Más allá de este arjé (en griego:
poder y razón de ser o “comienzo y comando”) de la política, los
pensadores que le dieron el fundamento teórico enuncian que ella —la
política— se autodefine en función a su objeto. Es decir, se
autoidentifica en relación a los fines que persigue y a los medios que
utiliza para alcanzarlos. Su eticidad depende fundamentalmente de estos
últimos.
Una constante en el pensamiento político, desde Platón y Aristóteles
hasta Bobbio y Habermas, pasando por Locke y Weber, es que el actor
político debe consagrarse a lo público, esfera del interés general. Su
conocimiento y su práctica están dirigidos a la administración eficiente
de los bienes e intereses del Estado, instrumento legítimo de regulación
de la sociedad.
Muy diferente de este proyecto de dominación unidimensional es el
planteamiento neocrítico de la política. Y por primera vez se ubica más
allá de la coordenada de la filosofía política, para repensarla en su
inclusividad. Esto es, pensar en la posibilidad de su propia reforma,
modificando el estatuto de los actores públicos. La reflexión se origina
en la observación de los cambios tecnológicos y culturales que se vienen
produciendo en la moderna sociedad. Ellos nos revelan un dinamismo y una
multiplicidad de formas y actividades que vienen rediseñando los roles
de los actores económicos y sociales, a la vez que se ahondan sus
contradicciones en términos de desigualdad. Mientras, la política
continúa en posición estática e inercial, viviendo sólo en el escenario
de lo público, en cuya esfera se menea del sufragio a la burocracia, y
viceversa.
De lo público hacia la sociedad
Esa inercia ha consolidado al Estado liberal, pero no a la sociedad
democrática, inclusiva y participativa. Al mismo tiempo, ha
despotenciado lo público, ya que cada vez más lo aleja del mundo social,
de la realidad cotidiana de los ciudadanos, de sus problemas,
necesidades, y especialmente de sus luchas en la construcción de una
sociedad justa.
Ante esa circunstancia, la reflexión neocrítica plantea la
universalización de la política y no su especificidad centralizadora en
los actores políticos. Estos, regular y sistemáticamente, deben cambiar,
en una mecánica de rotación que asegure la periódica alternancia de los
dirigentes y los representantes. Ello, para que se renueve la política y
para que la participación en el campo de lo público ya no sea
excluyente. Apunta, sobre todo, a transformar al político en un sujeto
útil y productivo de la sociedad, puesto que parte de su vida tendrá que
dedicarla al trabajo civil, a vivir de su capacidad, ganándose el
sustento en la actividad socialmente productiva.
Esta superación del “desacuerdo” de la política con la democracia real,
pretende la interacción del actor político y, asimismo, del ciudadano
común. A ambos, para desplazarse con igual idoneidad, tanto en el
terreno del Estado como en el de la sociedad civil. De ese modo acaso la
metapolítica pueda cumplir el sueño de la Ilustración, que en palabras
de Kant “es la liberación del hombre de su culpable incapacidad..., para
servirse por sí mismo de su inteligencia sin la tutela de otro”. O,
dicho más radicalmente, para liberar al ser humano de toda forma de
opresión y alienación.
Así, la alternancia no será un mero engranaje de inalterabilidad del
sistema.
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