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Féretros tallados a mano |
Prólogo Aquí
y allá, en prólogos, prefacios, entrevistas o raptos confesionales,
Truman Capote (estadounidense, 1924-1984) dejó bien en claro quién había
sido desde pequeño, o al menos quién iba a ser para nosotros. Cada vez
que viene al caso, es decir todo el tiempo, recuerda que su memoria
comienza con una evidencia: él quería ser escritor. Mientras los demás
se perdían en el duro oficio de la infancia, Capote afinaba los lápices
y se proyectaba en una página. Tenaz desde muchacho, este entrenamiento
calificado lo puso en la pista bien temprano. Antes de cumplir veinte años
publicaba sus cuentos en las mejores páginas norteamericanas, y ya a los
veinticuatro aparecía su primera novela, Otras
voces, otros ámbitos, bien recibida por el público y la crítica, un
juicio calificado que el tiempo habría de perpetuar. A partir de
entonces, con la certeza de estar en el lugar y en el destino correctos,
comenzaría una producción que, como él también nos dice, tendría
altos y bajos. Sin embargo seria tan equilibrada en sus alternancias que
los picos que periódicamente alcanzó su obra sepultan en la memoria
cualquier desfallecimiento o mal paso, y uno termina que ambos, altos y
bajos, son fundamentales en el proceso de depuración y expansión a
nuevos terrenos que constituye la escritura de Capote. Baste hacer una
enumeración elocuente en cuanto a páginas ejemplares: Desayuno
en Tiffany's, Un árbol de la noche, A sangre fría, Música para
camaleones, cuatro libros que son cuatro tonos distintos,
pacientemente diferenciados y llevados a su culminación, cuatro mundos
para cuatro escritores que confluyen solo en él. Esto, por un lado, habla
de un dotado. Aunque en cierta forma eso es lo de menos. Lo que cuenta
quizás es el peso de haber descubierto muy tempranamente su verdad, la de
ser escritor, y que ésta se manifestara en la forma de la inquietud
permanente, de una pregunta que apremia: ¿qué es ser un escritor? ¿De
cuántas formas puede alcanzar la maestría en su oficio? ¿Cómo se
define su estilo? Queda claro que no es una pregunta sino varias, y Truman
Capote va a ir respondiendo a sus propios interrogantes con una escritura
y un mundo narrativo que no paran de corregirse a si mismos, buscando su
lugar escalando cimas diversas y bajando de ellas abruptamente y volviendo
a visitarlas con espíritu renovado y con una mirada impiadosa que extrae
un aprendizaje y lo extiende a su próximo logro. Así desde Otras
voces, otros ámbitos a Música
para camaleones pasará del lirismo al despojamiento, de narradores
que conceden y disfrutan la sensualidad a otros que hacen de la crudeza y
la observación clínica una cuestión de principios literarios; de los
paisajes sureños, con sus mitos decadentes y siempre un tanto hidalgos,
al corazón de la locura norteamericana que se expurga en A
sangre fría. Y sin duda A sangre
fría es su monumento, una novela que divide sus aguas tanto en lo artístico
como en lo personal, y que estrella su literatura contra la realidad. De
ese encuentro, de ese matrimonio tormentoso entre la ficción y la no
ficción, él tiene la licencia. Es absurdo discutir, como se hizo durante
muchos años, la legitimidad ficcional de una novela basada
puntillosamente en hechos reales y que relata paso a paso un crimen, sus
antecedentes y consecuencias. No cabe duda que en el tema mismo Capote
encontró un morbo seductor y un buen vehículo para retratar las
debilidades monstruosas del patético sueño americano. Pero más cierto aún
es que en ese pozo sin forma racional que uno sospecha es la mente de un
asesino, había un abismo donde volcar al mismo tiempo los riesgos de la
mirada psicológica (con sus excesos y tonterías) y poner en juego un
estilo que debía narrar lo que parecía innarrable. Es decir, contar esa
historia, escribir ese libro exigía un gusto especial por los
emprendimientos temerarios y la sospecha de que para escribir la gran
novela americana había que exponer la resistencia personal y olvidar
todos los trucos aprendidos en años de escritura. Y él era la persona
indicada para hacerlo. Ese
libro es su monumento por lo que es y por aquello que escribirlo le hizo
aprender como escritor. Paradójicamente la salida airosa de esa pesadilla
(airosa en lo literario, porque los efectos que tendría en su vida la
convivencia de varios años con ese material y las largas visitas en la cárcel
a los asesinos han sido más que complejos) lo dejó en un lugar
privilegiado para fracasar en el futuro. Podría haber seguido usando una
fórmula que se había inventado y con ella producir un par de novelas cómodas
y exitosas. No fue el caso, y lo que siguió a esto fue la búsqueda
obsesiva de nuevas formas de maestría. Metódico y leal a sus propias
conquistas, tras eso seguirá trabajando en esa zona donde se encuentran,
para mezclarse sin confundirse, la ficción, la no ficción y los terrenos
menos explorados de la escritura periodística. Dentro de esta línea,
puede ubicarse "Féretros tallados a mano", una pieza magistral,
también basada en un hecho real, que muestra una manera diametralmente
opuesta de enfrentarse a una atroz historia criminal. Es cierto que la
lectura de esta obra no nos muestra a todo Capote, que no es un compendio
de los diversos registros que abordó y consumó, y que al publicar solo
esta nouvelle por una limitación
de espacio nos perdemos de disfrutarlo ejerciendo su genio en otros ámbitos
literarios. Pero este texto tiene un punto a su favor que lo defiende y
libera de todos las ausencias a que su presencia obliga: es una pequeña
obra maestra de principio a fin. Fernando
Fagnani
Féretros
tallados a mano Narración
verídica de un crimen americano Marzo
de 1975
Un
pueblo en un pequeño Estado del oeste. Un centro para las numerosas
granjas y establecimientos de cría de ganado que rodeaban a este pueblo
con una población de menos de diez mil, con doce iglesias y dos
restaurantes. El cine, aunque no ha dado ni una película en diez años,
todavía sigue en pie, austero e inhospitalario en la calle principal. Una
vez también hubo un hotel, pero ha sido cerrado, y hoy en día el único
lugar donde puede alojarse un viajero es el motel Prairie. El motel es
limpio y los cuartos bien calefaccionados; más no puede decirse. Un
hombre llamado Jake Pepper vive en él desde hace casi cinco años. Tiene
cincuenta ocho años, y es un viudo con cuatro hijos grandes. Es más bien
bajo, de muy buena salud y parece tener quince años menos. Un rostro común
pero agradable, ojos azules y una boca fina que se contorsiona en muecas
que a veces son sonrisas, a veces no. El secreto de su aspecto juvenil no
es su pulcritud o su delgadez, ni se debe tampoco a sus mejillas,
sonrosadas como manzanas, ni a sus traviesas y misteriosas sonrisas, sino
a su pelo, que lo hace tan joven: es de un rubio oscuro, lo lleva muy
corto, y tan lleno de remolinos que no puede peinarlo; lo alisa y lo moja,
simplemente. Jake
Pepper es un detective empleado por el Departamento de Investigaciones del
Estado. Nos conocimos por un amigo mutuo, otro detective de un Estado
diferente. En 1972 escribió una carta diciendo que estaba trabajando en
un caso de asesinato, en algo que él pensaba que podía interesarme. Lo
llamé por teléfono y hablamos durante tres horas. Yo estaba muy
interesado en lo que tenía que decirme, pero se alarmó cuando sugerí
que viajaría hasta allí para ver la situación personalmente. Dijo que
podía ser prematuro y llegar a hacer peligrar su investigación, pero
prometió mantenerme informado. Los tres años siguientes intercambiamos
llamadas telefónicas de vez en cuando. El caso, que seguía líneas tan
intrincadas como un laberinto de ratas, parecía haber llegado a un punto
muerto. Finalmente le dije: "Déjeme que vaya a echar un
vistazo". Así
fue que me encontré, una fría noche de marzo, sentado con Jake Pepper en
su habitación del motel en los alrededores invernales y ventosos de ese
pequeño pueblo desolado del oeste. En realidad, la habitación era
agradable, cómoda. Después de todo, con ciertas interrupciones, había
sido su hogar por cinco años, y había puesto estantes donde exhibía
fotos de su familia, hijos y nietos, y en los que descansaban cientos de
libros, muchos acerca de la Guerra Civil, y todos propios de un hombre
inteligente; prefería a Dickens, Melville, Trollope, MarkTwain. Jake
estaba sentado en el piso, con las piernas cruzadas, con un vaso de
bourbon al lado. Tenía un tablero de ajedrez por delante, y abstraídamente
movía las piezas. TC:
Lo sorprendente es que nadie parece saber nada acerca de este caso. Casi
no ha tenido publicidad. JAKE:
Hay razones. TC:
Nunca he logrado ordenarlo en una secuencia. Es como un rompecabezas al
que le faltan las piezas. JAKE:
¿Dónde empezamos? TC:
Desde el comienzo. JAKE:
Vaya al escritorio. Abra el cajón de abajo. ¿Ve esa cajita de cartón?
Mire lo que hay adentro. (Adentro
de la caja encontré un féretro en miniatura. Era un objeto hermoso,
tallado en madera de bálsamo. No estaba ornamentado, pero cuando se
levantaba la tapa, se veía que el cajón estaba vacío. Contenía una
foto, una instantánea casual y cándida de dos personas de edad mediana,
un hombre y una mujer, que cruzaban la calle. No era una foto para la que
hubieran posado; uno se daba cuenta de que ellos no sabían que se les había
sacado una foto.) Ese pequeño féretro. Supongo que ése es el comienzo. TC:
¿Y la foto? JAKE:
George Roberts y su esposa, Amelia. TC:
Los esposos Roberts. Por supuesto. Las primeras víctimas. ¿Él era
abogado? JAKE:
Él era abogado, y una mañana (para ser precisos, el 10 de agosto de
1970), recibió un regalo por correo. El pequeño féretro. Con la foto
adentro. Roberts era un tipo feliz y despreocupado. Enseñó el obsequio a
algunas personas, como si fuera una broma. Un mes después, George y
Amelia estaban muertos. TC:
¿Cuándo entró usted en el caso? JAKE:
Inmediatamente. Una hora después que los mataron yo ya estaba en camino
con otros dos agentes del Departamento. Cuando llegamos aquí los cadáveres
seguían en el auto. Y las víboras también. Eso es algo que no olvidaré
nunca. Nunca. TC:
Recuerde. Descríbalo exactamente. JAKE:
Los Roberts no tenían hijos. Ni enemigos, tampoco. Todos tos querían.
Amelia trabajaba para su marido. Era su secretaría. Tenían un solo auto,
e iban juntos a la oficina. La mañana que sucedió hacía calor. Muchísimo
calor. De modo que deben de haberse sorprendido cuando fueron a buscar el
auto y vieron que las ventanillas estaban subidas. De todos modos,
entraron en el auto por distintas puertas, y no bien estuvieron adentro,
un montón de víboras de cascabel los picó. Inmediatamente. Encontramos
nueve adentro de ese auto. A todas les habían inyectado anfetaminas.
Estaban enloquecidas. Picaron a los Roberts en todas partes: en el cuello,
en los brazos, orejas, mejillas, manos. Pobre gente. Tenían la cabeza
inmensa, hinchada como un zapallo. Deben de haber muerto casi instantáneamente.
Así espero. Es lo único que espero. TC:
Las víboras de cascabel no son tan comunes por aquí. No de ese tamaño.
Deben de haberlas traído aquí. JAKE:
Así es. De un criadero de víboras en Nogales, Texas. Pero éste no es el
momento de decirle cómo sé eso. (Afuera, la nieve cubría, como encaje,
el suelo. Faltaba mucho para que llegara la primavera: un fuerte viento
que hacía repiquetear la ventana anunciaba que el invierno seguía con
nosotros. Pero el ruido del viento no era más que un murmullo en mi
cabeza, bajo el sonido de las víboras de cascabel y de sus sibilantes
lenguas. Vi el auto, oscuro bajo el sol ardiente, las enroscadas
serpientes, las cabezas humanas que se volvían verdes, hinchándose de
veneno. Me puse a escuchar el viento para que borrara la escena.) JAKE:
Por supuesto, no sabemos si los Baxter recibieron un féretro. Estoy
seguro de que sí. No se adecuaría al rito, de lo contrario. Pero ellos
nunca dijeron haberlo recibido, y nunca vimos rastros de él. TC:
Tal vez se perdió en el fuego. ¿No había otras personas con ellos, otra
pareja? JAKE:
Los Hogan. De Tulsa. Eran amigos de los Baxter, y estaban de paso. El
asesino no pensaba matarlos. Fue un accidente. Lo
que sucedió fue que los Baxter estaban haciendo una casa nueva, muy
elegante, pero la única parte terminada era el subsuelo. El resto esta en
construcción. Roy Baxter era un hombre rico; podría haber alquilado este
motel entero mientras le hacían la casa. Pero prefirió vivir en el
subsuelo. La única entrada era por una puerta trampa. Era diciembre, tres
meses después de los asesinatos de las víboras de cascabel. Lo único
que sabemos con seguridad es que los Baxter invitaron a esa pareja de
Tulsa a que pasaran con ellos la noche en el subsuelo. Y en algún momento
antes del amanecer se inició un tremendo incendio en ese subsuelo, y las
cuatro personas murieron incineradas. Literalmente no quedaron más que
cenizas. TC:
¿No pudieron escapar por la puerta trampa? JAKE:
(haciendo una mueca y resoplando): Diablos, no. El incendiario, el
asesino, la cerró con bloques de cemento. Ni King Kong podría haberlos
sacado. TC:
Evidentemente, debe de haber alguna conexión entre el incendio y las víboras
de cascabel. JAKE:
Es fácil decir eso ahora. Pero entonces, yo no hacía ninguna conexión.
Había cinco tipos trabajando en el caso: sabíamos más de George y
Amelia Roberts y de los Baxter y los Hogan que lo que ellos pudieron saber
de sí mismos en vida. Apuesto a que George Roberts nunca se enteró de
que su mujer tuvo un hijo a los quince años y lo dio para que lo
adoptaran. Por supuesto, en un lugar cómo este, todos más o menos
conocen a todos, por lo menos de vista. Pero no podíamos encontrar nada
que relacionara a las víctima. Ni motivos. No había ninguna razón, que
pudiéramos encontrar, para matar a esas personas. (Estudió el tablero de
ajedrez, encendió la pipa y tomó un sorbo de bourbon.) Todas las víctimas
me eran desconocidas. Nunca oí hablar de ellas antes de que murieran,
pero el siguiente era amigo mío. Clem Anderson. Noruego, de segunda
generación; había heredado de su padre un establecimiento de campo en
este lugar. Bastante extenso. Fuimos al colegio en la misma época, aunque
él estaba unos años antes que yo. Se casó con una ex novia mía, una
chica maravillosa, la única que he visto con ojos azul lavanda. Como
amatistas. Algunas veces, cuando tomaba un trago, me ponía a hablar de
Amy y sus ojos de amatista, pero a mi mujer no le causaba nada de gracia.
De cualquier manera, Clem y Amy se casaron, se establecieron aquí y
tuvieron siete hijos. Yo comí en la casa de ellos la noche antes que lo
mataran, y Amy dijo entonces que lo único que lamentaba en la vida era no
haber tenido más hijos. Yo
veía a Clem muy seguido, desde que vine a ocuparme del caso. Tenía una
debilidad: bebía demasiado. Pero era astuto y me enseñó muchas cosas
acerca del pueblo. Una noche me llamó aquí, a este motel. Sonaba raro.
Dijo que debía verme en seguida. De modo que le dije, ven. Pensé que
estaba borracho, pero no era eso. Estaba asustado. ¿Sabe por qué? TC:
Había recibido un regalo de Papá Noel. JAKE:
Ahá. Pero no sabia qué era. Lo que significaba. El féretro, y su
posible conexión con los asesinatos de las víboras, no habían sido
dados a publicidad. Lo manteníamos en secreto. Yo nunca había mencionado
el asunto a Clem. De modo que cuando llegó a este mismo cuarto y me mostró
un féretro que era la réplica exacta del que habían recibido los
Roberts, me di cuenta de que mi amigo estaba en un gran peligro. Se lo habían
mandado por correo en una caja envuelta en papel madera, con el nombre y
dirección escritos de forma anónima. Con tinta negra. TC:
¿Había una foto de él? JAKE:
Sí. Y la describiré cuidadosamente porque tiene mucho que ver con la
manera en que murió Clem. En realidad, creo que el asesino intentaba
hacer una pequeña broma, indicando sutilmente a Clem la forma en que iba
a morir. En la foto, Clem está sentado en una especie de jeep. Un vehículo
excéntrico, inventado por él. No tenía techo ni parabrisas, nada que
protegiera al conductor. No era más que un motor con cuatro ruedas. Dijo
que nunca había visto esa foto en su vida, que no tenía idea de quién
la había tomado, ni cuándo. Yo tenía ante mí una decisión difícil.
¿Debería decirle la verdad, reconocer que la familia Roberts había
recibido un féretro parecido antes de morir, y que los Baxter
probablemente también? En cierta manera, sería mejor no informárselo:
de esa forma, si lo vigilábamos bien, podía conducirnos al asesino,
mucho mejor si no se daba cuenta del peligro en que estaba. TC:
Pero usted decidió decírselo. JAKE:
Sí. Porque con este segundo féretro, me di cuenta de que los asesinatos
estaban relacionados. Y pensé que Clem podía conocer la respuesta. Debía
conocerla. Pero, después que le expliqué el significado del féretro
entró en shock. Tuve que abofetearlo. Y empezó a portarse como un chico.
Se acostó en la cama, y empezó a llorar. "Alguien me matará. ¿Por
qué?" Yo le dije:"Nadie te matará. Te lo prometo. Pero piensa,
Clem. ¿Qué tienes en común con estas personas que murieron? Debe de
haber algo. Tal vez algo muy trivial". Pero,
lo único que podía decir era: "No lo sé, no lo sé". Lo
obligué a beber hasta que estuvo tan borracho que se quedó dormido. Pasó
la noche aquí. A la mañana estaba más tranquilo. Pero aún no se le
ocurría qué podía relacionarlo con los crímenes, cómo encajaba él.
Le dije que no discutiera lo del féretro con nadie, ni siquiera con su
mujer, y que no se preocupara, pues había pedido la ayuda de dos agentes
más para que lo cuidaran. TC:
¿Cuánto pasó hasta que el fabricante de féretros cumplió su promesa? JAKE:
Oh, creo que debe de haber disfrutado mientras tanto. Jugaba como un
pescador con una trucha atrapada en un acuario. El Departamento dio por
terminada la tarea de los dos agentes, y finalmente hasta Clem empezó a
despreocuparse. Pasaron seis meses. Amy llamó para invitarme a comer. Era
unas noche cálida de verano. El aire estaba lleno de luciérnagas. Los
chicos las perseguían y las metían en frascos. Cuando partía, Clem me
acompañó al auto. Hay un riacho junto al sendero donde lo había
estacionado, y Clem dijo: "Con respecto a la conexión. El otro día
se me ocurrió algo de repente. El río". Le pregunté qué río y él
dijo ése, el riacho. "Es una historia un tanto complicada. Y
probablemente tonta. Pero te la contaré la próxima vez que nos
veamos." Por supuesto, no lo vi más. Por lo menos, vivo. TC:
Como si lo hubiera oído. JAKE:
¿Quién? TC:
Papá Noel. Quiero decir. ¿No es raro que después de tantos meses Clem
Anderson menciona el río, y al día siguiente, antes que pueda decirle
por qué se acordó del río de repente, el asesino cumpla su promesa? JAKE:
¿Qué tal su estómago? TC:
Muy bien. JAKE:
Le mostraré algunas fotos. Pero es mejor que se sirva un trago. Lo
necesitará. (Las
fotos, en blanco y negro, en papel brilloso, habían sido tomadas de
noche, con flash. La primera era del jeep armado en casa de Clem Anderson
en un estrecho camino de campo; estaba volcado sobre un costado, con los
faros encendidos todavía. La segunda foto era un torso sin cabeza, tirado
sobre el mismo camino: un hombre sin cabeza, con botas y jeans y una
campera de piel de oveja. La última foto era de la cabeza de la víctima.
