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El espacio en la Odisea
y la Comedia |
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Jorge Luis Borges dijo que dos historias repiten sus imágenes infinitamente en el tiempo: los viajes de Ulises y la vida de Cristo. Una y otra vez las imágenes de la Odisea, encarnadas en símbolos, vuelven a ser la misma y otra historia: Telémaco buscará de nuevo al padre. Penélope hilvanará y deshilvanará por tres años la tela engañosa, Ulises y sus hombres lucharán con el infatigable mar, con dioses, con monstruos y con gigantes. Ulises volverá a Ítaca y él y Telémaco aniquilarán de nuevo a los pretendientes. Las imágenes se repetirán en vasos, en cráteras, en sarcófagos, en frisos, en pinturas, en esculturas, en el teatro, en la poesía. Ulises no es el primer viajero occidental, pero sí el primero de quien fue documentada con amplitud y alta poesía su penosa y excepcional aventura. Es también el primero en occidente del que se informa en detalle que bajó a los infiernos y conversó con las sombras de los que ya no son. Creo que pocos han estudiado con tal escrúpulo los dos espacios del libro (el real y el novelesco) como Víctor Bérard. En un libro ameno y detallado (Resurrección de Homero) el arqueólogo francés trazó un mapa de los espacios que Ulises recorrió en el mar Mediterráneo en su azaroso viaje, no excluyendo el infierno, y ha corregido las imprecisas bitácoras de numerosas generaciones. No estaría de más añadir que Bérard tradujo en verso la Odisea. Pese a la autoridad de Bérard, sería imposible conocer con impecable exactitud las andanzas de Ulises; lo indiscutible es que, salvo excepciones inevitables, las historias fueron creídas y dadas por reales por generaciones de hombres que pasaron como hojas. Como se ha repetido, Homero fue primaria y secundaria de los griegos hasta el siglo IV antes de Cristo. Los poemas homéricos —dice Bérard— se transforman en el período ateniense (VI-IV A.C.) ‘‘en la enciclopedia de toda ciencia y de toda sabiduría: la Biblia de los griegos”. Lo que a nosotros nos hechiza como una imaginación musical y proporcionada, para aquellos griegos fue lo natural. Era el tiempo de la glorificación de los héroes, y los héroes podían hacer lo posible, y a veces, con alguna facilidad, lo imposible. ¿Qué acaso no era dable —y es el primer aspecto del libro que quisiera resaltar— que existieran espacios en el mar rumoroso (costas, puertos, islas) donde hubiera hombres que comieran flores que llevaran al olvido, o espantosos gigantes de aterradora ferocidad (cíclopes, lestrigones), o donde viviera el hospitalario pero también peligroso dios del viento, o diosas hechiceras que volviesen cerdos a los hombres, o pasos increíbles donde cantaran las sirenas, o rocas y remolinos monstruosos, o islas donde pastaran mansamente los animales del dios del sol, o islas donde reinaran ninfas encantadoras que prometían la inmortalidad? ¿Qué, no era dable también —y es el segundo aspecto del libro que quisiera resaltar— que un hombre atravesara los espacios de la tierra y del mar para descender al reino de Hades, patria de los muertos y lugar donde se ignora la alegría, donde hallará las sombra de su madre recién muerta, del veloz Aquiles, del atrida Agamemnón, pastor de pueblos, del valeroso Ayax, que lo desdeña pues no olvida aún allí la humillación inferida, e imágenes e imágenes de famosas mujeres y legendarios héroes, a quienes ve pero no puede abrazar o tocar, pues las almas de éstos vuelan como un sueño. Antes de Homero existía una imagen pero no tan elocuente del infierno en el hemisferio occidental. Las impetuosas navegaciones de Ulises se dan entre dos espacios: la salida de Troya y la vuelta a Ítaca. Un recorrido que debió durar a lo más unas semanas se prolongó diez años. Nadie desconoce —y es el tercer aspecto del espacio que quiero resaltar— que Ítaca es una pequeña y escarpada pero fértil isla de mar Jónico. Ítaca —relata el poeta— producía trigo abundante y vino y en sus campos espléndidos se criaban bien las cabras y los bueyes. En ella habían también árboles variados y abrevaderos útiles, pero su importancia política, económica y estratégica era casi ninguna. Ulises, a comparación de los hermanos Agamemnón y Menelao, monarcas poderosos, era apenas un simple reyezuelo, pero la poesía nos ha embellecido a Ulises y a su isla natal. Dos instantes de la Odisea (uno en el canto V, el otro en el canto XIII). son especialmente conmovedores: Cuando Hermes va a visitar a Calipso para informarle la decisión de los dioses de liberar a su forzado huésped, y no ve a Ulises, porque se hallaba en la ribera, llorando copiosamente entre suspiros y lamentos, extraviada la vista en el mar interminable, y la otra, cuando en el país de los feacios ya no escucha el aeda Demódoco, pues no dejaba de mirar el sol, anhelando que desapareciera en el horizonte