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Fragmento de "La Ciudad después del
humo" Martelli y Lopez Editores |
Algo revuelve el avispero |
Aquella mañana del regreso de la multitud a La Ciudad, para variar, amanecí con los ojos abiertos y medio baqueteados.
De un tirón.
Con migraña, además.
Enseguida, durante el lapso comprendido entre el estremecimiento de un muslo y la sacudida del otro, sentí cómo se integraba a mi cuerpo la opresión de un calambre sin adjetivos. También creí adivinar, con un sonido de fondo estilo retintín, que algo extraño y novedoso estaba a punto de suceder en la vastedad del exterior y que, de una forma complicada de imaginar con la maquinaria de mi cerebro tan indispuesta, aquello perteneciente al afuera repercutiría más temprano que tarde ahí adentro, o tal vez ya irrumpía en la habitación y comenzaba a influir en ella, mientras yo dedicaba mi esfuerzo a apretar bien fuerte la sábana, a darle palmaditas en la cola a la almohada y a barruntar como un loco sobre el juego que parecía haberse entablado y para el que yo, al menos durante esos primeros instantes evocados ahora, no daba pie con bola.
Inclusive, si no recuerdo tan mal como para condenarme a la proscripción o a una cárcel común, creo haber percibido una modificación con epicentro en la estructura y sobre todo en la actitud del crucifijo de hierro, a la sazón enclavado en la pared anaranjadita de veras y portador de una pose decorosa o decorativa, según la configuración que el observador asumiese o dejara de asumir, cuestión importante si las hay desperdigadas por ahí. De una u otra manera, el crucifijo y su huésped crónico exhibían, al parecer sin demasiadas muestras de arrepentimiento, con el desparpajo que da el sentirse salvado para toda la cosecha, una pose cabizbaja, un buen torso a la vista de todos y unas costillas bastante escuálidas, portadoras a su vez de un par de pérdidas que, aunque aún no lo sabían con todas las letras, iban a dar mucho que hablar en los siglos por venir, que se extendían inclusive más allá del juicio final, hasta el colmo de convertir al mundo en un grandísimo conventillo donde las distintas lenguas podían opinar acerca de cualquier tema y equivocarse a gusto y continuar igual con los festejos. Algo así murmuré más o menos en mitad del entrevero, reflexivo hasta donde me dio el seso disponible y con el aporte de toques de ironía que, debo confesarlo, me costó bastante adaptar al escenario de mi piecita, que parecía zarandearse, perder el equilibrio, si es que alguna vez lo había mantenido.
En un apartado de la conmoción todavía no muy delimitada pero que ya iba queriendo, una especie de tedio o de fatiga entró a chantajearme poco después de dignarse a pasar a través de las rendijas y por debajo de los umbrales. Traté entonces de respirar como un señor lo más recatado posible, con un resonar mínimo y sin separar demasiado los labios, por si las moscas o los mosquitos, que ya se sabe para qué existen, no como nosotros.
Mientras parecía disiparse el olor a naftalina de las últimas jornadas, con la licencia y el deterioro que el caso requería a diestra y siniestra y aun de contramano, algunos cuantos minutos, con seguridad los más osados, hicieron primero su recorrido habitual y subieron después uno tras otro a la tarima, donde los aguardaban cinco o seis de sus mejores inquietudes. Por suerte, ellas apartaron sus propios resquemores e hicieron lo suyo sin atropellarse ni superponerse. Agradecí esta actitud con una señal sonora algo desafinada que no pasó a mayores. Entonces, ya ubicados en una buhardilla de época, los minutos antes citados reafirmaron de a uno su continuidad y su vigencia respecto al transcurrir del tiempo en general. A mí ni se me ocurrió perder el equilibrio ante tamaña elocuencia y menos que menos se me dio por ponerme a buscar, por ejemplo, para contrarrestar los efectos negativos del accionar de los minutos en cuestión, en la mesita de luz o entre las mantas o dentro de las pantuflas, un peine o una pomada o mi no tan reciente medallita de la suerte que, tal vez como parte de los cambios producidos durante el descanso nocturno, se había desprendido de mi cuello y andaría haciendo de las suyas por ahí, favoreciendo y perjudicando las circunstancias de mi vida a su antojo y placer, porque así son estas medallas, unas guachas de dos caras totalmente opuestas entre sí.
Aguardé un milagro durante un plazo razonable que no sé si duró lo suficiente o fue a parar a los caños.