No podían habérsela cortado más limpiamente ni con una guillotina, ni
en manos de un cirujano maestro. Estaba sola, entre unas hojas, como si un
bromista la hubiera arrojado allí. Los ojos de Clem Anderson estaban
abiertos, pero no parecían muertos, simplemente serenos, y a excepción
de una herida dentada en la frente, tenía la cara igualmente serena, tan
ajena a la violencia como sus pálidos e inocentes ojos noruegos. Mientras
examinaba las fotos, Jake, por sobre mi hombro, también las miraba.) JAKE:
Era alrededor del atardecer. Amy estaba esperando a Clem para la cena.
Mandó a uno de los muchachos por el camino a su encuentro. Él lo halló. Primero
vio el auto volcado. Luego, a unos cien metros, el cuerpo. Corrió a su
casa. y su madre me llamó. Yo me maldije todo el tiempo. Pero cuando
llegamos al lugar, fue uno de mis agentes el que encontró la cabeza.
Estaba bastante lejos del cuerpo. En realidad, yacía en el lugar donde
golpeó contra el alambre. TC:
El alambre, claro. Nunca entendí bien lo del alambre. Es tan... JAKE:
¿Ingenioso? TC:
Más que ingenioso. Absurdo. JAKE:
En absoluto absurdo. Nuestro amigo simplemente descubrió una buena manera
de decapitar a Clem Anderson. De matarlo sin que existiera la posibilidad
de testigos. TC:
Supongo que es el elemento matemático. Siempre me quedo perplejo ante
algo en que interviene la matemática. JAKE:
Bueno, el caballero responsable de esto tiene ciertamente una mente matemática.
Por lo menos tuvo que tomar medidas muy exactas. TC:
¿Puso un alambre entre dos árboles? JAKE:
Entre un árbol y un poste de teléfono. Un fuerte alambre de acero,
afilado como una navaja. Virtualmente invisible, hasta a pleno sol. Pero
al atardecer, cuando Clem salió de la carretera y entró en su ridículo
autito por ese camino estrecho, no pudo haberlo visto, de ninguna manera.
Lo agarró en el lugar preciso: justo debajo de la barbilla. Y, como vio,
le cortó la cabeza tan fácilmente como se arranca una margarita. TC:
Tantas cosas podrían haber salido mal. JAKE:
¿Qué habría importado? ¿Qué es un fracaso? Hubiera vuelto a
intentarlo. Hasta que lo consiguiera. TC:
Eso es lo absurdo. Que siempre lo consiga. JAKE:
Sí y no. Pero luego volveremos a eso. (Jake
metió las fotos en un sobre manila. Chupó su pipa y se pasó los dedos
por el pelo enmarañado. Guardé silencio, pues sentí que lo embargaba la
tristeza. Finalmente le pregunté si estaba cansado, si prefería que me
fuera. Dijo que no, que recién eran las nueve, y que nunca se acostaba
antes de la medianoche.) TC:
¿Está solo aquí, ahora? JAKE:
No. Dios mío, me volvería loco. Me turno con otros dos agentes. Pero
sigo siendo el principal encargado de este caso. Lo
quiero así. He invertido mucho en esto. Y voy a agarrar a nuestro tipo,
aunque sea lo último que haga. Cometerá un error. En realidad, ya ha
cometido algunos. Si bien no puedo decir la forma en que mató al doctor
Parsons sea uno de ellos. TC:
¿Al forense? JAKE:
Al forense. El bajito y jorobado forense. TC:
Veamos. Al principio usted pensó que se trataba de un suicidio. JAKE:
Si usted hubiera conocido al doctor Parsons, también habría pensado que
era un suicidio. Tenia mil razones para matarse. O para que lo mataran.
Estaba casado con una mujer hermosa. y la hizo adicta a la morfina. De esa
manera consiguió que se casara con él. Era un usurero. Y practicaba
abortos. Por lo menos una docena de viejas chifladas le dejaron todo en su
testamento. Un pillo de siete suelas, el tal doctor Parsons. TC:
¿A usted no le gustaba? JAKE:
A nadie le gustaba. Pero lo que dije antes no es así. Dije que Parsons
era un tío con mil razones para suicidarse. En realidad, no tenía ningún
motivo. Dios estaba en paz con él, y el sol brillaba todo el tiempo en el
mundo de Ed Parsons. Lo único que lo molestaba era la úlcera. Y una
especie de indigestión permanente. Llevaba a todas partes unas botellas
enormes de Maalox. Se tomaba dos por día. TC:
De cualquier modo, todos se sorprendieron al enterarse de que el doctor
Parsons se había matado, ¿no? JAKE:
Bueno, no. Porque nadie pensó que se había suicidado. Por lo menos, al
principio. TC:
Perdón, Jake. Estoy confundido otra vez. (A Jake se le había apagado la
pipa; vació el tabaco en un cenicero y desenvolvió un cigarro, que no
encendió. Lo usaba para morder, no para fumar. Como un perro con un
hueso.) TC:
Para empezar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre los entierros?, ¿entre
el de Clem Anderson y el del doctor Parsons? JAKE:
Cuatro meses. Más o menos. TC:
Y Papá Noel, ¿envió un obsequio al doctor? JAKE:
Espere. Espere. Va demasiado rápido. El día que murió Parsons, bueno,
pensamos que era una muerte natural. Su enfermera lo encontró tirado
sobre el piso del consultorio. Alfred Skinner, otro médico de esta
ciudad, dijo que probablemente había tenido un ataque al corazón. Se
necesitaría una autopsia para corroborarlo. Esa
misma noche recibí una llamada de la enfermera de Parsons. Dijo que Mrs.
Parsons quería hablar conmigo, y le contesté que muy bien, que iría a
su casa en seguida. Mrs. Parsons me recibió en su dormitorio, lugar que,
según creo, nunca abandona. Está confinada allí, supongo, por los
placeres de la morfina. No es una inválida, de ninguna manera por lo
menos no en el sentido que generalmente se le da a esa palabra. Es una
mujer encantadora, de aspecto muy saludable. Con buen color en la cara,
aunque con una piel tan lisa y pálida como de perla. Pero tiene los ojos
demasiado brillantes, con las pupilas dilatadas. Estaba
en cama, recostada sobre una pila de almohadas con fundas de encaje. Me
fijé en sus uñas, largas y cuidadosamente pintadas, y en sus manos, tan
elegantes. Pero lo que tenía en las manos no era muy elegante. TC:
¿Un obsequio? JAKE:
Exactamente, igual que los otros. TC:
¿Qué le dijo? JAKE:
Dijo: "Creo que a mi marido lo asesinaron". Pero estaba muy
serena; no parecía preocupada, ni en tensión. TC:
La morfina. JAKE:
Más que eso. Es una mujer que ya ha dejado la vida. Mira hacia atrás,
por una puerta. Sin pesar. TC:
¿Conocía el significado del féretro? JAKE:
No, en realidad, no. Y su marido tampoco. A pesar de ser el forense del
condado, y en teoría parte de nuestro equipo, nunca le dijimos nada. No
sabía nada de los féretros. TC:
¿Cómo sospechaba, entonces, que su marido podía haber sido asesinado? JAKE
(mordiendo el cigarro y frunciendo el entrecejo): Por el féretro. Dijo
que su marido se lo había mostrado hacía unas semanas. No lo había
tomado en serio; creía que era un gesto malévolo, algo que le había
enviado algún enemigo. Pero ella dijo, ella dijo que no bien lo vio, con
la foto de él adentro, sintió que una "sombra" se cernía
sobre él. Aunque parezca extraño creo que lo amaba. Esa mujer hermosa. A
ese jorobado hirsuto. Me
despedí y me llevé el féretro, diciéndole que era muy importante que
no dijera nada a nadie. Después de eso, lo único que podíamos hacer era
esperar el resultado de la autopsia, que fue: muerte por envenenamiento,
probablemente administrado por él mismo. TC:
Pero usted sabía que era un asesinato. JAKE:
Yo sabía. Y Mrs.
Parsons sabía. Pero todos los demás creían que se trataba de un
suicidio. Muchos siguen creyéndolo. TC:
¿Qué clase de veneno usó nuestro amigo? JAKE:
Nicotina liquida. Un veneno muy puro, rápido y poderoso, incoloro e
inodoro. No sabemos exactamente cómo fue administrado, pero sospecho que
lo mezclaron con un poco del Maalox que tanto amaba el médico. Un buen
trago, y a la fosa. TC:
Nicotina liquida. No había oído hablar de eso. JAKE:
Bueno, no es tan conocido como el arsénico. Hablando de nuestro amigo,
los otros días encontré algo escrito por Mark Twain, que me pareció muy
apropiado. (Después de buscar entre los estantes, encontró el libro que
buscaba. Jake caminó por el cuarto, leyendo en voz alta con una voz que
no parecía la suya, una voz ronca, airada.) "De todas las criaturas,
el hombre es la más detestable. De toda la especie es el único,
absolutamente el único, en poseer malignidad. La más despreciable, la más
aborrecible de todos los instintos, de todas las pasiones: es la única
criatura que causa dolor para divertirse, sabiendo que es dolor. Además,
en la lista, es la única criatura con una mente desagradable". (Jake
cerró el libro de un golpe y lo tiró sobre la cama.) Detestable.
Maligno. De mente desagradable. Sí, señor, la descripción exacta de Mr.
Quinn. Aunque no completa. Mr Quinn posee otros talentos. TC:
Nunca había mencionado el nombre. JAKE:
Hace sólo seis meses que lo sé. Pero así se llama. Quinn. (Una
y otra vez Jake golpeaba el puño contra la mano ahuecada, como un
prisionero furioso que hace demasiado que se siente frustrado, encerrado
donde está. En realidad, hacía muchos años que estaba aprisionado en
este caso: una gran furia, como el buen whisky, necesita una larga
fermentación.) JAKE:
Robert Hawley Quinn. Un
caballero muy apreciado. TC:
Pero un caballero que comete errores. De lo contrario no conocería su
nombre. O, más bien, no sabría que se trataba de nuestro amigo. JAKE:
(Silencio; no me escucha.) TC:
¿Fue por las víboras? Usted me dijo que provenían de un criadero de
Texas. Si sabe eso, debe saber entonces quién las compró. JAKE
(ha desaparecido la ira. Bosteza): ¿Qué? TC:
A propósito, ¿por qué inyectaron anfetamina a las víboras? JAKE:
¿Para qué cree usted? Para estimularlas. Para aumentar su ferocidad.
Igual que arrojar un fósforo encendido en un tanque de nafta. TC:
No sé. Me pregunto cómo se las habrá arreglado para inyectarlas en el
auto, sin que lo picaran a él. JAKE:
Le enseñaron cómo hacerlo. TC:
¿Quién? JAKE:
La mujer que le vendió las víboras. TC:
¿La mujer? JAKE:
La propietaria del criadero de Nogales es una mujer. ¿Le parece extraño?
Mi hijo mayor se casó con una mujer que trabaja en el Departamento de
Policía de Miami. Es un buzo de aguas profundas, profesional. El mejor
mecánico de autos que conozco es una mujer... (Nos
interrumpió el teléfono. Jake miró su reloj de pulsera y sonrió. Su
sonrisa, tan verdadera y tranquila, me hizo ver que no sólo sabía quién
llamaba, sino que era una voz que esperaba oír.) Hola.
Addie. Sí, está aquí. Dice que en Nueva York es primavera; le dije que
debería haberse quedado allí. No, nada. Tomando unos tragos y hablando
ya sabes de qué. ¿Mañana es domingo? Creía que era jueves. Debo de
estar perdiendo la cuenta. Seguro, con mucho gusto iremos a comer, Addie,
no te aflijas por eso. Le gustará cualquier cosa que hagas. Eres la mejor
cocinera de cualquiera de los dos lados de las Rocallosas, este u oeste.
Así que no te preocupes. Sí, la tarta de pasas de uva, con manzanas.
Cierra todas puertas con llave. Que duermas bien. Sí, sabes que sí.
Buenas noches. (Siguió
sonriendo después de colgar. Por fin encendió un cigarro, y fumó con
gusto. Indicando el teléfono, se rió entre dientes.) Ése
fue el error que cometió Mr. Quinn. Adelaide Mason, nos invitó a comer
mañana. TC:
¿Y quién es Mrs. Mason? JAKE:
Miss Mason. Una cocinera bárbara. TC:
Pero, ¿además de eso? JAKE:
Addie Mason era lo que yo estaba esperando. Alguien que me trajera suerte. Sabe,
el padre de mi mujer era un ministro metodista. Insistía en que toda la
familia fuera a la iglesia. Yo me zafaba siempre que podía, y después
que ella murió ya no fui más. Pero hace unos seis meses, el Departamento
estuvo a punto de cerrar este caso. Habíamos gastado mucho tiempo y mucho
dinero. Y no teníamos ningún resultado: no había caso. Ocho asesinatos,
y ni una sola pista que relacionara a las víctimas o que produjera una
sombra de motivación. Nada. Excepto esos tres féretros tallados a mano.
Me dije: ¡No! ¡No! ¡No puede ser! Hay una mente detrás de todo esto.
Empecé a ir a la iglesia. No hay otra cosa que hacer los domingos aquí,
de todos modos. Ni siquiera un campo de golf. Y recé: "Por favor,
Dios mío, no permitas que este hijo de perra se salga con la suya". En
la calle principal hay un café llamado Okay. Todos saben que allí pueden
encontrarme todas las mañanas entre las ocho y las diez. Desayuno en el
reservado del rincón, y me quedo leyendo los diarios y charlando con los
comerciantes locales, que entran a tomar una taza de café. El Día de
Acción de Gracias estaba desayunando, como siempre. Estaba solo, pues era
feriado, y me sentía bastante deprimido. El Departamento estaba
presionando para que cerrara el caso y me fuera. ¡Por Dios, no era porque
no me alegrara de salir de este maldito pueblo! Nada hubiera querido más.
Pero la idea de abandonar, de dejar que ese diablo bailara alrededor de
las tumbas me enfermaba. Una vez, pensando en eso, vomité. De verdad. Bueno,
de repente Adelaide Mason entró en el café. Vino directamente a mi mesa.
La había visto varias veces, pero nunca había hablado con ella, en
realidad. Es maestra de escuela, de primer grado. Vive aquí con su
hermana, Marylee, que es viuda. Addie Mason dijo: "Mr. Pepper, ¿no
piensa pasar el Día de Acción de Gracias en el café Okay? Si no tiene
otros planes, ¿por qué no come con nosotras? Con mi hermana y conmigo,
nadie más". Addie no es una mujer nerviosa pero, a pesar de sus
sonrisas y de su cordialidad, parecía, bueno, un tanto aturdida. Pensé:
A lo mejor no considera propio que una mujer soltera invite a un hombre
sin compromiso, que apenas conoce, a su casa. Pero antes de poder decir sí
o no, ella dijo: "Para decirle la verdad, Mr. Pepper, tengo un
problema. Algo que quiero hablar con usted. Esto nos dará la oportunidad.
¿Le viene bien al mediodía?". Nunca
comí mejor; en lugar del tradicional pavo, sirvieron pichones con arroz
de la India y un buen champagne. Durante la comida, Addie mantuvo la
conversación de manera muy entretenida. No parecía nerviosa, pero su
hermana, sí. Después de comer nos sentamos en la sala a tomar café y
cognac. Addie se excusó, y al volver traía... TC:
¿Me permite dos adivinanzas? JAKE:
Me lo entregó y me dijo: "De esto quería hablar con usted". (Con
sus delgados labios, Jake hizo un anillo de humo, luego otro. Hasta que
suspiró, el único ruido en el cuarto era el del viento, que golpeaba la
ventana.) Usted
tuvo un largo viaje. Tal vez deberíamos interrumpir ahora. TC:
¿Quiere decir que me va a dejar colgado aquí? JAKE:
(Muy serio, pero con una de sus sonrisitas traviesamente ambiguas.) Sólo
hasta mañana. Creo que debería oír la historia de Addie de ella misma.
Venga. Lo acompañaré a su habitación. (Extraño,
pero el sueño me tumbó como si me hubieran golpeado con la cachiporra de
un ladrón. Había tenido un largo viaje, problemas de sinusitis, estaba
cansado. Pero a los pocos minutos me desperté, o, más bien, entré en
una esfera entre el sueño y la vigilia, en que mi mente era un losange de
cristal, un instrumento suspendido que reflejaba imágenes que giraban: la
cabeza de un hombre entre las hojas, las ventanillas de un auto veteadas
de veneno, ojos de serpientes que se deslizaban en medio de vapor de
calor, fuego que brotaba de la tierra, puños quemados que llamaban con
fuerza a la puerta de un sótano, un alambre tenso que resplandecía al
atardecer, un torso en el camino, una cabeza entre hojas, fuego, fuego,
fuego que fluía como un río, un río, un río. Entonces suena el teléfono.)
VOZ
DE HOMBRE: ¿Qué pasa? ¿Va a dormir todo el día? TC:
(las cortinas están corridas, la habitación está a oscuras, no sé dónde
estoy, quién soy) ¿Hola? VOZ
DE HOMBRE: Soy Jake Pepper. ¿Se acuerda? ¿Un mal tipo? ¿De ruines ojos
azules? TC:
¡Jake! ¿Qué hora es? JAKE:
Un poco más de las once. Addie Mason nos espera dentro de una hora. Vaya
y dése una ducha. Y póngase algo abrigado. Afuera está nevando. Una
nevada fuerte, de copos demasiado espesos para flotar. Caían y cubrían
el suelo. Cuando salimos del motel en el auto de Jake, éste puso en
funcionamiento los limpiaparabrisas. La calle principal estaba gris y
blanca, y vacía, sin vida, excepto por un solitario semáforo que
cambiaba de color. Todo estaba cerrado, hasta el café Okay. La lobreguez,
el triste silencio de la nieve, nos influenció. Ninguno de los dos habló.
