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¿Existe una literatura de
género? |
Cuenta Claudio Magris en su magnífica —por minuciosa y desbordada— monografía sobre el Danubio, el hallazgo, en una librería de viejo, de un manual escolar de poética publicado en Buda en 1831, en uno de cuyos acápites encontró lo que él llama “una pregunta poco galante”: Potestne esse femina, quae dicitur heroina, materia epopoeiae? Que quiere decir más o menos “¿podría ser una mujer, a quien llamaríamos heroína, materia de la literatura épica?” Una pregunta así, “poco galante” es la que nos reúne hoy: ¿Existe una literatura de género? Antes de intentar responderla me gustaría preguntar a la pregunta el por qué de sí misma. Parece que nunca terminaremos de zanjar esta cuestión, casi permanente, y siempre deberemos volver a empezar la discusión de cero. En primer lugar, el término “literatura de género” se presta a confusión. La verdad es que no he oído hablar de “literatura de género” en muchos sitios, y supongo que se trata de evitar confusiones; escuchando esa frase, una piensa en algo cercano al costumbrismo, al policial, no sé. |
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La traducción misma del inglés gender al español "género" ha complicado las cosas, de ahí que en muchos casos se haya utilizado el término extendido y contradictorio de “género sexual” para intentar aclarar la intención del hablante. Si hubiera que responder únicamente a esa pregunta que nos convoca hoy, lo primero sería que nuestros amables anfitriones nos dijeran qué entienden por “literatura de género”. Pero como estamos aquí para intentar aclarar las posiciones respectivas, asumo, para explicar la mía, que equiparan “género” con “de mujeres” puesto que, como es evidente, no hay ningún hombre invitado a opinar. Por tanto, creo necesarias algunas precisiones. Hace unas semanas se transmitió en un programa televisivo una película titulada Tráfico humano, donde se entrecruzaban varias historias de mujeres (y niñas) secuestradas primero y sucesivamente privadas de identidad legal y endeudadas, cuyo destino era ingresar a grandes redes internacionales de prostitución. Hace apenas unos días, leí en La Gaceta de Cuba un cuento bastante bueno de Francisco García González titulado “El olor de la manteca”. La anécdota comienza más o menos con el aviso, escuchado por el narrador en un bar, con un buen buche de ron en el gaznate —coincidirán conmigo en que no podría ser de otro modo— de que “el viejo Melquiades está vendiendo una mujer”. A partir de ese momento, asistimos al trato y a la consecuente esclavización de esa mujer que termina siendo tratada como un animal (perra, puerca) y por cuya apropiación deberán enfrentarse dos hombres —machete en mano, como corresponde— al final del relato. Esta digresión no es tal: fue justo a partir del estudio de cómo se establecían esas relaciones de poder y explotación entre los sexos que una antropóloga norteamericana puso a circular esa palabrita que usamos hoy con tanta ligereza: "género". El artículo en cuestión se llamaba, con bastante acierto, “El tráfico de mujeres, notas para una economía política del sexo”; su autora, Gayle Rubin, describía diferentes modelos de apropiación del trabajo femenino y de organización social en diversos espacios geográficos, llegando a la conclusión de que las labores y las actitudes de las mujeres (y de los hombres) eran un aprendizaje social y que el sexo, si bien establecía diferencias biológicas inmutables, podía traer aparejado un comportamiento social variable según el sitio y la cultura a la que se perteneciera.
En un primer
intento por describir ese descubrimiento de actitudes y aprendizajes de
cómo ser hombre o mujer en determinada cultura, creó el concepto de
“sistema sexo-género”, cuyas posteriores derivaciones han independizado
el término, usualmente entendido como ese proceso de formación mediante
el cual los individuos de sexo distinto aprendemos a comportarnos de
diferente manera, para conseguir un espacio en el sistema social al que
pertenecemos.