Mientas tanto, a mi alrededor todo parecía estar engendrándose, dándose flor de manija para alumbrar una nueva era, como quien dice.
Con una sospecha creciéndome en las vísceras, mediante un gesto tardío miré la atestada biblioteca, que no aparentaba haber sido influida por las nuevas tendencias.
Cuando con un guiño y una presunción juzgué imperdonable mi desajuste con respecto a las supuestas novedades acontecidas en el universo que me rodeaba, cambié una idea por otra y revisé mi accionar. Entonces supuse que aspirar hondo unas cuantas veces seguidas me ayudaría a respirar como la gente y de paso le vendría bárbaro a mis planes inmediatos, todavía en borrador, esbozados apenas con una birome imaginaria que, a pesar de la estrechez de sus trazos, con algún que otro bollo verificado a lo largo y a lo ancho de su contextura, poseía su forma, su color y también su carácter, faltaba más.
Los pulmones, ya se sabe, auspician y toleran sus propias pautas. Contienen sus códigos secretos e inflados hasta alcanzar un buen nivel de asfixia, que no tiene por qué ser siempre el mismo, al contrario, en determinados clubes se aconseja la variedad de prácticas y nadie se queja. Algo de esta índole expresé con los fuelles a media máquina, ya con el presentimiento de una flor de languidez en el estómago, tras incurrir en el primer rechinar de los dientes que me quedaban. Lo hice a sabiendas de que podría actuar diferente, con una tozudez digna de mejor causa, al decir de una resolución que me llevó a repasar una escena del pasado, así, casi sin advertirlo y proponiéndomelo apenas, encima con una contracción localizada al parecer en lo más gelatinoso de la memoria y sus anacronismos, mientras la falta de lustre sacudía mi imaginación, en la que a la fuerza se representaba una zona de turbulencias que, por suerte o por un extraño embeleso propio de una pocilga, no me arrojó a ninguna parte y pude mantenerme tal cual, sin novedad que acatar o poner en duda o qué sé yo.
Se sucedieron, si no me equivoco en la cuenta, dos o tres períodos muy breves, casi nulos.
Al final de unas inhalaciones que se mostraron un tanto pedantes, ya con un aroma y un dejo de desesperación extendiéndose por mi superficie rugosa, sin la percepción de una causa definida o al menos timorata por naturaleza o por convicción, me erguí algunos centímetros a partir de la base de sustentación del cuello y giré la cabeza con un éxito relativo que, sin embargo, me confirió al instante, creo, un aire de pesadumbre que no me molesté en resoplar.
Eso sí, suspiré con la intención de expulsar algún que otro hálito y así reforzar o poner a prueba mi sentido del olfato, al que noté algo tapado, poco receptivo con las emanaciones, digamos.
Recuerdo que quise interiorizarme y también recuerdo que no lo logré. Me quedé en las afueras de mí mismo.
A todo esto, según el enfoque ofrecido por el reloj de la otra pared, si la visión no me engañaba en demasía, serían las cuatro y pico de la mañana y las diez más uno de la excitación tomada como un deporte.
Pero yo, por experiencias varias que no tuvieron cabida, sabía muy bien que el reloj de esa pared a veces jugaba conmigo y con mi percepción de lo que sus manecillas querían representar para todo aquel que, olvidando lo aprendido en un viraje de la vida o de su ensoñación, se dispusiese a observarlas sin preconceptos. De cualquier manera, me dije, era el único indicador que tenía ahí cerca para consultar en caso de necesidad y urgencia y no por nada lo apodaba llamándolo, en especial cuando las papas quemaban y yo no me acordaba dónde había dejado el horno prendido, «el muchas veces engañoso diseñador de las horas habidas y por haber».
El clima de ahí adentro, además, se presentaba como problema y no como bisutería.
Más allá de lo pendular de la situación, me recalcitraba hasta los huesos el calor de un supuesto mes del verano que ardía a fuego lento, como algún tango que anda por ahí, aunque a lo mejor yo podía estar pifiándole y muy fiero en mi apreciación e igual seguir acalorado y continuar a la sombra de mi propia abulia, que se cocinaba a la muy alta temperatura de una devoción casi total. Dije casi.