Pero presentí que Jake estaba de buen humor, como si anticipara un
acontecimiento agradable. Su cara saludable estaba brillosa, y olía,
demasiado, a loción para después de afeitar. Aunque tenía el pelo
enmarañado, como de costumbre, estaba vestido cuidadosamente, aunque como
para ir a la iglesia. La corbata roja que llevaba era apropiada para una
ocasión más festiva. ¿Un pretendiente camino a una cita? Anoche, al oírlo
hablar con Miss Mason, se me había ocurrido esa posibilidad. Había
cierto tono, cierto timbre, de intimidad. Pero al instante que vi a
Adelaide Mason, borré ese pensamiento de mi mente. No importaba lo
aburrido y solo que estuviera Jake; la mujer era, simplemente, demasiado
fea. Esa fue, al menos mi impresión inicial. Era un poco más joven que
su hermana, Marylee Connor, de cuarenta y tantos años, de rostro
agradable, pero demasiado fuerte, masculino. El maquillaje sólo habría
acentuado esa cualidad, pero, sabiamente, no se pintaba. La limpieza era
su rasgo físico más atractivo: su corto pelo castaño, sus uñas, su
piel; era como si se bañara con alguna lluvia especial de primavera. Ella
y su hermana pertenecían a la cuarta generación de nativos del pueblo, y
era maestra desde que terminó la universidad. Con su inteligencia, su carácter
y refinamiento, era sorprendente que no hubiera buscado un auditorio más
vasto para sus habilidades que un aula llena de niños de seis años.
"No", me dijo, "soy muy feliz. Hago lo que me gusta, enseñar
en primer grado. Me gusta estar allí, donde comienzan. Y en primer grado
enseño todas las materias. Y eso incluye modales. Los modales son muy
importantes. Muy pocos niños los aprenden en su casa". La
vieja casa, de construcción irregular, que compartían las hermanas y que
habían heredado, reflejaba, en su tranquilidad y tibio confort, con sus
civilizados colores lisos y sus "toques" atmosféricos, la
personalidad de la más joven de las hermanas, pues Mrs. Connor, si bien
era agradable, carecía de la visión selectiva de Adelaide Mason, de su
imaginación. La sala, casi toda azul y blanca, estaba llena de plantas
floridas y contenía una inmensa pajarera victoriana, en la que vivían
una media docena de canarios cantores. El comedor era amarillo, blanco y
verde, con piso de madera de pino, sin alfombras, lustrado como un espejo.
Un fuego de leños ardía en el hogar. Las dotes de Miss Mason eran
mayores aún de lo que sostenía Jake. Sirvió un guisado irlandés
extraordinario, y una maravillosa tarta de pasas y manzanas. Para beber
vino blanco, vino tinto y champagne. El marido de Mrs. Connor la había
dejado en buena posición. Fue
durante la comida que mi impresión original de nuestra anfitriona más
joven empezó a cambiar. Sí, era evidente que existía un entendimiento
entre Jake y esta dama. Eran amantes. Observándola más atentamente, viéndola,
como si fuera, por los ojos de Jake, empecé a apreciar su interés,
innegablemente sensual. Era cierto que su rostro tenía defectos, pero su
figura, en el ajustado vestido de jersey gris, era adecuada, lucía
bastante bien, en realidad, y ella actuaba como si fuera sensacional, una
rival de la estrella de cine más atractiva. El balanceo de sus caderas,
el movimiento suelto de sus pechos como frutas, su voz de contralto, la
fragilidad de sus gestos, todo era muy seductor, muy femenino sin ser
afeminado. Su poder residía en su actitud: se comportaba como si creyera
que era irresistible, y fueran cuales fuesen sus oportunidades, el estilo
de la mujer implicaba una historia erótica completa, incluso con notas al
pie de página. Al terminar la comida, Jake la miró como si quisiera
llevarla directamente al dormitorio: la tensión entre ellos era tan
fuerte como el alambre de acero que había decapitado a Clem Anderson. Sin
embargo, Pepper desenvolvió un cigarro, que Miss Mason encendió. Me reí. JAKE:¿Eh? TC:
Es como una novela de Edith Wharton, La casa de la alegría, donde las
damas no hacen más que encender los cigarros de los caballeros. MRS.
CONNOR (a la defensiva): Es la costumbre local. Mi madre siempre encendía
los cigarros de mi padre. Aunque le disgustaba el aroma. ¿No es verdad
Addie? ADDIE:
Sí, Marylee. Jake, ¿quieres más café? JAKE:
Quédate quieta Addie. No quiero nada. Fue una comida maravillosa, y es
hora de que te tranquilices. ¿Addie? ¿Qué te parece el aroma? ADDIE
(casi ruborizándose): Me gusta el aroma de un buen cigarro. Si fumara,
elegiría cigarros. JAKE:
Addie, volvamos al Día de Acción de Gracias pasado. Estábamos sentados
como ahora. ADDIE:
¿Y te mostré el féretro? JAKE:
Quiero que cuentes la historia a mi amigo. Tal como me la contaste a mí. MRS.
CONNOR (echando hacia atrás la silla): ¡Por favor! ¿Debemos hablar de
eso? ¡Siempre! ¡Siempre! Tengo pesadillas. ADDIE
(levantándose, abrazando a su hermana): Está bien Marylee. No hablaremos
del asunto. Iremos a la sala y puedes tocar el piano para nosotros. MRS.
CONNOR: Es tan repugnante. (Mirándome.) Usted debe pensar que soy una
tonta. No hay duda de ello. Y además, he tomado demasiado vino. ADDIE:
Necesitas un sueñecito, querida. MRS.
CONNOR: ¿Un sueñecito? Addie, ¿cuántas veces quieres que te lo diga?
Tengo pesadillas. (Sobreponiéndose.) Por supuesto. Un sueñecito. Discúlpenme,
por favor. (Al irse su hermana, Addie se sirvió otro vaso de vino tinto,
lo levantó, dejando que el brillo del hogar destacara los destellos
escarlatas. Sus ojos pasaron del fuego al vino, luego a mí. Tenía ojos
pardos, pero las distintas iluminaciones —el fuego, las velas sobre la
mesa— los colorearon, haciéndolos amarillo felino. A lo lejos, los
canarios enjaulados cantaban, y la nieve, que se veía caer por las
ventanas como si fuera encaje roto, acentuaba el bienestar interior, la
tibieza del fuego, el rojo del vino.) ADDIE:
Mi historia. Tengo
cuarenta y cuatro años, nunca estuve casada. He recorrido el mundo dos
veces, trato de ir a Europa verano por medio, pero es justo decir que con
excepción de un marinero borracho que se enloqueció y trató de violarme
en un barco sueco, nada extraño me ha sucedido hasta este año, la semana
antes del Día de Acción de Gracias. Mi
hermana y yo tenemos una casilla de correos, no porque recibamos mucha
correspondencia, sino porque estamos suscriptas a muchas revistas. De
todos modos, de regreso a casa de la escuela me detuve a buscar la
correspondencia, y encontré un paquete en la casilla, bastante grande,
pero muy liviano. Estaba envuelto en un papel madera arrugado que tenía
el aspecto de haber sido usado antes, y atado con cordel viejo. El sello
era local. Estaba dirigido a mí. Mi nombre estaba claramente impreso en
tinta negra, espesa. Aun antes de abrirlo, pensé: "Qué clase de
porquería es esto?". Por supuesto, usted está enterado de los féretros,
¿no? TC:
He visto uno, sí. ADDIE:
Pues yo no sabía nada de ellos. Nadie sabía nada. Era un secreto entre
Jake y sus agentes. (Guiñó
un ojo a Jake y, echando la cabeza hacia atrás, tomó el resto del vino
de un trago, con gracia sorprendente y una agilidad que reveló una
garganta encantadora. Jake, devolviéndole el guiño, echó un anillo de
humo en su dirección, y el óvalo vacío, flotando por el aire, pareció
llevar un mensaje erótico.) En
realidad, no abrí el paquete hasta esa noche, tarde. Porque cuando llegué
a casa encontré a mi hermana al pie de la escalera. Se había caído y
recalcado un tobillo. Vino el médico. Hubo un gran revuelo. Me olvidé
del paquete hasta después de acostarme. Entonces pensé: Bueno, puede
esperar hasta mañana. Ojalá hubiera respetado esa decisión. Por lo
menos, no habría perdido una noche de sueño. Porque... porque fue un
shock. Una vez recibí una carta anónima, realmente atroz, especialmente
porque mucho de lo que decía era verdad. (Riendo, volvió a llenar su
vaso.) No fue el féretro el que me impresionó. Fue la foto, muy
reciente, tomada en los escalones del correo. Me pareció una intrusión,
un robo, que me sacaran una foto sin que me diera cuenta. Comprendo a esos
africanos que huyen de las cámaras, pues temen que el fotógrafo quiera
robarles el espíritu. Estaba impresionada, pero no asustada. Mi hermana
fue la que se asustó. Cuando le mostré el pequeño obsequio, dijo "¿No
crees que tendrá algo que ver con lo otro?". "Lo otro" se
refería a lo que ha pasado aquí estos últimos cinco años: asesinatos,
accidentes, suicidios, lo que sea. Depende de con quién habla uno. Yo
traté de no preocuparme, y lo puse en la misma categoría que la carta anónima,
pero cuanto más pensaba en el asunto, se me ocurría que mi hermana había
dado en la tecla. El paquete no me había sido enviado por alguna mujer
celosa, alguien que simplemente me deseara el mal. Era obra de un hombre.
Un hombre había tallado ese féretro. Un hombre de dedos fuertes había
escrito mi nombre en ese paquete. Y se trataba de una amenaza. Pero, ¿por
qué? Pensé: a lo mejor Mr. Pepper sabe por qué. Yo
conocía a Mr. Pepper. A Jake. En realidad estaba enamorada de él. JAKE:
No te apartes del tema. ADDIE:
No lo hago. Utilicé la historia para atraerte a mi cubil. JAKE:
Eso no es verdad. ADDIE
(tristemente, su voz en aburrido contrapunto con las serenatas de los
canarios): No, no es verdad. Porque cuando decidí hablar con Jake, había
llegado a la conclusión de que alguien, en realidad, intentaba matarme, y
tenía idea de quién era, a pesar de que el motivo parecía tan
improbable, tan trivial. JAKE:
No es improbable ni trivial, una vez que se ha estudiado el estilo de la
bestia. ADDIE
(sin prestarle atención, e impersonalmente, como si estuviera recitando
una tabla de multiplicación a sus alumnos): Todo el mundo conoce a todo
el mundo. Eso es lo que dicen acerca de la gente de los pueblos. Yo nunca
he visto a los padres de algunos de mis alumnos. Todos los días paso al
lado de personas que son perfectos extraños. Soy bautista, y nuestra
congregación no es grande, pero hay algunos miembros en ella cuyos
nombres no podría decir aunque me apuntaran con un revólver a la cabeza. Voy
a esto: cuando empecé a pensar en la gente que había muerto, me di
cuenta de que los conocía todos. Excepto a la pareja de Tulsa que se
alojaba en lo de Ed Baxter y su mujer... JAKE:
Los Hogan. ADDIE:
Sí. Bueno no son parte del caso, de todos modos. Espectadores que
quedaron atrapados en un infierno. Literalmente. Aunque
ninguna de las víctimas había sido un amigo íntimo, con la excepción
tal vez de Clem y Amy Anderson. Sus hijos fueron alumnos míos. Pero
conocía a los otros: a George y Amelia Roberts, a los Baxter, al doctor
Parsons. Los conocía bastante bien. Por una sola razón. (Miró su vino,
observando sus fluctuaciones color rubí, como una gitana que consulta un
brumoso cristal, un vidrio fantasmal.) El río. (Se llevó la copa a los
labios, y nuevamente la vació de un solo trago, sin esfuerzo.) ¿Ha visto
el río? ¿Todavía no? Bueno, ésta no es la mejor época del año, pero
en verano es muy lindo. Lo más lindo de esta zona, de lejos. Lo llamamos
río Azul. Es azul, no como el Caribe, pero igualmente límpido, con fondo
de arena, muy sereno para nadar. Nace en esas montañas al norte y
atraviesa las llanuras y estancias. Es nuestra fuente principal de
irrigación, y tiene dos afluentes, ríos mucho más chicos, uno llamado Hermano Mayor, y el otro
Hermano Menor. El
problema empezó por los afluentes. Muchos granjeros, que dependían de
ellos, pensaban que se debería desviar el río Azul para aumentar el
caudal de los afluentes. Naturalmente, los granjeros cuyas tierras eran
irrigadas por el río Principal, se opusieron a esta propuesta. El que más
se opuso fue Bob Quinn, propietario de la estancia B.Q., atravesada Por
los brazos más anchos y profundos del río Azul. JAKE
(escupiendo en el hogar): Robert Hawley Quinn, el caballero. ADDIE:
Se trataba de una pelea que hacía décadas que estaba latente. Todos sabían
que lo más lógico era alimentar los dos tributarios, incluso a expensas
del río Azul (desde el punto de vista del aprovechamiento y de la
belleza). Pero la familia Quinn y otros propietarios de la zona siempre se
las habían ingeniado, mediante alguna treta, para impedir que se hiciera
nada. Luego
tuvimos dos años de sequía, eso tornó crítica la situación. Los
granjeros que dependían, para vivir, de los afluentes, estaban
desesperados, y empezaron a gritar. La sequía los había perjudicado
mucho, perdieron gran cantidad de ganado, de modo que empezaron a exigir
una parte del río Azul. Finalmente el concejo municipal decidió designar
una comisión especial para resolver el asunto. No sé cómo se eligieron
los miembros de la comisión. Yo no tenía ninguna condición especial.
Recuerdo que el viejo juez Hatfield —está retirado ahora y vive en
Arizona— me llamó por teléfono para preguntarme si quería formar
parte. Eso fue todo. Tuvimos nuestra primera reunión en la sala del
concejo del palacio de justicia en enero de 1970. Los otros miembros de la
comisión eran Clem Anderson, George y Amelia Roberts, el doctor Parsons,
los Baxter, Tom Henry y Oliver Jaeger... JAKE
(a mí): Jaeger. El jefe de correos. Un loco hijo de puta. ADDIE:
No es loco en realidad. Dices eso porque... JAKE:
Porque es loco, en realidad. (Addie
estaba desconcertada. Miró su copa de vino, se dirigió a llenarla
nuevamente, encontró la botella vacía, y luego sacó de una carterita,
que convenientemente descansaba sobre su falda, una linda cajita de plata,
llena de píldoras azules. Valium. Tomó una con un sorbo de agua. ¿Jake
había dicho que Addie no era una mujer nerviosa?) TC:
¿Quién es Tom Henry? JAKE:
Otro loco. Más loco que Oliver Jaeger. Es dueño de una estación de
servicio. ADDIE:
Sí, éramos nueve. Nos reunimos una vez por semana durante dos meses.
Ambas partes enviaron expertos para atestiguar. Vinieron muchos de los
granjeros, para hablar con nosotros y presentar su propio caso. Pero Mr.
Quinn no compareció. Nunca oímos ni una palabra de Bob Quinn, a pesar de
que, como propietario de la estancia B.Q. tenía más que perder que nadie
si decidíamos desviar "su" río. Yo pensé: Es demasiado
importante para perder el tiempo con una comisión tan insignificante como
la nuestra. Él, que sólo hablaba con el gobernador, los senadores,
creyendo que se los había metido a todos en el bolsillo. Lo que nosotros
decidiéramos no importaba. Sus amigos poderosos lo vetarían. Pero
no sucedió de esa manera. Decidimos desviar el río Azul exactamente en
el lugar en que entraba en la propiedad de Quinn; eso no lo dejaba sin río,
por supuesto, sólo que ya no lo tendría sólo para él. La
decisión habría sido unánime si Tom Henry no se hubiera opuesto. Tienes
razón, Jake. Tom Henry es loco. El voto fue ocho a uno. Y fue una decisión
tan popular, un veredicto que no perjudicaba a nadie, sino que beneficiaba
a muchos, que los compinches políticos de Quinn no podían hacer nada al
respecto, si es que querían seguir en el gobierno. Unos días después de
la decisión encontré a Bob Quinn en la oficina de correos. Me saludó
sacándose el sombrero exageradamente, sonriendo, y preguntándome cómo
estaba. Yo no esperaba que me escupiera, pero nunca me había saludado con
tanta cortesía. No era posible suponer que me guardaba rencor. Era un
disparate pensarlo. TC:
¿Cómo es este Mr. Quinn? JAKE:
¡No se lo digas! ADDIE:
¿Por qué no? JAKE:
Porque no. (Poniéndose
de pie caminó hasta el hogar y arrojó lo que quedaba de su cigarro al
fuego. Se quedó de espaldas al fuego, con las piernas levemente
separadas, los brazos cruzados. Nunca había pensado que Jake pudiera ser
vano, pero era evidente que estaba posando, intentando parecer atractivo,
cosa que lograba. Reí.) JAKE:
¿Eh? TC:
Ahora es como una novela de Jane Austen. En sus novelas los caballeros
atractivos siempre se calientan la cola de pie ante el hogar de leños. ADDIE
(riendo): ¡Oh Jake, es verdad, es verdad! JAKE:
Nunca leo literatura femenina. Nunca lo he hecho. Nunca lo haré. ADDIE:
Sólo por eso, abriré otra botella de vino, y me la beberé toda yo. (Jake
regresó a la mesa y se sentó al lado de Addie; tomó una de sus manos
entre las de él y entrecruzó los dedos. Esto la turbó visiblemente: se
ruborizó, y le salieron manchas rojas en el cuello. Él no pareció darse
cuenta de la existencia de ella, ni de lo que hacía. Me miraba, como si
estuviéramos solos.) JAKE:
Sí, lo sé. Ahora que ha oído todo esto está pensando; bueno, el caso
está solucionado: Mr. Quinn es el autor. Eso es lo que yo pensé. El año
pasado, después que Addie me dijo todo esto, salí de aquí enloquecido
de alegría, como un oso picado por las avispas. Fui directamente a la
ciudad. A pesar de que era el Día de Acción de Gracias, esa misma noche
tuvimos una reunión plenaria en el Departamento. Expuse todo el caso: éste
es el motivo, éste es el tipo. Nadie hizo ninguna objeción, excepto el
jefe. Dijo: "No tan rápido, Pepper. El tipo que estás acusando
tiene peso. Por otra parte, ¿qué pruebas tienes? Todas son
especulaciones. Suposiciones". Todos estuvieron de acuerdo con él.
Dijeron: "¿Dónde está la evidencia?". Me
puse tan furioso que empecé a gritar. Dije:"¿Para qué diablos
creen que estoy aquí? Tenemos que colaborar todos juntos y fabricar la
evidencia. Sé que Quinn es el asesino". El jefe dijo: "Yo tendría
cuidado a quién diría eso. Podrían despedirnos a todos si empiezas a
abrir la boca". ADDIE:
Al día siguiente Jake volvió a casa, y ojalá le hubiera sacado una
foto. Como maestra he tenido que alentar a muchos niños, pero nunca he
visto a nadie tan triste como tú, Jake. JAKE:
No tenía razones para estar contento. Eso es un hecho. El Departamento me
respaldó. Empezamos a estudiar detalladamente la vida de Robert Hawley
Quinn desde el año uno. Pero deberíamos movernos con muchísimo cuidado,
pues el jefe se sobresaltaba por nada. Yo quería una orden de
allanamiento para revisar la estancia B.Q., las casas, la propiedad
entera. Denegada. Ni siquiera me permitía interrogar al hombre... TC:
¿Sabía Quinn que sospechaban de él? JAKE
(con un resoplido): Inmediatamente. Alguien del despacho del gobernador se
lo dijo. Probablemente, el gobernador mismo. O los tipos de nuestro
Departamento. Ellos también se lo habrán dicho. No confío en nadie. En
nadie relacionado con el caso. ADDIE:
El pueblo entero lo supo en seguida. JAKE:
Gracias a Oliver Jaeger. Y a Tom Henry. Ésa es culpa mía. Como los dos
habían formado parte de la comisión del río, sentí que era mi
responsabilidad advertirles, hablar de Quinn, ponerlos en aviso acerca de
los féretros. Ambos me prometieron que lo considerarían un asunto
confidencial. Fue lo mismo que reunir a todo el pueblo y hablarle del
caso. ADDIE:
En la escuela, uno de mis alumnos levantó la mano y dijo: "Mi papá
dijo a mi mamá que alguien le mandó un cajón, como para el cementerio.
