el juicio; con ello ha matado la locura y, esta, la noble figura del mayor de todos los caballeros andantes. Don Quijote ha muerto. Don Alonso Quijano también. Antes, ha dejado su testamento, se ha despedido de sus amigos y ha recibido la extremaunción, como corresponde a un buen cristiano.

Pero Cervantes no quiere tener responsabilidad en la muerte de Don Quijote; el genio ha estructurado su obra como un dios omnipotente que todo lo sabe y todo lo domina. Por eso, él sabe que se encontrará y tendrá que enfrentar el problema metafísico de la vida y la muerte del ingenioso hidalgo. En segundos, Don Quijote morirá y él, Cervantes, quiere estar lejos cuando ese momento llegue. Por eso, ya en el Prólogo, en la primera página, en la Primera Parte, declara al lector que no es el padre de don Quijote, sino su padrastro. Entonces surgió un nuevo autor: Cide Hamete Benengeli. Pero esta es otra historia.

Ni la trivialidad de la justicia ha escapado al genio creador: quien muere, y así lo confirma el escribano, a pedido del cura, es Alonso Quijano, llamado comúnmente don Quijote de La Mancha. Así, nadie, como había ocurrido con el Quijote Apócrifo, podrá usufructuar la maravillosa locura de Alonso Quijano. La pluma de Cide Hamete  Benengeli es absolutamente implacable:

Para mí sola nació don Quijote y yo para él: él supo obrar, y yo escribir; solo los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero [...] (Segunda Parte, pp. 449 y 450).

Don Quijote está loco y su locura debe acabar, porque no habrá otra salida, porque no habrá una tercera parte y, porque Dulcinea, la del Toboso, quedará para la inmortalidad, sanchescamente encantada. Tal vez existan otras razones, tal vez el Quijote Apócrifo que huele a Lope. Pero no importa qué razones. Interesa solamente que debe acabar con su locura.

¿Por qué acabar con la locura de Don Quijote, si ella nació para conmover al mundo en su laberíntica eternidad? Porque Don Quijote tiene que morir. Muy simple y muy humano; muy literariamente humano, diría yo. La muerte del héroe simboliza la inmortalidad; es la poesía que trasciende los confines de la temporalidad y se sumerge en el mundo infinito de la eternidad.  Montado en su Rocinante y seguido del otro inmortal que es Sancho Panza, Don Quijote galopa por las páginas doradas de su fantástica aventura, y nos transforma en hombres de letras, vagando por los cielos de La Mancha con él.

Don Quijote ha muerto. Su muerte ha significado a través de los siglos la catarsis espiritual del hombre. Loada, sea entonces, infinitamente, la locura de su ejecutor, Alonso Quijano.

Nosotros, mientras tanto, continuaremos su sueño.

Referencias

Cervantes, M. (1968). El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Barcelona: Zeus.

Scarpa, R. (s.f.). Lecturas medievales españolas. Santiago de Chile: Zig-Zag.

Alejandro Carreño Carreño T.
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