Ahora bien,
empecemos a hablar de literatura. Está claro que, si tuviera que
responder la pregunta que hoy nos convoca: ¿Existe una literatura de
género?, mi respuesta sería, sin dudarlo: No, no existe. En primer
lugar, porque ya aclaré que está mal usado el término en esa
interrogación. Sin embargo, si pudiéramos variar la pregunta y llevarla
a un término más justo, esta sería: ¿Existe una literatura de las
mujeres? A esa pregunta yo respondo: Sí, existe. La teoría literaria feminista ha encontrado numerosos modos de metaforizar esas diferencias: recuerdo tesis tan imaginativas como aquella de Gilbert y Gubar de que para las primeras autoras el acto de escritura era similar a un escena de violación: la página en blanco era un cuerpo virgen; la pluma, el pene agresor. Contado así, a la ligera, puede parecernos risible, pero lo que está detrás de esa imagen es el hecho real de que las primeras escritoras que se preciaron de serlo debieron escribir en secreto, violentando a menudo el orden familiar que les exigía estar buscando marido o aprendiendo a cocinar y muchas veces, para conseguir el favor de los lectores y la crítica, asumieron seudónimos masculinos a manera de pasaporte al espacio público. Podríamos estar hablando aquí de muchas otras interpretaciones del acto de escritura; pero quisiera referirme a otro problema que ha enfrentado la crítica literaria feminista: de qué modo referirnos a la literatura que escriben las mujeres.
Suele hablarse,
en términos evolutivos, de tres momentos (es una idea de Elaine
Showalter para la literatura en lengua inglesa): un primer momento de
literatura femenina (hasta el siglo XIX), en que no se iba más allá de
lo que dictaban las normas —espacios privados, preferencia por la
lírica, etc.—; otro momento —de fines del siglo XIX a mediados del XX—
de literatura feminista, la cual ponía en escena a la mujer en el
espacio público y exploraba la narrativa; y, finalmente, el momento
actual, en que ya habían sido conseguidos los principales derechos y la
lucha había pasado a segundo plano para dar paso a la creatividad
múltiple y atrevida de nuestras contemporáneas, a cuya escritura debía
llamársele “de mujeres”. |
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Hay autoras del siglo XVI que son más combativas y atrevidas que muchas de nuestras contemporáneas. Tengo aun otra razón: disfruto la lengua que hablo: evitar referirse a lo femenino cuando hablamos de las mujeres es reproducir el prejuicio patriarcal de nuestra minusvalía y, por otra parte, disminuir nuestra lengua. También reproduce ese prejuicio quien niega la posibilidad de existencia de una literatura femenina, mientras defiende la existencia de la literatura, en abstracto. La literatura no existe en una burbuja; todo escritor, sea hombre o mujer, elige hacer su trabajo de un modo u otro y una vez concluida, su obra tiene una vida ante la crítica, un recorrido de difusión, etc., para entender los cuales, muchas veces, el análisis de la variable de género es pertinente. |
Cuestionar la
existencia de la literatura femenina es, me parece, cuestionar la
existencia misma de esas mujeres. Intentando borrar las diferencias
estamos borrando también las identidades. Está claro que este asunto es
mucho más complejo: al negarse a ser reconocida como parte de un gesto
común, de una tradición de la “escritura femenina”, la escritora rechaza
su herencia histórica, su pertenencia a un grupo cuya identidad de
género no ha sido precisamente una ganancia a la hora de establecerse en
la ciudad letrada. Intervención en el panel ¿Existe una literatura de género?, Centro Dulce María Loynaz, 18 de agosto de 2009. |
Zaida Capote Cruz
Publicado, originalmente, en la web de La Jiribilla - Revista de Cultura Cubana http://www.lajiribilla.cu/
Links: http://www.lajiribilla.cu/2009/n434_08/434_03.html - La Habana, 29 de agosto al 4 de setiembre de 2009
En Letras-Uruguay ingresado el presente trabajo el día 18 de octubre de 2015
Autorizado por la autora, a la cual agradecemos.
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