Dijo que fue Mr. Quinn". Yo le dije: "Oh, Bobby, tu papá le
estaba haciendo una broma a tu mamá". JAKE:
¡Una de las bromas de Oliver Jaeger! Ese hijo de puta llamó a todo el
mundo. ¿Y dices que no está loco? ADDIE:
Tú crees que está loco porque él cree que tú estás loco. Cree,
sinceramente, que estás equivocado. Que estás persiguiendo a un
inocente. (Mirando a Jake, pero dirigiéndose a mí.) Oliver nunca ganaría
un premio de belleza o de inteligencia. Pero es una persona racional. Un
chismoso, pero de buen corazón. Está emparentado con la familia Quinn.
Bob Quinn es primo segundo de él. Ésa puede ser la razón de su posición.
Oliver dice, igual que muchos, que aun si existiera alguna relación entre
la decisión de la comisión de río Azul y las muertes ocurridas aquí,
eso no quiere decir que haya que acusar a Bob Quinn. Él no es el único
propietario afectado. ¿Y
Walter Forbes? ¿Jim Johanssen? La familia Throby. Los Miller. Los
Riley. ¿Por qué acusar a Bob Quinn? ¿Qué circunstancias especiales lo
señalan a él? JAKE:
Él lo hizo. ADDIE:
Sí, él lo hizo. Eso lo sabemos. Pero ni siquiera puedes probar que él
compró las víboras de cascabel. Y aunque lo hicieras... JAKE:
¿Puedo tomar un whisky? ADDIE:
Inmediatamente se lo sirvo, señor. ¿Algo más? JAKE
(Addie ha salido a servir la bebida): Tiene razón. No podemos probar que
compró las serpientes, aunque sabemos que lo hizo. Yo siempre supuse que
esas víboras provenían de un criadero, de esos lugares donde las crían
por el veneno; lo venden a los laboratorios. La mayoría está en Florida
y Texas, aunque hay criaderos de víboras en todo el país. Todos estos últimos
años enviamos cartas a la mayoría, sin recibir una sola respuesta. Pero
yo tenía la sospecha que venían de Texas. Era lógico. ¿Para qué ir más
lejos, cuando podía encontrar lo que necesitaba en el Estado vecino?
Bueno, no bien entró Quinn en el caso, decidí volver a empezar desde
cero con el asunto de las víboras, asunto en el que no nos habíamos
concentrado lo suficiente, porque requería una investigación personal y
viáticos. Cuando hay que convencer al jefe de que hay que gastar dinero,
uno se estrella contra una pared. Pero yo conocía a un tipo, un
investigador viejo, que trabaja en el Departamento en Texas; me debía un
favor. Así que le mandé algunos materiales: unas fotos de Quinn que había
juntado, y fotos de las víboras. Las nueve colgadas de una soga después
que las matamos. TC:
¿Cómo las mataron? JAKE:
A tiro. Les volamos la cabeza. TC:
Yo maté una vez una cascabel en una oportunidad. Con un rastrillo. JAKE:
No creo que hubiera podido matar a éstas con un rastrillo. Ni meterles un
solo diente. La más pequeña medía más de dos metros. TC:
Eran nueve. Y nueve miembros los de la comisión del río Azul. Una
interesante coincidencia. JAKE:
Bill, mi amigo de Texas, es un tipo decidido. Recorrió Texas de punta a
punta; pasó sus vacaciones visitando criaderos de víboras, hablando con
los criadores. Hace como un mes me llamó y me dijo que creía haber
localizado a la persona: una señora de García, una texana-mexicana dueña
de un criadero cerca de Nogales. Como a diez horas de auto desde aquí.
Yendo a ciento veinte por hora. Bill me dijo que me esperaría allí. Addie
fue conmigo. Viajamos de noche, y desayunamos con Bill en el Hollyday Inn.
Luego visitamos a la señora de García. Algunos de estos criaderos de víboras
son atracciones turísticas, pero el de ella no era de ese tipo. Estaba
lejos de la carretera, y era bastante pequeño, aunque tenía unos
especimenes impresionantes. Mientras estuvimos allí, arrastraba esas
enormes víboras, se las enroscaba en el cuello, a los brazos, y reía.
Tenía dientes de oro macizo. Al principio pensé que era un hombre. Su físico
parecía el de Pancho Villa, y llevaba breeches de vaquero, con bragueta. Tenía
cataratas en un ojo, y el otro no parecía en muy buen estado, pero no dudó
en identificar a Quinn en las fotos. Dijo que visitó su casa en junio o
julio de 1970 (los Roberts murieron el 5 de setiembre de 1970), acompañado
por un mexicano joven. Llegaron en un camión pequeño, con patente de México.
La señora García no habló con Quinn, ni él dijo una sola palabra, según
ella. No hizo más que escuchar, mientras la mujer trataba con el
mexicano. Dijo que no era su política interrogar a un cliente y
preguntarle cuáles eran sus razones para comprar su mercadería, pero el
mexicano le dio la información voluntariamente. Quería una docena de víboras
adultas para usar en una ceremonia religiosa. Eso no la sorprendió, dijo
que la gente a menudo compraba víboras para rituales. Pero el mexicano
quería que le garantizara que las víboras que compraba atacarían y
matarían a un toro de quinientos kilos. Ella dijo que sí, que era
posible, si se les inyectaba alguna droga, algún estimulante anfetamínico,
antes de ponerlas en contacto con el toro. Le
enseñó cómo hacerlo, mientras Quinn observaba. Nos enseñó también a
nosotros. Usó un palo, el doble de largo que una fusta, y flexible como
vara de sauce; tenía un lazo de cuero en la punta. Tomaba a la víbora de
la cabeza, en el lazo, la alzaba en el aire, y con una jeringa las
pinchaba en la panza. Permitió que el mexicano practicara un rato. Los
hizo muy bien. TC:
¿Había visto antes al mexicano? JAKE:
No. Le pedí que lo describiera, pero me hizo la descripción de cualquier
mexicano típico entre veinte y treinta años. Le pagó. Ella metió las víboras
en cajas separadas, y se marcharon. La
señora de García era una señora muy servicial y cooperadora. Hasta que
le hicimos la pregunta importante: ¿juraría por escrito que Robert
Hawley Quinn era uno de los dos hombres que le habían comprado una docena
de víboras de cascabel un cierto día de verano de 1970? Entonces se tornó
agria. Dijo que no firmaría nada. Le
dije que esas víboras habían sido usadas para matar a dos personas. Le
hubiera visto la cara. Se metió en la casa, cerró las puertas y bajó
las persianas. TC:
Una declaración jurada de la mujer. Eso no habría tenido mucho peso
legal. JAKE:
Hubiera sido algo con qué carearlo: una apertura. Es casi seguro que fue
el mexicano el que puso las víboras en el auto de los Roberts,
contratado, naturalmente, por Quinn. ¿Sabe una cosa? Apuesto a que ese
mexicano está muerto y enterrado en alguna llanura solitaria. Cortesía
de Mr. Quinn. TC:
Pero debe de haber algo, en la vida de Mr. Quinn, que indique que era
capaz de violencia psicótica. (Jake asintió un largo rato.) JAKE:
El caballero estaba muy familiarizado con el homicidio. (Addie volvió con
el whisky. Él le agradeció, y le dio un beso en la mejilla. Ella se sentó
a su lado, y volvieron a tomarse de la mano, entrecruzando los dedos.) Los
Quinn son una de las familias más antiguas de aquí. Bob Quinn es el
mayor de tres hermanos. Todos son propietarios del establecimiento B.Q.,
pero él es el jefe. ADDIE:
No, la jefa es su mujer. Se casó con su prima hermana, Juanita Quinn. Su
madre era española, y tiene el genio de un tamal picante. El primer hijo
murió al nacer, y se negó a tener otro. Se sabe, sin embargo, que Bob
Quinn tiene hijos. Con otra mujer en otro pueblo. JAKE:
Fue héroe de guerra. Coronel de la infantería de Marina en la Segunda
Guerra Mundial. Él nunca habla de eso, pero la gente dice que Bob Quinn
solo mató más japoneses que la bomba de Hiroshima. Pero
justo después de guerra cometió unos asesinatos que no fueron tan patrióticos.
Una noche, tarde, llamó al sheriff para que fuera a B.Q. a buscar un par
de cadáveres. Adujo que encontró a dos hombres hurtando ganado, y los
mató de un tiro. Ése fue su cuento, que nadie contradijo, por lo menos públicamente.
Pero la verdad es que esos hombres no eran ladrones de ganado. Eran
jugadores de Denver, y Quinn les debía un montón de dinero. Vinieron a
cobrar, pues así se les había prometido. Pero recibieron el pago en
plomo. TC:
¿Lo ha interrogado al respecto alguna vez? JAKE:
¿A quién? TC:
A Quinn. JAKE:
Hablando estrictamente, nunca lo he interrogado. (Su peculiar sonrisa cínica
curvó sus labios; hizo tintinear el hielo en el vaso, bebió un poco, y
rió entre dientes, como si quisiera aclararse la garganta.) Últimamente,
he hablado mucho con él. Pero en estos cinco años que hace que estoy en
el caso, no lo había conocido. Lo había visto. Sabía quién era. ADDIE:
Pero ahora son íntimos. Buenos amigos. JAKE:
¡Addie! ADDIE:
Es una broma, Jake. JAKE:
No es asunto de bromas. Ha sido una tortura para mi. ADDIE
(apretándole la mano): Lo sé. Perdón. (Jake terminó la bebida, y
depositó el vaso con fuerza sobre la mesa.) JAKE:
Tener que mirarlo. Que escucharlo. Que reírme de sus cuentos groseros. Lo
odio. Él me odia. Ambos lo sabemos. ADDIE:
Te traigo otro whisky. JAKE:
No te vayas. ADDIE:
Iré a ver a Marylee. Asegurarme de que está bien. JAKE:
No te vayas. (Pero
Addie quería alejarse del cuarto, pues estaba incómoda con la furia de
Jake, la ira entumecida que se reflejaba en su rostro.) ADDIE
(mirando por la ventana): Ha dejado de nevar. JAKE:
El café Okay está siempre lleno de gente los lunes a la mañana. Después
del fin de semana todo el mundo pasa para ponerse al día con las
noticias. Los ganaderos, los hombres de negocios, el sheriff y su
pandilla, gente del palacio de justicia. Pero ese lunes —el lunes después
del Día de Acción de Gracias— el lugar estaba atestado, los tipos apeñuscados
chismeando como un montón de mujeres. Se imagina de qué. Gracias a Tom
Henry y a Oliver Jaeger, que se habían pasado todo el fin de semana
desparramando la noticia, diciendo que el tipo del Departamento, el tal
Jake Pepper, acusaba a Bob Quinn de asesinato. Yo estaba sentado en mi
reservado, haciendo como que no me daba cuenta. Pero no pude seguir
simulando cuando vi entrar a Bob Quinn en persona. Se pudo oír cómo todo
el mundo contenía el aliento. Se
metió en un reservado junto al sheriff. El sheriff lo abrazó y rió, y
gritó como vaquero. La mayoría de los presentes lo imitó, todos dieron
un alarido de júbilo, vivando a Bob. Sí, señor, el café Okay, en un
ciento por ciento, respaldaba a Bob Quinn. Tuve la impresión de que,
aunque pudiera probar que este tipo era un criminal múltiple, me lincharían
antes de que pudiera arrestarlo. ADDIE
(llevándose una mano a la frente, como si le doliera la cabeza): Tiene
razón. Bob Quinn tiene al pueblo entero de su lado. Ésa es una de las
razones por las que mi hermana no quiere que hablemos del asunto. Dice que
Jake está equivocado. Que Mr. Quinn es un buen hombre. Su teoría es que
el doctor Parsons fue el responsable de los crímenes, y que por eso se
suicidó. TC:
Pero el doctor Parsons hacía mucho que estaba muerto cuando usted recibió
el féretro. JAKE:
Marylee es un encanto, pero no es muy inteligente. Perdón, Addie, pero es
así. (Addie
sacó la mano de la de Jake: un gesto admonitorio, aunque no severo. De
todos modos, dejó libre a Jake, que se puso de pie y empezó a caminar.
Sus pisadas hacían eco en las tablas del piso tan bien lustradas.) Volvamos
al café Okay. Cuando me iba, el sheriff me tomó de un brazo. Es un
irlandés hijo de puta, bastante atrevido. Y torcido como los dedos de los
pies del diablo. Me dijo: "Eh, Jake, quiero que conozca a Bob Quinn.
Bob, te presento a Jake Pepper. Del Departamento". Estreché la mano
de Quinn. Quinn dijo: "He oído mucho de usted. Me han dicho que
juega al ajedrez. No tengo muchas oportunidades de jugar. ¿Qué le parece
si nos reunimos?". Le dije que sí, seguro, y él dijo:"¿Le
parece bien mañana? Venga como a las cinco. Tomaremos un trago y
jugaremos un par de partidas". Así empezó. Fui a B.Q. a la tarde
siguiente. Jugamos durante dos horas. Es mejor jugador que yo, pero le gané
varias veces, como para que la cosa fuera interesante. Es parlanchín.
Habla de cualquier cosa: política, mujeres, sexo, pesca de trucha, mover
los intestinos, su viaje a Rusia, si es mejor criar ganado o plantar
trigo, tomar gin o vodka, Johnny Carson, su safari al África, la religión,
la Biblia, Shakespeare, el genio del general MacArthur, la caza del oso,
las putas de Reno comparadas con las de las Vegas, la Bolsa de valores,
enfermedades venéreas, si los copos de maíz son mejores que los de
trigo, el oro que los diamantes; la pena capital (que aprueba con
entusiasmo), fútbol, béisbol, básquetbol, de cualquier cosa. De
cualquier cosa, excepto de la razón por la que estoy anclado en este
pueblo. TC:
¿Quiere decir que no discute el caso? JAKE
(deteniéndose): No sólo no discute el caso. Se porta como si no
existiera. Yo hablo del caso pero él no reacciona. Le enseñé las fotos
de Clem Anderson con la esperanza de causarle una impresión y obligarlo a
reaccionar. De alguna forma. Pero no hizo más que mirar el tablero, hacer
una jugada, y contar una historia subida de color. De modo que Mr. Quinn y
yo jugamos una partida varias tardes a la semana desde hace meses. En
realidad, hoy mismo iré más tarde. Y usted (me señala con el dedo)
vendrá conmigo. TC:
¿Soy bienvenido? JAKE:
Lo llamé esta mañana. Lo único que preguntó fue: "¿Juega al
ajedrez?". TC:
Sí, pero preferiría observar. (Se
desmoronó un leño, y el chisporroteo hizo que fijara la atención en el
hogar. Me puse a observar el ronroneo de las llamas y a pensar en por qué
había prohibido que Addie describiera a Quinn, que me dijera cómo era.
Traté de imaginario; no pude. Más bien, recordé el pasaje de Mark Twain
que Jake me había leído en voz alta: "De todas las criaturas, el
hombre es la más detestable... el único en poseer malignidad... la única
criatura con una mente desagradable". La voz de Addie me rescató de
mi arriesgado ensueño.) ADDIE:
Oh, vuelve a nevar. Pero no fuerte. Los copos flotan. (Entonces, como si
la reanudación de la nieve le hubiera inspirado el tema de la mortalidad,
de la evaporación del tiempo.) Sabe, han pasado casi cinco meses. Eso es
mucho para él. Por lo general, no espera tanto. JAKE (molesto): Addie, ¿qué es esto? |
ADDIE:
Mi féretro. Han pasado casi cinco meses. Y, como digo, nunca espera
tanto. JAKE:
¡Addie! Yo estoy aquí. No te pasará nada. ADDIE:
Por supuesto, Jake. Pienso en Oliver Jaeger. ¿Cuándo recibirá su féretro?
Piensa que Oliver es el jefe de correos. Un día, clasificando la
correspondencia... (De repente su voz, sorprendentemente, se vuelve
temblorosa, vulnerable, añorante, de tal manera que acentúa el alegre
trino de los canarios.) Bueno, no será muy pronto. TC:
¿Por qué no? ADDIE:
Porque primero Quinn deberá llenar mi féretro. Eran
más de las cinco cuando partimos. El aire estaba quieto, sin nieve,
resplandeciente por las brasas del ocaso y el primer pálido resplandor de
la luna, una luna llena que subía por el horizonte como una blanca rueda
redonda, o una máscara amenazante, blanca y sin facciones, que atisbaba
por las ventanillas del auto. Al final de la calle principal, antes que la
población se vuelva llanura, Jake indicó una estación de servicio:
—La estación de Tom Henry. Tom Henry, Addie, Oliver Jaeger, son los únicos
que quedan de la comisión del río Azul. Le dije que Tom Henry es loco.
Es verdad. Pero un loco con suerte. Votó contra los demás. Eso lo exime.
No habrá féretro para Tom Henry. TC:
Un féretro para Dimitrios. JAKE:
¿Qué dice? TC:
Es un libro de Eric Ambler. Una novela de misterio. JAKE:
¿Novela? (Asentí, él hizo una mueca.) ¿Usted lee esas porquerías? TC:
Graham Greene era un escritor de primera. Hasta que el Vaticano se apoderó
de él. Después, ya no volvió a escribir nada tan bueno como Brighton
Rock. Me gusta Agatha Christie, me encanta. Y Raymond Chandler es un gran
estilista, un poeta. Aunque sus argumentos sean un lío. JAKE:
Porquerías. Esos tipos son soñadores. Se sientan ente una máquina de
escribir y se masturban. No hacen otra cosa. TC:
De modo que no habrá féretro para Tom Henry. ¿Y para Oliver Jaeger? JAKE:
Recibirá el suyo. Una mañana, recorriendo la estafeta, lo encontrará.
Un paquete envuelto en papel madera, con su propio nombre. Se olvidará de
que son primos. Se olvidará de que ha puesto una aureola alrededor de la
cabeza de Bob Quinn. San Bob no lo va a soltar después de unos pocos
avemarías. Conozco a San Bob. Es posible que haya usado su cuchillo de
tallar, y haya metido la foto de Oliver Jaeger dentro de un cajoncito... (La
voz de Jake cesó de hablar y, como si se tratara de una acción
correlacionada, su pie presionó el pedal del freno: el auto patinó, viró
bruscamente, se enderezó; seguimos camino. Me di cuenta de lo que había
pasado. Se había acordado, igual que yo, del patético comentario de
Addie: "...Primero Quinn deberá llenar mi féretro". Intenté
no decir nada, pero se me soltó la lengua.) TC:
Pero eso significa... JAKE:
Mejor encender los faros. TC:
Eso significa que Addie morirá. JAKE:
¡Diablos, no! ¡Sabía que iba a salirme con ésa! (Golpeó el volante
con la palma de la mano.) He construido una pared alrededor de Addie. Le
he dado una pistola reglamentaria, calibre 38, y le he enseñado a usarla.