También podía suceder que, una vez establecidas con alguna aproximación las coordenadas del enjambre mental en el que me debatía con un éxito todavía por verse, yo estuviese sufriendo en esa instancia un perjuicio, en el sentido alegórico o legal de la palabra. Esto podía deberse a una contradicción o espejismo de mi entendimiento que, por supuesto, soportaba a lo bochorno estival, con un achicharramiento importante, las consecuencias ya de por sí embravecidas de los recientes acontecimientos humeantes, cuyos rasgos principales, de acuerdo a varios de los dibujos recopilados en un álbum tan casero como confidencial, delineados con una desidia a mi entender enjundiosa, dejaban bastante que desear, la verdad sea dicha.
En esos inicios del despertar abrupto y con una alegría omitida ya desde el arribo de la primera sensación de irrealidad, una vez comprobada la escasa presencia de pis en mi ropa interior y la ausencia de un exceso de baba entre las arrugas de la funda de la almohada, con algún alivio administré como pude la presencia del mareo que me asaltó empezando por arriba, con seguridad producto de la emoción conseguida gracias al conocimiento de no hallarme ya para nada solo en La Ciudad. Percepción muy intranquilizadora, insoportable diría a voz en cuello, a fondo de garganta, de no ser por la profundidad, la fluidez y la textura letárgica en la que a veces mi temperamento se arrastra y con un envión toma asiento y se la banca y a la primera sesión se debate, con o sin quórum, en la cámara correspondiente o en la de la sala contigua, que no siempre está al lado y a veces ni siquiera enfrente y es un dilema a resolver cuando uno menos se lo plantea, qué se le va a hacer.
Durante la observación del entorno, mientras lo irremediable parecía cernirse sobre lo inolvidable y sobre lo que entre bastidores podría denominarse mi humanidad sin entablillar, dentro de la habitación descubrí una línea oblicua y otra que giraba en espiral, con interferencias en cada rincón o intento de recoveco.
—Claro que sí, seguro que sí –dije apoyando la doble afirmación con la mitad del gesto correspondiente.
Sentí la necesidad de darme una explicación al alcance de cualquiera.
—Esto que me está sucediendo, tan malo para mis emociones en reposo, me pasa porque advierto que ellos y ellas volvieron al redil, como se suele decir sin necesidad de sufrir un encierro como el mío. Los muy atrevidos aprovecharon a hacerlo ahora que ya se fue el humo, sin más moneda que la consternación y con el único deseo de reinsertarse uno adentro de otra y así sumirse en el intercambio de promesas y de respiraciones agitadas –dije, optimizado a partir de una treta con cariz de humorada, tal vez con el afán de comprender lo verdaderamente representado en el sentido de la frase recién emitida o de percibirme desmentido ahí nomás.
Pero de la frase en verdad comprendí cero coma cero y no asimilé nada que valiese el esfuerzo, o apenas vislumbré a modo de misterio la presencia de un asomo de instinto asesino que enseguida adquirió el aspecto de un bombón, que de paso pegó unos cuantos caderazos y desapareció sin dar explicaciones, dejándome duro como un desprecio.
Así las condiciones, me propuse matar el tiempo y no obtuve suerte con los sucesivos intentos de homicidio. Entonces, ya imbuido hasta los riñones, comprendí la sordidez de mis sentimientos sin necesidad de escuchar ningún consejo. Además, imposible concentrarme en una imagen, por más regordeta y rubicunda que fuese, cuando La Ciudad entera parece dispuesta a pegar el cimbronazo y a retomar sus patrañas y sus rutinas de fregado y no sólo en los bares y burdeles, más bien en todas las jurisdicciones, hasta en las repisas y en las escaleras y sobre las tablas de planchar la ropa y en los bajo mesadas, un lujo o la lujuria misma, me dije sin bufar y con tres interjecciones que no quedaron registradas o eso espero.
Entonces, ya cuando mi equilibrio tendía a ponerse de perfil o a inclinarse para el sesgo del peligro, vi cómo un halo de resignación reptó sobre un pedazo de alfombra y se perfiló hacia el pozazo que había creado mi residencia en la cama y al que yo me amoldaba sin complicaciones. El halo, que se fue perfeccionando durante el trayecto de ida, no se detuvo hasta acurrucarse junto a mí, previo paso por sobre la lengüeta de uno de los mocasines de la última salida, el más contraído, al que le debía el favor de un par de callos independientes entre sí, no muy escarpados que digamos o que quisiéramos escalar. |
Mario Capasso
Mcapasso340@hotmail.com
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