Raleigh poema de Ernesto Cardenal
Walter Raleigh en 1588. National Portrait Gallery. Tomada, la imagen, de |
Al este del Perú, hacia el mar, en la línea del Equinoccio sobre un lago blanco, salado, de doscientas leguas de largo está Manoa, Manoa, mansión del sol, espejo de la luna, Manoa que Juan Martín había visto un día cuando le quitaron ante ella la venda al mediodía y anduvo todo ese día hasta la noche por en medio de la ciudad. Y yo sabia de ella desde hacia tiempo por relatos cómo riela de noche en el lago como luna y el resplandor del oro al mediodía. Todo el servicio de su casa, mesa y cocina era de oro dice Gomara y hallaron cincuenta y dos mil marcos de buena plata y un millón y trescientos y veinte y seis mil y quinientos pesos de oro, dice del tesoro de Atahualpa en el Cuzco, que hallaron cincuenta y dos mil marcos de buena plata y un millón y trescientos y veinte y seis mil y quinientos pesos de oro. ¡Porque dijeron que las piedras que trajimos no eran oro! Y yo conversaba con los caciques en sus casas y daba vino en Trinidad a ¡os españoles para que hablaran. Y yo supe todos los ríos y los reinos; desde la frontera del Perú hasta el Mar del Este, desde el Orinoco hacia el sur hasta el Amazonas y la región de María Tamball, todos los reinos. Y la vida que en ellos se hace, y sus costumbres. Orenqueponí, Taparimaca, Winicapora. Era como si los estuviera viendo Los indios de las costas, los de las islas, los Caníbales, Caníbales de Guanipe, los indios llamados Assawai, Coaca, Aiai, los Tuitas sobre los árboles, los Sin Cabeza y al norte del Orinoco los Wikiri y al sur de la boca del Orinoco los Arwaca y más allá los Caníbales y al sur las Amazonas. Y entramos en Abril cuando las reinas del Amazonas se juntan en las márgenes y danzan desnudas y untadas de bálsamo y oro hasta el fin de esa luna— Entramos en Abril los barcos muy lejos de nosotros anclados en el mar, a la ventura— 100 hombres con sus balsas y sus provisiones para un mes durmiendo bajo la lluvia y el mal tiempo y al aire libre y bajo el sol ardiente y las plantas pegadas en la piel y las ropas mojadas y el sudor de tantos hombres juntos y el calor del sol— (y yo que me acordaba de la Corte¡ y una tristeza que al atardecer iba subiendo y el zumbido de los pantanos y olamos llorar de miedo los monos en la noche, el grito de un animal asustado por otro y el rumor de unos remos, el roce de unas hojas en el rio, el paso de pezuñas suaves sobre hojas. Voces: la tristeza de esas voces... No existe en Inglaterra prisión tan solitaria.
Y el pan ya muy poco. Y nada de agua.
Las noches en lechos colgantes bajo el cielo del Brasil— esa clase de camas que ellos llaman «hamacas»— oyendo la corriente roncando en la oscuridad y el tambor de tribu a tribu sobre los montes y el rumor del agua subiendo.
Sin pan. Sin agua. Los oídos aturdidos de silencio. Los árboles tan altos que no sentíamos aire. Y el rumor del agua subiendo.
Sin pan. Sin agua. Sino tan sólo el agua gruesa y turbada del río. Y hay un río rojo y con flujo que cuando el sol se pone es venenoso y se le oye quejarse mientras no hay sol, y está enfermo. Y unas lagunas negras y espesas, como brea... Y el calor al acercamos a la Línea. Y el olor a hoja mojada y el sabor del cansancio. Y de raudal en raudal, de cascada en cascada la risa al anochecer de la virgen verde del río y el choque del agua con el agua.
Y el aire desfallecido. Y la selva solitaria...
La compañía comenzando a desesperarse. iY a un día de la tierra donde se obtiene todo lo que se quiere! Y en las riberas, flores y frutas maduras y verdes. Y unos pájaros verdes— largo tiempo nos divertíamos viéndolos pasar— Y frutas de pan y monos y el pájaro Campana y un aroma dulce de bálsamo y cinamomo y la cera que derramaba el árbol Karamana y el sudor de las selvas de sándalo y alcanfor: los árboles manaban leche y miel, manaban ámbar y gomas aromáticas— y una fruta que estallaba con estrépito— desde lejos la oíamos de noche reventando.
Y hojas del tamaño de canoas caían sobre el río. Y vimos la Montaña de Cristal, la vimos lejos, levantada sobre el horizonte como una iglesia de plata y un río caía de su cima con el clamor de mil campanas. Y las hijas del Orinoco riendo entre los árboles:.. Y cascadas que de lejos brillaban como ciudades, y el retumbo y los truenos y el rebotar de las aguas, como el humo que se alzara de un gran pueblo y el retumbo y los truenos y el rebotar de las aguas. Y yo no vi nunca una tierra mejor: los verdes valles vados, los pájaros cantando contra la tarde en cada árbol, los ciervos que venían mansos al agua como al silbo de un amo y el aire fresco del este y el brillo de las piedras de oro bajo el sol.
15 días después divisamos con gran júbilo Guayana y una fuerte ráfaga de viento sopló del norte esa tarde y llegamos de noche a un sitio en que el río se abre en tres brazos y anclamos esa noche bajo la estrellas sintiendo el aroma de Guayana. ¡La cercanía de la tierra de Guayana! Pero tuvimos que regresarnos hacia el este porque empezaron las lluvias: aquellos grandes diluvios y los ríos inundados, y pantanos sin fin— dejando atrás Guayana con su espada de fuego, dejando Guayana con el sol a quien adora. Y entramos otra vez al mar, tristes... |
Poema de
Ernesto Cardenal
Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo nº 25 julio de 1968
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3899
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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