Puede darle a un hombre entre los ojos a cien metros. Ha aprendido karate.
y sabe romper una madera con un golpe de la mano. Addie es lista; no la
podrá engañar. Y yo estoy aquí. Vigilándola. Vigilo a Quinn, también.
Y otras personas lo hacen. (Una
emoción fuerte, un temor rayano en el terror, puede demoler la lógica de
un hombre tan lógico como Jake Pepper, cuyas precauciones no habían
salvado la vida a Clem Anderson. Yo no estaba dispuesto a discutir el
punto con él, especialmente dado su estado de ánimo irracional de ese
momento, pero ¿por qué, si daba por sentado de Oliver Jaeger estaba
condenado, tenía tanta seguridad de que Addie no lo estaba? ¿Que no sería
atacada? Porque si Quinn seguía el plan, entonces debía despachar a
Addie, sacarla de la escena antes de proceder al último paso, enviar un
paquete a su primo segundo y firme defensor, jefe de la oficina local de
correos.) TC:
Sé que Addie ha recorrido el mundo. Pero es hora de que haga otro viaje. JAKE
(truculento): No puede irse. No en este momento. TC:
¿Eh? No me pareció una posible suicida. JAKE:
Por empezar, por la escuela. Recién termina en junio. TC:
¡Jake! ¡Por Dios! ¿Cómo puede pensar en la escuela? (Por más oscuro
que estaba, pude vislumbrar su expresión avergonzada. Al mismo tiempo,
adelantó la mandíbula.) JAKE:
Hemos discutido el tema. Hablamos de la posibilidad de que ella y Marylee
emprendieran un largo crucero. Pero ella no quiere ir a ningún lado.
Dijo: "El tiburón necesita una carnada. Si queremos que muerda, la
carnada deberá estar a mano". TC:¿De
modo que Addie es una trampa? ¿El cabrito que espera que el tigre le
salte encima? JAKE:
Un momento. No sé si me gusta la manera en que lo dice. TC:
¿Cómo lo diría usted? JAKE:
(Silencio.) TC:
(Silencio.) JAKE:
Quinn tiene a Addie en la mente. De eso no hay duda. Piensa cumplir su
promesa. Y es entonces cuando lo agarraremos: en el intento. Con el telón
subido y las luces encendidas. Hay riesgos, claro, pero hay que correrlos.
Porque... para ser sincero, es probablemente la única oportunidad que
tenemos. (Apoyé la cabeza contra la ventanilla, y vi la bonita garganta
de Addie cuando echaba la cabeza hacia atrás para beber el vino tinto de
un delicioso trago. Me sentí débil, ineficaz y enojado con Jake.) TC:
Me gusta Addie. Es real, y sin embargo tiene misterio. ¿Por qué no se
habrá casado nunca? JAKE:
Guarde el secreto. Addie y yo nos casaremos. TC
(mentalmente mirando a otro lado; en realidad seguía viendo a Addie
tomando vino): ¿Cuándo? JAKE:
El próximo verano. Cuando salga de vacaciones. No se lo hemos dicho a
nadie. Excepto a Marylee. ¿Entiende ahora? Addie está a salvo. No
permitiré que le pase nada. La amo. Me voy a casar con ella. (El
próximo verano: falta toda una vida. La luna llena, más alta, más
blanca ahora, y festejada por los coyotes, flotaba encima de las llanuras
brillantes de nieve. Había montones de ganado en los fríos campos
nevados, agrupados para darse calor. Algunas parejas de animales. Vi dos
terneros con pintas, acurrucados lado a lado, dándose protección,
consuelo: como Jake, como Addie.) TC:
Bueno, felicitaciones. Es maravilloso. Sé que serán muy felices los dos. Pronto
vimos un impresionante alambre de púas, una cerca como las de los campos
de concentración, a ambos lados del camino. Señalaba el comienzo de la
estancia B.Q.: diez mil acres más o menos. Bajé la ventanilla. Entró
una ráfaga de aire helado, punzante, con olor a nieve reciente y a heno
viejo y dulce. "Entramos aquí", dijo Jake cuando salimos del
camino y atravesamos una tranquera de madera abierta. A la entrada,
nuestros faros iluminaron un letrero muy elegante: Establecimiento B.Q. /
R. Quinn, propietario. Debajo del nombre del dueño había dos hachas de
guerra cruzadas. Me pregunté si serían el logotipo del establecimiento o
el blasón de la familia. De cualquier forma, las ominosas hachas
resultaban apropiadas. El
sendero era angosto, bordeado de árboles sin hojas, oscuros excepto por
el raro brillo de ojos de animales entre las ramas perfiladas. Cruzamos un
puente de madera que hizo un ruido atronador bajo nuestro peso, y oí el
rumor de agua, saltos de tonalidad profunda. Era el río Azul, aunque no
llegué a verlo, pues estaba oculto por los árboles y los témpanos de
nieve. Mientras seguíamos camino nos persiguió el rumor, porque el río
corría al lado del sendero, por momentos extrañamente tranquilo, luego,
de repente, burbujeante, con la música quebrada de las cascadas. El
camino se ensanchó. Unas lucecitas empezaron a aparecer entre los árboles.
Un hermoso niño de rubio cabello al viento, montado en pelo sobre un
caballo, nos saludó con la mano. Pasamos una hilera de casitas,
iluminadas y vibrantes por el ruido de voces de televisión: allí vivían
los que trabajaban en el establecimiento. Adelante, en distinguido
aislamiento, se alzaba el edificio principal, la casa de Mr. Quinn. Era
una estructura grande, de tablas de chilla, de dos pisos, con una galena
cubierta en todo su perímetro. Parecía abandonada, pues todas las
ventanas estaban a oscuras. Jake hizo sonar la bocina. De inmediato, como
una fanfarria de trompetas de bienvenida, una cascada de luces inundó la
galería y las ventanas de la planta baja se iluminaron. Se abrió la
puerta principal. Un hombre se adelantó y esperó para saludarnos. Mi
primera presentación al propietario del establecimiento de campo B.Q. no
resolvió la cuestión de por qué Jake no permitió que Addie me lo
describiera. Si bien no era un hombre que pasara inadvertido, tenía un
aspecto bastante común, pero, sin embargo, el verlo me sobresaltó: Yo
conocía a Mr. Quinn. Estaba seguro, hubiera jurado que de alguna manera,
sin duda hacia mucho tiempo, yo había conocido a Robert Hawley Quinn y
que en realidad juntos habíamos compartido una experiencia alarmante, una
aventura tan perturbadora, que la memoria bondadosamente la había
sumergido en el olvido. Lucía
costosas botas de tacón alto, pero incluso sin ellas medía un metro
ochenta y si se parara derecho, en lugar de adoptar una postura agachada,
de hombros caídos, habría sido alto. Tenía brazos de simio; las manos
le llegaban a las rodillas, y eran de dedos largos, hábiles, extrañamente
aristocráticos. Me acordé de un concierto de Rachmaninoff. Las manos de
Rachmaninoff eran como las de Quinn. El rostro era ancho pero delgado, de
mejillas hundidas, curtido por la intemperie: era el rostro de un
campesino medieval, de quien va detrás de un arado, con todos los males
del mundo sobre su espalda. Pero Quinn no era un campesino torpe,
tristemente cargado. Llevaba anteojos de finos aros de acero, y estos
anteojos profesionales, y los ojos grises que asomaban indistintamente
tras las gruesas lentes, lo traicionaban: eran unos ojos alertas,
suspicaces, inteligentes, brillantes de malignidad, complacientemente
superiores. Tenia una voz y una risa hospitalarias, falsamente afables.
Pero no era un impostor. Era un idealista, un realizador. Se imponía
metas, y estas metas eran una cruz, su religión, su identidad. No, no era
un impostor, sino un fanático, y finalmente, mientras estábamos reunidos
en la galería, recordé dónde y en qué forma había conocido a Mr.
Quinn. Extendió
una de sus largas manos hacia Jake, mientras se pasaba la otra por la
cabellera blanca y gris, al estilo pionero, de un largo que era popular
entre los demás estancieros, que parecían visitar al peluquero todos los
sábados para un corte pelo y un champú de talco. Matas de pelo canoso
asomaban por las ventanas de su nariz y sus oídos. Me fijé en la hebilla
de su cinturón; estaba decorada con dos hachas indias cruzadas, hechas de
oro y esmalte rojo. QUINN:
Hola, Jake. Dije a Juanita: querida, ese pillo se va a echar atrás. Por
la nieve. JAKE:
Esto no es nieve. QUINN:
Bromeaba, Jake. (A mí.) ¡Debería ver cómo nieva aquí! En 1952 hubo
una semana entera en que la única forma de salir de casa era trepando a
la ventana del altillo. Se me murieron setecientas cabezas de ganado,
todas mis Santa Gertrudis. ¡Ja, ja! Fue terrible. ¿Juega ajedrez, señor? TC:
Como hablo francés. Un peu. QUINN
(riendo como un viejo y dándose un golpe en los muslos con alegría
simulada): Sí, lo sé. Usted es el embaucador de la ciudad que viene a
desplumar a los campesinos como nosotros. Apuesto a que puede jugar contra
nosotros dos juntos y ganarnos con los ojos vendados. (Lo seguimos por un
ancho vestíbulo de techo alto hasta un cuarto inmenso, una catedral con
grandes muebles estilo español, muy pesados, armarios, sillas, mesas y
espejos barrocos en armonía con el amplio ambiente. El piso estaba
cubierto de mosaicos mexicanos, rojos como ladrillos, sobre los que había
alfombras navajas. Toda una pared era de bloques de granito cortado de
forma irregular, y esa pared, que parecía una caverna de granito, tenía
un hogar de leños como para asar una yunta de bueyes. En consecuencia, el
delicado fuego que ardía parecía tan insignificante como una ramita en
un bosque. Pero
la persona sentada cerca del hogar no era insignificante. Quinn me la
presentó: "Mi esposa, Juanita". La mujer bajó la cabeza, pero
no quería ser distraída de la pantalla de televisión que tenía
enfrente: el aparato estaba encendido, pero no tenía volumen; Juanita
observaba las temblorosas payasadas e imágenes mudas, una especie de
juego visualmente exuberante. El sillón en que estaba sentada bien podría
haber engalanado el salón del trono de un castillo ibérico. Lo compartía
con un tembloroso chihuahua y una guitarra amarilla, que descansaba sobre
su falda. Jake
y nuestro anfitrión se acomodaron ante una mesa sobre la que había un
espléndido juego de ajedrez de ébano y marfil. Observé el comienzo de
la partida, escuchando los chistes despreocupados, y me pareció extraño:
Addie tenía razón, parecían amigos íntimos, dos arvejas en una misma
chaucha. Luego volví al lugar junto al hogar, decidido a seguir
estudiando a la tranquila Juanita. Me senté cerca de ella y busqué algún
tópico para iniciar una conversación. ¿La guitarra? ¿El tembloroso
chihuahua, que ahora me gañía celosamente?) JUANITA
QUINN: ¡Pepe! ¡Estúpido mosquito! TC:
No se moleste. Me gustan los perros. (Me miró. Llevaba el pelo, partido
al medio y demasiado negro para ser verdadero, pegado al cráneo angosto.
La cara era como un puño: rasgos diminutos todos apretados. La cabeza
demasiado grande para el cuerpo: no era gorda, pero pesaba más de lo que
debía, y casi todo el exceso estaba distribuido entre los senos y el estómago.
Las piernas, no obstante, eran esbeltas y bien formadas. Llevaba un par de
mocasines indios muy bonitos. El mosquito siguió gañendo, pero ella lo
ignoró ahora. Volvió a otorgar su atención a la televisión.) Yo me
preguntaba: ¿Por qué mira sin el sonido? (Sus hastiados ojos de ónix
regresaron a mí. Repetí la pregunta.) JUANITA
QUINN: ¿Bebe tequila? TC:
Hay un pequeño lugar en Palm Springs donde hacen unas margaritas
excelentes. JUANITA
QUINN: Los hombres beben tequila solo. Sin limón. Solo. ¿Le gustaría
tomar uno? TC:
Seguro. JUANITA
QUINN: A mí también. Qué lástima, no tenemos. No podemos guardar una
botella en la casa. De hacerlo, me la tomaría; se me secaría el hígado... (Chasqueó
los dedos en señal de desastre. Luego acarició la guitarra amarilla,
rasgueó las cuerdas, empezó a tocar una tonada, una melodía complicada
y desconocida que durante un momento canturreó alegremente. Cuando se
detuvo, su expresión volvió a endurecerse.) Yo
solía beber todas las noches. Todas las noches bebía una botella de
tequila, me iba a la cama y dormía con un bebé. Nunca estaba enferma.
Tenía buen aspecto, me sentía bien, dormía bien. Nada más. Ahora tengo
un resfrío tras otro, dolores de cabeza, artritis, y no pego los ojos.
Todo porque el médico dijo que debía dejar de beber tequila. Pero no se
forme una impresión equivocada. No soy una borracha. Podría arrojar al
Cañón del Colorado todo el vino y el whisky del mundo. Lo único que me
gusta es la tequila. El amarillo oscuro. Ése me gusta más. (Indicó el
televisor.) Usted me preguntó por qué miro sin el sonido. Subo el sonido
únicamente para oír el pronóstico del tiempo. De lo contrario, observo
y me imagino lo que dicen. Si escucho, me duermo. Cuando imagino, me
mantengo despierta. Y debo mantenerme despierta, por lo menos hasta la
medianoche. De lo contrario, no duermo nada. ¿Dónde vive? TC:
En Nueva York, la mayor parte del tiempo. JUANITA
QUINN: Nosotros solíamos ir a Nueva York todos los años, o año por
medio. El Rainbow Room: ¡Qué vista maravillosa! Pero ya no sería
divertido. Nada es divertido. Mi marido dice que usted es un viejo amigo
de Jake Pepper. TC:
Hace diez años que lo conozco. JUANITA
QUINN: ¿Por qué supone que mi marido tiene algo que ver con todo esto? TC:
¿Con todo esto? JUANITA
QUINN (sorprendida): Debe de haber oído algo. ¿Por qué piensa Jake
Pepper que mi marido está implicado? TC:
¿Jake Pepper piensa que su marido está implicado? JUANITA
QUINN: Eso dicen algunos. Mi hermana me dijo... TC:
Usted, ¿qué piensa? JUANITA
QUINN (levantando a su chihuahua y apretándolo contra el pecho): Siento lástima
por Jake. Debe sentirse solo. Y está equivocado: aquí no hay nada. Todo
debería olvidarse. Debería volver a su casa. (Con los ojos cerrados,
totalmente fatigada.) Ah, ¿quién sabe? ¿A quién le importa? A mí no.
A mí lo, dijo la Araña a la Mosca. A mi no. Más
allá, hubo una conmoción en la mesa de ajedrez. Quinn, celebrando una
victoria sobre Jake, se felicitaba a gritos: "¡Magnífico!
Pensé que me tenía atrapado. Pero no bien movió la reina, se embromó
el gran Pepper!". Su voz ronca de barítono resonaba en el recinto
abovedado con el brío de un cantor de ópera. "Ahora usted,
joven", me gritó. "Necesito otra partida. Un auténtico desafío.
Este viejo Pepper no me llega a la suela de las botas." Empecé a
excusarme, pues la perspectiva de una partida de ajedrez con Quinn era a
la vez intimidante y aburrida. Me hubiera sentido de otra manera de pensar
que podía derrotarlo, de invadir con éxito esa ciudadela de vanidad. En
una oportunidad había ganado un campeonato de ajedrez en la preparatoria,
pero hacía siglos de eso. Mi conocimiento del juego estaba ya alojado en
algún desván de la mente. Sin embargo, cuando Jake me hizo una seña, se
puso de pie y me ofreció su silla, accedí, y abandonando a Juanita Quinn
a las oscilaciones de su pantalla de televisión, me senté enfrente de su
marido. Jake se ubicó detrás de mi silla: una presencia alentadora. Pero
Quinn, valorando mi vacilación, la indecisión de mis movimientos
iniciales, me desechó como presa fácil, y reanudó una conversación que
había mantenido con Jake, al parecer acerca de cámaras y fotografía. QUINN:
Las Kraut son buenas. Yo siempre he tenido cámaras Kraut. Leica.
Rolliflex. Pero los japoneses se están rompiendo el culo. Compré una cámara
japonesa nueva, del tamaño de un mazo de naipes, que saca quinientas
fotos con un solo rollo de película. TC:
Conozco esa cámara. He trabajado con un montón de fotógrafos, y la he
visto usar. Richard Avedon tiene una. Dice que no es buena. QUINN:
Para decir la verdad, todavía no he usado la mía. Espero que su amigo
esté equivocado. Podría haber comprado un toro campeón con lo que me
costó esa chuchería. (Sentí
de repente los dedos de Jake que me apretaban el hombro con urgencia, e
interpreté que quería que siguiera con el tema.) TC:
¿Es su hobby, la fotografía? QUINN:
Oh, va y viene. De vez en cuando. Empezó cuando me cansé de que los
llamados profesionales sacaran fotos de mis campeones. Eran fotos que
necesitaba enviar a varios criadores compradores. Pensé que yo podía
hacerlo tan bien como ellos, y ahorrar algún dinero de paso. (Los dedos
de Jake volvieron a alentarme.) TC:
¿Saca muchos retratos? QUINN:
¿Retratos? TC:
De gente. QUINN
(con burla): Yo no los llamaría retratos. Instantáneas, tal vez. Aparte
del ganado, saco fotos de la naturaleza. Paisajes. Tormentas eléctricas.
Las estaciones aquí en la estancia. El trigo cuando está verde y cuando
está dorado. Mi río. Tengo hermosas fotos de mi río al desbordar. (El río.
Me puse tenso al oír que Jake se aclaraba la garganta, como si fuera a
hablar; en vez de eso, me hundió los dedos con más firmeza. Jugué un peón,
para hacer tiempo.) TC:
Debe sacar muchas fotos en colores, entonces. QUINN
(asintiendo): Por eso yo mismo las revelo. Cuando se manda la película a
los laboratorios, nunca se sabe qué le devolverán. TC:
Oh, ¿tiene cuarto oscuro? QUINN:
Si quiere llamarlo así. Nada extravagante. (Jake volvió a hacer sonar la
garganta, esta vez con intención.) JAKE:
¿Bob? ¿Recuerda esas fotos de que le hablé? Las dos de los féretros.
Fueron hechas con una cámara de acción rápida. QUINN:
(silencio) JAKE:
Una Leica. QUINN:
Bueno, no era mía. Yo perdí mi vieja Leica en la espesura del África.
Me la habrá robado algún negro. (Mirando fijamente el tablero, con una
expresión de divertida consternación en el rostro.) ¡Cómo, sinvergüenza!
Maldita sea su estampa. Fíjese, Jake. Su amigo casi me da jaque mate.
Casi... Era
verdad. Con una habilidad resurgida inconscientemente, había dirigido mi
ejército de ébano con considerable competencia, aunque no intencionada,
y me las había arreglado para poner al rey de Quinn en una posición
peligrosa. En cierto sentido, lamentaba mi éxito, pues Quinn lo utilizaba
para desviar el ángulo de la investigación de Jake, para pasar del tema
de la fotografía, repentinamente candente, al ajedrez; por otra parte, me
sentía muy contento; si seguía jugando sin cometer errores, podía
ganar. Quinn se rascó la barbilla, dedicando sus ojos grises a la
religiosa tarea de rescatar a su rey. Pero para mí, el tablero era un
borrón. Tenía la mente atrapada en una curvatura del tiempo, entumecida
por recuerdos suspendidos durante casi medio siglo. Era verano, y yo tenía
cinco años. Vivía con unos parientes en una ciudad de Alabama. Había un
río junto a esta ciudad, también un río lento y lodoso que me
desagradaba porque estaba lleno de culebras acuáticas y peces bigotudos.