y emprender la partida. Pocas islas o ciudades han simbolizado tanto para la imaginación y el corazón de los hombres de occidente como Ítaca; todo viajero que realiza un viaje largo y lleno de peripecias y no puede regresar voluntariamente a su país o ciudad, vuelve a ser Ulises y su lugar natal es Ítaca. Mientras más difícil y accidentado es el viaje más toma significación su ciudad y la ciudad simbólica que hay detrás de ella. La Odisea, en un sentido, es el libro de la fidelidad, del hijo, de la esposa, de los padres, de algunos sirvientes, aun del perro; Ulises también es fiel al escueto y verde espacio que le vio nacer y lo prefiere y prefiere la muerte, a los paraísos diarios y a la inmortalidad que Calipso le ofrece. Y tres ligeras variaciones del viaje: hay quien no sale de Ítaca, hay el que vuelve a ella antes de tiempo, hay el que no puede volver. Paul Valéry, a quien le interesaban y le eran también más placenteros los medios que los fines, dijo que le hubiera gustado revisar los borradores de La Comedia, con toda modestia confieso que a mí también; pero también me hubiera encantado ver cómo se presentaban en la imaginación visual de Dante los espacios que iba creando. Si Ulises fue el primer navegante occidental que la poesía volvió un arquetipo. Dante fue el primer gran explorador de los espacios del trasmundo que ideó la teología católica. Él creó, un sinnúmero de años antes, su alto valle de Josafat. donde se abocó a la espantosa tarea de juzgar a los hombres por su conducta en la tierra, en suma, se erigió en Dios mismo. ¿Qué importa lo que el orbe metafísico que él creó le deba a la imaginación teológica de Santo Tomás de Aquino? Se puede ser o no católico, pero si tenemos una viva imagen en imágenes vivas de lo que son el infierno, el limbo, el purgatorio y el paraíso, es por La Comedia, puede ser o no católico, pero al leer el libro es tal la potencia visual de Dante, que pocos, si aplican la fe poética, vacilarían en creer que están en un espacio y un tiempo auténticos, y que los personajes que los pueblan seres divinos, semidivinos, mitológicos, legendarios, humanos o la masa sin forma—. representados en pequeños cuadros o escenas, están allí, en el instante que los formó, cuando otros leyeron y los imaginaron, cuando leemos y los imaginamos, y cuando cualquiera en el porvenir lea y los imagine. ¿Pero cómo creó Dante esos exactos espacios que nos parece verlos? No hay casi dantista que no haya subrayado la poderosa visualidad de Dante; en ocasiones parece un escultor, o un pintor, o crea en bajorrelieve, o —para utilizar conquistas recientes— parece un cineasta o un fotógrafo. La razón es simple: Dante partió siempre de la realidad circundante. Si se revisan mínimamente los tercetos se percibirá que las imágenes, metáforas o símiles, están hechos con las cosas y los elementos naturales del mundo, y que Dante a menudo utiliza, para describir o presentar, las formas o el color de ríos, riachuelos, montañas, colinas, árboles, edificaciones, de la Toscana o regiones vecinas. Haga que Virgilio describa el paso de la bella scuola (Homero, Horacio, Ovidio, Lucano) en el limbo, o hable de la desdichada suene del cadáver de Bonconte en la batalla de Campaldino, o compare el sol de la Umbría con el sol de San Francisco de Asís. Dante se pega a la tierra. Describa los tormentos del conde Ugolino en la torre de la Piazza dei Cavalieri en Pisa, o el nacimiento de la Aurora desprendiéndose del Sueño, o hable de lo efímero de la gloria al recordar cómo el arte de Giotto y del Cavalcanti superaban ya al de Cimabue y al del Giuinizzelli, o ilumina la aparición de Beatriz. Dante tiene una raíz sustancial que crece en el corazón del hombre. Dante logró en poesía, si se me permite parangonarlo, lo que Miguel Ángel en la escultura y Leonardo en la pintura. El suyo fue un ostinato rigore y su poema total es una geometría en movimiento. Y permítaseme una ligera digresión. Quien haya visto las mujeres y el paisaje florentinos sabrán que los grandes pintores toscanos no inventaron nada: simplemente los trasladaron a sus frescos y cuadros de un modo magistral. Quien haya contemplado alguna vez la luz única de Florencia en un mediodía de verano podrá comprender mejor lo que Dante vio: Beatriz es la luz. Dios es la luz. el Paraíso está lleno de luz. Sófocles hizo decir a Ulises en una de sus impresionantes tragedias (Ayax): Porque en esta vida que vivimos No somos sino imágenes y sombras
En un tiempo y un espacio que se vuelven también imágenes y sombras. |
por Marco Antonio Campos
Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía No. 9 / 1988
Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura,
Link del texto: https://periodicodepoesia.unam.mx/num-9-1988-marco-antonio-campos-luis-hernandez/
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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