Sin embargo, por más que me disgustaban sus bocas peludas, me encantaban
una vez capturados, fritos y cubiertos de ketchup; teníamos una cocinera
que los servía a menudo. Se llamaba Lucy Joy. Era una negra corpulenta;
reservada, muy seria. Parecía vivir de domingo en domingo, pues entonces
cantaba en el coro de una iglesia de campo. Pero un día, Lucy Joy cambió
notablemente. Estábamos solos en la cocina, y empezó a hablar de un
reverendo Bobby Joe Snow, describiéndolo con un entusiasmo que encendió
mi imaginación. Hacía milagros. Era un famoso evangelista, y pronto
vendría a nuestro pueblo. El reverendo Snow venía a predicar la próxima
semana, a bautizar y salvar almas. Supliqué a Lucy que me llevara a
verlo, y la mujer sonrió y prometió que lo haría. Resultaba que ella
necesitaba que la acompañara, pues el reverendo Snow era blanco, su
feligresía practicaba la segregación, y Lucy había pensado que la única
manera de que la admitirían sería llevando un niño blanco a bautizar.
Naturalmente, Lucy no me hizo saber que lo tenía preparado. A la semana
siguiente, cuando partimos para asistir a la reunión evangélica del
reverendo, yo sólo imaginaba el suceso conmovedor de ver a un santo del
Cielo que ayudaba a que los ciegos vieran y que los tullidos caminaran.
Pero empecé a intranquilizarme cuando me di cuenta de que nos dirigíamos
al río. Cuando llegamos vi a cientos de personas reunidas a la orilla.
Eran campesinos, patanes que bailaban y daban alaridos. Vacilé. Lucy se
puso furiosa, y me arrastró hacia la sudorosa muchedumbre. Campanillas y
cascabeles, cuerpos haciendo cabriolas. Podía oír una voz que entonaba
salmos. Lucy también se unió a los cantos, gimiendo, sacudiéndose. Mágicamente
un extraño me subió a su hombro y logré ver al hombre de la voz
dominante. Estaba metido en el río, vestía una túnica blanca y el agua
le llegaba a la cintura. Tenía el pelo gris y blanco, una masa enmarañada
y empapada y sus largas manos, extendidas hacia el cielo, imploraban al húmedo
sol del mediodía. Traté de ver su cara, pues sabía que debía ser el
reverendo Bobby Joe Snow, pero antes de lograrlo, mi benefactor me volvió
a depositar en medio de la asquerosa mezcolanza de pies extáticos,
ondulantes brazos y temblorosas panderetas. Supliqué volver a casa, pero
Lucy borracha de gloria, no me soltaba. El sol quemaba. Sentí el vómito
en la garganta. Pero no devolví. Empecé a chillar, a dar puñetazos y
alaridos. Lucy me arrastraba en dirección al río, y la multitud se abría
para hacernos paso. Luché hasta llegar a la orilla del río, luego me
detuve, silenciado por la escena. El hombre de la túnica blanca, parado
en el río, sostenía a una niña reclinada. Recitó las Escrituras antes
de sumergirla rápidamente bajo el agua, y luego la sacó. Llorando,
gritando, se dirigió, a los tropezones, hacia la orilla. Ahora los brazos
de simio del reverendo se extendieron hacia mí. Mordí a Lucy en la mano,
y me libré de su control, pero un muchachón me agarró y me arrastró al
agua. Cerré los ojos. Podía oler el pelo, sentir los brazos del
reverendo que me impulsaban hacia abajo, hacia la negrura sofocante y
luego, horas después, me alzaban hacia la luz solar. Abrí los ojos y los
fijé en los de él, grises, maníacos. Acercó la cara ancha y delgada, y
me besó en los labios. Oí una risa fuerte, una erupción como dinamita:
"¡Jaque mate!". QUINN:
¡Jaque mate! JAKE:
Diablos, Bob. Lo hizo por cortesía. Dejó que usted ganara. (El
beso se esfumó. El rostro del reverendo, retrocediendo, fue reemplazado
por un rostro virtualmente idéntico. De modo que había sido en Alabama,
cincuenta años atrás, donde había visto por primera vez a Mr. Quinn, o
por lo menos a su contraparte: Bobby Joe Snow, evangelista.) QUINN:
¿Qué le parece, Jake? ¿Listo para perder otro dólar? JAKE:
Esta noche no. Salimos en auto para Denver mañana. Mi amigo tiene que
tomar el avión. QUINN
(a mí): Eh, qué visita más corta. Vuelva pronto. Venga en verano y lo
llevaré a pescar truchas. Aunque ya no es igual que antes. Antes podía
estar seguro de pescar una trucha arco iris de tres kilos no bien tiraba
la línea. Antes de que arruinaran mi río. (Nos
fuimos sin despedirnos de Juanita Quinn. Estaba profundamente dormida,
roncando. Quinn nos acompañó hasta el auto. "¡Manejen con
cuidado!", nos advirtió, mientras nos decía adiós con la mano y
esperaba a que desaparecieran las luces traseras de nuestro auto.) JAKE:
Bueno, me enteré de una cosa, gracias a usted. Ahora sé que él mismo
saca las fotos. TC:
¿Por qué no quiso que Addie me dijera cómo era? JAKE:
Podría haber influenciado su primera impresión. Quería que lo viera sin
prejuicios y me dijera qué veía. TC:
Vi aun hombre que había visto antes. JAKE:
¿A Quinn? TC:
No, no a Quinn. Pero a alguien parecido. Su mellizo. JAKE:
Hable claro. (Describí
aquel día de verano, mi bautismo. El parecido entre Quinn y el reverendo
Snow era tan claro para mí. Los caracteres afines. Pero hablé
emotivamente, metafísicamente, y no logré comunicar lo que sentía. Me
di cuenta de la desilusión de Jake: él esperaba una percepción sensata,
una penetración prístina y pragmática que lo ayudara a aclarar su
propio concepto del carácter de Quinn, y de sus motivaciones. Guardé
silencio, mortificado por haber fallado a Jake. Pero al llegar a la
carretera, y cuando nos dirigíamos por ella a la ciudad, Jake me dijo
que, a pesar de que el relato de mi recuerdo había sido un tanto confuso
e inconexo, él había podido descifrar parcialmente lo que yo había
expresado de forma tan pobre.) Bueno,
Bob Quinn cree que él es Dios Todopoderoso. TC:
No lo cree. Lo sabe. JAKE:
¿Alguna duda? TC:
No, ninguna. Quinn es el hombre que talla los féretros. JAKE:
Y uno de estos días tallará el propio. O no me llamo Jake Pepper. Durante
los meses siguientes llamé a Jake por lo menos una vez a la semana, por
lo general los domingos, cuando él estaba en casa de Addie, lo que me
permitía hablar con ambos. Jake abría la conversación diciendo:
"Lo siento, socio. Nada nuevo que informar". Pero un domingo,
Jake me contó que él y Addie habían fijado la fecha de la boda: el 10
de agosto. Y Addie dijo: "Espero que pueda venir". Le prometí
que lo haría, aunque el día coincidía con un viaje de tres semanas a
Europa que había planeado. Bueno, combinaría las fechas. Sin embargo,
fue la pareja la que tuvo que cambiar pues el agente del Departamento que
reemplazaría a Jake mientras durara su luna de miel ("¡Vamos a
Honolulú!") tuvo un ataque de hepatitis y la boda se pospuso hasta
el primero de setiembre. "Qué mala suerte", dije a Addie.
"Pero para entonces ya estaré de regreso, y podré ir". De
modo que a principios de agosto, volé por Swissair a Suiza, y holgazaneé
varias semanas en una aldea alpina, tomando el sol entre las nieves
eternas. Dormí, comí, releí a todo Proust, que es como sumergirse en
una ola gigantesca, con destino desconocido. Pero mis pensamientos con
demasiada frecuencia giraban en torno de Mr. Quinn. A veces, mientras dormía,
llamaba a mi puerta y entraba a mis sueños, en ocasiones tal cual era,
con los ojos grises brillándole tras los anteojos de aro de alambre, pero
de vez en cuando aparecía ataviado como el reverendo Snow, con la túnica
blanca. Aspirar durante un breve período el aire alpino es vivificante
pero una larga vacación en las montañas puede tornarse claustrofóbica y
provocar depresiones inexplicables. De todos modos, un día en un estado
de ánimo negro, alquilé un auto y atravesando el paso Bernardo crucé a
Italia y me dirigía Venecia. En Venecia uno vive disfrazado y con máscara,
es decir uno no es uno mismo, y no es responsable de su comportamiento. No
era mi yo verdadero el que llegó a Venecia a las cinco de la tarde y que
antes de la medianoche tomó un tren con destino a Estambul. Todo empezó
en el bar de Harry, como tantas aventuras venecianas. Acababa de pedir un
martini, cuando justo entra por la puerta de vaivén Gianni Paoli, un enérgico
periodista que había conocido en Moscú cuando él era corresponsal de un
diario italiano. Juntos, con la ayuda de vodka, habíamos alegrado muchos
aburridos restaurantes rusos. Gianni estaba en Venecia camino a Estambul.
Tomaba el Expreso de Oriente a medianoche. Seis martinis más tarde me había
convencido de que fuera con él. Fue un viaje de dos días y dos noches.
El tren serpenteó a través de Yugoslavia y Bulgaria, pero nuestras
impresiones de estos países se limitaron a lo que vimos por las
ventanillas de nuestro iluminado compartimiento, que nunca abandonábamos
excepto para renovar nuestra provisión de vino y vodka. El cuarto daba
vueltas. Paraba. Daba vueltas. Bajé de la cama. Mi cerebro, una colección
de vidrios rotos, tintineó dolorosamente dentro de mi cabeza. Podía
ponerme de pie, sin embargo. Y caminar. Hasta recordaba dónde estaba: en
el hotel Hilton, en Estambul. Cautelosamente, me dirigí a un balcón que
daba al Bósforo. Gianni Paoli tomaba el sol, desayunaba y leía el Herald
Tribune, edición parisiense. Parpadeando, miré la fecha del diario. Era
el primero de setiembre. ¿Por qué la fecha me causaba una sensación tan
desagradable? Náuseas. Culpa. Remordimiento. Por Dios, ¡me había
perdido la boda! Gianni no comprendía por qué estaba tan perturbado (los
italianos siempre están perturbados, pero no entienden por qué pueden
estarlo otras personas). Sirvió vodka en su jugo de naranja, me lo ofreció,
y me dijo que bebiera, que me emborrachara. "Primero envía un
telegrama". Seguí su consejo, las dos partes. El telegrama decía.-
Demorado inevitablemente pero les deseo muchas felicidades en este día
maravilloso. Más tarde, cuando el descanso y la abstinencia volvieron
firme mi mano, les escribí una carta breve. No mentí, simplemente no les
expliqué por qué había sido "inevitablemente demorado". Dije
que volvía a Nueva York en unos días y que los llamaría por teléfono
tan pronto regresaran de su luna de miel. Dirigí la carta al matrimonio
Pepper. y al dejarla en la recepción para que la despacharan me sentí
aliviado, exonerado. Pensé en Addie, con una flor en el pelo, en Addie y
Jake caminado al atardecer por una playa en Waikiki, con el mar junto a
ellos bajo las estrellas. Me pregunté si Addie sería demasiado grande
para tener hijos. Pero
no volvía casa. Sucedieron cosas. Encontré a un viejo amigo en Estambul.
Un arqueólogo que estaba trabajando en una excavación en la costa de
Anatolia, al sur de Turquía. Me invitó a que fuera con él, dijo que
Anatolia me gustaría, y tenía razón, me gustó. Nadaba todos los días,
aprendí a bailar bailes folklóricos de Turquía, bebí ouzo y bailé al
aire libre todas las noches en el bar local. Me quedé dos semanas. Luego
fui por barco a Atenas, y de allí volé a Londres, donde me hice hacer un
traje a medida. Era octubre, casi otoño, cuando recién abrí la puerta
de mi departamento de Nueva York. Un amigo, que durante mi ausencia iba a
regar las plantas, había colocado la correspondencia en ordenadas pilas
sobre la mesa de la biblioteca. Había algunos telegramas, que examiné
antes de quitarme el abrigo. Abrí uno: era una invitación a una fiesta
de Noche de Brujas. Abrí otro: llevaba la firma de Jake: Llámeme
urgentemente. Estaba fechado agosto 29. Hacía seis semanas. Rápidamente,
sin permitirme creer que lo que pensaba fuera verdad, encontré el número
de Addie y disqué. No me respondieron. Luego hice una llamada, persona a
persona, al motel Prairie: No Mr. Pepper no se alojaba allí en ese
momento. Sí, la operadora creía que era posible comunicarse con él a
través del Departamento de Investigaciones del Estado. Llamé. Un hombre
—un hijo de puta intratable— me informó que el detective Pepper
estaba de licencia, y no, no podía decirme por donde andaba ("Es
contrario a los reglamentos"). Cuando le di mi nombre y le dije que
llamaba desde Nueva York contestó ah, sí, y cuando le pedí por favor
que me escuchara, porque es muy importante, el hijo de perra colgó. Necesitaba
orinar, pero la urgencia, insistente durante todo el viaje desde el
aeropuerto Kennedy, desapareció cuando miré las cartas apiladas sobre la
mesa de la biblioteca. La intuición me llevó a ellas. Revisé las pilas
con la velocidad profesional de un clasificador de correspondencia,
buscando la letra de Jake. La encontré. El sobre llevaba el matasello
setiembre 10, pertenecía al Departamento de Investigaciones y provenía
de la capital del Estado. Era una carta breve, pero la letra, firme y
masculina, disfrazaba la angustia de su autor: Su
carta de Estambul llegó hoy. Cuando la leí estaba sobrio. Ahora no estoy
sobrio. El día que murió Addie, en agosto, le envié un telegrama pidiéndole
que me llamara. Supongo que estaba en el extranjero. Pero eso era lo que
tenía que decirle. Addie ha muerto. Todavía no lo creo, nunca lo creeré,
hasta que sepa qué pasó realmente. Dos días antes de la boda ella Y
Marylee estaban nadando en el río Azul.
Addie se ahogó, pero Marylee no la vio ahogarse. No puedo escribir de
esto. Tengo que irme. No confío en mí. Vaya adonde vaya, Marylee Connor
sabrá localizarme. Sinceramente... MARYLEE
CONNOR: ¡Hola! Por supuesto, reconocí su voz en seguida. TC:
La he llamado la tarde entera, cada media hora. MARYLEE:
¿Adonde está? TC:
En Nueva York MARYLEE:
¿Cómo está el tiempo? TC:
Está lloviendo. MARYLEE:
Aquí también está lloviendo. Pero hacía falta. Tuvimos un verano tan
seco. Una tenía el pelo lleno de polvo. ¿Dice que me ha estado llamando? TC:
La tarde entera. MARYLEE:
Bueno, estaba en casa, pero me parece que no oigo muy bien. Y he estado en
el sótano y también en el altillo. Empacando. Ahora que estoy sola, esta
casa es demasiado grande para mí. Tenemos una prima, que es viuda, también,
que compró un departamento en Florida. Me voy a vivir con ella. Bueno, ¿cómo
está? ¿Ha hablado con Jake últimamente? (Le expliqué que acababa de
regresar de Europa, y que no había podido localizar a Jake; me dijo que
estaba con uno de sus hijos en Oregon, y me dio el número de teléfono.)
Pobre Jake. Lo ha tomado tan mal. En cierto sentido, se culpa sí mismo.
¿Oh? ¡Oh, no lo sabía! TC:
Jake me escribió, pero recién hoy leí su carta. No puedo decirle cuánto
lo siento... MARYLEE
(cierta dificultad en la voz): ¿No sabía nada de Addie? TC:
Recién hoy me enteré... MARYLEE
(suspicazmente): ¿Qué le dijo Jake? TC:
Dijo que se ahogó. MARYLEE
(a la defensiva, como si estuviéramos discutiendo): Bueno, así fue. Y no
me importa lo que piensa Jake. Bob Quinn no estaba cerca. Es imposible que
tuviera algo que ver... (Oí
que inspiraba hondo, luego una larga pausa, como si para controlar su
genio, se hubiera puesto a contar hasta diez.) Si alguien tiene la culpa,
soy yo. Yo tuve la idea de ir a Sandy Cove a nadar. Sandy Cove no
pertenece a Quinn. Está en las tierras de Miller. Addie y yo siempre íbamos
allí. Hay buena sombra. Es la parte más segura del río Azul. Tiene una
laguna natural, y allí aprendimos a nadar de niñas. Ese día estábamos
solas en Sandy Cove. Entramos en el agua juntas, y Addie me dijo que la
semana próxima a esa misma hora estaría nadando en el Pacífico. Addie
era muy buena nadadora, pero yo me canso en seguida. De modo que después
de refrescarme, extendí una toalla bajo un árbol y empecé a hojear las
revistas que había llevado. Addie se quedó en el agua. La oí decir:
"Nadaré hasta la curva e iré a sentarme bajo la cascada". El río
sale de Sandy Cove, hace una curva, y corre por un borde de rocas,
formando una cascada. Es una bajada leve, de unos sesenta centímetros.
Cuando éramos chicas era divertido sentarse en el borde de las rocas y
sentir el agua entre las piernas. Yo
estaba leyendo, sin fijarme en la hora hasta que sentí frío y vi que el
sol ya bajaba entre las montañas. No estaba preocupada: imaginé que
Addie estaba disfrutando de la cascada. Pero después de un rato caminé río
abajo y grité: "¡Addie! ¡Addie!". Pensé: Está bromeando. De
modo que subí hasta la parte más alta de Sandy Cove. Desde allí podía
ver la cascada y todo el río corriendo hacia el norte. No había nadie.
Addie no se veía. Luego, justo debajo de la cascada, vi un nenúfar
blanco que flotaba en el agua y se sacudía. Pero luego me di cuenta de
que no era un nenúfar: era una mano, con un brillante: el anillo que le
regaló Jake. Corrí hacia abajo, me metí en el río hasta llegar al
borde de rocas de la cascada. El agua era transparente, y no muy honda.
Alcancé a ver la cara de Addie bajo la superficie, con el pelo enredado
en las ramas de un árbol hundido. No había nada que hacer. La tomé de
la mano y tiré y tiré con todas mis fuerzas, pero no pude moverla. De
alguna manera, nunca sabremos cómo, se había caído del reborde y se había
enredado el pelo en las ramas, que le impidieron salir. Muerte accidental
por asfixia. Tal fue el veredicto del forense. ¿Hola? TC:
Sí, aquí estoy. MARYLEE:
Mi abuela Mason nunca usaba la palabra "muerte". Cuando moría
alguien, especialmente alguien a quien quería, decía que había sido
"convocado". Quería significar que no habían sido enterrados,
perdidos para siempre, sino "convocados" a algún lugar de la
infancia, a un mundo de seres vivientes. Así me siento yo ahora. Addie ha
sido convocada y vive con todo lo que ama. Con los niños. Los niños y
las flores. Los pájaros. Las plantas silvestres que encontraba en la
montaña. TC:
Lo siento tanto, Mrs. Connor. Yo... MARYLEE:
Está bien querido. TC:
Ojalá hubiera algo que yo... MARYLEE:
Bueno, me alegro de haber hablado con usted. Cuando
hable con Jake, déle mis cariños. No se olvide. Me
di una ducha, puse una botella de cognac junto a la cama, me metí entre
las frazadas, tomé el teléfono, y disqué el número de Oregon que me
había dado Marylee. Contestó el hijo de Jake. Me dijo que su padre había
salido, no sabía adonde ni a qué hora volvería. Dejé un mensaje para
que me llamara no bien volviera, a cualquier hora. Me llené la boca de
cognac e hice un buche. Era un remedio para que no me castañearan los
dientes. Dejé que la bebida corriera por la garganta. El sueño, con la
forma curva de un río susurrante, fluyó en mi mente. Finalmente, todo
era el; río, todo volvía al río. Quinn podía haber provisto las víboras
de cascabel, el incendio, la nicotina, el alambre de acero, pero el río
había inspirado los hechos, y ahora se había llevado también a Addie.
Addie: con el pelo enredado en la maleza bajo la superficie, corría, en
mi sueño, por encima de su rostro ahogado y tembloroso como un velo de
novia. Estalló un terremoto. Era el teléfono, que atronaba sobre mi estómago,
donde descansaba aún al quedarme dormido. Sabía que era Jake. Lo dejé
sonar mientras me servía otro trago para despertarme. TC:
¿Jake? JAKE:
¿De modo que volvió por fin? TC:
Esta mañana. JAKE:
Bueno, no se perdió la boda, después de todo. TC:
Recibí su carta, Jake... JAKE:
No. No tiene por qué hacer un discurso. TC:
Llamé a Mrs. Connor, Marylee. Tuvimos
una larga conversación... JAKE
(alerta): ¿Sí? TC:
Me contó todo lo que había pasado... JAKE:
¡Oh, no! ¡Nada de eso! TC
(sorprendido por la dureza de la respuesta): Pero, Jake, me dijo... JAKE:
Si. ¿Qué le dijo? TC:
Que fue un accidente. JAKE:
¿Usted le creyó? (Su
tono de voz tristemente burlón, trajo a mi mente la expresión de Jake:
los ojos duros, la mueca en los labios delgados.) TC:
Por lo que ella me dijo, parece la única explicación. JAKE:
Ella no sabe cómo sucedió. No estaba presente. Estaba sentada leyendo
revistas. TC:
Bueno, si fue Quinn... JAKE:
Escucho. TC:
Debe ser un mago. JAKE:
No, necesariamente. Pero ahora no puedo hablar del asunto. Pronto, tal
vez. Ha sucedido algo que puede apurar las cosas. Papá Noel nos visitó
temprano este año. TC:
¿Estamos hablando de Jaeger? JAKE:
Sí. Señor. El jefe de correos ha recibido su encomienda. TC:
¿Cuándo? JAKE:
Ayer. (Rió, no placenteramente, sino con excitación, con energía
liberada.) Malas noticias para Jaeger, pero buenas para mí. Mi plan era
quedarme aquí hasta después del Día de Acción de Gracias. Pero me
estaba volviendo loco. No pensaba más que: ¿Y si no acosa a Jaeger? ¿Y
si no me da esa última oportunidad? Bueno, puede llamarme al motel
Prairie desde mañana a la noche. Allí estaré. TC:
Jake, espere un momento. Debe de haber sido un accidente. Lo de Addie,
quiero decir. JAKE
(simulando ser paciente, como si hablara con un aborigen retardado): Le
voy a decir algo para que medite mientras se duerme. Sandy
Cove, donde ocurrió el "accidente", está dentro de la
propiedad de un hombre llamado A. J. Miller. Hay dos maneras de llegar. La
más corta es por un camino de atrás que atraviesa las tierras de Quinn y
lleva directamente a la propiedad de Miller. Eso es lo que hicieron las
damas. Adiós, amigo. Naturalmente,
lo que me dejó para meditar me mantuvo despierto hasta el amanecer. Las
imágenes se formaban, se desvanecían. Era como si mentalmente estuviera
haciendo el montaje de una película de cine. Addie y su hermana van en su
auto por la carretera. Salen para adentrarse en un camino de tierra que es
parte de la propiedad del establecimiento de campo B.O. Quinn está de pie
en la galería de su casa, o tal vez observando por una ventana. Sea como
fuere, en algún momento ve el auto intruso, reconoce a sus ocupantes, y
adivina que se dirigen a nadar a Sandy Cove. Decide seguirlas. ¿En auto?
¿A pie? De cualquier manera, se acerca a la zona donde se bañan las
mujeres por una ruta indirecta. Una vez allí, se esconde entre los árboles
encima de Sandy Cove. Marylee está descansando sobre una toalla, leyendo
revistas. Addie está en el agua. Oye que Addie dice a su hermana:
"Voy a nadar hasta la curva y me sentaré en la cascada". Ideal:
Addie quedará sin protección, sola, fuera del alcance de su hermana.
Quinn espera hasta asegurarse de que está distraída. Entonces se desliza
terraplén abajo (el mismo que luego usará Marylee para buscar a su
hermana). Addie no lo oye: la cascada cubre el ruido de los movimientos de
Quinn. ¿Cómo evitar que lo vea? Pues no bien lo vea se dará cuenta del
peligro, protestará, gritará. No, la hace callar con un revólver. Addie
oye algo, levanta la vista, ve a Quinn que rápidamente se acerca al
reborde, apuntándola con un revólver. La empuja de la cascada, la
sumerge, la deja bajo el agua: un bautismo final. Era
posible. Pero el amanecer, y el comienzo del tráfico neoyorquino,
disminuyeron mi entusiasmo por mi febril fantasear, hundiéndome rápidamente
en la realidad, ese descorazonador abismo. Jake
no tenía alternativa: como Quinn, se había propuesto una tarea
apasionada, y esta tarea, su deber humano, era demostrar que Quinn era
culpable de diez muertes indecentes, en especial de la muerte de una mujer
cálida y afable con la que quería casarse. Pero a menos que Jake
desarrollara una teoría más convincente que la tramada por mi propia
imaginación, preferiría olvidarla: me satisfacía, para quedarme
dormido, el veredicto sensato del forense: Muerte accidental por asfixia. Una
hora después estaba totalmente despierto, víctima del cambio de horario.
Despierto, pero cansado, preocupado, y muerto de hambre. Por supuesto,
debido a mi prolongada ausencia, no había nada comestible en la heladera.
Leche cortada, pan rancio, bananas negras, huevos podridos, naranjas
arrugadas, manzanas secas, tomates podridos, una torta de chocolate
cubierta de hongos. Me hice una taza de café, le agregué cognac, y con
eso como fortificante, examiné mi correspondencia acumulada. Mi cumpleaños
había sido el 30 de setiembre, y unos pocos habían enviado tarjetas de
felicitaciones. Uno de ellos era Fred Wilson, el detective retirado y
amigo mutuo que me había presentado a Jake Pepper. Sabía que estaba
familiarizado con el caso de Jake, que Jake lo consultaba a menudo, pero
por alguna razón nunca habíamos discutido el asunto, omisión que decidí
rectificar llamándolo inmediatamente. TC:
¿Hola? ¿Puedo hablar con Mr. Wilson, por favor? FRED
WILSON: Con él habla. TC:
¿Fred? Suenas como si tuvieras un fuerte resfrío. FRED:
Así es. Una peste. TC:
Gracias por la felicitación de cumpleaños. FRED:
Ah. No tenías que gastar dinero en una comunicación para agradecérmela. TC:
Bueno, quería hablarte de Jake Pepper. FRED:
Debe de haber algo de verdad en esto de la telepatía. Estaba pensando en
Jake cuando sonó el teléfono. Sabes que el Departamento le ha dado
licencia. Están tratando de alejarlo del caso. TC:
Está de vuelta ahora. (Después
de repetirle la conversación que había tenido la noche anterior, Fred me
hizo varias preguntas, la mayoría acerca de la muerte de Addie Mason y
las opiniones de Jake al respecto.) FRED:
Me sorprende mucho que el Departamento le permitiera volver allí. Jake es
el tipo de mente más clara que conozco. No
hay nadie en nuestro oficio que respete más que a Pepper. Pero ha perdido
el juicio. Se ha estado golpeando la cabeza contra la pared todo este
tiempo, hasta perder el sentido. Claro que es terrible lo que le pasó a
la novia. Pero fue un accidente. Se ahogó. Jake no quiere aceptar eso,
dice a los gritos que fue un asesinato. Y acusa al tal Quinn. TC
(con resentimiento): Jake puede tener razón. Es posible. FRED:
Y también es posible que el hombre sea ciento por ciento inocente. En
realidad, ése es el consenso general. He hablado con tipos del
Departamento de Jake, y dicen que no podrían aplastar ni a una mosca con
la evidencia que tienen. Que era bastante embarazosa la situación. Y el
mismo jefe de Jake me dijo que él no creía que Quinn hubiera matado a
nadie. TC:
Mató a dos ladrones de ganado. FRED
(risitas, luego un ataque de tos): Bueno, señor. Eso no es matar en
realidad. Por estas partes, por lo menos. TC:
Excepto que no eran ladrones, sino dos jugadores de Denver. Quinn les debía
dinero. Y lo que es más no creo que la muerte de Addie haya sido
accidental. (Desafiante, con sorprendente autoridad, le relaté el
"asesinato" tal cual lo había imaginado. Las ideas descartadas
con la primera luz del día me parecían ahora no sólo plausibles, sino vívidamente
convincentes: Quinn había seguido a las hermanas hasta Sandy Cove, se había
ocultado entre los árboles, debajo del terraplén, amenazado a Addie con
un revólver y la había agarrado, ahogándola.) FRED:
Ésa es la historia de Jake. TC:
No. FRED:
¿Es algo que imaginaste tú? TC:
Más o menos. FRED:
Igual, es la historia de Jake. Espera, tengo que sonarme la nariz. TC:
¿Qué quieres decir con eso de que "es la historia de Jake"? FRED:
Como te dije, debe haber algo de verdad en esto de la telepatía. Con algún
detalle más o menos, es la historia de Jake. Hizo un informe para el
Departamento, y me mandó una copia. Y así es como reconstruyó los
hechos. Quinn vio el auto, las siguió... (Fred
continuó. Sentí una oleada de vergüenza. Me sentí como un escolar al
que descubren copiando en un examen. Irracionalmente, en lugar de echarme
la culpa, se la endilgué a Jake. Estaba enojado con él por no haber
provisto una solución coherente abatido porque sus conjeturas no fueran
mejores que las mías. Confiaba en Jake, el profesional, y me sentía
deprimido al ver fluctuar esa confianza. Pero era un invento tan
descabellado, todo esto de Quinn, Addie y la cascada. Aun así, a pesar de
los comentarios destructivos de Fred Wilson. yo sabía que la fe básica
que yo tenía en Jake era justificada.) El Departamento está en una
situación difícil. Tienen que sacar a Jake de este caso. Él se ha
descalificado a sí mismo. ¡Oh, luchará contra ellos! Pero es por su
propia reputación. Por seguridad también. Una noche, después que murió
su novia, me llamó a las cuatro de la mañana. Más borracho que cien
indios bailando en un maizal. Todo se reducía a que iba a desafiar a
Quinn a un duelo. Lo llamé para ver cómo estaba al día siguiente. El
hijo de puta ni siquiera se acordaba de que me había llamado. La
ansiedad, como dice cualquier psiquiatra costoso, es causada por la
depresión, pero la depresión, como dirá el mismo psiquiatra en una
segunda visita, después que se ha pagado otra sesión, es causada por la
ansiedad. Toda esa tarde giré en ese
monótono círculo vicioso. Para la noche, los dos demonios se habían
combinado. Mientras la ansiedad copulaba con la depresión, yo miraba la
controvertida invención de Mr. Bell temiendo el momento de llamar al
hotel Prairie y oír que Jake me decía que el Departamento lo había
retirado del caso. Por supuesto, podría haberme sentido mejor después de
una buena comida, pero ya había abolido el hambre comiendo la torta de
chocolate con la cobertura de hongos. También podría haber ido a ver una
película y fumado un cigarrillo de marihuana. Pero cuando uno se siente
así, el único remedio es llevarle la corriente: aceptar la ansiedad,
seguir deprimido, relajarse, dejarse llevar donde sea. OPERADORA:
Buenas noches, motel Prairie. ¿Mr.
Pepper? Eh, Ralph, ¿has visto a Jake Pepper? ¿En el bar? Hola, la
persona que llama está en el bar. Lo conecto. TC:
Gracias. (Recordé
el bar del Prairie; a diferencia del motel, tenia cierto encanto, propio
de una tira cómica. Los clientes eran vaqueros, las paredes de cuero
crudo, decoradas con posters de chicas y sombreros mexicanos; el baño de
hombres era para TOROS, mientras que el de mujeres decía BELLAS. Había
un tocadiscos automático con música del oeste. Al oír esa música, me
di cuenta de que el barman me había contestado.) BARMAN:
¡Jake Pepper! ¡Lo llaman por
teléfono! Hola, señor, quiere saber quién es. TC:
Un amigo de Nueva York. VOZ
DE JAKE (lejana, cada vez más fuerte, a medida que se acerca al teléfono):
Claro que tengo amigos en Nueva York. En Tokio, Bombay. ¡Hola, amigo de
Nueva York! TC:
Parece alegre. JAKE:
Tan alegre como el mono de un mendigo. TC:
¿Puede hablar? ¿O lo llamo más tarde? JAKE:
Está bien. Hay tanto ruido que nadie me oye. TC
(inciertamente, cuidando no abrir la herida): ¿Cómo van las cosas? JAKE:
No tan bien. TC:
¿Por el Departamento? JAKE
(intrigado): ¿El Departamento? TC:
Bueno, se me ocurrió que le causaba dificultades. JAKE:
No me causa ninguna dificultad. Yo a ellos, sí. Un montón de imbéciles.
No, es ese cabeza de alcornoque de Jaeger. Nuestro
adorado jefe de correos. Es un gallina. Quiere escapar del gallinero. Y no
sé cómo detenerlo. Pero tengo que hacerlo. TC:¿Porqué? JAKE:
"El tiburón necesita carnada". TC:
¿Ha hablado con Jaeger? JAKE:
Durante horas. Está conmigo en este momento. Sentado en un rincón como
un conejito blanco listo para meterse en el agujero. TC:
Bueno, lo comprendo. JAKE:
Yo no puedo darme ese lujo. Tengo que convencer a este timorato. ¿Cómo?
Tiene sesenta y cuatro años, un montón de dinero, y está a punto de
retirarse. Es soltero. ¡Su pariente más cercano es Bob Quinn! Por Dios.
Y oiga esto: Todavía no cree que fue Quinn. Dice sí, tal vez alguien
quiere hacerme daño, pero no puede ser Bob Quinn, que es de mi propia
sangre. Hay una sola cosa que lo hace pensar. TC:
¿Algo relacionado con el paquete? JAKE:
Ahá. TC:
¿La letra? No, eso no puede ser. Debe ser la foto. JAKE:
Ha dado en el blanco. Esta foto es diferente. No es como las otras. Por
empezar, tiene veinte años. Fue tomada en la Feria del Estado. Jaeger
marcha en un desfile de kiwanis, y lleva un sombrero de kiwanis. Quinn sacó
esa foto. Jaeger dice que él vio cuando se la tomaba. Se acuerda porque
pidió a Quinn que le diera una copia, cosa que Quinn nunca hizo. TC:
Eso debería hacer cambiar de opinión al jefe de correos. Supongo que no
impresionaría a un jurado. JAKE:
En realidad, no impresiona al jefe de correos. TC:
Pero, ¿está asustado como para querer irse del pueblo? JAKE:
Está asustado, seguro. Pero aunque no lo estuviera, no hay nada que lo
detenga aquí. Dice que siempre planeó pasar los últimos años de su
vida viajando. Mi trabajo es demorar ese viaje. Indefinidamente. Pero es
mejor que no deje tanto tiempo solo a mi conejito. Deséeme suerte. Y manténgase
en contacto. Le
deseé suerte, pero no la tuvo. A la semana, el detective y el jefe de
correos se separaban: uno iniciaba un viaje por el mundo, al otro el
Departamento le quitaba el caso. Las notas siguientes son extractos de mis
diarios personales entre 1975 y 1979. 20
de octubre de 1975: Hablé con Jake. Muy amargado, desparrama veneno en
todas direcciones. Dijo: "Por dos alfileres y un dólar de la
Confederación", se iría del Departamento, renunciaría, se
trasladaría a Oregon a trabajar en la granja de su hijo. "Pero
mientras siga con el Departamento, siempre tendré un poco de
influencia". Además, si renunciara ahora, perdería su jubilación,
un beau geste que no puede permitirse el lujo de hacer. 6
de noviembre de 1975: Hablé con Jake. Me dijo que había una epidemia de
robo de ganado en la zona noroeste del Estado. Roban el ganado de noche,
lo cargan en camiones y lo llevan a las Dakotas. Dijo que él y otros
agentes habían pasado estas últimas noches al sereno, escondidos entre
el ganado, esperando a los ladrones, que no aparecieron. "¡Hace frío
allí! Ya estoy viejo para estas cosas." Me dijo que Marylee Connor
se mudó a Sarasota. 25
de noviembre de 1975: Día de Acción de Gracias. Me desperté esta mañana
y pensé en Jake. Hace justo un año que descubrió su "suerte":
fue a comer a lo de Addie, y ella le contó de Quinn y del río Azul.
Decidí no llamarlo; podía agravar, en lugar de aliviar, las dolorosas
ironías relacionadas con este aniversario. Llamé a Fred Wilson y a su
esposa, Alice, para desearles bon appétit. Fred me preguntó por Jake. Le
dije que la última vez que supe de él estaba atareado persiguiendo a los
ladrones de ganado. Fred dijo: "Sí, lo hacen trabajar como loco.
Tratan de que no piense en ese otro caso, el que los agentes del
Departamento llama Víboras de cascabel'. Han nombrado a un tipo joven
llamado Nelson, para guardar las apariencias. Legalmente, el caso sigue
abierto, pero en la práctica, el Departamento lo ha cerrado". 5
de diciembre de 1975.- Hablé con Jake. Lo primero que me dijo fue:
"Se alegrará de saber que el jefe de correos está sano y salvo en
Honolulú. Ha enviado postales a todo el mundo. Estoy seguro de que le ha
mandado una a Quinn. Bueno, él fue a Honolulú, yo no pude. Sí, la vida
es extraña", dijo que seguía en el "caso de robo de ganado. Y
harto. Debería unirme a los ladrones. Ganan cien veces más que yo". Diciembre
20 de 1975. Recibí una tarjeta de Navidad de Marylee Connor. Dice: ¡Sarasota
es maravilloso! Éste es el primer invierno que paso en un lugar cálido,
y puedo decir con honestidad que no echo de menos mi hogar, ¿Sabía que
Sarasota es famoso porque aquí pasa todo el invierno el circo de los
hermanos Ringling? Mi prima y yo vamos a menudo a ver los ensayos. ¡Es
divertidísimo! Nos hemos hecho amigas de una rusa que entrena acróbatas.
Feliz Año Nuevo. Acompaño un pequeño regalo. El regalo era una instantánea,
sacada por un aficionado, de Addie a los dieciséis años, en un jardín
florido, luciendo un vestido blanco de verano, con una cinta en el pelo,
haciendo juego y un gatito blanco entre los brazos. Lo acuna como si fuera
tan frágil como el follaje que la rodea. El gatito está bostezando. En
el reverso de la foto Marylee había escrito: Adelaide Minerva Mason.
Nacida el 14 de junio de 1939. Convocada el 29 de agosto de 1975. 1°
de enero de 1976: Llamó Jake: "¡Feliz Año Nuevo!". Sonaba
como un sepulturero que se cava su propia fosa. Dijo que había pasado la
víspera de Año Nuevo leyendo David Copperfield. "El Departamento
organizó una gran fiesta. Pero yo no fui. Sabía que si iba me
emborracharía y me pelearía con algunos. Borracho o sobrio, cuando estoy
cerca del jefe tengo que contenerme para no tirarle con algo". Le
conté que había recibido una tarjeta de Marylee para Navidad y describí
la foto de Addie y Jake me dijo que Marylee le había mando otra igual a
él:"Pero ¿qué quiere decir? Eso que escribió,'Convocada'".
Cuando traté de interpretarlo, tal cual lo entendía yo. Me interrumpió
con un gruñido: era demasiado imaginativo para él. Dijo: "Quiero a
Marylee. Siempre he dicho que es muy buena. Pero simple. Un poquito
simple". 5
de febrero de 1976: La semana pasada compré un marco para la foto de
Addie. La puse en mi dormitorio, sobre una mesa. Ayer la metí en un cajón.
Me perturbaba: estaba demasiado viva, en especial por el bostezo del
gatito. 14
de febrero de 1976: Recibí tres tarjetas para el Día de San Valentín,
una de una vieja maestra, Miss Wood, otra de mi contador, y la tercera que
decía Cariños firmada por Bob Quinn. Una broma, por supuesto. ¿Será su
idea de humor negro? 15
de febrero de 1976. Llamé a Jake, y me confesó que sí que él me había
mandado una tarjeta. Le dije que estaría borracho. Él dijo: "Sí". 20
de abril de 1976: Una breve misiva de Jake escrita en papel del motel
Prairie: Hace
dos días que estoy aquí, escuchando chismes, casi todos del café Okay.
El jefe de correos sigue en Honolulú. Juanita Quinn tuvo un ataque
bastante fuerte. Me gusta Juanita, de modo que lo sentí. Su marido sigue
tan fuerte como un toro. Así me gusta. No quiero que le pase nada a Quinn
hasta que yo le aseste el golpe final. El Departamento habrá olvidado el
asunto, pero yo no. Nunca me olvidaré. Cordialmente... 10
de julio de 1976: Llamé a Jake anoche, pues hacía más de dos meses que
no tenía noticias suyas. El hombre con quien hablé es una nueva persona
o más bien, el viejo Jake Pepper, vigoroso, optimista, como si por fin
hubiera emergido de un sopor alcohólico, con los músculos descansados,
listos para actuar. Me enteré rápidamente de lo que lo había
despertado: "Tengo un gran caso. Una maravilla". Si bien el caso
contenía un elemento intrigante era, por otra parte, un asesinato común
y corriente, o así me pareció a mí. Un hombre joven, de veintidós años,
vivía solo en una granja modesta, con un abuelo anciano. Esa primavera el
nieto mató al anciano para heredar la propiedad y robar el dinero que la
víctima, un viejo avaro, había escondido en el colchón. Los vecinos se
dieron cuenta de la desaparición del granjero y vieron que el joven se
había comprado un auto flamante. Notificaron a la policía, y pronto se
descubrió que el nieto, que no podía explicar la repentina y total
desaparición de su pariente, había comprado el auto en efectivo, con
billetes viejos. El sospechoso no admitía ni negaba haber matado a su
abuelo, aunque las autoridades estaban seguras de que era culpable. La
dificultad era que no se encontraba el cadáver. Sin el cuerpo, no podían
arrestarlo. Por más que buscaban, la víctima seguía sin aparecer. La
policía local pidió ayuda al Departamento de Investigaciones del Estado,
y designaron a Jake para que se ocupara del caso. "Es fascinante. El
chico es tan inteligente como el diablo. No sé qué le hizo al viejo,
pero sí que es algo diabólico. Y si no encontramos el cuerpo, seguirá
libre de culpa y cargo. Pero estoy seguro de que está en alguna parte de
la granja. Sé, instintivamente, que cortó al abuelo en pedacitos y
enterró las partes en distintos lugares. No necesito más que la cabeza.
La encontraré aunque tenga que arar la granja entera. Hectárea por hectárea.
Centímetro por centímetro". Después de cortar, sentí enojo, y
celos, no un simple ataque, sino verdadera furia, como si me hubiera
enterado de la traición de un amante. En verdad, no quiero que Jake esté
interesado en ningún otro caso, sino en el que me interesa a mí. 20
de julio de 1976: Un telegrama de Jake: Tengo cabeza una mano dos pies
punto me voy de pesca Jake. ¿Por qué me habrá enviado un telegrama, en
lugar de llamarme por teléfono? ¿Se imaginará que me agravia su éxito?
Estoy contento, porque sé que su orgullo ha sido parcialmente reparado.
Espero que haya ido a pescar cerca del río Azul, nada más. 22
de julio de 1976: Escribí una carta de felicitación a Jake y le dije que
me voy al extranjero por tres meses. 20
de diciembre de 1976: Una tarjeta de Navidad de Sarasota: "Si alguna
vez anda por aquí, venga por favor a visitarme. Dios lo bendiga. Marylee
Connor". 22
de febrero de 1977: Una nota de Marylee:"Sigo suscripta al diario
local de mi ciudad, y he pensado que el recorte que acompaño podría
interesarle. He escrito a su esposo. Me envió una carta tan hermosa para
el accidente de Addie". El recorte era la necrología de Juanita
Quinn. Había muerto mientras dormía. Sorprendentemente, no hubo funeral
ni entierro porque la muerta había pedido que la cremaran y esparcieran
sus cenizas en el río Azul. 23
de febrero de 1977: Llamé a Jake. Dijo, con cierta timidez: "¡Hola,
socio! ¡Tanto tiempo!". En realidad le había enviado una carta
desde Suiza, que no contestó, y lo había llamado por teléfono dos
veces, sin encontrarlo, durante la temporada de Navidad. "Oh, sí,
estaba en Oregon". Luego llegamos al tema: la muerte de Juanita
Quinn. Como era de esperar, dijo: "Me huele mal". Cuando le
pregunté por qué, agregó: "Las cremaciones siempre huelen
mal". Hablamos un cuarto de hora más, pero noté que para él
representaba un esfuerzo. Tal vez le hago acordar de cosas que, a pesar de
su fortaleza moral, empieza a querer olvidar. 10
de julio de 1977: Llamó Jake, enloquecido de alegría. Sin preámbulo, me
anunció: "Como le dije, las cremaciones siempre me huelen mal. ¡Bob
Quinn se ha casado! Bueno, todo el mundo sabía que tenía otra familia,
una mujer y cuatro hijos. Los mantenía escondidos en Appleton, un lugar a
unos ciento cincuenta kilómetros al sudoeste. La semana pasada se casó
con la dama. Ha traído a mujer y cría a la estancia, pavoneándose como
un gallo. Juanita se revolvería en la tumba. De tener una tumba".
Estúpidamente, aturdido por la historia de Jake, le pregunté: "¿Qué
edad tienen los hijos". Me contestó: "La menor tiene diez y la
mayor diecisiete. Todas mujeres. El pueblo está conmocionado. Los
asesinatos no los escandalizan, un par de homicidios no les molesta. Pero
que su caballero andante, su gran Héroe de Guerra, se aparezca con su
descarada ramera y sus cuatro bastardas es demasiado para sus mentes
presbiterianas". Yo le dije: "Las hijas me dan lástima. Y la
mujer también". Jake me replicó: "Yo me guardo la lástima
para Juanita. Si existiera el cuerpo, y pudiera exhumarse, apuesto a que
el forense encontraría una buena dosis de nicotina en él". Yo dije:
"Lo dudo. No haría daño a Juanita. Era una alcohólica. Él era su
salvador. La amaba". Lentamente, Jake preguntó: "¿Supongo que
pensará que no tuvo nada que ver con la muerte de Addie?". Respondí:
"Era su intención matarla. Lo hubiera hecho. Pero ella se ahogó".
Jake acotó: "Ahorrándole el trabajo. Está bien. Explique lo de
Clem Anderson. Lo de los Baxter". "Sí, todo fue obra de
Quinn", señalé. "Tuvo que hacerlo él. Es un mesías con un
deber que cumplir". Jake dijo: "Entonces, ¿por qué permitió
que el jefe de correos se le deslizara entre los dedos?". Repliqué:
"¿Será así? Yo creo que el viejo Mr. Jaeger tiene una cita con la
muerte. Quinn se le cruzará por el camino algún día. Quinn no puede
descansar hasta que eso suceda. No es cuerdo, sabe". Jake colgó,
pero no sin antes de preguntarme, con mordacidad: "Y usted, ¿lo
es?". 15
de diciembre de 1977. Vi una billetera negra de cocodrilo en la vidriera
de una casa de empeños. Estaba en muy buenas condiciones y llevaba las
iniciales J.P. La compré, y como nuestra última conversación había
terminado mal (él estaba enojado, aunque yo no), se la mandé como regalo
de Navidad y ofrenda de paz al mismo tiempo. 22
de diciembre de 1977: Una tarjeta de Navidad de la fiel Mrs. Connor: ¡Estoy
trabajando para el circo! No, no soy acróbata. Sino recepcionista. ¡Es
divertidísimo! Mis mejores deseos para el Año Nuevo. 17
de enero de 1978: Un garrapateo de cuatro líneas, de Jake, agradeciéndome
la billetera. Lacónica, inadecuadamente. Sé entender una indirecta. No
volveré a escribir, ni a llamarlo. 20
de diciembre de 1978: Una tarjeta de Marylee Connor, nada más que la
firma. Nada de Jake. 12
de setiembre de 1979: Fred Wilson y su mujer estuvieron en Nueva York la
semana pasada, de paso para Europa (su primer viaje), felices como en su
luna de miel. Los invité a comer afuera. La conversación giró en torno
de los agitados preparativos del viaje inminente hasta que, mientras elegíamos
el postre, Fred dijo: "No has mencionado a Jake". Simulé
sorprenderme dije, con tono casual, que hacía más de un año que no tenía
noticias suyas. Astutamente, Fred preguntó: "¿Se han
disgustado?". Yo me encogí de hombros: "No hubo ninguna pelea,
aunque no siempre hemos coincidido en nuestros puntos de vista".
Luego Fred dijo: "Jake ha tenido problemas de salud últimamente.
Enfisema. Se jubilará a fin de mes. No es que me meta, pero me parece que
sería bueno que lo llamaras. Necesita que lo alienten". 14
de setiembre de 1979: Siempre estaré agradecido a Fred Wilson. Hizo que
me tragara el orgullo y llamara a Jake. Hablamos esta mañana: era como si
hubiéramos hablado ayer, y anteayer también. No parece que hubiera
habido una interrupción en nuestra amistad. Confirmó la noticia de su
jubilación:"¡Me faltan sólo dieciséis días!". Dijo que
pensaba vivir en Oregon, con su hijo. "Pero antes pasaré un par de días
en el motel Prairie. Tengo que terminar un trabajito en ese pueblo. Hay
unos informes en los tribunales que quiero robar para mi fichero. ¡Escuche!
¿Por qué no vamos juntos? Volvemos a reunimos. Podría esperarlo en
Denver, y seguiríamos viaje en auto". Jake no tuvo que obligarme. Si
él no me hubiera invitado, yo le habría sugerido la idea: muchas veces,
dormido o despierto había soñado con volver a ese melancólico pueblo,
porque quería volver a ver a Quinn, quería conversar con él, los dos a
solas. Era el dos de octubre. Jake,
que no aceptó mi invitación de que me acompañara, me prestó el auto, y
después del almuerzo salí del motel Prairie para cumplir con mi cita en
el establecimiento de campo B.Q. Recordé la última vez que recorrí esas
tierras: la luna llena, los campos nevados, el frío cortante, el ganado
apretujado, reunido en grupos, el aliento tibio que empañaba el aire ártico.
Ahora, en octubre, el paisaje era, gloriosamente, diferente: la carretera
de asfalto parecía un angosto mar negro que separaba un continente
dorado. A cada lado, resplandecían los rastrojos, blanqueados por el sol,
del trigo segado, con vetas de amarillo aquí y allá, como sombras
oscuras bajo un cielo sin nubes. Había toros haciendo cabriolas entre el
pasto, y vacas, entre ellas madres con terneritos, comiendo y dormitando. A
la entrada a la estancia vi a una jovencita recostada contra el letrero de
las hachas cruzadas. Sonrió, y me indicó con la mano que parara. JOVENCITA:
¡Buenas tardes! Soy Nancy Quinn. Mi papá me envió a que lo esperara. TC:
Bueno, gracias. NANCY
QUINN (abriendo la portezuela del auto y subiendo): Está pescando. Tendré
que mostrarle dónde está. (Era un alegre marimacho de doce años, de
dientes prominentes. Llevaba el pelo castaño rojizo bien corto, y tenía
pecas por todas partes. Todo su atavío era un viejo traje de baño. Una
de sus rodillas estaba envuelta en un vendaje sucio.) TC
(refiriéndose al vendaje): ¿Te lastimaste? NANCY
QUINN: No. Bueno, alguien me tiró. TC:
¿Te tiró? NANCY
QUINN: Bad Boy me tiró. Es un
caballo muy malo. Por eso se llama sí. Ha tirado a todos los chicos del
campo. Y a la mayoría de los tipos grandes, también. Yo dije: Bueno, a
que yo puedo montarlo. Y lo hice. Pero por dos segundos. ¿Ha estado antes
aquí? TC:
Una vez. Hace años. Pero era de noche. Me acuerdo de un puente de
madera... NANCY:
¡Está allí, más adelante! (Cruzamos
el puente. Por fin pude ver el río Azul, aunque por muy poco tiempo, y de
una manera tan borrosa como debe ver el picaflor en sus revoloteos. Lo
tapaban los árboles con las ramas caídas hacia el agua. Los mismos que
entonces no tenían hojas, ahora resplandecían de oscuro follaje otoñal.)
¿Ha estado en Appleton? TC:
No. NANCY
QUINN: ¿Nunca? Qué gracioso. No conozco a nadie que no haya estado en
Appleton. TC:
¿Me he perdido algo? NANCY
QUINN: Bueno, es muy lindo. Nosotros vivíamos allí antes. Pero me gusta
más vivir aquí. Se puede andar sola y hacer lo que una quiere. Pescar.
Matar coyotes. Papá me dijo que me daría un dólar por cada coyote que
matara, pero después de pagarme más de doscientos dólares, lo ha
rebajado a diez centavos. Bueno, no necesito dinero. No soy como mis
hermanas, No hacen más que mirarse al espejo. Tengo tres hermanas, y le
diré que no son felices aquí. No les gustan los caballos. Odian todo. No
piensan más que en muchachos. Cuando vivíamos en Appleton, no veíamos
muy seguido a papá. No más que una vez por semana. Se ponían perfume y
se pintaban la boca, y tenían muchos novios. Mi mamá no decía nada. Le
gusta arreglarse y parecer bonita. Pero mi papá es muy estricto. No
quiere que tengan novios. Ni que se pinten la boca. Una
vez algunos amigos vinieron de Appleton, y mi papá los esperó en la
puerta con una escopeta. Les dijo que la próxima vez que los vea en su
propiedad les hará saltar la cabeza de un tiro. ¡Cómo dispararon esos
tipos! Las chicas se enfermaron de tanto llorar. A mí me causó mucha
gracia. ¿Ve esa bifurcación en el camino? Pare allí. (Detuve
el auto. Los dos nos bajamos. La jovencita señaló un claro entre los árboles:
un sendero oscuro, cubierto de hojas, que bajaba.) Vaya por allí. TC
(de repente, con miedo de estar solo): ¿No vienes conmigo? NANCY
QUINN: Mi padre no quiere nadie cerca cuando habla de negocios. TC:
Bueno, gracias de nuevo. NANCY
QUINN: ¡El placer fue mío! Se alejó, silbando. En
partes, las ramas eran tan bajas que tenía que doblarlas, y protegerme la
cara del roce de las hojas. Los pantalones se me enredaban en las zarzas y
extrañas espinas. Por encima de los árboles se oía el graznido de los
cuervos. Vi un búho. Es extraño ver un búho a la luz del día. Parpadeó,
pero no se movió. En un momento dado casi tropiezo con un avispero: en un
hueco del tronco de un árbol había un hervidero de avispas negras. Todo
el tiempo oía el río, como un lento y suave rugido. De repente, en un
recodo del sendero, lo vi. Vi a Quinn, también. Tenia
puesto un traje de goma, y sostenía en alto una flexible caña de pescar,
como si fuera la varita de un director de orquesta. Estaba metido en el
agua hasta la cintura. Se veía su cabeza, sin sombrero, de perfil. Su
pelo ya no tenía vetas grises, sino que era totalmente blanco, como la
espuma del agua que rodeaba su cintura. Tuve ganas de dar media vuelta y
echar a correr, pues la escena era tan parecida a esa otra, le hacía
mucho tiempo, cuando el doble de Quinn, el reverendo Billy Joe Snow, me
esperaba, metido en el agua hasta la cintura. De repente oí mi nombre:
era Quinn que me llamaba, haciéndome señas mientras vadeaba en dirección
a la orilla, pensé en los toros jóvenes que había visto pavonearse en
los pastos dorados. Quinn, resplandeciente en su traje de goma, me hacia
acordar a ellos: vital, poderoso, peligros. Con excepción del pelo
blanco, no había envejecido ni un ápice. En realidad, parecía varios años
más joven, un hombre de cincuenta años
perfectamente saludable. Sonriendo,
se puso en cuclillas sobre una roca, y me indicó que me acercara. Me enseñó
las truchas que había pescado: -No
muy grandes, pero son sabrosas. Nombré
a Nancy. Sonrió y dijo: -Nancy.
Oh, sí. Es una buena chica. —No agregó nada. No se refirió a la
muerte de su mujer, ni al hecho de que se había vuelto a casar: pensaba
que estaba al tanto de la historia reciente.—Me sorprendió que me
llamara. -¿Sí? -No
sé. Me sorprendí. ¿Dónde se aloja? -En
el motel Prairie. ¿En dónde más? Después
de un silencio, con cierta timidez, me preguntó: — ¿Jake Pepper está
con usted? Asentí. -Alguien
me dijo que dejaba el Departamento. -Sí.
Se va a vivir a Oregon. -Bueno,
supongo que ya no lo veré más. Qué lástima. Pudimos ser muy buenos amigos. De no ser por todas esas sospechas.
Maldito sea, hasta pensó que había ahogado a Addie Mason -
Rió. Luego frunció el entrecejo. -Yo veo así, las cosas: fue la
mano de Dios. -Levantó su propia mano, y el río, visto entre sus dedos
separados, pareció entretejerse como una cinta oscura. -La obra de Dios.
Su voluntad. |
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